Hace muchos años, en el Lejano Oriente, vivía un monarca que reinaba sobre su pueblo con armonía y autoridad.
Al rey le gustaban sobremanera acertijos, retos y enigmas: pensar sobre ellos, buscar las posibles soluciones y, especialmente, el regocijo de acertarlos. Tal era su afición, que se dedicó a crear e idear sus propias adivinanzas. Inventaba acertijos todos los días, y los compartía con sus ayudantes, sirvientes y súbditos.
Los enigmas del rey se hicieron famosos.
Todos los años, coincidiendo con su aniversario, tenía la costumbre de indultar a alguno de los condenados que cumpliesen condena por algún delito cometido. Para ello, este debía resolver un enigma creado por el mandatario. De esta suerte, reducía la pena de aquellos que observaban un buen comportamiento. No les ponía retos demasiado difíciles. Tal era la magnanimidad del rey.
El año en que cumplió medio siglo era un año especial. Así que el rey consideró oportuno que el indulto fuese también muy especial. No reduciría la condena del afortunado que acertase su adivinanza en uno o dos años, sino que, antes de las excepcionales fiestas y celebraciones de su cumpleaños, daría la oportunidad de liberar a un condenado a cadena perpetua. Por supuesto, el enigma que tendría que resolver estaría en consonancia con la magnitud del premio. Sería un enigma más difícil que cualquiera de los anteriores. El más difícil de todos. Dedicó un año entero a idearlo.
De todos los reos, escogió a uno llamado Ibrahim. Cumplía condena por haber intentado sustraer las joyas del propio monarca, algo que estaba considerado sacrilegio en su reino.
Llamó a Ibrahim ante sí y le dijo:
–Los presos sabéis que todos los años doy la oportunidad de obtener el indulto a un reo. Este año, tú eres el escogido.
–Oh, sabia majestad, pero yo cumplo cadena perpetua.
–Por eso mismo, Ibrahim. Cumplo cincuenta años y es un momento especial. Tú atentaste contra mí y a ti te doy la oportunidad de obtener la libertad. Pero, para ello, deberás resolver un enigma.
Ibrahim se estremeció. Podía ser perdonado por su delito y alcanzar la libertad.
–Mi gratitud es absoluta. Acepto el reto.
–Bien, Ibrahim. Es un enigma difícil. Pon toda la atención en esta historia. Y, especialmente, en lo que cada personaje diga, pues, como sabrás, en todos los acertijos, la solución está en la propia narración. Puedes sentarte.
Ibrahim se sentó en la alfombra y, rodeado de un centenar de ayudantes, sirvientes y otros súbditos, puso toda la atención.
El rey se puso en pie, respiró hondo y empezó su acertijo, el cual tenía forma de cuento.
* * *
Un hombre se halla en un palacio. La puerta para salir del palacio está cerrada. No hay ventana ni apertura alguna. Los muros están hechos de piedra y son imposibles de derribar. La única salida posible es abrir la puerta del palacio. La puerta consta de siete cerraduras, así que el habitante del palacio debe encontrar las siete llaves correspondientes a los siete cerrojos. El palacio es enorme. Lleno de recovecos, torreones, bibliotecas, cocinas, armarios, decenas de estancias, establos, despensas... Las siete llaves podrían estar en cualquier parte, incluso metidas entre las juntas de las piedras de los muros, entre los tapices, tras los cuadros, dentro de las armaduras, tras las pinturas, en el interior de las esculturas, en el interior de cualquier recoveco de cada uno de los miles de escalones que recorren la edificación... Una persona podría dedicar tres vidas a buscar y, con suerte, daría tal vez con una de las siete llaves. A lo sumo.
El habitante del palacio no está solo. En los sótanos hay siete mazmorras. En cada una, hay un prisionero. Las siete llaves que corresponden a las cerraduras de sus celdas son precisamente las mismas que abren cada uno de los cerrojos de la puerta principal que conduce al exterior y a la libertad. Por tanto, si el habitante encerrado en el palacio logra liberar a los siete prisioneros de sus celdas, podrá salir del palacio. En caso contrario, quedará encerrado en el interior de por vida.
El hombre baja hasta las mazmorras con tal de hablar con ellos y obtener alguna pista de dónde están escondidas las siete llaves.
Desciende por las escaleras, portando una antorcha en la mano. Tras bajar cuatro niveles bajo tierra, alcanza un pasillo largo y frío, vagamente iluminado por unas antorchas. Frente a él, a lo largo de una galería, están las siete celdas contiguas, con los siete prisioneros.
El habitante se dirige a la primera de ellas.