Malvolio

Anabel traicionó a Celine durante la cena, apenas una hora después de que hubieran vuelto al convento.

La Madre Superiora no necesitó más que un instante para conseguir que la bocazas dijera la verdad. Tan pronto como Anabel les contó a las jóvenes reunidas que los pañuelos bordados de Celine habían sido comprados al precio completo de una sola vez, la monja de ojos perspicaces —y hábito planchado a la perfección— había indagado sobre los detalles.

Por desgracia, Anabel demostró ser una pésima mentirosa. Después de todas las anécdotas que había escuchado sobre los escoceses, Celine estaba muy decepcionada de haber conocido a la única persona de las Tierras Altas incapaz de inventar una buena historia.

Ahora Celine estaba atrapada estudiando el paisaje de la oficina de la Madre Superiora al mismo tiempo que su cena de guiso insulso se enfriaba en la mesa de la cocina. Buscó alguna distracción en el espacio que la rodeaba. Mientras tanto, intentaba fabricar una mentira creíble que pudiera justificar el salir a la ciudad después del anochecer.

Todo era muy dramático. Innecesario.

¿Por qué cada persona con quien Celine se encontraba insistía en decirle cómo vivir su vida?

Pippa estaba cerca de ella, sentada en un silencio culpable y retorciendo las manos como si fuera un personaje en un cuento aleccionador. Celine respiró con profundidad, consciente de que no podía contar con que Philippa Montrose apoyara cualquier cosa que se asemejara a la perfidia. La realidad era que Pippa era demasiado buena. Todas las personas que residían en el convento conocían esa verdad, incluso las propias monjas.

Pippa Montrose era fiable y obediente. No se parecía en nada a la impetuosa Celine Rousseau.

Ahora que lo pensaba, ¿por qué habían llamado a Pippa a la oficina? No era culpable de ninguna ofensa. ¿La habrían llevado allí en un esfuerzo por resaltar las malas acciones de Celine? ¿O quizás para intimidar a Pippa hasta que ella también la traicionara?

Celine barrió la habitación con su mirada, que se había oscurecido solo con pensar en esa posibilidad. A un lado de la pared había una enorme cruz de madera que había sido donada por una de las familias españolas más antiguas de Nueva Orleans, antes de que los franceses se hubieran adueñado de la ciudad portuaria. Más allá de las contraventanas abiertas a medias, el sol de poniente arrojaba un haz de luz sobre los confines del convento de las Ursulinas.

Ojalá las ventanas pudieran abrirse por completo para dejar que la vista del puerto se filtrara hasta sus suelos inclinados. Tal vez eso hiciera que esas habitaciones yermas se llenaran de vida. El segundo día en el convento, Celine había intentado hacerlo ella misma, pero diez minutos más tarde había recibido una regañina categórica; las ventanas del convento encalado siempre permanecían cerradas en un esfuerzo por mantener la atmósfera de claustro.

Como si ese sitio pudiera ser cualquier otra cosa.

La puerta se abrió con un arañazo contra el suelo. Pippa se sentó erguida al mismo tiempo que Celine bajó los hombros.

Incluso antes de que la Madre Superiora atravesara el umbral, la lana de su hábito negro llenó la sala con su presencia, con su olor a lanolina y al ungüento medicinal que usaba todas las noches para sus manos agrietadas.

La combinación era como un perro mojado en un pajar.

Tan pronto como la puerta se cerró con un golpe, las líneas que la Madre Superiora tenía alrededor de la boca se hicieron más profundas. Se detuvo para inhalar y después las fulminó con una mirada severa. Se trataba de un intento obvio por infundir una sensación de terror anticipado, tal como lo habían hecho los tiranos de antaño.

Aunque sería de lo más inoportuno, una sonrisa amenazaba con dibujarse en la cara de Celine. Toda la situación era absurda. Hacía menos de cinco semanas, Celine había sido la aprendiz de una de las modistas con mayor demanda en París. Una mujer cuyos frecuentes alaridos de furia hacían que los cristales de las arañas temblaran. Una verdadera opresora que solía convertir los trabajos de Celine en jirones delante de sus propios ojos si es que encontraba una sola costura fuera de sitio.

¿Y esa monja tirana con manos agrietadas se creía merecedora de su miedo?

Como diría Pippa: de ninguna maldita manera.

Una risita escapó entre los labios de Celine. En respuesta, Pippa empujó su silla con la punta del pie.

¿Qué podría haber causado el desgaste de las manos de la Madre Superiora? Quizás practicaba algún oficio clandestino en los huecos más profundos de su celda. Quizás era una pintora. O una escultora. ¿Y si por las noches fuera una escritora secreta? Mejor aún si lo que escribía consistía en su totalidad en acotaciones o cosas impregnadas de dobles sentidos, como Malvolio en Noche de Reyes.

Por mi vida, es la letra de mi señora, estas son sus ces, sus oes y sus eñes, y así es también cómo hace sus pes mayúsculas.

Celine tosió. La frente de la Madre Superiora se frunció en un gesto de irritación.

La idea de que esa monja, con su hábito almidonado, pudiera decir cualquier cosa inapropiada forzó a Celine a clavar la mirada sobre el suelo de piedra pulida para contener la risa. Pippa la volvió a empujar con el pie, aunque esta vez con un poco más de fuerza. Aunque su amiga no decía nada, Celine podía darse cuenta de que no había nada de la situación que Pippa considerara divertido.

Y tenía razón. Enfurecer a la matrona de un convento no debería ser gracioso. Esa mujer les había dado un sitio para vivir y trabajar. Una posibilidad de encontrar sus caminos en el Nuevo Mundo.

Solo una niñata desagradecida y problemática ignoraría eso. Alguien exactamente como Celine.

Ahora que esos pensamientos le habían despejado la cabeza, Celine se mordió el interior de las mejillas mientras la habitación parecía estar cada vez más caliente y su cuerpo cada vez más tenso.

—Espero que pueda explicar sus acciones, mademoiselle Rousseau —comenzó la Madre Superiora con una voz que conseguía ser aguda y áspera a la vez.

Celine se mantuvo en silencio con la vista hacia abajo. Sabía que no era buena idea comenzar ofreciendo una defensa. La Madre Superiora no las había llamado a su oficina con la intención de escucharlas; las había llamado con la intención de darles una lección. Eso era algo que Celine entendía muy bien. Así era como la habían criado.

—Esa joven a la que habéis conocido en la plaza, ¿por qué no viene al convento durante el día o consulta con una costurera local? —preguntó la Madre Superiora—. Si lo que quiere es que usted diseñe prendas para ella, lo indicado sería que se acercara aquí, n’est-ce pas? —Como Celine no respondía, la Madre Superiora soltó un gruñido. Se inclinó hacia adelante—. Répondez-moi, mademoiselle Rousseau. Immédiatement —susurró en un tono teñido de advertencia—. O usted y mademoiselle Montrose se arrepentirán.

Ante la amenaza, Celine levantó la cabeza para mirar a la Madre Superiora a los ojos. Se pasó la lengua por los labios para hacer tiempo mientras elegía sus próximas palabras.

Je suis désolée, Mère Supérieure —se disculpó Celine—, mais… —Echó una mirada hacia la derecha mientras intentaba decidir si involucrar o no a Pippa en su mentira—. Pero, por desgracia, su modista no está familiarizada con el estilo barroco de vestidos. La joven explicó que necesitaba las prendas con urgencia y que tenía un horario que parecía no ofrecerle flexibilidad durante el día. Verá… todas las tardes trabaja como voluntaria en una organización de señoritas que teje calcetines para los niños.

Incluso de perfil, Celine percibió cómo los ojos de Pippa se abrían de par en par por el espanto.

Era una mentira abominable, de eso no cabía duda. Pintar a Odette como un ángel con una debilidad por las pobres almas descalzas estaba entre las historias más… extravagantes que Celine había contado en su vida. Pero toda la situación era ridícula. Y Celine disfrutaba de triunfar sobre los tiranos, aunque solo fuera en la más mínima medida. Sobre todo si esos tiranos amenazaban a sus amigas.

El ceño de la Madre Superiora se relajó un poco, aunque el resto de su expresión se mantuvo dubitativa. Entrelazó las manos detrás de la espalda y se dispuso a caminar de un lado para el otro.

—Sea como sea, no siento que sea apropiado que usted atraviese la ciudad sin acompañamiento después del anochecer. Una joven no mucho mayor que ustedes… falleció en el muelle ayer.

Para Celine, «fallecer» era una forma bastante sutil de decir que había sido destrozada bajo un cielo estrellado.

La Madre Superiora se detuvo para rezar en silencio antes de retomar su regañina.

—Durante la temporada de carnaval, las calles están llenas de juerguistas. El pecado acecha en cada esquina, y no desearía que una mente tan débil y susceptible como la suya sea seducida por el peligro.

A pesar de erizarse ante el insulto, Celine asintió en señal de acuerdo.

—Yo tampoco desearía verme tentada por algo indecoroso. —Apoyó una mano sobre el corazón—. Pero confío en la bondad de esta mujer y su temor a Dios, Mère Supérieure. Y no tengo ninguna duda de que el dinero que otorgará al convento a cambio de mi trabajo será muy beneficioso para todas nosotras. Ha repetido una y otra vez que el coste no presentará ningún inconveniente para ella.

—Ya veo. —La Madre Superiora se giró hacia Pippa sin previo aviso—. Mademoiselle Montrose —dijo—, no parece tener mucho que decir con respecto a este asunto. ¿Qué opina sobre la situación?

Celine cerró los ojos y se preparó para lo que estaba por venir. No culparía a Pippa por decir la verdad. Esa era su naturaleza. ¿Y quién podría culpar a Pippa por seguir sus inclinaciones naturales?

Pippa se aclaró la garganta y apretó los puños.

—A mí… me pareció que la joven parecía ser alguien fiable, y muy virtuosa además, Madre Superiora —pronunció con lentitud—. Aunque sus preocupaciones no carecen de verdad, sobre todo dados los sucesos del puerto. ¿Cambiaría algo si me ofreciera a acompañarla? Podríamos tomar las medidas de la señorita juntas y volver de inmediato. No creo que debamos ausentarnos del convento durante mucho tiempo. De hecho, no veo por qué tendríamos que perdernos las oraciones vespertinas.

El tiempo se detuvo. Ahora era el turno de Celine de abrir los ojos con espanto.

Pippa Montrose se había ofrecido a ayudar. Había mentido por Celine. A una monja.

—Tengo muchos reparos, mademoiselle Montrose —aseguró la Madre Superiora después de respirar—. Pero quizás si usted está dispuesta a ser la acompañante…

—Estoy dispuesta a asumir toda la responsabilidad. —La mano de Pippa se aferró al crucifijo dorado que descansaba en el hueco de su garganta. Dejó que su voz bajara un tono. Que se llenara de veneración—. Y confío en que Dios nos acompañará esta noche.

La Madre Superiora volvió a fruncir el ceño y sus labios comenzaron a relajarse poco a poco. Su atención pasó de Pippa a Celine y de nuevo a Pippa. Se mantuvo erguida. Y tomó una decisión.

—Muy bien —declaró.

Un destello de sorpresa recorrió el cuerpo de Celine. La Madre Superiora había cambiado de parecer demasiado rápido. Con demasiada facilidad. La sospecha roía el estómago de Celine. Echó un vistazo a Pippa de reojo, pero su amiga no le dirigió la mirada.

—Muchas gracias, Madre Superiora —murmuró Pippa—. Prometo que todo saldrá de acuerdo a lo planeado.

—Por supuesto. Siempre y cuando entienda que he colocado toda mi confianza en usted, mademoiselle Montrose. No me decepcione. —La sonrisa de la monja era perturbadoramente beatífica—. Y que la luz del Señor brille sobre vosotras, mis niñas.