HIVER, 1872
RUE ROYALE
NUEVA ORLEANS, LUISIANA

Nueva Orleans es una ciudad donde reinan los muertos.

Recuerdo la primera vez que oí a alguien decir eso. El viejo tenía la intención de asustarme. Dijo que había momentos, después de una lluvia torrencial, en los que los ataúdes ascendían hasta la superficie y los muertos inundaban las calles de la ciudad. Aseguraba conocer a una mujer criolla de la Rue Dauphine que podía comunicarse con los espíritus del más allá.

Creo en la magia. En una ciudad plagada de ilusionistas, es imposible dudar de su existencia. Pero no le creí a ese hombre. «Ten fe», me advirtió. «Pues quienes no la tienen están solos en la muerte, ciegos y aterrados».

Fingí alarmarme con sus palabras. La verdad es que el viejo me pareció entretenido. Era de los que buscan aterrar a las jóvenes almas errantes con historias de criaturas sombrías que acechan en los rincones oscuros. Pero había algo que también me intrigaba, pues yo también poseía una joven alma errante. Desde mi infancia, la había ocultado debajo de prendas impecables y palabras refinadas, pero insistía en acosarme. Me llamaba como si fuera el canto de una sirena, y me ha llevado a arrojar todo lo que fingía ser contra las rocas y rendirme ante mi verdadera naturaleza.

Me ha traído hasta donde estoy ahora. Pero lo que siento no es ingratitud. Pues me ha hecho aceptar dos de mis verdades más profundas: siempre tendré una joven alma errante, sin importar mi edad.

Y siempre seré la criatura sombría que acecha en los rincones oscuros, esperando…

Por ti, mi amor. Por ti.