Tu nombre es Marceline Béatrice Rousseau

Fueron siete las chicas que se instalaron en el dormitorio del convento de las Ursulinas: Celine; Pippa; las gemelas de Düsseldorf, Marta y Maria; Anabel, la pelirroja de Edimburgo; Antonia de Lisboa; y Catherine de Liverpool.
La Iglesia Católica había financiado su viaje a Nueva Orleans y, a cambio, esperaba que las siete jóvenes ayudaran en la administración del hospital que dependía del convento, en la enseñanza de las niñas que estudiaban allí y en cualquier esfuerzo por recaudar fondos en nombres de la diócesis. Hasta que las hermanas del convento encontraran maridos apropiados para ellas, por supuesto.
Para Celine, el día siguiente a su llegada estuvo marcado por la consternación.
Fue un día marcado por las decisiones de otras personas.
Lo que ella no quería era que las hermanas le asignaran una posición como profesora. Era un puesto muy valorado, con mucha responsabilidad. Celine nunca había sido un ejemplo a seguir. Se reía demasiado fuerte de chistes groseros y disfrutaba de comer en los eventos sociales en los que las chicas solo existían para ser vistas y no para ser saciadas. Nunca había entendido ese concepto. ¿Darle la espalda a un pain au chocolat? Sería un sacrilegio.
Pero todo eso era de esperar.
Por esos motivos, Celine se sintió aliviada al enterarse de que Catherine había trabajado como institutriz para una familia de cuatro en Liverpool. La joven de gafas sonrió al recibir la noticia de que, a fines prácticos, retomaría sus viejas tareas.
A Celine no le habría molestado que la asignaran al hospital, pero Pippa le informó de que Marta y Maria habían trabajado como asistentes de una partera; así que ellas fueron reclutadas junto con Antonia, que era una experta en hierbas y otros remedios naturales.
Pippa, Anabel y Celine no tardaron en encontrarse en un predicamento compartido. No era fácil colocar a ninguna de las tres chicas dentro de esas paredes encaladas, dado que ninguno de sus respectivos intereses parecía encajar con naturalidad en la vida dentro del convento. Anabel tenía una buena cabeza para los números y aptitud para los negocios, pero ninguna de las dos cualidades era objeto de admiración en una jovencita.
Pippa había estudiado historia del arte durante la mayor parte de su vida y era una pintora y violinista dotada, pero el instituto ya tenía una profesora que se especializaba en las artes.
Aunque nadie podía negar que los trabajos que Celine hacía con seda fruncida y delicado encaje de Alençon no tenían par, su habilidad no la favorecía en nada en esa situación. Saber cómo diseñar vestidos para la élite parisina no era considerado exactamente un gran logro en un convento.
Así fue como Pippa, Anabel y Celine terminaron sentadas a la sombra de la catedral de San Luis una semana después de haber llegado a la ciudad, intentando vender sus mercancías bajo un encaje de hojas de roble en Jackson Square. A pesar del bonito día cálido, Celine no podía evitar sentirse abatida. No importaba a dónde fuera, la vida insistía en limitarla.
Quizás se lo merecía. Sus pecados eran muchos; sus perdones, pocos.
En la esquina de la plaza que estaba más alejada de Celine, estaban sirviendo beignets y tazas humeantes de café con leche, y el aroma era una mezcla embriagadora de mantequilla, azúcar y achicoria. A su izquierda, las agujas de la catedral se elevaban hacia un cielo azul que era compensado por el tipo de nubes que Celine más adoraba, por su semejanza al chifón. A su derecha, había una hilera de artistas, mercaderes y proveedores de bienes místicos que exhibían sus mercancías a lo largo de las púas de hierro negro que rodeaban el patio de la catedral.
Celine quería pasear por las calles y apreciar todo lo que tenían para ofrecer. Quería admirar las vistas y disfrutar esa nueva oportunidad de tener una vida. Sin embargo, tal como había terminado de darse cuenta la semana anterior, las cosas que ella quería y las cosas que se esperaban de ella eran como el agua y el aceite en el cuenco de un panadero.
El día que las otras chicas habían sido asignadas a sus respectivas posiciones, Pippa, Celine y Anabel habían recibido instrucciones de recaudar dinero para la expansión del orfanato de la parroquia. La semana siguiente la habían dedicado a los preparativos.
Pippa había pintado tazas de té delicadas con viñetas religiosas, como la vez que Jesús había convertido el agua en vino o alimentado a una multitud de miles solo con siete hogazas de pan y unos pescados. Anabel había diseñado el puesto e ideado la mejor forma de atraer gente hacia él. Y Celine había decorado pequeños cuadrados de lino planchado con bordes ondeados que simulaban ser el más fino encaje bordado.
Desde su llegada al puerto hacía una semana, a ninguna le habían permitido asistir a un desfile. En vez de eso, cada noche, después de haber completado sus tareas designadas, recibían instrucciones de leerse las oraciones vespertinas en voz alta las unas a las otras antes de retirarse a sus celdas.
Sí. Sus habitaciones se llamaban celdas. Ese era el motivo por el cual Celine había bordado un conjunto de letras descaradas en el borde de cada uno de los pañuelos que había confeccionado.
VAUC
Un guiño a su tragedia de Shakespeare favorita, Hamlet.
«Vete a un convento».
Celine estudió las cuatro letras en cursiva que estaban ocultas entre los complicados remolinos de encaje y un destello cálido de alegría le recorrió el cuerpo. Después echó una mirada hacia el otro lado de la mesa de madera desvencijada, y fue como si su corazón se apesadumbrara con cada segundo que pasaba.
¿Eso era todo lo que podía esperar de la vida?
Sus rasgos se tensaron. Celine se sentó erguida y las varillas del corsé le cortaron la respiración al estirarse sobre su pecho. Debería dar las gracias por estar allí. Dar las gracias por poder estar entre personas decentes. Dar las gracias por esa nueva oportunidad de tener una vida.
La determinación arraigó dentro de ella. Sonrió con alegría a una posible compradora, quien ni siquiera la notó. Celine reprimió la inminente expresión de desagrado antes de volcar su atención en un par de mujeres jóvenes que estaban observando la delicada imagen pintada en una de las tazas de porcelana que Pippa había terminado hacía unos días.
—Es preciosa, ¿no te parece? —murmuró la chica a su amiga.
La otra joven echó un vistazo a su alrededor, distraída.
—No está mal, si te gustan ese tipo de cosas —pronunció con lentitud mientras se acomodaba un mechón de pelo desobediente bajo el sombrero de paja. Bajó la intensidad de su voz hasta que se convirtió en un susurro—. Pero ¿has oído lo que los obreros del puerto descubrieron en el muelle ayer por la mañana?
La primera chica asintió una vez.
—Richard me lo ha contado. Su nombre era Nathalie o Noémie algo. —La inquietud le estropeaba la expresión—. Él sospecha que la Corte podría ser responsable, porque ha sucedido cerca de su dominio.
¿La Corte?, se preguntó Celine. Hasta donde ella sabía, nunca había habido una monarquía estadounidense.
—¡Era como si la hubiera atacado un animal! —La mujer de pelo castaño se sacudió con un escalofrío—. Pobrecilla. —Chasqueó la lengua, aunque sus ojos resplandecían con pensamientos no pronunciados—. Abandonada para pudrirse al sol junto con la pesca del día anterior. Si la Corte ha tenido algo que ver, se han vuelto más despiadados de lo que eran. Claro que eso no supondrá ninguna diferencia. Se ganarán el favor de las personas indicadas, como siempre hacen.
A pesar de su buen juicio, el interés de Celine se había despertado. Estiró el cuello hacia el par de mujeres.
—¿Te ha dicho Richard qué ha sucedido con su cabeza? —continuó la de pelo castaño, casi sin aliento.
—N-no.
—He oído que estaba completamente separada del cuerpo de la pobre joven.
—Dios santo. —La primera chica ahogó un grito y se cubrió la boca con una mano envuelta con encaje.
La joven de pelo castaño asintió con solemnidad y recogió uno de los pañuelos bordados de Celine.
—La cara estaba casi irreconocible. Su padre tuvo que identificarla solo por sus pendientes.
Al escuchar eso, Pippa se aclaró la garganta en un intento inconfundible por disuadir a las dos muchachas de seguir con esa charla tan obscena. Un gesto de desagrado cruzó por la cara de Anabel y su expresión se convirtió en una de irritación.
—Señoritas, ¿podemos ayudarlas en algo? —ofreció Celine al par de jóvenes clientas con una sonrisa intencionada.
Los ojos de la de pelo castaño se entornaron al mismo tiempo que dejó caer el pañuelo con un descuidado movimiento de la muñeca.
—No, gracias. —Estiró el brazo para entrelazarlo con el codo de su amiga y alejarla en dirección contraria a la mesa desvencijada.
Una vez que estuvieron demasiado lejos para oírlas, Anabel refunfuñó.
—Cotilleando sobre un asesinato a la sombra de una iglesia… —murmuró—. ¿No saben que no deberían provocar a los espíritus con tanta insolencia? —Su acento escocés se intensificaba al combinarse con su desdén mientras batía los dedos para alejar una abeja que zumbaba cerca de su frente.
—Pobre chica. —Pippa suspiró y sujetó la mano de Anabel para evitar que golpeara al insecto que volaba a su alrededor. Se sentó más erguida y frunció sus facciones delicadas—. Espero que su sufrimiento no haya sido prolongado. ¿Quién haría algo semejante? —Un par de líneas se formaron entre las cejas—. ¿Qué clase de monstruo podría acabar con una vida de esa forma?
Anabel asintió con convicción.
—Espero que el demonio responsable arda en el infierno por toda la eternidad. Es lo único justo para un asesino.
Un rastro de color amenazó con subir por el cuello de Celine. Tiró de los hombros hacia atrás e intentó calmar la tormenta que agitaba su pecho. Una gota de sudor se acumuló en el hueco de su cuello antes de deslizarse entre sus pechos enjaulados.
—Estoy absolutamente de acuerdo —añadió sin mucha convicción. Las palabras sabían a cenizas en su lengua. Celine cruzó los dedos y rogó que la charla llegara a su fin.
Por suerte, parecía que tanto Pippa como Anabel deseaban lo mismo. El trío volvió a iniciar sus intentos por recaudar dinero para la iglesia con un vigor renovado y todas se pusieron de pie a la vez para dar la bienvenida a otro grupo de potenciales compradoras.
La mayoría de las personas que pasaban se detenía para considerar los frascos de mermelada hecha con los frutos del espino de mayo y la de limón y pera que las chicas asignadas a la cocina habían terminado de preparar el día anterior. Ni una sola persona se interesó en dedicar un segundo de su vida a apreciar las tazas pintadas o los pañuelos elegantemente doblados.
La tristeza buscó refugió entre los hombros de Celine, como si se tratara de una bestia acomodándose entre las sombras. Echó una mirada a su alrededor en busca de algo que pudiera consolarla. Al menos ninguna de las personas que se reunían ante ellas volvió a mencionar el espantoso asesinato que había tenido lugar a una distancia visible desde Jackson Square.
Celine creía que, por lo menos, ese alivio era algo por lo que dar las gracias.

Después de tres horas sin mucho éxito, la tristeza de Celine se había convertido en una criatura con dientes afilados. Los rayos del sol continuaban acercándose y el calor era cada vez más opresivo, por lo que esperaba con ansia el alivio del anochecer. Incluso las ramas que estaban sobre ella parecían sentir el peso del aire sofocante: sus flores eran como párpados, más pesados y adormecidos con cada momento que pasaba. Los rizos rubios de Pippa comenzaron a enmarcar su cara como si fueran un halo húmedo. Anabel ajustó el lazo amarillo que tenía en la frente y soltó un suspiro sonoro. Parecía que su paciencia también se estaba agotando.
La escocesa esbelta retorció uno de sus rizos rojizos alrededor de un dedo índice, tiró para alisarlo y frunció la nariz cubierta de pecas.
—Ay, el aire está caliente como el caldero de una bruja. ¿Y cómo se supone que vamos a conocer a jóvenes candidatos cuando pasamos nuestros días recaudando dinero y nuestras noches rezando?
Había muchas cosas que Celine habría querido decir a modo de respuesta. Eligió la opción menos ofensiva.
—Quizás sería mejor si pasáramos las noches recaudando dinero.
Su sarcasmo alegre no pareció ser bien recibido por Anabel. La joven pelirroja la miró fijamente con una expresión confundida.
Pero Celine siempre podía contar con que Pippa entendiera el oscuro sentido del humor de su amiga. Ella le dedicó una mirada y sus labios se curvaron un poco. Después volvió a girar su elegante cabeza hacia Anabel.
—Quizás encontrar un marido no debería ser nuestra única preocupación.
—No, no debería, pero déjame decirte que un joven robusto sería una bonita distracción de toda esta monotonía —respondió Anabel.
—O quizás haría que fuera peor. —Pippa se acomodó la cadena delgada con la cruz dorada que colgaba de su cuello—. En mi experiencia, los jóvenes robustos no son siempre la mejor compañía.
Celine luchó contra el impulso de sonreír. Ese era el motivo preciso por el cual ella y Pippa se habían sentido atraídas hacia la otra incluso antes de zarpar. Ninguna de las dos albergaba falsas ilusiones con respecto al sexo opuesto. Por supuesto que Celine quería saber por qué Pippa no deseaba encontrar una pareja, pero tenía claro que no era algo que pudiera preguntar.
Pippa era una joven rubia y menuda con cara en forma de corazón y ojos azules como zafiros; llamaba la atención dondequiera que fuera. Los hombres solían inclinar sus sombreros hacía ella en señal de apreciación. Aún más importante que todo eso, Pippa poseía una mente afilada como una tachuela. No debería haberle llevado más que un instante encontrar el amor. Sin embargo, en vez de sentar cabeza y asentarse en su patria, había decidido afrontar los peligros de un país nuevo al otro lado del Atlántico.
El día que se conocieron, Celine creyó que eso era de lo más peculiar. Pero se guardó esos pensamientos para sí misma. No tenía ninguna intención de participar en la charla que seguro seguiría. Si ella preguntaba algo, las otras personas le preguntarían a ella, y serían preguntas que Celine no querría responder. Cualquier interés en su pasado, más allá de lo mínimo e indispensable, era algo que debía evitar a toda costa.
Por varios motivos.
La tarde en la que se había embarcado en el Aramis, Celine se había percatado de que todas las chicas que estaban a bordo tenían la piel clara, y la mayoría no parecía tener ni una pizca de sangre extranjera. La piel de Antonia —la joven de Portugal— se bronceaba con facilidad, pero incluso ella había pasado la mayor parte del viaje bajo cubierta para evitar hasta el más mínimo rastro de color.
Si supieran de dónde venía la madre de Celine… Si supieran que su linaje no era completamente anglosajón…
Se trataba de un secreto que ella y su padre habían mantenido oculto desde el momento en el que llegaron a París por primera vez hacía trece años, cuando Celine tenía apenas cuatro años. Aunque la división racial en Francia no era tan infame como en los Estados Unidos, eso no significaba que no existiera una agitada tensión subyacente. Una tensión que con frecuencia sugería lo inapropiado que era que las razas se mezclaran. Esa noción también parecía existir al otro lado del mundo. De hecho, en regiones más allá de Nueva Orleans, había leyes que prohibían que personas de diferentes colores de piel se congregaran en una misma sala.
La madre de Celine había nacido en Oriente. Después de completar sus estudios en Oxford, el padre de Celine había perseguido su pasión por los idiomas hasta las costas del este. Su camino se había cruzado con el de su madre en un pueblo pequeño sobre la costa sur de una península rocosa. Celine nunca supo exactamente dónde había sido; de niña solía preguntarlo con frecuencia, pero nunca había recibido una respuesta.
«No importa quién eras», insistía su padre. «Lo que importa es quién eres».
En aquel momento, había sonado a una verdad, tal como lo hacía ahora.
Como resultado, Celine sabía muy poco sobre su madre. Tenía algunos recuerdos fugaces de sus primeros años de vida en una costa del Lejano Oriente. De vez en cuando, atravesaban sus pensamientos en un parpadeo, pero nunca adoptaban una forma concreta. Su madre era una mujer que olía a aceite de cártamo, que le daba de comer fruta todas las noches y le cantaba una canción en algún recuerdo distante. Eso era todo.
Pero si alguien la mirara con detenimiento —si alguien observara sus rasgos con un ojo experto—, quizás notaría los bordes de sus ojos inclinados. Los planos altos de sus pómulos, los mechones gruesos de pelo oscuro. La piel que se mantenía clara durante el invierno pero se bronceaba con facilidad bajo el sol del verano.
«Tu nombre es Marceline Béatrice Rousseau», repetía su padre con expresión seria cada vez que ella preguntaba sobre su madre. «Eso es todo lo que los demás necesitan saber sobre ti».
Celine había convertido esas palabras en un lema que usaba como guía. No importaba que eso dejara la mitad de las hojas de su libro en blanco. No importaba ni en lo más mínimo.
—¿Está esto a la venta, mademoiselle? —preguntó una mujer joven en voz muy alta, como si se estuviera dirigiendo a una imbécil. Sus ojos castaños claros cayeron sobre uno de los pañuelos que Celine había bordado con encaje.
—Eso espero, de lo contrario, no tengo ni idea de qué diablos he estado haciendo durante las últimas tres horas —respondió Celine, sorprendida y con brusquedad, incapaz de atrapar las palabras antes de que escaparan de sus labios.
A su izquierda, oyó a Anabel ahogar un grito y a Pippa contener una risa. Celine hizo una mueca de incomodidad e intentó sonreír con la cabeza inclinada hacia arriba, pero solo consiguió que un rayo de sol la dejara ciega.
Impertérrita ante la grosería de Celine, la joven que estaba al otro lado de la mesa desvencijada le dedicó una sonrisa. Celine apreció la apariencia de la joven en todo su esplendor y, al hacerlo, sintió una sacudida de incomodidad en el estómago.
En pocas palabras, la joven era exquisita. Sus rasgos parecían los de una muñeca y llevaba la cabeza en alto y con orgullo, coronada por unos rizos castaños. Un par de ojos de color miel se posaron con firmeza sobre Celine para evaluarla. En la garganta, prendido en un pañuelo de encaje de Valenciennes que le cubría los hombros, había un deslumbrante camafeo de marfil rodeado de rubíes. Sobre uno de sus hombros descansaba una sombrilla delicada con un fleco de perlas pequeñas y un mango de palisandro con la imagen tallada de una flor de lis en el centro de la boca de un león rugiente. Combinaba bien con su corpiño de estilo vasco, aunque el efecto final terminaba siendo un poco pasado de moda.
La joven dejó que sus dedos enguantados con encaje rozaran el borde ondeado de uno de los pañuelos.
—Es un trabajo maravilloso.
—Muchas gracias. —Celine inclinó la cabeza.
—Me recuerda a algo que vi la última vez que estuve en París.
—Celine ha estudiado allí con una de las mejores modistas. —Era imposible ignorar el entusiasmo que irradiaba la cara de Pippa.
Celine apretó los labios y maldijo su orgullo. Jamás debería haber compartido ese detalle tan preciso con Pippa.
—¿Con cuál? —La joven echó una mirada a Celine y levantó una ceja.
—Worth —mintió Celine.
—¿Sobre la Rue de la Paix?
Celine tragó. Después asintió con la cabeza. Ya comenzaba a sentir que la necesidad de huir de su propia piel se adueñaba de ella, y ni siquiera había revelado algo importante. No había dicho nada que pudiera unirla a los eventos de aquella fatídica noche en el atelier.
—¿Es eso cierto? —preguntó la joven. Sus rasgos delicados parecían convencidos—. Me los llevaré todos. —Hizo un gesto con la mano sobre los pañuelos, como si estuviera lanzando un hechizo.
—¿Todos? —soltó Anabel, cuyo lazo amarillo agitaba sus puntas en la pesada brisa—. Bueno, yo no intentaré convencerla de lo contrario… Ya sabe lo que dicen: el tiempo y la marea no esperan a nadie.
Mientras Anabel recogía los pañuelos y calculaba el precio total, Celine observaba a la joven que estaba de pie delante de ellas, perpleja por el repentino cambio de suerte. Había algo en ella que la perturbaba. Como si se tratara de un recuerdo que no conseguía traer a la memoria. Una palabra olvidada en mitad de la oración. Un pensamiento que se deshacía en el aire. La joven permitió la mirada de Celine y su sonrisa se ensanchaba con cada segundo que pasaba.
—Si ha estudiado con una modista, ¿significa que sabe diseñar vestidos? —preguntó la joven.
—Mais oui, bien sûr. —Celine volvió a asentir.
—Merveilleux! —La mujer se inclinó hacia adelante con ojos que brillaban como cálidos trozos de calcedonia—. He estado teniendo dificultades con mi actual modista y necesito con urgencia un disfraz para el baile de máscaras de Mardi Gras que se hará el mes que viene. Este año, el invitado especial será el Gran Duque de Rusia, así que necesitaré algo memorable para marcar la ocasión. Creo que debería ser algo color blanco brillante que haga pensar en la corte francesa antes de la revolución. —Frunció la nariz como si estuviera a punto de compartir un secreto delicioso—. Para ser sincera, a pesar de toda esa ridiculez de la persecución de cerdos y los perfumes, creo que ha sido uno de los mejores momentos en la historia reciente para la moda femenina, con los guardainfantes y todo. —La joven golpeó el borde de la mesa de madera con la punta de sus dedos enguantados e inclinó la cabeza en un gesto pensativo—. Supongo que necesitaría tomar mis medidas para comenzar el proceso, ¿verdad?
—Sí, mademoiselle. Sería buena idea. —Otra respuesta impertinente escapó de los labios de Celine.
Una chispa se encendió en el centro de los ojos de la joven, como si pudiera oír los pensamientos de Celine.
—Usted es todo un encanto. Es como si Bastien se hubiera puesto un vestido. —Rio para sí misma—. Qué demonio más sarcástico.
Unas líneas de confusión convergieron en la frente de Celine. ¿La mujer la estaba insultando o elogiando?
—En tout cas… —continuó la joven y agitó la mano en el aire como si intentara dispersar humo—. ¿Sería posible que nos reunamos más tarde esta misma noche?
Celine pensó rápido. El día después de haber llegado al puerto, la Madre Superiora les había advertido sobre los peligros de atreverse a salir solas de noche por la ciudad, sobre todo en temporada de carnaval. Lo había dicho como si ellas fueran corderitos ingenuos y el Vieux Carré no fuera otra cosa más que territorio de caza para los lobos. Sin mencionar el hecho de que hacía poco había ocurrido una muerte violenta en el muelle cercano.
Dados todos esos factores, era muy poco probable que la Madre Superiora le permitiera ir.
Esa certeza vino acompañada con una inesperada ola de decepción. A pesar de no sentirse cómoda en presencia de esa joven que no dejaba de hablar incoherencias y que se vestía con un estilo muy particular, Celine estaba… intrigada. Quizás hasta se sintiera un poco temeraria.
Cuando la joven percibió la reticencia de Celine, sus labios se fruncieron con desagrado.
—Por supuesto, seré muy generosa con mi pago.
Celine no lo dudaba. Solo el camafeo de marfil debía de valer una fortuna. Pero no se trataba del dinero. Se trataba de qué era lo correcto. Se debía a sí misma aprovechar esa segunda oportunidad. Y enfadar a la Madre Superiora no parecía ser una decisión sabia.
—Lo siento, mademoiselle. —Celine sacudió la cabeza—. La verdad es que no creo que sea posible. La Madre Superiora no me lo permitiría.
—Ya veo. —Los labios de la joven soltaron un suspiro largo—. La conciencia nos hace cobardes a todos.
—¿Disculpe? —Los ojos de Celine se abrieron de par en par—. ¿Está citando a… Shakespeare?
No solo Shakespeare, a Hamlet.
—El único e inigualable. —La joven sonrió—. Pero, por desgracia, debo emprender mi camino. ¿No existe ninguna posibilidad de que cambie de opinión? Solo diga su precio.
Un destello de humor atravesó a Celine. Hacía solo un par de horas, en un acto de insolencia, había sugerido que quizás sería mejor ganar dinero bajo la luz de la luna. Y allí tenía una oferta para hacerlo. Una oferta sin límite.
En ese momento, al escuchar a esa joven rara citando a Shakespeare y tentándola con posibilidades, Celine se dio cuenta de que tenía ganas de aceptar. Y muchas. Era la primera vez en mucho tiempo que recordaba haber sentido esa particular chispa de anticipación encenderse dentro de ella. Quería crear algo y ser parte del mundo en vez de limitarse a observarlo. Ya había comenzado a imaginar formas de confeccionar el guardainfante de aros anchos y estilo barroco. Formas de construir un manto con mangas pagoda colgantes. Su vacilación era ahora un último esfuerzo por mantenerse firme en sus convicciones.
Por obedecer. Ser un modelo de humildad. Ganarse una pizca del perdón de Dios.
—Si no puedo tentarla con dinero… —La joven se inclinó hacia delante, y Celine detectó un aroma a aceite de neroli y agua de rosas—. Puedo prometerle una aventura… una caminata a través de una guarida de leones.
Eso. Eso era todo lo que necesitaba.
Era como si la joven hubiera encontrado una ventana al rincón más oscuro del corazón de Celine.
—Será un placer diseñar un vestido para usted, mademoiselle —respondió Celine. Su pulso se aceleró tan pronto como las palabras salieron de su boca.
—Me alegra oírlo.
Sonriendo, la joven presentó una tarjeta de color crudo con caligrafía dorada en el centro. En cursiva se leía:
Jacques’
Debajo había escrita una dirección en el corazón del Vieux Carré, no muy lejos del convento.
—Ven aquí esta noche, alrededor de a las ocho —continuó—. Ignora la cola en la calle. Cuando un hombre atractivo con voz de pecado y un pendiente en la oreja derecha exija saber qué es lo estás haciendo, dile que te lleve con Odette, tout de suite. —Estiró la mano para sujetar la de Celine. Sintió su tacto frío a través del encaje del guante. Tranquilizador. Los ojos de la joven se abrieron mucho durante un instante, su apretón fue algo tentativo al principio. Inclinó la cabeza hacia un lado y una sonrisa se curvó hacia un lado en su cara de muñeca—. Ha sido un placer conocerte, Celine —aseguró con tono cálido.
—Lo mismo digo… Odette.
Con otra sonrisa tímida, la joven llamada Odette se alejó, seguida por la cola de su polisón, que flotaba detrás de ella. Al instante, Anabel se giró hacia Celine.
—Ya sé que no soy quién para hablar de errores, pero no estoy segura de qué te ha poseído para que hayas quedado con esa criatura esta noche. ¿Estás chiflada? No puedes salir del convento después de la cena. La Madre Superiora lo ha prohibido explícitamente. Ha dicho que lo que ocurre en el Barrio después del anochecer…
—Promueve el tipo de comportamiento promiscuo que no será tolerado bajo su techo —terminó Celine con voz cansina—. Ya lo sé. Estaba allí cuando lo dijo.
—No tienes por qué ponerte tan irritable. —Anabel sopló un rizo rojo y definido para alejarlo de su cara—. Me preocupa lo que podría sucederte si te ven, eso es todo.
—Creí que estabas cansada de toda esta monotonía —se burló Pippa.
—Que estabas lista para conocer a un caballero joven y robusto. —Celine sonrió, agradecida a su amiga por haber roto la tensión.
—A decir verdad, cuando me lo imagino, ni siquiera es necesario que sea joven —continuó Pippa.
—Ni un caballero —concluyó Celine.
—Ay, ¡sois terribles! —El color inundó la cara de Anabel y la joven hizo la señal de la cruz—. Tanto que hacéis que tenga que ir a la iglesia.
—No tengo ni la más mínima idea de qué estás hablando. —Celine fingió ignorancia y levantó una ceja negra.
—No te hagas la gallinita que nunca ha puesto un huevo. Eso conmigo no funciona, mademoiselle Rousseau. —Sus ojos se posaron sobre el pecho de Celine—. Mucho menos con ese busto.
—¿Qué? —Celine parpadeó.
—Que no te hagas la inocente —tradujo Pippa entre risas.
—¿Y eso qué tiene que ver con mi… busto?
—Lo ha dicho en broma, cariño. —Pippa se mordió el labio. Le dio una palmada a la mano de Celine como lo habría hecho con una niña pequeña. El gesto molestó un poco a Celine—. No te lo tomes en serio. Has sido bendecida.
¿Bendecida?
¿Creían que su figura era una bendición? La ridiculez de toda la situación casi hizo que la misma Celine estallara en risas. Había habido un momento en el que había apreciado su cuerpo por su belleza y resiliencia. Pero eso había quedado en el pasado. Daría mucho por ser ágil y delgada como Anabel. La «bendición» que tanto hacía reír a esas chicas no había hecho más que traerle problemas.
Y la había dejado muy lejos de ser inocente.
Las mejillas de Celine se sonrojaron. El color se expandió por su piel, rápido y caliente, como si, entre sus bromas, aquellas dos chicas hubieran podido vislumbrar la verdad que Celine tanto se esforzaba por ocultar cada día de su vida. Lo peor de su pasado inundó su memoria. Su visión se cubrió de sangre, su nariz se llenó del olor a cobre caliente y sintió como si toda la luz estuviera siendo succionada del aire.
Pero era absurdo. ¿Cómo podrían Pippa y Anabel saber qué había hecho? ¿Por qué había huido de su hogar hacía cinco semanas? Celine luchó por controlar sus nervios.
No podían saberlo. Nadie podría. Siempre y cuando ella no dijera ni una sola palabra.
Tu nombre es Marceline Béatrice Rousseau. Eso es todo lo que los demás necesitan saber sobre ti.
—Jamás me haría la inocente, señoritas. —Celine guiñó un ojo y sonrió con alegría—. No me sentaría bien.