
No debería estar aquí.
El pensamiento resonaba en la cabeza de Noémie como un estribillo sin fin.
Estaba oscuro. Era tarde. El agua golpeaba a lo largo del muelle que estaba al borde del Vieux Carré con un sonido adormecedor. Hipnótico.
Ella nunca debería haber accedido a quedar con nadie en ese sitio, sin importar los incentivos. Noémie lo sabía bien. Sus padres le habían enseñado bien. La iglesia le había enseñado bien. Tiró del chal ligero de primavera que llevaba sobre los hombros y enderezó el lazo de seda rosa que tenía atado alrededor del cuello. Cuando giró la cabeza, los pendientes granates golpearon la piel sensible de su cuello.
¿Pendientes y lazos de seda en el muelle a mitad de la noche?
¿En qué había estaba pensando?
No debería estar aquí. ¿A quién esperaba impresionar con todos esos adornos?
No a un hombre de ese estilo, eso era seguro.
Un joven que la invitara a quedar a esas horas de la noche no era un caballero. Pero Noémie suponía que el tipo de mujer que accedía tampoco era una dama. Soltó un suspiro. Martin, su antiguo pretendiente, jamás la habría invitado a un encuentro clandestino tan tarde, después del atardecer.
Claro que Martin jamás le había hecho sentir cosquillas en la piel ni la había dejado sin aliento.
No como lo había hecho su admirador misterioso.
Sin embargo, si él no enseñaba su cara en los próximos minutos, Noémie se iría a casa, entraría a hurtadillas entre las glicinas de su madre y se escabulliría por la ventana de su habitación antes de que alguien se diera cuenta de lo que había hecho.
Noémie recorrió el muelle de un lado a otro, jurando por las estrellas que esa sería la última oportunidad que le daría. Debajo de la falda, los tacones de sus botas golpeaban los tablones de madera deformados y el polisón se movía de arriba hacia abajo al ritmo de sus pasos. Una brisa sopló a lo largo de la curva del río y trajo consigo el hedor de los pescados podridos, los restos de la pesca del día.
En un intento por repeler el olor, Noémie presionó un dedo descubierto debajo de la nariz.
No debería estar aquí. El muelle estaba demasiado cerca de la guarida de la Corte. Esas calles y todo lo que las rodeaba estaban controladas por sus miembros sombríos. Poco importaba que donaran a la iglesia con regularidad. Poco importaba que Le Comte de Saint Germain tuviera un palco en la ópera y se codeara con los mejores y más ilustres habitantes de Nueva Orleans. La Corte traía consigo el peor tipo de persona, aquella que no tiene escrúpulos.
Y allí estaba Noémie, esperando sola en la oscuridad en el centro de su dominio.
Se llevó una mano a la garganta y sus dedos rozaron la seda suave que la rodeaba. El color del lazo —un rosa pálido, como los pétalos de una peonía— estaba muy de moda. La emperatriz Eugénie había sido la primera en introducirlo hacía no mucho tiempo. Ahora cientos de jóvenes que vivían en Nueva Orleans elegían mostrar sus largos cuellos de cisne. Se suponía que a los caballeros les parecía atractivo.
Noémie esbozó una sonrisa amarga y se posicionó de cara al agua para iniciar su último recorrido del muelle.
Maldito fuera su admirador impactante y todas sus mentiras. No debería haber habido una cantidad suficiente de palabras dulces o promesas tentadoras que arrastraran a Noémie lejos de la seguridad de su hogar.
Justo cuando estaba a punto de llegar al final del muelle, el sonido de unas pisadas sólidas resonó a sus espaldas. Eran más lentas a medida que se acercaban: su dueño no tenía prisa.
Noémie no se giró de inmediato porque quería hacerle saber que estaba enfadada.
—Me has hecho esperar mucho tiempo —señaló la joven con voz melosa.
—Mis más sinceras disculpas, mon amour —susurró él detrás de ella—. Me entretuve con la cena… pero me he marchado antes del postre.
Una sonrisa se asomó a los labios de Noémie mientras su pulso galopaba. Se giró con lentitud.
No había nadie allí. El muelle estaba desierto.
Noémie parpadeó. Su corazón saltaba dentro de su pecho. ¿Había sido todo un sueño? ¿Había sido un truco del viento?
—¿A dónde te has…?
—Aquí estoy, mi amor —respondió él a su oído, de nuevo a sus espaldas.
Ella tomó una bocanada de aire. Él la sujetó de la mano, su tacto era frío y firme. Tranquilizador. Un escalofrío le recorrió la columna cuando él le mordisqueó el lóbulo de la oreja. Había sido una sensación inesperada. Provocadora.
Martin jamás habría hecho algo como eso.
Cuando Noémie llevó las manos hacia atrás para acariciar su cara, sintió el pinchazo de su barba contra la piel y el pulso de la sangre que corría por sus propias venas. Él le besó la punta de los dedos. Cuando ella retiró las manos, las sintió tibias. Pegajosas. Mojadas.
Teñidas de un brillante color rojo.
—Je suis desolé —murmuró él a modo de disculpa.
Un grito horrorizado comenzó a acumularse en el pecho de Noémie.
Su cuello de cisne fue desgarrado antes de que pudiera emitir algún sonido.
Lo último que Noémie vio fueron las estrellas, que parpadeaban alegres sobre ella.