PRINCIPIOS DE METAFÍSICA SEGÚN LA RAZÓN VITAL

 

[LECCIONES DEL CURSO 1933-1934]

 

 

 

 

LECCIÓN I

 

Comenzamos los principios de Metafísica según la razón vital o viviente —es decir, que vamos a ocuparnos conjuntamente ustedes y yo, durante una serie de horas, en un hacer determinado, al cual, por anticipado, damos el nombre de Metafísica. Metafísica es, pues, algo que vamos a hacer.

Y conviene, ante todo, que reparemos en los caracteres esenciales de esa realidad que es un hacer. Es preciso, por lo pronto, que no la identifiquemos sin más ni más —como acontece de ordinario— con los conceptos de actividad, de acción.

Actividad y acción valen tanto como estar produciendo efectos. Cuáles sean estos efectos, tal será la actividad. Así, hay cuerpos radioactivos; el volcán entra en actividad; se discute si en la naturaleza existe una actio in distans, es decir, si hay algo que produzca efectos donde no está. Hablamos de un hombre de acción, esto es, de un hombre que produce efectos, que actúa, en su contorno social, pero también hablamos de nuestras actividades mentales: pensar y querer son ejemplos de ellas. En fin, Aristóteles dice de Dios que es actividad pura, o lo que es igual, que nada de él está en mera e inefectiva potencia, sino que todo lo que es lo es en efecto, lo es en efectuación.

Pues bien, todo hacer implica una actividad, todo hacer es producir efectos, pero no es sólo eso.

En nuestra mente surgen cadenas de imágenes: la producción de estas imágenes es una actividad psíquica que llamamos imaginación, fantasía o bien memoria según que las imágenes aparezcan o no adscritas a un determinado pretérito. Sin embargo, imaginar y recordar, como tales y por sí, no son un hacer. Yo me encuentro con mis imágenes como me encuentro con mi alrededor sensible sin que yo lo haga. No hago yo mis imágenes ni mis recuerdos. Imaginación y memoria son mecanismos mentales que funcionan por su cuenta. Lo que puede acaecer y en realidad acaece con frecuencia es que el hombre se ponga a imaginar o se ponga a recordar, esto es, que voluntaria y deliberadamente provoque el funcionamiento de esos dos mecanismos: por ejemplo, el novelista que imagina la trama de su novela; por ejemplo, el que escribe sus memorias. Uno y otro provocan por su cuenta la actividad de imaginar y recordar —pero no intervienen dentro de esta actividad ni pueden intervenir. La actividad, una vez provocada o disparada, funciona por su propia cuenta.

Se trata, pues, de un fenómeno más complicado que el anterior: allí, las imágenes surgían por su propia cuenta, es decir, por cuenta de la actividad imaginativa. Aquí, esta actividad es suscitada por cuenta de nuestra voluntad. Hay, pues, ahora dos cuentas, encapsulada la una en la otra: la de la imaginación y la de la voluntad que dispara el funcionamiento de aquélla, como podemos disparar tocando a un resorte el movimiento de una máquina.

Cuando se compara el fenómeno de la imaginación espontánea con el de la voluntad y se pretende describir sus diferencias es incuestionable que uno y otro presentan una relación muy diferente con lo que solemos llamar nuestro «yo». La imagen que brota súbita aparece ante mí pero no como saliendo o emanando de mí. Por eso a la expresión «yo imagino» no corresponde un fenómeno estricto. El verbo activo no significa sólo una actividad, sino que significa además o connota que esa actividad emana del sujeto gramatical. Por eso los verbos tienen conjugación personal —es decir, que modifican su forma léxica según sea el sujeto gramatical— y hay, por eso, primera, segunda y tercera persona, singular y plural; en ciertos idiomas hay el dual, en otros varía la forma verbal con el sexo del sujeto. El colmo de esto son aquellos lenguajes de pueblos primitivos en que una misma actividad, por ejemplo, comer, se expresa con verbos de raíz distinta según que quien come sea el rey o un Juan particular. ¡Hasta este punto connota el verbo activo el origen o emanación de la actividad del sujeto!

En este sentido, pues, digo que la expresión «yo imagino» es impropia, no designa un fenómeno auténtico y puro. Fenoménicamente, esto es, tomando los hechos mentales según éstos se presentan, no soy yo quien imagina, sino algo produce ante mí imágenes.

En cambio, la expresión «yo quiero» parece casar mejor con el fenómeno de la volición. El querer no surge ante mí, sino que en sí mismo ostenta el carácter o nota de proceder de mí. Soy yo quien quiere. Dicho de otro modo: en el querer hay como ingrediente inseparable un yo agente. De aquí que se nos ocurra establecer esta distinción: mi imaginar no es un hacer mío, no hago yo mis imágenes —pero la actividad de querer sí parece un hacer: soy yo quien hago mi querer. Según esto, el hacer no sería, sin más ni más, idéntico al concepto actividad, pero sí coincidiría con ciertas actividades, por ejemplo, la de querer. Pronto veremos que también esto es un error, que el querer no es por sí tampoco un hacer.

Hemos analizado el fenómeno del imaginar y de la volición en cuanto a su relación de procedencia del yo. Hagamos constar, para que quede claro, el resultado: el imaginar puede funcionar espontáneamente sin que el yo lo ponga en marcha. Pero también funciona —el caso del novelista, del que escribe sus memorias, etcétera— por iniciativa del sujeto. En cambio, la voluntad es siempre y por esencia emanación de un yo. Ahora bien, cuando imaginamos y recordamos por iniciativa nuestra es que hemos ejecutado antes un acto de voluntad, el cual es quien dispara el mecanismo de la imaginación y la memoria. De modo que, según parece, mis actividades sólo proceden de mí cuando y gracias a que funciona sobre ellas mi voluntad.

Esto se confirma si ahora analizamos bajo el mismo respecto otra actividad nuestra: la intelectual. Tiene ésta el inconveniente de que la denominación «intelecto» se refiere a un grupo de fenómenos mentales mucho menos acotado, mucho más vario que imaginación, memoria y voluntad. Bajo el título «inteligencia», «actividad noética», etcétera, caen desde la simple percepción hasta la complicada urdimbre de actos inteligentes que integran toda una teoría, pasando por actividades como comparar, abstraer, inferir, etcétera. Y dentro de esa variedad de fenómenos intelectuales se dan las más diversas formas de relación con el yo. Así, la simple percepción se produce sin mi intervención: no soy yo quien ve, quien oye, etcétera, sino que me encuentro con vistas, con ruidos. Lo único que puedo por mi cuenta lograr es o suspender mis percepciones cerrando los ojos, tapándome los oídos o, viceversa, buscar una cierta visión, un cierto sonido. El lenguaje distingue muy bien este último caso oponiendo el simple ver al mirar y el simple oír al escuchar. Lo propio pasa con las operaciones de comparar, abstraer, inferir en que consiste sensu strictissimo el pensar: unas veces se producen espontáneamente y otras por moción de mi yo. En fin, el acto supremo y más característico de la intelección, que es la comprensión de un nexo, el entender, por ejemplo, un problema y ver su solución, se produce, a veces, tan sin intervención nuestra, tan súbita e inesperadamente que la intelección parece más bien que engendrada por nosotros un mero tropezar con ella como con una piedra. De aquí que hayan podido resolverse durmiendo problemas matemáticos de enorme complicación tras de los cuales se andaba en vano durante mucho tiempo. El ejemplo más preciso y famoso de esto es la solución de las funciones «fuchsianas» por Poincaré.

Todo esto nos muestra que también las actividades intelectuales tienen, como la imaginación y la memoria, un carácter de mecanismos en el interior de cuyo funcionamiento el yo no puede intervenir. Por lo mismo quedan también excluidas del hacer. Son actividades como la del astro al moverse, la piedra al caer, la célula al multiplicarse —pero no son un hacer. El hacer exige indefectiblemente que sea un yo quien hace.

Tomando las cosas con rigor resulta, pues, impropia nuestra manera de hablar cuando decimos, por ejemplo: «entonces yo me hice este razonamiento». No soy yo quien actúa en el razonamiento, no soy, en este sentido, yo quien razona sino que se razona en mí. El razonamiento, como toda actividad, es, en un valor genérico de la palabra, proceso mecánico. Lo que sí puedo yo es ponerme a razonar: el ponerme a ello, el querer que funcione mi inferir, mi pensar silogístico, etcétera, eso sí procede de mí. Salimos, pues, a lo mismo que antes y nos es lícito generalizar así: salvo la voluntad, todas las actividades psíquicas que poseo son mecanismos en que no intervengo. Mi única intervención en ellos consiste en que les aplique mi actividad de querer, y merced a ésta las provoco, suscito o disparo.

No queda, pues, más que esta actividad psíquica nos parezca un hacer porque es inseparable de ella la intervención de un yo agente: la voluntad. Tan inseparable es de la voluntad esa intervención de un yo, que querer no es sino precisamente eso: intervenir yo.

Pero aquí es donde importa mucho que agucemos el análisis. Tomemos algunos ejemplos claros de hacer: un hombre hace una silla, el otro hace versos. Aquél, el sillero, ejerce su actividad imaginativa e intelectual pensando el proyecto de una silla y el plan de operaciones que permiten convertir unas maderas en un asiento. Pero una vez logrado esto moviliza sus actividades corporales para fabricar la silla. Ahora notamos —y ello es, a mi juicio, muy importante— que para nuestra cuestión no hay diferencia entre las actividades psíquicas —salvo la voluntad— y las corporales. Unas y otras, conste, están a igual distancia de nuestro yo.

Hacer una silla significa, por tanto, ejercitar una serie de actividades que terminan en un cierto resultado: la silla. Pero el hacer no significa sólo eso, sino que implica haber yo querido ejercitarlas, haberlas puesto en marcha. Pero si este hombre quiere serrar unas maderas —esto es, ejercitar esa actividad— es porque se sentía cansado e incómodo estando de pie o echado, o bien porque necesitaba ganarse su jornal de ebanista. Todo querer brota por un motivo, la voluntad es movida por algo. Este algo es siempre, directa o indirectamente, una necesidad: aquí la de sentarse o ganar un jornal. El motivo, el por algo, está delante de la voluntad empujándola, pero no basta para determinar un acto de querer. No basta que yo me sienta incómodo de pie o echado para que yo quiera serrar unas maderas, ensamblarlas, etcétera. Es preciso que estas actividades se me presenten como capaces de producir un resultado el cual satisfaga mi incomodidad evitándola. Yo quiero serrar para que resulte una silla. Es decir, que todo lo que se quiere se quiere por algo y para algo. Aquél es el motivo, éste la finalidad o fin.

En el hacer hallamos, pues, estos ingredientes:

1.º Una necesidad que sentimos, o motivo.

2.º Una posible modificación de la realidad que satisface a aquélla —el fin.

3.º Un querer ejercitar ciertas actividades.

4.º El ejercicio efectivo de éstas.

Los propios ingredientes se dan en el hacer versos. También el poeta comienza por sentir el afán, por necesitar un cierto goce estético. Esto le lleva a proyectar una tarea poética. Se pone a hacer versos porque sentía aquel afán y para realizar ese proyecto de belleza literaria.

Esta anatomía del hacer nos pone de manifiesto el error que se padece cuando se le identifica con la idea de actividad o producción de efectos. Ahora vemos que de todo hacer forman parte actuaciones —la de la voluntad y las que ésta pone en marcha—, pero que el hacer tiene además dos componentes, los fundamentales, los que le dan su propio carácter y que no son actividades: el motivo y el fin, el porqué hacemos lo que hacemos y el para qué lo hacemos. Son lo fundamental y específico porque nuestras actividades —salvo la voluntad— pueden funcionar por sí y hasta obtener resultados —como en el caso de Poincaré— sin un porqué ni un para qué. En este caso no se diferencian de las actividades de la pura materia física. El hacer es exclusivo del hombre. Más aún, el hombre está siempre haciendo algo. Cuando parece que no hace nada es que espera, y esperar es un hacer, de los más penosos por cierto, es, como nuestro idioma agudamente dice: «hacer tiempo». Se espera por algo y para algo. El caso de la espera, donde la actividad que se ejercita es mínima, es, más bien, negativa —esperar es «no hacer otra cosa», es suspender actividades— revela hasta qué punto es secundario en el hacer el papel de la actividad.

Pero una vez que se ha dicho y aclarado esto, que se ha evitado el riesgo de confundir el hacer con la mera actividad y se ha adjudicado a ésta un papel relativamente secundario, es preciso hacer constar que constituye un ingrediente imprescindible del hacer. Hacer es siempre entregarse o dedicarse a una actividad máxima o mínima, positiva o negativa. Si el hombre no tuviese a su disposición un teclado de actividades psíquicas y corporales, no podría hacer nada. Es más, no tendría ni voluntad. Porque querer es, por esencia, decidirse a una actividad de las que integran aquel teclado.

De otro lado, se nos da ahora resuelta la cuestión de si la voluntad es o no un hacer. Parece —decíamos antes— que mientras al imaginar yo no hago mis imágenes, al querer yo hago mi querer, porque mi querer emana, sale directamente de mi yo. Pero precisamente por esto no es un hacer, no lo hago yo. La silla no sale de mí directamente, ni los versos tampoco, ni la solución al problema matemático. Entre mi voluntad de que haya una silla donde no la había y la realidad de la silla tiene que interponerse la actividad mecánica de la ebanistería que la produce. Por eso tiene sentido que el hombre se ponga a hacer una silla, porque cree poseer una actividad mecánica que con su mero funcionar da como resultado la silla. Pero no puedo ponerme a hacer mi querer porque no hay, a la postre, actividad mecánica que la produzca. La cosa es paradójica pero, a la vez, es irremediablemente así: no depende de mí que yo logre querer o no querer. Tampoco en el querer intervengo yo. Cuando acontece que quiero hacer algo, entonces intervengo yo en ese algo que hago, porque lo quiero. Antes he dicho que querer es precisamente intervenir yo, porque ya estoy queriendo, y merced a mi querer intervengo en el mundo externo o interno. Pero en mi querer mismo no puedo intervenir: éste se produce también mecánicamente como el imaginar y el pensar, aunque brota de mí directamente. La prueba de ello es que, a veces, quiero querer, es decir, quiero formarme una determinada volición y no lo logro. No nos preocupemos ahora del problema de la libertad, que hemos de plantear a su hora de forma radicalmente distinta de como se ha hecho hasta aquí, forma que como ustedes saben ha llevado siempre a insolubles antinomias.

El resultado de todo este análisis es que en el hacer ninguna actividad, ni siquiera la voluntaria, es lo más característico: lo característico es su por y su para. De suerte que podemos definir el hacer como aquella realidad que es movida por un por y va dirigida por un para, o dicho más sencillamente, que todo lo que se hace se hace por algo y para algo, y que estos dos términos son los que definen cada hacer.

El interés de este pesadísimo análisis aparece inmediatamente cuando lo aplicamos al caso que lo suscitó: al caso de nosotros, que vamos a hacer Metafísica; y que, por tanto, nos presenta la Metafísica como un hacer.

Siempre se ha creído que se definía suficientemente la Metafísica diciendo, por lo pronto, que es un conocimiento, y por conocimiento se entendía sustantivamente el ejercicio de la actividad intelectual. Luego se precisaba un poco más diferenciando el conocimiento metafísico de los demás conocimientos por su objeto peculiar, y se decía: Metafísica es el conocimiento del ser en general o del ser en cuanto tal (Aristóteles), o bien, de la realidad fundamental que es Dios (también Aristóteles). En Descartes y Leibniz, Metafísica es el conocimiento de las verdades primeras; en Kant, de Dios, el alma y la inmortalidad; en Schelling y Hegel, de lo absoluto. El positivismo no sabe bien qué hacer con ella: la considera como un vano empeño del hombre siempre renovado y siempre fracasado. Para él es la Metafísica tradicional una mala inteligencia. Rectificada ésta, bien entendida, y congruentemente cambiada de nombre —se la llamará sin más filosofía o sistema de filosofía—, verá en la Metafísica el conocimiento del conocimiento mismo, la teoría del saber y su evolución. Esto ocurre en Comte. Pero poco después, más avanzado el positivismo, se la dará como objeto o tema la enciclopedia de las ciencias o bien la unidad de lo real que en las ciencias particulares se dispersa.

En esta vertiginosa película que resume toda la historia de la Metafísica vemos sucederse los objetos en la definición, pero permanecer como la primaria, sustantiva, incuestionable y, en este sentido, suficiente la caracterización de la Metafísica como ejercicio de la actividad intelectual.

Mas precisamente ello invalida esa caracterización. No sirve de nada su permanencia porque siempre se considera forzoso completarla fijando el objeto a que la actividad intelectual, para ser metafísica, tiene que aplicarse. Esto es, que al decir de ella que es actividad intelectual no se ha dicho nada todavía porque, por lo visto, la actividad intelectual es diferente según sea su objeto o tema. Éste reobra sobre aquélla, la informa, le da sustancia y perfil. No era, pues, la actividad sin más lo sustantivo, como pudo creerse por su permanencia, sino que lo sustantivo es su objeto.

Bien: pero entonces nos encontramos con que lo sustantivo de la Metafísica, lo que podría respondernos a nuestra pregunta: ¿qué es la «Metafísica»? es justamente lo que ha variado abigarradamente a lo largo de su pasado.

De suerte que por tal procedimiento de definición llegamos a este gracioso resultado: diciendo de la Metafísica que es conocimiento no llegamos hasta ella, nos quedamos cortos al no distinguirla de los otros conocimientos; y en cambio, si precisamos su objeto, nos pasamos de la raya porque en vez de la (una) Metafísica que buscamos nos encontramos con muchas, con tantas cuantos son los temas que definitoriamente se le adscribieron.

Y lo peor del caso es que no se trata de que al definir Aristóteles o Descartes o Schelling lo que para él era Metafísica cometiese un error de fórmula, quiero decir, que su definición no correspondiese con el contenido doctrinal de su obra. No. Cada una de esas definiciones expresa lo que efectivamente fue para cada uno de ellos la Metafísica.

Quien pretenda, pues, averiguar lo que es Metafísica en la simple inspección de sus definiciones pretéritas o aun contemplando los cuerpos doctrinales que sucesivamente han recibido este nombre —u otros parejos— está completamente perdido. De este modo lo que puede averiguar es qué cosas han sido llamadas Metafísica —por tanto, la mera historia de un nombre, un asunto puramente filológico—, o bien, qué es lo que este o aquel hombre han pensado que era la Metafísica.

Se me dirá: ¿pues qué va a ser la Metafísica sino lo que los hombres han pensado que era?

Esta imaginaria objeción nos hará reparar en algo perogrullesco que, no obstante, pasa de sólito inadvertido. Me refiero a que ahora vamos a caer en la cuenta de toda la seriedad, de la plenitud de sentido, que va en la pregunta: ¿qué es Metafísica?

Sin duda, eso por cuyo ser preguntamos —la Metafísica— no es una piedra, sino que es un pensamiento de hombres. Pero al preguntarnos por su ser manifestamos nuestra creencia de que el pensamiento metafísico es, digámoslo con la palabra más vulgar, es una «cosa», es una realidad determinada que consiste en algo exclusivo, tiene una precisa consistencia, lo mismo que la piedra consiste en esto y esto y esto, sin vacilación ni vaguedad. Esto es lo que entendemos por el ser de algo, lo que significamos al decir que algo tiene un ser. Por eso es ahora, no obstante toda su rudeza, tan oportuno decir que la Metafísica es una cosa, o lo que es igual, que no es lo que un hombre tenga a bien pensar sobre ella. Tratándose de una piedra distinguimos muy bien —o nos hacemos la ilusión de distinguir muy bien— entre ella y los pensamientos de un hombre —yo u otro— sobre ella. Mas como la cosa «Metafísica» es, a su vez, un pensamiento, nos cuesta trabajo distinguir entre lo que ese pensamiento es cuando es, en efecto, Metafísica, y las ideas que los hombres se formen sobre él y al formárselas nos digan.

Si ciertos pensamientos de Aristóteles son de verdad Metafísica no lo serán porque Aristóteles nos diga que lo son, y viceversa, no porque nos diga que tales otros pensamientos suyos no son Metafísica van a dejar de serlo. Puede Aristóteles equivocarse al pensar sobre lo que su propio pensamiento es. Y positivamente yerra al definir la Metafísica como ciencia del ser en general, como se demuestra sin más que observar otros cuerpos de doctrina que son tan Metafísica como el de Aristóteles y, sin embargo, no consisten en una ciencia del ser en general.

La Metafísica de Aristóteles es lo que Aristóteles ha hecho, no lo que él crea y diga que ha hecho. El hacer de un hombre, aunque sea su hacer intelectual, es una realidad: en cambio lo que él piensa que ha hecho es ya una pura opinión cuyo contenido puede no coincidir con la realidad.

Acaso estas observaciones aclaren un poco eso que antes llamaba yo la seriedad de la pregunta: ¿qué es filosofía?, y que luego subrayaba más diciendo que la filosofía es una cosa, por tanto, una realidad, algo que posee una consistencia invariable, única. Podrá haber habido muchas Metafísicas diferentes, pero lo que todas ellas tengan de Metafísica será una misma cosa.

Si atendemos a los datos históricos vemos sólo el enjambre innumerable de las metafísicas, distinta la una de la otra. Es decir, que no vemos la Metafísica. Los hechos históricos nos ocultan la realidad única que buscamos y nos llevarán más bien a creer que, en realidad, no hay Metafísica, que sólo hay un nombre común impuesto a las realidades más diversas. La historia comienza por hacernos escépticos en éste como en todos los asuntos. Pero no es culpa suya. Es nuestra, al querer comenzar por la historia, siendo así que la historia no puede ser nunca el comienzo y lo primero que hagamos. La historia es pasado y el pasado viene después que el presente. Nada empieza por ser pasado, sino que tuvo antes que ser presente, y sólo cuando lo ha sido empieza a ser un pasado. Pero además sólo en alguien que es primero presente puede luego surgir el pasado como tal. El recuerdo es, por definición, un segundo acto que supone otro anterior en que lo ahora recordado fue un presente.

Sólo tendría sentido recurrir a la historia si nuestro propósito deliberado y formal fuese hacer lo que otros hombres ya hicieron bajo el título de Metafísica. Pero ese hacer lo que otros hicieron es o bien imitar un hacer específico, que podrá tener algún buen sentido pero que es muy distinto del que nosotros intentamos, o bien rehacer lo que otros hicieron para conocerlo, y eso sería precisamente hacer de un modo formal historia. Claro que sería una historia estúpida. Porque nos llevaría a suponer unidad y parentesco entre todo lo que se ha llamado Metafísica, dejándonos fuera muchas cosas que lo son pero que no recibieron este nombre. Si creemos que entre todas esas obras del pasado existe una positiva unidad, será menester que antes de hacer historia nos pongamos de acuerdo con nosotros mismos —y no con Hegel, Kant, Leibniz, Aquino y Aristóteles— sobre qué es lo que vamos a llamar Metafísica o x, y luego espumemos entre las innumerables formas del pretérito las que cumplan nuestra definición.

Estas dificultades en que hemos caído al dar nuestro primer paso provienen simplemente de que hemos usado el nombre Metafísica al decir qué es lo que vamos a hacer. Es la desventaja del instrumento humano que es el lenguaje y que va aneja a sus estupendos beneficios. Esa desventaja que llevan consigo las palabras se evitaría si pusiésemos cuidado al oírlas o leerlas. Así, en este caso yo he dicho: vamos a hacer Metafísica. Oigamos bien: esa expresión implica su inversa, a saber, que Metafísica es lo que vamos a hacer. Y así lo hice constar. Pero entonces eso —Metafísica— no es algo que esté hecho, puesto que tenemos que hacerlo. Mientras no definamos el plan y sentido de este hacer nuestro la palabra «Metafísica» es una x. Y no es ella quien precisa nuestro hacer, sino que éste mismo, según resulte, mostrará lo que es Metafísica.

Pero hemos usado esta palabra que, como todas, tiene ya un sentido, esto es, que significa lo que otros hicieron. Y entonces este intentado hacer nuestro pierde espontaneidad, pureza, frescura, originalidad, porque la palabra «Metafísica», al significar lo que ya está hecho porque otros lo hicieron, tira de nuestro hacer y pretende suplantarlo o llenarlo con aquel hacer de otros.

Esto no son juegos de palabras. Las palabras juegan mucho menos de lo que se cree. Son más bien fieras. Nos subyugan, nos arrastran, nos roban nuestra realidad, se la tragan, tienden a imponernos sus formas y desalojar las nuestras, las que nosotros intentábamos. En suma, nos falsifican.

 

 

LECCIÓN II

 

Esta es una clase de Metafísica y, según dijimos, Metafísica es algo que vamos a hacer. Si, pues, han venido ustedes aquí, si he venido yo también, es de presumir que tanto ustedes como yo hemos venido para hacer eso que se llama Metafísica.

No se trata de una broma. La cosa es más dramática de lo que a primera vista parece. Porque —¡fíjense ustedes!— nosotros no hemos venido aquí como la bala va a su blanco, impelida por una forzosidad ineluctable, quiera ella o no, sin su deliberación ni anuencia. Nosotros hemos venido porque hemos querido. El estar ahora aquí, haciendo bien o mal, en serio o en pretexto, Metafísica —eso, pues, que constituye nuestra presente realidad, nuestro ser actual— es creación nuestra y somos responsables de ello, por lo menos y por lo pronto, ante nosotros mismos. Es evidente. Hace un momento se abrían ante nosotros diversas otras posibilidades respecto al modo de ocupar esta hora y, por tanto, de que nuestra realidad, nuestro ser fuese ahora otro. Podríamos estar ahora en otros sitios haciendo otras cosas y siendo otros ya que la realidad de nuestra vida no consiste sino en lo que, instante tras instante, hacemos. Podíamos estar en el cine divirtiéndonos. Divertirse es un hacer muy curioso, muy extraño por cierto, a estudiar el cual deberíamos dedicar algún día entero una lección. Divertirse, como su etimología indica, es volverse de una parte en que se estaba a otra, por tanto, apartarse de algo hacia otro algo. Di-versio, de di-verto. Este verbo se sustantiva en dos formas: di-verto y di-voertium. El que se di-vierte se divierte de algo gracias a que se divierte con algo. Noten ustedes, sin embargo, que no conseguiríamos divertirnos con nada si no hubiese en nosotros previamente una necesidad de divertirnos de algo. Lo más importante y originario en la diversión es, pues, no lo que nos divierte —casi, casi cualquiera cosa nos puede divertir—, sino ese algo de que, por lo visto, necesitamos, anhelamos apartarnos, divertirnos. Por eso mi pregunta sería ésta: ¿de qué necesita el hombre divertirse, separarse, huir? ¿Y por qué le sobreviene de súbito ese menester de separación, de huida? Al pronto, que el hombre se divierta parece lo más natural del mundo pero, a poco que se medite, se cae en la cuenta de que no es nada «natural», sino bien extraño y escalofriante eso de que el hombre necesite de cuando en cuando divertirse, ser fugitivo, escapar ¿de dónde?, evadirse ¿de qué? Y extraño también que pueda divertirse, que pueda escapar, que pueda fugarse a lo otro.

Pero dejemos esto. Digo simplemente que podíamos haber ido al cine para divertirnos o al café para hacer tertulia o habernos tumbado a descansar o a leer una novela. Sorprende patéticamente, cuando se advierte, la cantidad de posibilidades de hacer que se suelen abrir como vías de ser ante el hombre en casi todos los instantes de su vida. Pero esto significa que nuestro ser, el de cada cual, no es, como nos parece, una cosa dada y fija, sino que en cada instante somos en potencia innumerables seres divergentes, que apenas tienen que ver entre sí. De esos seres posibles que somos elegimos en cada instante uno para serlo en realidad, abandonando los demás. Nos recluimos en un solo rincón de la vasta posibilidad que éramos hace un instante. Aniquilamos todos nuestros otros seres posibles en beneficio de este único que hemos elegido y decidido ser. Y esto tenemos que hacerlo sin remedio. No podemos quedarnos siendo los muchos posibles, sino que tenemos, en cada momento, que contraernos a ser sólo una cosa. Y así, un instante ha, decidimos ustedes y yo venir aquí, ser cada uno alguien que hace o como que hace Metafísica. ¿Es excesivo hacer notar el dramatismo que en su entraña lleva este hecho aparentemente tan sin importancia de que hayamos venido aquí? Y ese dramatismo se multiplica si advertimos que el número de horas de nuestra vida es limitado. Tenemos, para ser, las horas contadas y si dedicamos una a esto y no a otra cosa entiéndase que entregamos a ello no una hora abstracta de un tiempo inagotable, que, como el aire, no es de nadie y podemos sin tasa dilapidar, sino que entregamos a ello un pedazo insustituible e irremediable de nuestra existencia.

De aquí que aparte el interés que ello tiene para el contenido doctrinal mismo de la Metafísica, sea de importancia analizar un poco qué es lo que hemos venido a hacer aquí. Nos vamos, claro está, a reducir a lo más estrictamente necesario. Otra cosa reclamaría un espacio incompatible con la economía de este curso. Además me sería, en buena parte, imposible. Porque definir con rigor lo que estamos haciendo ahora y por qué lo hacemos ustedes y yo, sería definir la realidad que ahora es cada uno de ustedes y que soy yo. Y en esa realidad de nuestro ahora va incluida la realidad pasada de cada uno de nosotros. En efecto, si hemos hecho esto que es venir aquí, ha sido por algo y para algo. Ante cada uno de nosotros se abrían diversas posibilidades de hacer ahora, o dicho en otra forma, cada cual se encontraba hace un instante con un sistema de posibilidades entre las cuales tenía que elegir. Si comparásemos el sistema de cada uno de nosotros con el de los demás veríamos que algunas de esas posibilidades nos eran aproximadamente comunes pero otras no. ¿Por qué esto último? Sin duda porque nuestro pasado, lo que éramos hasta hace un rato, era en cada uno de nosotros en parte distinto: la circunstancia de cada cual, su edad, su sexo, sus medios, sus dotes, su familia, su carácter, sus experiencias, sus ilusiones y afanes eran, en buena porción, diferentes. Ciertamente que todos somos hombres y hombres de este tiempo, casi todos españoles, y estos títulos representan comunidad de posibilidades. Pero el caso es que, a la postre, el sistema de radios de posible ser, de caminos para ser ahora que hallábamos ante nosotros era, en definitiva, distinto. Ahora bien, aunque todos hemos elegido lo mismo —venir aquí—, como lo hemos tenido que elegir prefiriéndolo entre un surtido diverso de posibilidades no es posible que lo hayamos elegido por una razón exactamente la misma razón. El porqué hemos venido tendrá, pues, en cada uno, por lo menos, un matiz o elemento diferente, y en ese porqué se resume la totalidad peculiar de cada una de nuestras vidas hasta ahora. ¡Quién va a pretender, y mucho menos en poco tiempo, resumir la biografía de cada uno de ustedes, la realidad integral de cada vida, la cual toda y sin resto está ahí condensada en el porqué han venido, formando parte de este su ahora! Pero además yo no conozco bien a casi ninguno de ustedes. De la mayoría no tengo más que una impresión fisiognómica. Yo no sé de casi todos ustedes más que lo que veo de él.

Sin embargo, aunque mis datos son tan escasos, estén ustedes seguros que podría decir mucho sobre por qué ha venido aquí cada uno de ustedes. En mis apreciaciones habría, como es natural y como pasa en todo conocimiento, un margen de error. Pero creo que no sería escasa la porción de acierto.

No se trata, por supuesto, de ninguna perspicacia especial o mágica. Se trata de un conocimiento que como tal tiene su metodología propia. Lo que se conoce en este caso es la realidad viviente que es cada uno de ustedes. Se trata, pues, de la metodología del conocimiento de la vida. Es la que hace posible, entre otras cosas, la historia, las ciencias filológicas. Se llama hermenéutica. Un día, en este curso, tropezaremos con ella y le dedicaremos, aunque sea de paso, nuestra atención. Ahora vamos con prisa.

Volviendo, pues, a lo en que estábamos, decía yo que el porqué han hecho todos ustedes y he hecho yo esto de venir aquí es un poco distinto en cada uno. Pero como ya vimos, un hacer se define, ante todo, por su porqué. Si éste es distinto, por fuerza será también distinto el hacer. Y a esto es a lo que iba. Aunque aparentemente todos hemos hecho lo mismo viniendo aquí y todos estamos ahora haciendo lo mismo, el real y efectivo hacer de cada uno de nosotros ahora es, en rigor, más o menos diferente del de los demás.

Y como no hay tiempo, repito, para ir confirmando esto uno por uno, podemos contentarnos con dividir nuestra colectividad actual en grupos según la mayor afinidad o semejanza de nuestro hacer. Por lo pronto, la separaremos en dos grupos: el de los que han venido aquí para, en un sentido más estricto, hacer Metafísica, y el de los que han venido por un motivo que no es, por lo menos estrictamente, ése. Pero dentro del primer grupo tenemos que establecer una nueva división: muchos de ustedes y yo hemos venido estrictamente a hacer Metafísica, mas para mí ese hacer consiste en enseñarla, para ustedes en aprenderla. En ambos casos nos ocupamos con lo mismo pero de modo diferente. Sin embargo, esta diferencia expresada así resulta superficial. Porque el enseñarles yo a ustedes Metafísica no es sino transmitirles algo que yo ya tengo y que lo tengo porque antes de enseñar Metafísica yo hice Metafísica. Enseñar una ciencia sensu stricto no es hacerla: enseñar es un hacer didáctico, pedagógico, que implica el otro, el haber hecho la ciencia. ¿Qué fue en mí este hacer que ahora simplemente transmito? Pudo ser de dos clases: yo pude limitarme a aprender una cosa que anda por ahí ya hecha con el nombre de Metafísica o bien pude hacerme yo una Metafísica. En el primer caso, aunque aparentemente mi hacer actual —el enseñar— es distinto del de ustedes —el aprender—, vean cómo en rigor se trata de lo mismo sin más que una diferencia de tiempo en el verbo: ustedes aprenden, yo he aprendido y ahora no hago sino repetir lo que aprendí.

Pero el caso es que no me he limitado a aprender y que lo que transmito a ustedes es una Metafísica muy considerablemente distinta de las que hasta ahora se han hecho. Claro está que yo también he aprendido —y en cuanto haya aprendido, reitero, hago lo mismo que ustedes—, pero conviene que contrapongamos la porción y sentido de mi hacer actual, que no es aprender sino propio crear, con el de ustedes, que es formalmente aprendizaje.

Preguntémonos, pues: ¿qué es en su propia realidad «hacer Metafísica» como ustedes han venido a hacerla, esto es, para aprenderla?

Desde el otro día sabemos que no decimos nada suficiente cuando decimos que «hacer Metafísica» es ejercitar nuestra actividad intelectual. ¡En tantos otros haceres la ejercitamos que nos sirve de muy poco esa caracterización! La realidad concreta que es un hacer se define por su motivo y su finalidad: por el por qué se hace y el para qué se hace.

El que viene a estudiar Metafísica lo hace por alguno de estos motivos:

1.º Porque necesita asegurarse económicamente la vida y esto lo lleva a elegir como medio seguir una carrera, la cual consiste en cumplir una serie de obligaciones que el Estado impone —entre ellas y en este caso, cursar la asignatura de Metafísica. El hacer que se engendra e inspira e informa en este motivo se llama «estudiar» y el que lo ejercita «estudiante», en el triste sentido de estas palabras. Me es indiferente para lo esencial del tipo que cumpla bien o mal, mejor o peor. Siempre se tratará de alguien que al estudiar no «estudia», que no hace el estudiar porque desde sí mismo y auténticamente lo necesite sino porque se encuentra con una exigencia social que él necesita cumplir para sus otros fines —seguridad económica, ambición, vanidad o simplemente porque casi todos los hombres de su edad y clase social lo hacen, o bien por el deseo sincero e ingenuo de ser eso que se llama una persona culta, así en general.

Este tipo de hombre que está constituido por ese hacer que es «estudiar» —donde este vocablo significa no auténtica e irremediable necesidad de saber algo determinado, sino aceptar el entregarnos a un hacer que nos viene impuesto de nuestro contorno social y estatal y que consiste en seguir los cursos de un establecimiento docente, aunque se sigan con honradez, trabajo y pulcritud— es, el hombre-estudiante, una específica forma de la realidad viviente o, sin más, de la vida.

Pero —¡fíjense ustedes!— esta vida del «estudiante» en el sentido dicho no es una vida que emane originariamente del sujeto que la vive sino al revés: es una vida, un ser que no es el suyo sino que le viene impuesto por su contorno social, como el servicio militar y tantas otras formas de nuestra existencia. Pero no se me entienda mal: en la vida más auténtica —o lo que es igual, en toda vida humana— interviene siempre, más o menos, esta forzosidad de aceptar formas de vida inauténticas, que nos vienen impuestas por el mundo físico o social. En tanto en cuanto vivimos estas vidas impuestas, simplemente porque nos son impuestas, es evidente que no vivimos nuestra vida propia y personal, sino que somos el que la sociedad hace que seamos. El hombre en ellas no es él sino que es formalmente un «ente social», una especie de autómata social o de máscara. Ahora bien —y sin que desarrollemos toda la enormidad del patético tema— la mayor parte de los hombres por sí mismos y de sí mismos no sabrían qué hacer, esto es, qué vivir si la sociedad no les impusiese esos modos mostrencos de vida. Estos hombres, claro está, no sienten el tener que hacer eso como una imposición, o la sienten sólo en cuanto contrarresta ciertas tendencias elementales humanas como son la holgazanería, etcétera. Pero en ellos, lo que la sociedad les fuerza a hacer y ser no se opone a un intento de hacer y ser surgido espontánea y originalmente en ellos. Por eso, en rigor, viven a gusto en ese molde tópico de vida, flotan complacidos en ella, y, a fuerza de no poseer autenticidad ninguna, cabría decir que se sienten auténticos en esa convencionalidad social que es, en rigor, inautenticidad. Este personaje a quien, en el fondo, aunque acaso cumple, trabaje, le trae sin cuidado el saber pero se siente feliz representando el papel de «estudiante» y flota regocijado en la vida universitaria y toma en serio todos los privilegios, usos, tradiciones, manías inveteradas, costumbres buenas y malas, cómicas o idiotas de la existencia estudiantil, es el que tan perfectamente conocemos desde siempre y del que, sin más, decimos: «ése es un estudiante». Es indiferente qué sea lo que estudie: Metafísica o teneduría de libros. Haga lo que haga su hacer es, en realidad, sólo ese convencional o social oficio de «estudiar».

El que haya venido aquí a hacer Metafísica por el motivo descrito claro está que lo que hace ahora no es, en ningún sentido real, «hacer Metafísica». Y sin embargo, no puede decirse que esté haciendo otra cosa. Por eso pertenece al grupo de los que estrictamente han venido a hacerla. La hace, pero convencionalmente, inauténticamente. A este modo de hacerla llamamos «Metafísica como asignatura».

2.º Pero bajo ese «ente social» que es, en una u otra medida, todo estudiante hay algunos que además estudian en un sentido más auténtico de la palabra, esto es, que vienen aquí, además de porque son «estudiantes», por un motivo más íntimo y personal que les impulsa a este estudio.

¿Qué motivo es ése? Como motivo busquemos siempre una necesidad, bien que dando a la palabra un valor bastante amplio. ¿Cuál? Llamo necesidad humana a todo aquello que o es sentido como literalmente imprescindible —esto es, tal que sin ello creemos no poder vivir— o que aunque podamos de hecho prescindir de ello seguiríamos sintiéndolo como un hueco o defecto que había en nuestra vida. Así: comer es una necesidad literalmente imprescindible. Pero ser feliz, y ser feliz de cierta precisa manera, es también una necesidad. Claro es que no lo somos —esto es, que de hecho prescindimos de la felicidad y vivimos infelizmente—, pero —¡ahí está!— la sensación de necesitarla perdura siempre activa en nosotros. Se dirá que el ser feliz no es una necesidad sino un mero deseo. En efecto, lo es; pero esto nos revela que mientras muchos de nuestros deseos son sólo deseos, por tanto, algo de que por completo podemos prescindir sin que esta renuncia deje un muñón, una amputación, un vacío en nuestra vida, hay otros deseos de los que, aun como deseos, no podemos prescindir; esto es, que aunque de hecho tengamos que renunciar a satisfacerlos, a la realidad que ellos desean, no podemos prescindir de desearlos aunque queramos. Por eso, exigen que los llamemos necesidades. Como es un hecho que, quiera o no, yo tengo que comer, es un hecho, por ejemplo, que quiera o no, yo deseo ocuparme de filosofía. Necesidad humana es, pues, todo aquello de cuya realidad o de cuyo deseo no podemos prescindir.

¿Qué necesidad ha movido, pues, a venir aquí a aquéllos de ustedes que no han venido sólo como «estudiantes» sino que han venido a estudiar Metafísica por una necesidad más íntima y concreta? ¿De verdad y en todo el rigor de la expresión necesitan ésos hacer concretamente Metafísica —como lo necesitaron Platón, Aristóteles, Spinoza o Hegel? Esto nos lleva a pensar que con las mismas palabras «hacer Metafísica» —y lo mismo diríamos si se tratase de «hacer política», «hacer negocios», «hacer casas», y en general de todo hacer humano—, con las mismas palabras, «hacer Metafísica», designamos realidades vivientes muy distintas, de las cuales una es la prototípica y ejemplar, una la que llena con integral realidad el sentido de aquellas palabras, mientras las restantes son modos deficientes de esa misma realidad, los cuales pueden ponerse en una escala de mayor o menor deficiencia. En la naturaleza las cosas o son reales o no son reales, no hay término medio. Pero ya veremos cómo y por qué la realidad vital no es así; cómo y por qué las vidas y sus haceres, aun siendo todos reales, unos son más su realidad que otros. Toda mujer es realmente mujer, pero —¡qué le vamos a hacer!— es muy difícil que dos mujeres lo sean con idéntica dosis de realidad.

El simple «estudiante» de Metafísica representa el lugar más bajo de la escala y el modo más deficiente, menos real, menos tal de «hacer Metafísica». Platón, por ejemplo, representa el modo plenario y ejemplar hasta la fecha. La necesidad que le llevó a ello es la prototípica, y todo lo que los hombres han hecho de Metafísica lo han hecho en la medida en que sintieron en alguna dosis, mayor o menor, una necesidad idéntica a la de Platón.

Esto nos anuncia que, por lo pronto y ante todo, la Metafísica no es una actividad intelectual, sino una necesidad de ciertos hombres; ya veremos si de todo hombre, dese o no cuenta de ello.

Que esa necesidad se satisfaga e intente satisfacerse mediante una actividad intelectual y no sentimental es cosa que viene en segundo término.

 

 

LECCIÓN III

 

Ahora nos importa colocar en un lugar de la escala descrita en la lección anterior a los «estudiantes» que además de serlo simplemente porque necesitan ganarse la vida o por algún otro motivo extrínseco a la Metafísica, vienen al estudio de ésta movidos por una necesidad de ella más íntima y menos indirecta. ¿Es que son como Platón, Aristóteles, etcétera? No: éstos representan el otro polo. Entre medias se hallan aquellos «estudiantes» que no están ahí ahora lo mismo que podían estar en una clase de teneduría de libros, es decir, aquéllos a quienes, ya que la vida obliga o incita a «seguir una carrera», no les es indiferente cuál, sino que eligen ésta y no otra porque sienten una mayor necesidad íntima de una que de otra; en suma, que «siguen una carrera» por vocación.

¿Han pensado ustedes bien en lo que es una carrera y en lo que es seguirla? Como siempre que apretamos una palabra del Diccionario para precisar su sentido, descubrimos que es equívoca. Así, carrera significa primariamente correr de un sitio hasta otro siguiendo una trayectoria. Luego se contrae un poco el sentido para referirse más especialmente a las carreras del estadio donde se concursa en vista de ganar premios. Más tarde viene ya la transposición o metáfora, y carrera se hace símbolo de vida. Así en Cicerón: Exiguum nobis vitae curriculum natura circunscripsit.

La vida es representada como una carrera por un estadio, como un esfuerzo desde un primer momento hasta un último momento a lo largo de una trayectoria determinada, es decir, de una cadena de haceres. Sin remedio, la vida no es un estar ahí ya, un yacer, sino un recorrer cierto camino —por tanto, algo que hay que hacer—, es la línea total del hacer de un hombre. Y como nadie nos da decidida esa línea que hemos de seguir sino que cada cual la decide por sí, quiera o no se encuentra el hombre siempre, pero sobre todo al comienzo pleno de su existencia, al salir de su adolescencia, con que tiene que resolver entre innumerables caminos posibles la carrera de su vida.

Entre los pocos papeles que dejó Descartes a su muerte hay uno, escrito hacia los veinte años, que dice: Quod vitae sectabor iter? Es una cita de unos versos de Ausonio en que éste traduce otros pitagóricos bajo el título Ex Graeca Pythagororum: de ambiguitate eligendae vitae.

Hay en el hombre, por lo visto, la ineludible impresión de que su vida, por tanto, su ser, es algo que no sólo puede, sino que tiene que ser elegido. La cosa es estupefaciente: porque eso quiere decir que a diferencia de todos los demás entes del universo, los cuales tienen un ser que les es dado ya prefijado y que por eso existen, a saber, porque son ya, desde luego, lo que son, el hombre es el único y casi inconcebible ente que existe sin tener un ser prefijado, que no es desde luego y ya lo que es, sino que, por fuerza, necesita elegirse él su propio ser.

No entremos en la cuestión que va a ocuparnos a fondo durante el curso. Nos basta con reconocer que en la práctica efectiva de nuestra vida las cosas se nos presentan así, antes de que teoricemos, antes de que nos formemos una opinión sobre nuestra vida y sobre todo lo demás.

Ese ser que el hombre se ve obligado a elegirse es la carrera de su existencia.

¿Cómo lo elegirá? Evidentemente porque se representará en su fantasía muchos tipos de vida posibles y al tenerlos delante notará que alguno o algunos de ellos le atraen más, tiran de él, le reclaman o llaman. Esta llamada hacia un cierto tipo de vida o, lo que es igual, de un cierto tipo de vida hacia nosotros, esta voz o grito imperativo que asciende de nuestro más íntimo fondo es la vocación.

Pero esto quiere decir que nuestra vida es, por lo pronto, una fantasía, una obra de imaginación. Y, en efecto, en todo instante tenemos que imaginar, que construir mediante la fantasía lo que vamos a hacer en el inmediato. Sin esa intervención del poder poético, es decir, fantástico, el hombre es imposible. Como ustedes ven seguimos cayendo en sospechas estupefacientes. Ésta, casi, casi nos forzaría a afirmar que la vida humana es un género literario, puesto que es, primero y ante todo, faena poética, de fantasía.

En rigor, es así; sólo que conviene precisar de dónde vienen a nuestra fantasía esas vidas imaginarias entre las cuales necesitamos elegir.

Siempre que el hombre siente una necesidad lo primero que hace es buscar en su derredor, en el contorno en que él está, en el mundo, en suma, en eso que llamamos «ahí», algo que pueda satisfacerla. Esto es muy importante aunque ahora no vamos a desentrañarlo: revela que el movimiento más espontáneo o primero del hombre ante una necesidad es creer, más o menos, con una u otra confianza, que lo que necesita —esto es, lo que puede satisfacer su necesidad— está ya ahí, a la mano, y que, por tanto, no tiene que hacérselo. Sólo cuando no lo encuentra ahí —en el mundo o circunstancia— se resuelve a hacerlo. Ahora bien, ese movimiento primero no se daría en el hombre si éste no advirtiese que, en efecto, tiene en todo instante necesidades, pero que, a la vez, tiene también ya, desde luego, y sin hacérselas él, muchas cosas. Por tanto, que el hombre nace sintiéndose menesteroso de muchas cosas pero, a la vez, sintiéndose heredero y propietario de no pocas. El que tuviese la impresión de que no poseía absolutamente ninguna cosa para poder vivir sino que en absoluto tenía que hacérselo él todo —por ejemplo, hasta una tierra donde sus pies pudiesen apoyarse y un aire que sus pulmones pudiesen respirar—, no llegaría a vivir: en el mismo instante de sentirse en la vida se moriría de terror, de aniquilación.

Pues bien, ante la necesidad de elegir una vida, el hombre busca en su contorno para ver si ahí está ya lo que puede ser su vida —esto es, mira las de los otros hombres, las de los que ya están ahí, las de los hombres pasados. Y entonces encuentra que, en efecto, es él heredero de muchas líneas o trayectorias de existencia que los hombres pasados o simplemente mayores que él ya han cumplido o hecho. Éstas son las que, por lo pronto, reproduce en su fantasía; como ven ustedes, con una fantasía que no es creadora sino reproductiva. Y sin necesidad de recurrir al pasado encuentra que el contorno social donde él se halla está constituido por una urdimbre de vidas típicas: encuentra, en efecto, médicos, ingenieros, catedráticos, físicos, filósofos, labradores, industriales, comerciantes, militares, abogados, albañiles, zapateros, maestras, actrices, cupletistas, monjas, prostitutas, costureras, señoras de su casa, damas de sociedad, etcétera, etcétera. Por lo pronto, no ve la vida individual que es cada médico o cada señora de su casa, sino que ve la arquitectura genérica y esquemática de esa vida. Unas de otras se diferencian por el predominio de una clase o tipo de haceres —el hacer del hombre de ciencia o el hacer del militar. Pues bien, esas trayectorias esquemáticas de vida son las «carreras» o carriles de existencia que existen ya notorios, definidos, regulados en la sociedad. El individuo no tiene que hacer ningún gran esfuerzo para representárselas y ver hacia cuál se siente llamado por una voz interior y alojarse en ella; esto es, decidir que su vida va a ser vida de médico o de catedrático o de diplomático o de albañil o de mujer de su casa o de dama elegante o de castañera de la esquina.

Pero noten ustedes que la carrera de la vida, la vida que hay que elegir, es la de cada cual, por tanto, una línea o perfil individualísimo de existencia. Mas éste es el nuevo cambio de sentido que ha sufrido y que hoy tiene la palabra «carrera». Ha perdido el sentido individual que tenía en la frase de Cicerón para contraerse a significar los esquemas de vida, vidas típicas, esto es, genéricas, abstractas, que el individuo encuentra preestablecidas en la sociedad. Son, pues, las «carreras» un concepto sociológico, que recibe también el nombre de «profesiones».

No afecta a la cuestión presente el hecho de que, en rigor, la palabra «carrera» tiene hoy un significado un poco menos extenso. En efecto, la albañilería o la carpintería no se suelen llamar «carreras» sino «oficios». Pero, claro está, que el «oficio» es también un esquema social de vida. ¿Por qué, sin embargo, el idioma ha separado la denominación en uno y otro caso? Hay tras esta duplicidad de nombres, en apariencia tan mansa, algo tremendo que desde hace sesenta años mueve y dramatiza la historia. Se llama «carreras» a los esquemas sociales de la vida en que predomina el hacer espiritual —intelecto, científicos; voluntad, políticos, hombres de acción; imaginación, poetas, novelistas, dramaturgos— y «oficios» a aquéllos en que predomina el hacer de la mano, la mano de obra. La división, por lo visto, más radical que la sociedad hace entre los destinos típicos sociales del hombre es ésta entre hombres de espíritu y hombres de la mano. Desde hace sesenta años se batalla cruentamente sobre el área del planeta acerca de si esta división que es un hecho es, además, algo tolerable; si es justo o no; si aun siendo injusto, es irremediable. Y el punto más hondo y grave de la cuestión no es el que suele mover a las gentes —la diferente situación económica que «carreras» y «oficios» suelen llevar consigo—, sino este otro que voy a enunciar pero no a desarrollar: ¿es el hombre por vocación albañil como es por vocación industrial, poeta o médico? Si los albañiles y peones de mina u obreros de fábrica lo fuesen por vocación siquiera con la frecuencia con que hay médicos e industriales por vocación, ¿encontrarían aquéllos tan insoportable la exigüidad de sus ganancias? ¿Es que la ganancia de muchos hombres de ciencia no es aproximadamente tan exigua y, en todo caso, por completo desproporcionada a la intensidad y constancia de su esfuerzo? O viceversa: ¿es la ganancia del obrero tan exigua que no deja holgura para que su oficio, es decir, lo que tiene que hacer —su trabajo— se le pueda presentar como vocación? Y como lo que el hombre es por vocación lo es por sí mismo, por su más íntima y espontánea determinación, tendremos que las preguntas anteriores se condensan y subliman en ésta: ¿ser albañil es ser hombre, como lo es ser poeta o ser político o ser filósofo?

Pero hecha esta advertencia de que para el asunto presente no hay distinción entre «carreras» y «oficios», tornemos a nuestro camino.

Las «carreras», he dicho, son esquemas sociales de vida, donde, en el mejor caso por vocación y libre elección el individuo aloja la suya.

En cada época y lugar la sociedad está constituida por un repertorio de «carreras». Mas si comparamos cualquiera sociedad primitiva con la nuestra pronto advertimos una ley histórica según la cual la sociedad en su evolución engendra una diferenciación progresiva de las carreras. En los pueblos salvajes el hombre tiene que elegir en un repertorio muy reducido: pastor, guerrero, mago, herrero, vate. Algunos piensan que las castas de la India no fueron primitivamente sino «carreras» que quedaban normativamente adscritas a la herencia, es decir, que sólo podía ser herrero el hijo de un herrero y sólo podía ser mago, esto es, sacerdote, brahmán, el hijo de un sacerdote. Cada una de estas castas tiene prefijado hasta en mínimos detalles la vida que el hombre ha de llevar; por ejemplo, hasta lo que ha de comer y con qué condimento, el traje, con quién se puede casar y con quién no, cómo ha de saludar al encontrar a otro hombre de otra casta, etcétera.

Frente a ese escaso número de carreras o profesiones que hay en la sociedad primitiva, la actual presenta al individuo una gran cantidad de ellas. Los haceres se han diferenciado al complicarse y se han especializado. En los pueblos salvajes el sacerdote es a la vez ingeniero, porque la técnica misma, como hacer, no se ha separado de la magia y del rito sacro. Para que una canoa navegue bien no es menester sólo que el que la hace sea un buen carpintero de ribera sino que además ha de saber pronunciar ciertos conjuros y fórmulas de religioso ritual. De aquí los «pontífices» en Roma. Hoy, en cambio, el sacerdote no tiene nada que ver con el ingeniero y aun la ingeniería se ha radiado en muchas carreras diferentes.

Esto plantea un problema de interés: la vida es una trayectoria individual que el hombre tiene que elegir para ser. Mas las carreras son trayectorias genéricas y esquemáticas: cuando se elige una por vocación el individuo advierte muy bien que, no obstante, esa trayectoria no coincide con la línea exacta de vida que sería, en rigor, su precisa, individual vocación. Quiere, sin duda, ser médico pero de un modo especial en que van insertos muchos otros haceres vitales que no son la medicina y su práctica. Esto nos permite perfeccionar la idea anteriormente dada de vocación. En rigor, es una abstracción decir que se tiene vocación para una carrera. La vocación estricta del hombre es vocación para una vida concretísima, individualísima e integral, no para el esquema social que son las carreras, las cuales, entre otras cosas, dejan fuera muchos órdenes de la vida sin predeterminarlos. Por ejemplo, el ser médico no implica si se va el hombre a casar o no.

La carrera, pues, no coincide nunca exactamente con lo que tiene que ser nuestra vida: incluye cosas que no nos interesan y deja fuera muchas que nos importan. Al alojar en ella nuestra vida notamos que su molde standardizado nos obliga tal vez a amputar algo de lo que debía ser nuestra vida, es decir, nos impone sin más y a priori una dosis de fracaso vital. Al crecer la diferenciación de las carreras, aumentan, por un lado, las probabilidades de coincidencia entre el individuo y el molde social de su vida; es decir, su profesión tendrá que cargar con menos haceres que no le interesen. En España hoy el que siente vocación por las ciencias exactas no necesita ocuparse con las ciencias físicas ni las químicas ni las naturales. En otro tiempo hubiera tenido que cargar su vida con toda esa obra muerta, muerta para él porque no era su vida vocacional.

Pero, en cambio, trae esto consigo una tragedia inversa para el hombre. Al circunscribirse cada vez más al hacer profesional, es evidente que la carrera asume menos lados de nuestra vida, esto es, deja fuera de su carril más dimensiones del hacer que integra la vida entera de un hombre. Y esto significa que cada vez queda el hombre menos absorto y tomado y orientado e informado por su carrera. Y como fue elegida como trayectoria principal de la vida, como norma y perfil de vida, la carrera llena cada vez menos esta misión, dejando imprecisas las cuatro quintas partes de nuestro vivir. Es la tragedia del especialismo. De aquí que, aun sin salir del orden intelectual el hombre de hoy, que sabe mejor que nunca lo que tiene que hacer, esto es, que opinar en los asuntos de su carrera, por ser ésta tan especial, se encuentra con que sabe menos que nunca lo que tiene que opinar y hacer en todo lo demás del universo y de su existencia.

Ello es que, sin disputa, haciendo el balance, resulta que la multiplicación de las carreras ha hecho que el hombre se sienta cada vez menos satisfecho y llenado por ellas y, consecuentemente, sienta menos apego a su profesión, se sienta menos ligado a ella. Lo cual nos lleva a preguntarnos: entonces, ¿por qué las siguen los hombres?, ¿por qué han hecho que se especialicen y diferencien tanto?

Esto nos hace caer en la cuenta de que no hemos aún advertido lo más importante en esa realidad que son las carreras.

Recuerden ustedes: aparecen éstas cuando el individuo tiene que elegir su vida. Quod vitae sectabor iter? Esta necesidad le hace buscar la pauta para su vida en el contorno social. Ve allí, en efecto, otros hombres viviendo vidas diversas que se agrupan en tipos: médicos, catedráticos, industriales, etcétera. Dicho así, parece como si cada uno de estos hombres hubiese fraguado libérrimamente su tipo de vida. Pero no hay tal: a cada uno de ésos le aconteció lo mismo: halló ante sí ya médicos, industriales, etcétera. Pero algo más hallaron ellos y el de ahora en su contorno social: además de los catedráticos de carne y hueso que están viviendo ese tipo de vida, hallaron puestos vacíos de catedráticos y de industriales, etcétera.; y, sobre todo, hallaron que si esos hombres desaparecían, sus vidas quedaban como alvéolos huecos que la sociedad mantiene por su cuenta, porque ella, la sociedad, no los individuos que las ocupan, ha menester de esas vidas. La sociedad necesita en cada momento un cierto número de servicios, servidos cada uno por un cierto número de hombres: necesita tantos médicos, tantos catedráticos, etcétera. Pues bien, esto son propiamente las carreras: necesidades sociales. Por eso están ahí siempre llenas de hombres o vacías esperándolos. Por eso la evolución de las carreras no obedece sólo a la necesidad de los individuos sino también a la social y, por eso, a veces, lleva esa solución a estadios en que ambas necesidades entran en conflicto.

Originariamente —ello no tiene duda—, eso que es hoy una carrera —por ejemplo, la filosofía, la milicia— fue vocación genial y creadora de un hombre que sintió la radical necesidad íntima de hacer filosofía o de combatir estratégicamente. Entonces o en cualquier momento que esa condición se repita, el hacer filosófico y el guerrero son su plena realidad, son en absoluto lo que esas palabras pretenden significar —y no modos deficientes o menos reales de lo mismo. Pero entonces no son una «carrera». Ésta no es algo individual, aunque sólo individuos pueden seguirlas, esto es, serlas. La carrera es una realidad social, una necesidad del cuerpo colectivo que exige el ejercicio de ciertas funciones para él inexcusables; más o menos y sólo entendida así no es la carrera un modo deficiente, como lo es cuando se la considera desde el individuo.

¿Es que a ustedes se les hubiera ocurrido hacer Metafísica si la filosofía no fuese una función social que la sociedad, al fin y al cabo, parece necesitar y por ello la fomenta, sea con cátedras, sea por el hecho de la publicación de libros, del respeto colectivo hacia los que los escriben, o de lo que es más atractivo, del denuesto y el odio del vulgo; en suma, del prestigio, que es un atributo dinámico puramente social adscrito a ciertas cosas?

No, habituémonos a tomar las cosas con pulcritud en su desnuda y pura realidad. Declarémoslo, pues, con toda formalidad doctrinal: para aquéllos que han venido aquí a hacer Metafísica por vocación, no ya para los meros «estudiantes», la Metafísica es, por lo pronto, una cosa que hace la sociedad, una función colectiva y, porque colectiva, permanente. En suma, algo que en principio hay que hacer; quiero decir, que alguien tiene que hacerlo porque, a lo que parece, es importante, valioso, estimable. La Metafísica es para nosotros, primero que otra cosa, una institución, una organización social, como la política, la sanidad pública o el servicio de incendios o el verdugo. La sociedad necesita, por lo visto, que un tanto por ciento de sus miembros reciban cierta dosis de opiniones metafísicas, como necesita que sean vacunados.

Fíjense que para Platón no era esto. La filosofía no era una función social. Como no la había aún, la sociedad no sentía su necesidad. Esto es lo curioso de la sociedad: que ella no es nunca original ni creadora. Ni siquiera se producen en ella necesidades originales. Es siempre un individuo quien las siente primero. Por sentirlas, crea la obra que las satisface y, entonces, sólo entonces, la experimenta como necesidad y hace de su cultivo un oficio, profesión o magistratura.

Pero una vez que la filosofía, que en su origen y en su plena realidad es un hacer individualísimo, se desindividualiza, esto es, se objetiva en instituto u organización social, cobra independencia frente a los individuos y adquiere una como vida propia. Aunque digo «una como vida» no crean que se trata de una metáfora. Se trata de una forma peculiar de vida, distinta ciertamente de lo que es la vida cuando ésta es de un individuo; por tanto, una forma secundaria del vivir que, en su hora, habremos de estudiar. El ejemplo más claro de esta independencia y subsistencia que cobra el hacer desindividualizado y objetivado socialmente es el Estado. El Estado fue originariamente el mando que un individuo, por su fuerza, su astucia, su autoridad moral o cualquier otro atributo adscrito a su persona ejercía sobre otros hombres. Esa función de mando se desindividualiza y aparece como necesidad social. La sociedad necesita que alguien mande. Esta necesidad de la sociedad, esto es, ya objetivada en ella, es el Estado, que existe aparte de todo individuo singular, que éste encuentra ya ahí existiendo antes que él y al cual tiene, quiera o no, que someterse.

Lo propio acontece con la filosofía o Metafísica. Primero no hay filosofía sino los individuos que filosofan, esto es, que hacen y crean la filosofía. Así en Grecia fue primero no un sistema de ideas sino el modo de vivir de ciertos hombres, sobre todo los pitagóricos; φιλοσοφικὸς βίος. Pero una vez que hay filosofía, ésta es una realidad social anterior a los filósofos individuales y los estudiantes de Filosofía. Unos y otros la encuentran ya ahí hecha antes de que ellos sientan la necesidad original de ella. Al decir que está ahí «hecha» no digo que esté acabada de hacer, conclusa, que no quede mucho y aun infinitamente mucho que hacer en ella sino que toda una parte de ella, no me importa si mayor o menor, está ya ejecutada, cumplida. Por eso se presenta a nuestros ojos como un hacer u ocupación vital, por tanto, como un tipo de vida de perfil conocido y determinado, en suma, como un carril o βίος. Esta carrera, en concurrencia con las demás, ejerce presión sobre nosotros pretendiendo atraernos. Nos hallamos, pues, ante las carreras en la misma situación que el hombre ante las mujeres. Cada mujer es una permanente incitación para que nos enamoremos de ella. Pero como hay muchas, nuestro sentimiento elige. Hace algunos años escribí un largo estudio, que en forma de libro sólo se ha publicado en Alemania, sobre la elección en amor, asunto muy complicado que no vamos a reiterar ahora. Quedémonos con lo más vulgar de él. Decimos que hemos elegido para enamorarnos la mujer que más nos gusta. La elección de carrera es algo parecido: es una cuestión de gusto, de afición.

Y con esto cerramos el círculo de nuestra cuestión. Recordarán ustedes que era ésta: ¿por qué están ahora aquí aquéllos de entre los estudiantes que no son meros estudiantes, que no son los que igual que aquí podían estar ahora en una clase de teneduría de libros, sino que han venido a hacer Metafísica por una necesidad íntima y referida concretamente a la Metafísica o filosofía? ¿Era esta necesidad la que sintieron Platón, Aristóteles, Leibniz, Kant?

 

 

LECCIÓN IV

 

«No» —fue mi contestación. Pero aclarar en qué consiste la diferencia nos obligó a decir cuanto antecede. Ahora está bien claro ante nosotros. Ese grupo de ustedes ha venido aquí porque ha elegido la carrera de filosofía, hacia la cual sentía vocación. Esta vocación es, por lo pronto y escuetamente, afición. La filosofía es uno de los muchos figurines de vida, de hacer que hay ahí, y es el que más ha gustado a ustedes. La afición es un motivo auténtico, íntimo, espontáneo, que tiene el carácter de un deseo o apetito hacia una cosa —en este sentido es una innegable y sincera necesidad. ¿En qué se diferencia de la que Platón o Descartes sintieron? En estas dos notas esenciales: 1.ª, ustedes, y claro está que yo también a la hora de ustedes, no necesitan propiamente hacer Metafísica sino que necesitan satisfacer el gusto, el apetito que en ustedes ha despertado la Metafísica ya hecha, el tipo de hacer y vivir que ésta es; 2.ª, la necesidad que es la afición no es la sensación dolorosa, angustiosa de que no haya ahí algo que absolutamente nos es menester, sino al revés, es la necesidad deliciosa de complacerse asimilándonos algo que hay ya ahí. La necesidad angustiosa, esto es, la necesidad propiamente tal o menesterosidad lleva a un hacer que es un crear lo que no hay. En cambio, la necesidad deliciosa lleva a un hacer que es un aprehender o captar lo que ya hay. Por eso el hacer Metafísica de ustedes es un aprenderla.

Platón y Descartes, en cuanto tales, no sentían afición a la Metafísica: al contrario, detestaban lo que había ahí ya hecho con ese o parecido nombre. La Metafísica o el vocablo que en su lugar usasen denominaba para ellos algo negativo, un hueco o vacío terrible que en su vida sentían; en suma, algo que no había, algo que faltaba. No era un lindo tipo de vida sino, por el contrario, la sensación de no vivir. Por eso, para ellos vivir tuvo que ser, a la fuerza, hacer filosofía, como el náufrago, a la fuerza, tiene que agitar los brazos, nadar. No es una imaginación mía: Platón pone en boca de Sócrates, también en la Apología, estas palabras: «Una vida sin filosofía no se puede vivir».

De donde resulta que desembocamos en esta extraña definición de la Metafísica: «El hacer metafísico en su modo plenario y más real comienza por ser un sentir la imposibilidad de todo hacer, la falta de sentido de todo vivir, lo invivible que es la vida». ¡Díganme ustedes si esto se parece mucho a la afición a la carrera de filosofía!

Pero ahora, presumo, caerán ustedes en la cuenta de por qué con tanta minucia he analizado los motivos que les han hecho venir aquí y lo que es «seguir una carrera». Ahora ven ustedes que se trataba nada menos que de estudiar los diversos modos de realidad que la Metafísica significa, a fin de que no se confundan y poder aislar el modo primario, ejemplar y auténtico, esto es, poder definir la Metafísica e iniciar con ello su construcción.

Ésta se nos presenta en modos que no son el primario, con lo cual padecemos un error de óptica que era forzoso corregir. Nosotros vemos la Metafísica como algo que está ya ahí y bajo una perspectiva determinada, a saber, la social e histórica, la del individuo que nace en un cierto estado de la evolución social e histórica; eso es también verdad. Pero es una verdad parcial e insuficiente, una verdad que oculta la decisiva. Y la decisiva es ésta: que la Metafísica es, en su primaria autenticidad, aquel hacer u ocupación humana que se inicia cuando caemos en la cuenta de que todos nuestros demás haceres y ocupaciones, todo nuestro vivir es por sí negativo, ilusorio, absurdo y sin sentido; por tanto, que es todo lo contrario de lo que a primera vista nos parece: tan positivo, tan lleno de cosas, tan real, tan él mismo. Por ejemplo —para no dar ahora sino un ejemplo—, nos parece que vivimos positivamente porque dirigimos nuestra vida conforme a ciertas verdades proporcionadas por las ciencias o por la simple experiencia. Pero de pronto caemos en la cuenta de que esas verdades son muy cuestionables y que aunque no lo sean, como pudiera ocurrir con las matemáticas, ignoramos su fundamento y su relación con el resto de las cosas, de modo que flotan sin último asiento en un fondo de vacío, absurdo y falto de sentido y firmeza. Pero si todas nuestras ideas carecen últimamente de fundamento, por tanto, de sentido y realidad, como todo el resto de nuestra vida es lo que es merced a nuestras ideas y en función de ellas, carecerá también de sentido y realidad. No será lo que parece ser, y el presunto vivir será no-vivir, intento fracasado de vivir, invivible vivir.

Pero caer en la cuenta de esto es, ipso facto, caer en la cuenta de que el vivir verdaderamente positivo, el vivible, será aquél que consista en darse o hacerse un fundamento firme, en asegurar su realidad. Mas hacer eso es, tal vez, el auténtico hacer Metafísica, o dicho en otra forma, Metafísica es, en última verdad, lo que hace el hombre cuando lo hace por eso, por esa menesterosidad, y no lo que hace cuando simplemente la «estudia» o la elige como carrera y la aprende o enseña.

Lo cual —repito una vez más— no es desvalorizar ninguno de estos haceres sino tan sólo colocarlos en su rango de modos deficientes o secundarios y hacer notar que no existirían si la Metafísica no fuese, antes y por encima de todo, ese desesperado afán de llenar con sentido y dar realidad a la vida, que es, sin ella, vacío y nulidad de sí misma. De aquí que no se hace Metafísica sino en la medida en que se deshace o da por no hecha la que ya está hecha y se llega así a su raíz avivando en nosotros esa conciencia de menesterosidad radical que es sustancia de nuestra vida.

El error óptico a que antes aludía se desvanece ahora. La Metafísica se nos presenta como un cúmulo de pensamientos y doctrinas que ha ido atesorando la humanidad —algo, pues, que a los ojos parece positivo. Enterarse de esos pensamientos y aprender esas doctrinas, será hacer Metafísica. Pero ahora hemos averiguado que esos pensamientos y doctrinas, a su vez, carecen de sentido y realidad si no se los toma como reacciones de hombres parejos a nosotros ante esa sensación de inanidad, invivibilidad de la vida. Es decir, que aunque haya ahí Metafísica, nosotros tenemos que comportarnos como si no la hubiera y resolvernos a hacerla como el primer hombre que la inició. Todo hombre está obligado si quiere, de verdad, vivir, a comportarse como un primer hombre, a ser el eterno Adán, a avivar en sí los temas y resortes esenciales, permanentes de la vida. Sólo en el camino de intentar esta repristinación y simplificación de la vida se encuentra con que no es ni puede ser un primer hombre, sino que es el hombre número tantos en la cadena larguísima de hombres, de generaciones que se han sucedido. Sólo entonces, después de ese intento, descubre lo que es ser, por fuerza, sucesor, mejor dicho, heredero —a diferencia del animal, que sucede pero no hereda y, por eso, no es un ente histórico.

Hablando, pues, con rigor, hace realmente Metafísica el que se encuentra con la necesidad inexorable de hacerla, de buscar una realidad a su vida por haber caído en la cuenta de que ésta por sí no la tiene —por tanto, de hacerla aunque no estuviese hecha y como si nadie la hubiese hecho antes—, pero, a la vez, se encuentra, quiera o no, con metafísicas ya hechas. Noten ustedes que tan radical o primario es lo uno como lo otro: el caer en la cuenta de que hay que hacerla y el caer en la cuenta de que ya se ha hecho por otros. Ambas —la Metafísica como necesidad nuestra y la Metafísica como obra de otros, como historia— son dos hechos brutos o ineludibles con los cuales, queramos o no, topamos. Lo cual quiere decir que nuestro hacer, nuestra labor, es, desde luego, desde su raíz, colaboración con el pasado de esta ciencia y de ese pasado con nosotros. Sin remedio, hacemos Metafísica desde un lugar determinado de la historia de la filosofía y, en general, de la historia humana.

Con esto decimos ya algo muy importante y que pronto desarrollaremos, a saber: si hacer Metafísica es lo que en esta hora constituye nuestra vida, no podemos vivir utópicamente y ponernos a hacer filosofía eligiendo el lugar del tiempo desde el cual la vamos a hacer. Tenemos que vivir en 1934 y esta fecha significa un nivel determinado en la evolución de la vida humana, por lo pronto, de la vida filosófica, del hacer metafísico. Tenemos que contar con lo que la filosofía ha sido hasta aquí y ensayar si podemos seguir en eso que hasta aquí ha sido. Lo primero que el hombre tiene que hacer es contar con su historia por la sencilla razón de que él es histórico, nace en un punto de la trayectoria general humana, nace de un pretérito y lo lleva en sí, es un pretérito —todo lo que ha pasado hasta 1934.

Este imperativo de evitar la utopía y contar con la historia tiene un primer sentido conservador: se trata, en efecto, de ver si se puede seguir en la filosofía hecha hasta aquí, de si eso que la filosofía ha sido coincide con lo que buscamos. Sin embargo, tiene un segundo sentido que no es tan conservador, puesto que impera contar con el pasado ciertamente, pero con el pasado hasta aquí. Por tanto, es un imperativo de actualismo y equivale a exigir que se viva a la altura del tiempo.

Pero aún tiene un tercer sentido. Éste: contamos con el pasado para ver si lo que él ha hecho coincide con la Metafísica que nosotros sentimos que hay que hacer, por tanto, para ver si la Metafísica tradicional satisface la exigencia o necesidad de la Metafísica futura. Si el resultado de nuestra indagación fuese afirmativo nos quedaríamos en lo pasado o actual. En uno u otro caso, noten ustedes que es la Metafísica futura, la que hay que hacer, la nuestra, quien decide sobre la tradicional y no al revés. Ahora bien, conservador es, en última esencia, quien toma como norma de su futuro lo que hay en el pasado por no confiar sino en lo que una larga permanencia histórica ha abonado. Mas aquí es, en definitiva, nuestro futuro quien se erige en norma última y decisiva sobre nuestro pasado. Véase cómo este imperativo histórico es, pues, a la vez, tradicionalismo, actualismo y futurismo. Ni podría ser otra cosa porque el hombre es en todo momento esas tres: pasado, presente y futuro.

Con esto hemos terminado la definición de la Metafísica como carrera y vocación profesional. Ello nos ha permitido determinar el sentido que la expresión «hacer Metafísica» tiene referido al grupo de ustedes que vienen aquí movidos por afición sincera a este género de estudios. Y habrán notado que para ello hemos necesitado distinguir ese hacer de otro inferior y otro superior, de la Metafísica que hace quien la estudia como podía estudiar otra cosa cualquiera, porque es sólo «estudiante», y de otro superior que era el de los grandes filósofos. Noten ustedes que sólo por la necesidad de aclarar lo que es Metafísica como vocación profesional hemos hablado de este otro hacer que es el de los grandes filósofos. Ahí, entre ustedes, ahora no los hay. No tenía, pues, sentido real que yo hablara de ellos. Se trataba, pues, de una anticipación por lo pronto irreal.

Con todo ello queda concluso el análisis de por qué han venido aquí cuantos han venido a hacer Metafísica en un sentido más estricto.

Ahora vamos a los otros —a los que han venido por otros motivos a hacer Metafísica en un sentido menos estricto.

Fíjense bien en lo que acabo de decir. Ello implica que hay aquí personas las cuales no han venido a hacer Metafísica, en el sentido de que, definiéndose todo hacer por su motivo, el motivo que los ha traído no es la Metafísica como asignatura, ni la Metafísica como vocación profesional.

¿Por qué han venido entonces? ¡Vaya usted a saber!, se dirá, pero con gran error. No; se sabe —por lo menos, con suficiente aproximación—, se sabe sin necesidad de que nos hagan individualmente sus confesiones. ¡Bueno fuera que a estas horas nadie pretenda ser un absoluto arcano para los demás! No: el hombre no es, en principio al menos, un misterio para el hombre. Sólo en el caso de que entre ustedes hubiera un hombre supergenial que fuese él la invención de una forma nueva, inaudita e inédita de humanidad podía ocurrir que no supiésemos por qué ha venido.

Conocemos la vida humana: sabemos que es enormemente rica en modos y formas diferentes. Como la naturaleza física, parece inagotable, infinita, y acaso, como ésta, lo sea en última instancia. Pero la naturaleza física ha sido reducida a un sistema delimitado de formas de movimiento y merced a ello se conoce lo que en ella es posible y lo que es imposible. Apenas hay fenómeno corporal que no obstante su singularidad no quede comprendido en alguna de esas formas de movimiento.

Parejamente, la vastedad e ilimitación de la vida humana no excluye que sepamos cuáles son los tipos de comportamiento a que puede reducirse. Podíamos enunciar y describir todos esos tipos. No niego que sean muchos, y esto nos impide por falta material de tiempo exponerlos ahora, pero afirmo que son limitados y, en principio, agotables. Pues bien, prácticamente no hay probabilidad alguna de que nadie de ustedes escape a alguno de esos modos genéricos de comportamiento humano que nos son notorios. Si, al fin y al cabo, nos entendemos unos a otros en el trato social es porque poseemos de antemano, démonos cuenta o no de ello, una clara idea de las diversas posibilidades o tipos o modos de ser hombre, y al encontrar uno individual, lo alojamos en aquél de esos tipos que nos parece más afín con él. Cómo se produce ese saber y cuáles son los fundamentos de su verdad son cosas que no voy a tratar ahora. Baste decir que la claridad de ideas sobre el repertorio de modos humanos aumenta conforme la vida avanza y es un resultado de lo que suele llamarse «la experiencia de la vida», un tema sobre que otro día tendremos que hablar. De aquí que cuando se ha llegado a la madurez se posea un saber a priori sobre cómo son los hombres que se presentan ante uno, que casi con verlos basta. Automáticamente nuestra mente los consigna a un cierto tipo de humanidad. Por eso, no interesan los datos concretos que sobre tal individuo nos den. ¿De qué nos pueden servir, si tenemos ya, desde luego, la ley de su vida? De aquí que el hombre maduro se interese espontáneamente —fíjense que digo espontáneamente— menos en los otros hombres, en el trato con ellos, y se entregue más a los otros lados de la vida que no son el trato con los prójimos —como amistad, amor, polémica—, sino que son creación abstracta: ciencia, industria, política. Se comprende: el trato con el prójimo aburre ya un poco. Porque el encanto del trato es, en definitiva, lo que puede tener de imprevisible. No sabemos aún bien quién es el otro y esperamos que toda esa porción de él que nos es desconocida haga cosas admirables, las cuales ignoramos y no presumimos. Es decir, que como toda nuestra vida, el lado de ella que es el trato —amistad, amor, polémica— vive de crédito, de esperar lo inesperado. Por eso en la juventud tiene tanta fuerza la vida, porque aún no ha comenzado a agotar el crédito que ha abierto a ésta y espera siempre que, más allá del hoy y de lo que ya ve y tiene, haya tras el horizonte actual paisajes maravillosos, mujeres geniales, hombres admirables, empezando por sí mismo. El joven vive a cuenta de un sí mismo maravilloso que espera ver surgir en él mañana.

Mas el hombre maduro, lo mismo que conoce ya de antemano a los prójimos, se conoce a sí mismo. Sabe cuáles son sus poderes y cuáles sus límites. Espera menos de sí lo inesperado.

Sin embargo, aquí tocamos, a su vez, el límite de ese saber sobre las formas y tipos de la vida. En la ciencia de la naturaleza, con ser un conocimiento tan pleno y logrado, tan ejemplar, no están resueltos todos los problemas. Todo saber, por firme y amplio que sea, termina en una periferia de problemas. Lo mismo acontece al saber de lo humano. Cuanto he dicho sobre lo que en éste hay de positivo, es verdad. Pero yo no he dicho que sea absoluto. No es, en efecto, absolutamente imposible que ahora me esté oyendo un hombre supergenial cuyo módulo de humanidad me sea perfectamente desconocido. Se sabe mucho de la vida, mucho más de lo que se suele creer, por eso he subrayado este lado positivo de ese saber, pero no se sabe todo. El hombre maduro no sabe tampoco absolutamente de lo que él mismo será capaz mañana. Tras su convicción práctica de que será incapaz de esto o de lo otro, alienta la convicción absoluta e irreductible del «¿quién sabe?». Precisamente su saber, su experiencia vital le recuerda que varias veces en el pasado se dio por concluso, creyó poseer un dibujo definitivo de sus capacidades e incapacidades y luego, súbitamente, se encontró con el brote inesperado de una nueva capacidad o de un más alto grado en la que ya se reconocía. Es decir, que si en comparación con el joven el maduro vive menos de crédito, de lo imprevisible como tal, éste no ha desaparecido de su vida. Ya veremos cómo no podría ser —ya que el crédito, lo imprevisible, es un órgano esencial de la vida, una de sus vísceras. Sin embargo, la diferencia entre ambas edades es clara y podría formularse así: la vida juvenil gravita hacia lo imprevisto como tal, la madura hacia lo ya conocido; aquélla, pues, se nutre principalmente de lo que la vida tiene de indelimitado o infinito, ésta, de la conciencia de limitación y de finitud.

Precisados así la extensión y límites del saber que poseemos sobre los tipos o modos de ser hombre, resulta claro que cuando el hombre en su madurez trata con los jóvenes se encuentra con un saber a priori de sus diferentes modos que prácticamente es completo. Porque noten ustedes que el problema queda aquí reducido. No se dice que conozca todos los modos posibles de la vida humana sino sólo los modos posibles de la etapa más sencilla de la vida humana: la juvenil. Y, sin embargo, también aquí hay que no dejar silenciada una reserva, una limitación, si se quiere que quede correctamente dibujada la línea estricta de ese saber. El hombre maduro conoce los diferentes modos de ser joven: en una juventud dada distingue, pues, con suficiente precisión las diferencias que hay entre unos jóvenes y otros. Pero unos y otros pertenecen a una misma juventud, que tiene ciertos caracteres comunes de humanidad. Esto es lo que yo llamo una generación. Ahora bien, precisamente eso que constituye una generación como tal —que es precisamente lo común a todos los individuos de un cierto tiempo— es siempre una forma genérica de vida nueva. Y esto es lo que el hombre maduro corre siempre el riesgo de no saber, de no percibir: ese germen de innovación vital que, sin darse cuenta de ello, aporta irremediablemente toda nueva generación. Sin darse cuenta, repito: hasta el punto de que, con frecuencia, lo que esa generación comienza por decir con la pretensión de que sea su confesión, su característica, es lo contrario de la efectiva innovación que ella es, mejor dicho, que va a ser. La cosa es paradójica, pero inexorable. La juventud no averigua, no sabe la peculiaridad de su destino vital hasta que no deja de ser joven —allá entre los veintiséis y los treinta años—, lo mismo en el hombre que en la mujer. ¡Extraña pero innegable condición! Propiamente, la juventud que es tan parlanchina es, en lo esencial, muda: no tiene voz. Lo que parla no es suyo sino el tópico de la generación anterior. Ésta es quien pone su voz en la laringe del joven: se trata, pues, de una faena de ventriloquia.

La situación, pues, es ésta: la juventud comienza por ser misterio y arcano para sí misma. Pero también lo es para la madurez. Por tanto, bajo inauténticas coincidencias la verdad es que las dos generaciones en cuanto generaciones no se entienden. ¿No significa esto declarar que la historia es una permanente discontinuidad? Sin duda: en ciertas cosas decisivas el bloque de una generación se levanta frente al bloque de la otra como dos acantilados incomunicables. Por eso la historia es, en una de sus caras, polémica y cambio. Bien: ¿pero no es, por otra parte, la historia continuidad? Toda idea o sentimiento humano viene siempre de otra idea o sentimiento nuestro o de otro hombre. No hay posible vacío. Historia non facit saltum.

¿Cómo se compagina lo uno con lo otro?

Hemos hablado de la generación en bloque. Pero ese bloque se compone, por lo pronto, de dos elementos: los hombres profundos, que viven con raíces en el subsuelo de la vida, y los hombres superficiales; la minoría y la masa. La masa de una generación no se entiende con la masa de otra generación. Pero las auténticas minorías de ambas se entienden porque los acantilados están separados desde la superficie mas comunican por el subsuelo, por la raíz, por la vida en profundidad. No puedo ahora aclarar en qué consiste ésta. Enunciemos sólo el hecho patente de que siempre ciertos hombres de la generación anterior han anticipado el modo de ser hombres que va a ser característico de la generación posterior. Y viceversa, ciertos individuos de la nueva generación se presienten, se advierten como preformados en algunos individuos de las antecedentes. Son las efectivas minorías de una y otra. Precisamente el entender a la generación que viene y el ser entendido de ella es el criterio más firme para reconocer quiénes son los que verdaderamente constituyen la minoría de la generación que pronto se va a ir. La juventud actúa como el agua regia sobre los valores de la madurez y aniquila todo lo que no es auténtico oro.

Pero, al reconocer que la nueva generación lleva en sí el germen de un nuevo modo general de ser hombre, venimos a decir, sin darnos cuenta, que el profesor encuentra siempre ante sí —en su auditorio— algo parecido a esa realidad que hace un momento considerábamos como improbable, a saber: que hubiese ahí alguien supergenial capaz de representar una inaudita forma de humanidad. Ahora vemos que eso, lejos de ser improbable, es un hecho, sólo que no en concepto de individuo sino de generación. Toda generación es en algún sentido supergenial, porque es un hombre nuevo o, más exactamente, algo nuevo en el hombre.

Era necesario adelantar todo esto, aunque haya sido en mera insinuación, sin desarrollo ni prueba, para proporcionar algún fundamento a mi afirmación de que es posible saber a priori por qué han venido ustedes aquí, cualesquiera sean estos motivos, que algunos de ellos creerán ilusoriamente secretos e imposibles de sospechar por mí.

Lo que pasa es que este segundo gran grupo, al haber sido definido negativamente, esto es, en cuanto formado por los que no han venido propiamente a hacer Metafísica sino a hacer otras cosas —consecuentemente, por motivos que no son la Metafísica—, tiene un carácter infinito. Ya saben ustedes por la lógica formal que un concepto puramente negativo es infinito en comprensión, no sólo en extensión. ¿Qué es lo no-blanco? Pues es infinitas cosas, a saber, todas las que no son blancas.

En el caso presente la infinitud de motivos posibles queda reducida por el dato positivo de que están ustedes ahí, en una clase de Metafísica, y esto nos permite eliminar todos los motivos que no pueden llevar a una clase, y menos a una clase de Metafísica.

Aun así son muchos los que quedan: el hombre es muy vario y bajo una acción aparentemente idéntica está haciendo en realidad cosas diversísimas, como sobre un mudo teclado se pueden tocar innumerables músicas. No tiene utilidad para nuestro propósito, que es definir la Metafísica, que entremos ahora en serio a definir todos, ni siquiera muchos de esos motivos para-metafísicos, sobre que el análisis de cada uno de ellos nos llevaría muy lejos. Sin embargo, háganse ustedes bien cargo de lo enormemente interesante que sería —a tener tiempo— ese estudio. Porque equivaldría, ni más ni menos, a definir la esencia de cada una de las vidas de ustedes por lo menos en lo que tiene de típica. Como la ocasión de precisar los motivos antes analizados nos hizo tropezar con ciertas formas de vida que hubimos de definir —por ejemplo, qué es ser estudiante, qué es seguir una carrera, etcétera—, cada uno de estos motivos para-metafísicos nos pondría delante de numerosos temas parejos y no menos sugestivos.

Mas, como digo, sólo algunos de esos otros motivos nos interesan directamente para nuestro fin y da la casualidad de que, sin premeditarlo, los tenemos ya definidos en lo dicho hasta aquí. En efecto, hay algunos de ustedes que sinceramente creen no haber venido aquí a hacer Metafísica ni como estudiantes ni como aprendices por vocación de esta disciplina. Tal vez tienen una idea vaguísima de lo que es Metafísica. De suerte que al oír de mí que están ustedes ahí haciendo Metafísica, ellos se han dicho con un sentido afectuoso o despectivo para mí: «Este señor es un poco iluso. Yo sé muy bien que no estoy aquí haciendo Metafísica ni he venido a eso. Yo sé que estoy aquí por razones que este señor no sospecha, que son para él un secreto y que yo guardo en el hermético fondo de mí mismo». Este juicio —repito— puede ser emitido en la intimidad de la persona con signo opuesto: de sincera y generosa conmiseración ante mi error o con un ligero desdén hacia él, fundado en la idea vulgar de que un filósofo que además es un profesor está siempre, como suele decirse, «fuera de la realidad», «fuera de los detalles», ya que —y esto es muy verdad— la realidad es detalle.

Los que tal piensen sí que padecen un error. Yo no estoy aquí, del lado acá de esta mesa: estoy ahí en ustedes, no diré que literalmente en todos ustedes pero sí en la mayor parte y con cada uno en su individualidad. Y el caso es que ustedes mismos lo sienten, como se demuestra con que en este momento están ustedes un poco azorados temiendo que mi pensamiento, alargándose como una mano espectral, penetre en su intimidad y saque de ella un secreto que ustedes creían tener en ella suficientemente oculto. El azoramiento es siempre temor de que nos vean por dentro, por un dentro que quisiéramos mantener oculto y que, por eso, sentimos como esencial «dentro» y no exterioridad, manifestación y ser patente.

Digo, pues, que algunos no creen haber venido a hacer Metafísica ni como asignatura ni como profesión. Han venido porque sentían en su vida una cosa extraña y difícil de expresar, algo que es como sentirla en el aire, sin tierra firme de convicciones donde hincar el pie, sin claridad. En mis escritos o en otros cursos o conferencias públicas han advertido que yo decía ciertas cosas claras, que convencían, que de pronto deshacían el nudo de ideas confusas en que estaba un problema y mostraban en la mano, claros, distintos, cada uno de los hilos. Éstos no tienen noción de si eso es o no filosofía. Si tuvieran que darle un nombre lo llamarían «claridad sobre cosas de la vida».

Pues bien, ésos, precisamente ésos que creen en esa forma no haber venido a hacer filosofía, son de cuantos hay aquí los que más auténtica y directamente están haciéndola. Ésos son los que más se parecen en su actitud a aquellos grandes filósofos cuyo hacer representa la máxima realidad del filosofar. Porque ya hemos visto que filosofía no es, por lo pronto, sino la sensación de que la vida sin un cierto algo que por sí no tiene, sino que hay que buscar, es invivible. Ese algo es la claridad sobre sí misma.

Por tanto, he ahí todo un pequeño grupo de ustedes cuyo hacer no es estudiar ni es seguir una carrera y que, sin embargo, lo habíamos definido por anticipado. Ni que decir tiene que así como algunos de los que son estudiantes lo son además por vocación profesional, es decir, por gusto, también algunos de éstos, además de seguir esta carrera, sienten la filosofía como necesidad. Sin embargo, no es probable, por la sencilla razón de que esa necesidad no se suele sentir espontáneamente sino, claro está, cuando la vida misma empieza a ser sincera y espontáneamente sentida como problema. Y repito, en el mejor caso esto no suele acontecer antes de los veintiséis años. Lo más frecuente es que sean los treinta o treinta y un años el trópico, la conversión de la faz de la vida que presenta súbitamente a ésta con un aspecto de problema.

Ahora voy sólo a enunciar rápidamente y en orden de mayor a menor proximidad con el auténtico hacer metafísico otras clases de motivos:

1.º El que no ha venido porque sienta esa radical inquietud en su vida y ese menester de claridad, sino que, al revés, es vitalmente un voluptuoso, es decir, que está en la vida como en algo de que se puede gozar. Sensible al encanto del pensamiento cuando es agudo, sutil y certero ha venido aquí por fruición intelectual. Es el voluptuoso de la intelectualidad, el epicúreo, en suma. Pero evidentemente esa capacidad de fruir en el ejercicio intelectual es un gusto y, por tanto, un germen de vocación —es una informal vocación.

2.º El que ha venido por un gusto análogo pero no propiamente intelectual sino más bien literario. Le entretiene cierto garbo verbal que, a veces, llevan mis palabras. Pero quieran o no, éste como el anterior hacen filosofía, ya que ésta es inseparable de mi movimiento intelectual y de mi expresión literaria. Ya veremos cómo todos, aun los venidos por los motivos más lejanos, acaban por estar ahí haciendo, más o menos, Metafísica. Es una de las enormes fuerzas de la vida: la de llevarnos a hacer ciertas cosas que directamente rechazaríamos, por los caminos más diversos. La filosofía, como Tebas, tiene cien puertas.

3.º El que viene porque se propone vivir de ser escritor o profesor, hacer oposiciones a ciertas cátedras, etcétera. Y —¡qué diablo!— no quiere en esa lucha por la existencia quedar debajo. Esto le lleva a procurar estar al día en la producción intelectual y él cree —no digo que con razón o sin ella—, cree que yo estoy al día. Éste, precisamente éste que quiere vivir de ser intelectual es el tipo menos simpático de todos y el menos intelectual. Viene aquí a hacer un negocio. Es un tendero de las ideas.

4.º Los que vienen —y éstos son principalmente éstas, quiero decir, muchachas de la facultad— porque afortunadamente, aunque sin sorpresa para mí, ha brotado, en apariencia repentinamente, dentro de esta facultad un entusiasmo colectivo por la filosofía. El análisis de este importantísimo fenómeno quisiera dejarlo intacto para acometerlo a fondo algún día, fuera de este curso, porque es una cosa muy delicada y al mismo tiempo fecundísima, pero de un mecanismo y sentido largos de explicar. Añado sólo que ese entusiasmo colectivo se producirá en toda Europa y en América en los años próximos.

5.º Los que han venido aquí por curiosidad y nada más. Es de todos el motivo más extrínseco, trivial y sin espíritu. Pero no podemos ni siquiera asomarnos al complejo de cuestiones humanas que se esconde bajo el título curiosidad. Baste decir que el que hace algo por mera curiosidad, por ejemplo, venir aquí un día, lo hace a ver qué pasa, a ver qué se dice en esta clase. No tiene, pues, ningún motivo positivo y concreto que le traiga; no viene por creer que sabe de antemano a lo que viene, sino al revés, porque cree que no sabe lo que aquí pasa, por eso siente curiosidad. Ahora bien, esto significa que al venir aquí no sabía lo que iba a hacer, lo que iba a ser, por tanto, en este rato que entregaba al azar un trozo insustituible de su vida. Es evidente que esto no lo hacemos sino en la medida en que no sintamos un quehacer propio e incanjeable. En efecto, el curioso es el que no tiene vida propia y por eso se asoma a la de los prójimos; es ocuparse con lo que no le va, en serio, a ocupar.

Si el grupo anterior es el menos simpático, yo diría que éste es el menos interesante.

Sin embargo, no exageremos: todos tenemos algunos movimientos de curiosidad y todos dedicamos a ella en nuestra vida algunos ratos. ¿Por qué? No puedo ahora entrar en ello. Pero es claro que cierta dosis de curiosidad es normal y no implica que quien la ejercita sea, por fuerza, persona poco sensible, honda y estimable. La prueba de ello es ésta: algunos de los que están ahí vinieron un día por curiosidad pero luego… se quedaron, siguieron viniendo, y esto ya no ha sido por curiosidad. Como quien por descuido se asoma al torrente y cae en él y es arrastrado por él, vinieron sin dar importancia a la cosa, pero el torrente dramático de humanismo profundo que es la filosofía se ha apoderado de ellos y ya… no tienen remedio. Siempre llevarán en sí, fuerte o tenue, obsesionante o suave, la angustiosa, la deliciosa inquietud filosófica.

6.º El otro grupo poco interesante no tiene ya hoy aquí, tal vez, ningún representante. Me refiero a los Vicente: que van adonde va la gente. Es posible que los primeros días hubiese alguno, pero ése, o no volvió y no está ya ahí o, si se quedó, cambió de nombre: ya no es Vicente, ya no viene porque otros vienen sino porque viene él.

Habría que hablar ahora, en efecto, de motivos que son de una clase ajena por completo a lo filosófico, a lo intelectual, a lo interesado, a la curiosidad, etcétera. Son motivos de orden sentimental, positivo y negativo. Hay alguien que viene contra mí o contra algo mío y alguien que viene por mí o por algo mío. Sin duda, descubrir y describir estos motivos sería lo más sugestivo de todo porque con ellos penetramos en estratos de la vida mucho más hondos y extraños y desconocidos que los anteriores. Son del tipo más diverso y sólo, como ejemplo, para que sospechen ustedes la enorme variedad que pueden tener, diré a ustedes esto: si no estuviéramos en España yo estaría seguro de que habría alguien que estaría ahí no más que porque le gusta ver cómo muevo yo las manos. Como estamos en España no estoy seguro de ello. ¿Por qué? ¡Ah! Ésas son cosas muy precisas, nada vagas pero sí muy largas de explicar y descubridoras de secretos sobre España que nadie había antes averiguado y que no estoy dispuesto ahora a revelar. Tendríamos entre otras cosas que hablar muy a fondo sobre la mujer española. Tal vez, en alguna fecha, haga una Teoría de la mujer española. Hoy no es éste ni aquél nuestro tema.

En rigor, los motivos sentimentales no sólo son secretos en el sentido de que el sujeto suele mantenerlos ocultos y no los confiesa, sino que merecen quedar secretos porque su materia misma es vida tan recóndita que el mismo que los siente no se los expresa. Actúan en él, pero allá desde su profundo subsuelo, en la vida silente, inefable de la persona.

Respetémoslos y demos por concluido el estudio de por qué han venido ustedes aquí.

 

 

LECCIÓN V

 

Hemos visto cómo bajo la expresión «hacer filosofía» se escondían realidades distintas —esto es, que filosofía es, por lo pronto, varias cosas diferentes: filosofía como estudio, filosofía como profesión, filosofía como auténtica necesidad del hombre. Al ir definiendo con algún rigor estas diversas realidades nos encontramos con que sin dejar de ser distintas eran en rigor una misma sólo que en modos más o menos deficientes. Después de todo, el pobre muchacho que estudia filosofía porque no tiene remedio, quiero decir, porque para ganarse su vida la sociedad le obliga a tener que estudiar algo, y el gran filósofo que hace una nueva filosofía o que creó la primera cronológicamente porque siente la absoluta necesidad de ello, se ocupan de lo mismo, ejercitan el mismo tipo de actividad intelectual, si bien lo hacen por distintos motivos y por eso su hacer, aun consistiendo en la misma ocupación, es diferente.

Noten ustedes que si nuestro tema hubiese sido la religión, el arte, el derecho, la política, la industria o el comercio, el amor, la amistad, la guerra, la ingeniería nos habríamos encontrado también con que cada una de estas palabras significa un hacer humano que mirado de cerca se descompone en una escala de modos más plenos y más deficientes. No todo el que ama, ama por una auténtica y original necesidad. Al contrario, el verdadero amor, el amor como realidad plenaria es sobremanera insólito, una genialidad de ciertos individuos como lo es la creación filosófica. Lo que de ordinario se llama amor no surge espontáneamente en la persona sino que ésta lo ejercita por puro contagio social. El hombre y la mujer han oído y han leído desde niños que entre las muchas cosas que la gente hace hay ésa que se llama amar: un cierto rito de comportamiento íntimo, a quien los poetas han dado gran fama y que se considera como una de las cosas más bonitas que el ser humano puede hacer. En vista de ello, el hombre y la mujer se ponen a amar exactamente lo mismo que se ponen a estudiar o a trabajar. La diferencia que en este orden hay entre el amor y el estudio o el trabajo no es sustancial, aunque al pronto lo parezca. En efecto, el rito que es el hacer amoroso lleva consigo que la persona se haga la ilusión de que lo hace por propia inspiración, es decir, sincera y originalmente, por íntima necesidad —en suma, porque de verdad se ha enamorado. Estudiar y trabajar, en cambio, son cosas que se pueden hacer sin que, por fuerza, se crea hacerlas en virtud de íntima y espontánea necesidad. Pero esta diferencia, repito, es sólo aparente: lo que pasa es que el amor consiste exclusivamente en ese intimísimo hacer que es la ocupación sentimental. Si yo no me hago la ilusión de que estoy sintiendo amor no puedo ejercitar éste. Por eso, el hacer que es el amor se reduce de ordinario a hacerse la ilusión de que se siente. Lo propio acontece con la religión: si yo no me hago la ilusión de que creo en Dios no puedo ejercitar la actividad religiosa. Lo cual no quiere decir que efectiva y auténticamente crea. Parejamente no hay arte si el que cree hacerla, sea creándola o gozándola, no se hace la ilusión de que percibe los valores y emociones estéticos. Y sin embargo, la mayor parte de los hombres que van al teatro, que oyen un concierto, ven un cuadro o leen una novela —y no hablemos de los que fabrican todas estas cosas— en su vida han percibido de verdad ningún valor estético algo depurado, ni han sentido emociones de belleza apreciablemente artísticas.

En todos estos haceres superlativamente íntimos lo único que hacen la mayor parte de los hombres es hacerse ilusiones. Es más, en su hora veremos cómo es lo más frecuente que la vida misma del hombre sea una pura ilusión de que vive. Lo cual es terrible: porque noten ustedes que la vida de cada cual es inexorable e indubitabilísima realidad, y resulta verdaderamente trágico que el contenido de esa realidad sea él ilusorio —es decir, que en este caso la realidad sea precisamente espejismo e ilusión. Sólo como imagen inexacta que les permita ya ahora entender un poco lo que insinúo, imaginen ustedes que un hombre no sólo dijese muchas mentiras cuando habla con los demás sino que constantemente se mintiese a sí mismo, por tanto, que nada de lo que hiciese, pensase, sintiese lo hiciese, pensase y sintiese de verdad. La vida de ese hombre no es que fuese irreal —entonces no sería trágica su condición. No: su vida, como toda vida, tendría realidad, pero esa realidad consistiría en la mentira de sí misma.

Todo esto pertenece a un capítulo de extraños problemas con que topamos ya en alguna lección anterior, cuando descubrimos que mientras la realidad cósmica no admite grados sino que las cosas o existen del todo o en absoluto no existen, toda realidad vital lo es más o menos, tiene grados de sí misma, es más o menos sí misma, se da en modos más o menos deficientes.

Pero con todo esto yo no me propongo sino inducirles a reparar en que el procedimiento seguido por nosotros con la filosofía sirve para definir todas las demás dimensiones del humano hacer, de la realidad vital, que pertenecen al mismo orden, por tanto, la religión, el derecho, el arte, lo económico, el Estado, la guerra, el amor, etcétera. El procedimiento ha consistido en advertir que todos esos haceres vitales se nos presentan primero como cosas que están ya ahí haciéndolas otros cuando nosotros llegamos a ellas, que son cosas que se hacen, que las hace la gente o, lo que es igual, la sociedad. Ahora bien, fíjense ustedes en que todos son modos de la vida, no de la materia cósmica. Ni las piedras ni los astros ni siquiera los cipreses o los animales filosofan, rezan, negocian, pintan, poetizan, mandan, obedecen, guerrean, aman. Tradicionalmente se llama a todos estos haceres actividades espirituales, Espíritu —palabra funestitísima que a mi juicio hay que desterrar provisionalmente del vocabulario vigente. Más adelante veremos por qué. Para nosotros ese vago y confuso vocablo significa vida en el sentido de vida humana —no zoología—, en el sentido de Βίος y no de ζῶον.

Ahora bien, si todas esas cosas se nos presentan primero como siendo hechas por la sociedad, quiere decirse que ésta es el sujeto que las hace, por tanto, que la sociedad vive y que todos esos haceres pertenecen, por lo pronto, a la vida social, son vida social o colectiva. Y como acabamos de declarar sinónimos «vida» y «espíritu» tendremos aquí un «espíritu social o colectivo» —un espíritu no individual.

Pero vimos luego que no son sólo ni últimamente eso: sino que la filosofía en su modo plenario fue, es y será el hacer de una persona individual, y lo mismo la religión y el arte y el amor y el derecho y el Estado y la guerra. Pero entonces son vida individual, espíritu del individuo.

Mientras se consideró —como acontece en toda la época del idealismo— que lo más característico del individuo espiritual era el darse cuenta de sí mismo, ser sujeto de conciencia, ser subjetividad, era lo consecuente llamar, como hace Hegel, al individuo «espíritu subjetivo». En cambio, la vida o espíritu sociales no son sujetos conscientes —son, pues, espíritu pero sin subjetividad. Hegel lo llamará «espíritu objetivo». El término es grave, paradójico. En rigor fue Schelling quien, exacerbando una idea de Fichte, inventó el asunto, quien se atrevió a pensar que aun siendo lo característico del espíritu —frente a la materia— la subjetividad, el ser para sí, existía, no obstante, espíritu inconsciente, unbewußte Produktion. Esto hizo posible la audaz fantasmagoría del idealismo post-fichtiano —una de las creaciones más geniales pero, a la vez, más desleales, menos pulcras, menos veraces que ha habido en la historia de la filosofía.

Espíritu objetivo es toda realidad que, por un lado, no es corporal, no es naturaleza y, por otro, no es consciente o subjetiva. Ahora bien, todo lo que llamamos «social» tiene esta doble condición, tan extraña. Por ejemplo, «la opinión pública». A fuer de opinión es espíritu y no materia, pero, a fuer de pública, esa opinión no es la de un sujeto consciente. El sujeto aquí es precisamente el «público», la «gente» —por tanto, muchos pero nadie determinado. Se trata, pues, paradójicamente, de una opinión que no es opinión de nadie. El uso consuetudinario —otro ejemplo. El uso es un cierto modo humano de comportarse: por ejemplo, el saludo, el darse la mano. Cada uno de nosotros individualmente lo hace no por sí, sino porque es un uso, esto es, porque se hace. No es, pues, cada uno de nosotros el sujeto del uso —al contrario, nos viene impuesto. ¿Por quién? Y de nuevo tenemos que usar el impersonal: porque se hace. Pero ¡diablo!, ¿quién hace lo que se hace? Nadie: la gente, la sociedad. La gente, la sociedad es el sujeto viviente de lo social, pero ese extraño sujeto impersonal es la negación de todo sujeto determinado.

Otro ejemplo aún más claro: el lenguaje. Yo no invento el lenguaje. Sería contradictorio que alguien inventase un lenguaje. Porque éste es un medio para entenderse entre sí los individuos. Es, pues, anterior a que los individuos se entiendan y le es esencial no ser de nadie, sino, al revés, ser desde luego común. Hablar es emplear yo esa cosa espiritual anónima y mostrenca que es el lenguaje. Tengo, pues, que hallarla ya ahí. Tiene que haber lenguaje antes de que yo hable. Y como esto le acontece a todos los demás hombres tomados individualmente resultará que tiene que haber lenguaje antes de que hable nadie. ¿Dónde está ese lenguaje ya que no está en mí ni en ti, sino antes de mí y antes de ti? El sujeto fantasma, impersonal reaparece: es la gente, la sociedad a quien pertenece el lenguaje quien habla y dice antes de que yo, de que tú hablemos, digamos: el lenguaje es lo que se dice.

He aquí el «espíritu objetivo», he aquí la famosa «vida colectiva o social» que es espíritu, que es vida y, sin embargo, lo es como las cosas materiales y como éstas está ahí, fuera de mí, fuera de ti, y sin tener un yo. Lo mismo le pasa a la piedra: es, pero lo que es no lo es para sí, no tiene subjetividad.

La necesidad de definir el hacer filosófico nos ha llevado, sin premeditarlo, a descubrir el hecho de esa doble realidad y a plantear el problema que ella suscita. Y obligado a ello he procurado determinar ambas cosas —la evidencia del doble hecho y el problema que esta dualidad engendra— con una claridad y con una imposibilidad de escape que nunca, creo yo, se les ha dado.

Hay, pues, vida individual y vida social, espíritu subjetivo y espíritu objetivo, persona y sociedad, individualidad y colectividad. Ahora, conste que en todas estas parejas el segundo término es muy extraño porque es definido mediante una contradicción. Vivir es siempre vivir alguien —sin alguien a quien le pase vivir no hay vida—, pero la vida social es una vida de nadie. Lo mismo: espíritu es conciencia de sí mismo, pero espíritu objetivo es in-consciencia.

Éste es el problema que no permite escapatoria ni vaguedad. Es el problema de qué realidad tiene la sociedad, lo colectivo, el espíritu objetivo. Desde hace cien años, progresivamente, se viene jugando con estas ideas en un juego frívolo, sin seriedad, sin precisión, dándole soluciones místicas, confusas. Pero, al mismo tiempo, las cañas de ese juego se han ido volviendo lanzas. Tal vez, la mayor porción de las angustias que hoy pasa la humanidad provienen de él. Es un problema gravísimo. Y ya saben ustedes que no uso las palabras al buen tuntún ni utópicamente. Si digo a ustedes que es un problema gravísimo entiéndase que literalmente es así y además que es gravísimo para ustedes. La entrada de lleno en la vida que ustedes, jóvenes, van a hacer va a consistir en tropezarse con ese terrible problema; van ustedes a caer en la feroz batalla —batalla inclusive física— que viene en torno a esta cuestión: ¿cuál es la realidad de lo social? ¿Cuál la del individuo?

Yo no puedo ahora mismo atacar la cuestión porque necesito antes proporcionar a ustedes los medios para deshacer el nudo de inconcebibles ligerezas que en torno a ella han cometido los pensadores desde hace ciento cincuenta años, empezando por sus inventores auténticos, los padres del reaccionarismo —de Bonald y de Maistre, un francés y un saboyano: dos archicatólicos—, y siguiendo por el propio Hegel, por Comte, por la escuela histórica con su idea mística del Volksgeist —o «espíritu nacional»—, por Carlos Marx, por Lenin, por Mussolini, por Hitler. Ya es característico y aleccionador para quien no sea un lerdo que necesiten ir juntos y a lo mismo todos esos nombres y que el tropel entero venga de aquellos dos inventores del reaccionarismo teocrático para acabar inspirando a los extremos revolucionarios.

Pero repito que yo no puedo ingresar ahora en el tema. Necesitamos antes averiguar lo que es la realidad para poder luego discutir qué forma y grado de realidad tiene lo colectivo, la sociedad, el Estado, etcétera. Mas tan pronto como estemos en condiciones de embestir la cuestión, aun violentando el mejor orden que recomendarían consideraciones puramente técnicas, yo no demoraré un minuto en desarrollarla porque para ustedes, jóvenes, es de una urgencia extrema, decisiva, [obtener] claridad sobre el asunto. Durante los últimos quince años han hablado sólo Moscú, Berlín y Roma, las tres capitales eternamente torpes en la historia política que forman la vertical del Oriente europeo, la Europa más próxima al Asia. No pocos síntomas anuncian que ahora van a comenzar a hablar Londres, París y Madrid, las tres capitales políticamente claras, que forman la vertical del Occidente europeo, la Europa Atlántica.

Ha llegado el momento para que recojamos la cosecha de lo sembrado en las lecciones anteriores y precisemos lo que es Metafísica o filosofía.

Hemos visto que, en su modo plenario, es aquel hacer del hombre motivado por una necesidad inexcusable de hacer vivible la vida, esto es, de proporcionarle un sentido claro y firme, la seguridad de sí misma. En todo instante tenemos que hacer algo con lo que nos rodea —con las cosas, con las otras personas, con nosotros mismos—, no nos es posible no hacer. Inclusive cuando suspendemos nuestra actividad hacemos, a saber, nos resolvemos a ese hacer suspensivo. La omisión no es menos activa que la acción. Tenemos, pues, en todo instante que hacer algo, pero también en todo instante nos encontramos con una vasta muchedumbre de posibles haceres. En todo instante la vida es encrucijada, trivio de caminos del hacer. Como dice el viejísimo libro indio, «donde quiera que el hombre pone la planta pisa siempre cien senderos». Por tanto, para hacer algo necesitamos antes elegir lo que vamos a hacer. Entre los muchos haceres posibles hay que preferir uno. Esta preferencia sólo puede brotar y formarse si aquellos posibles haceres son por nosotros articulados, ordenados en una jerarquía, en una arquitectura o sistema de nuestra conducta. Ese sistema de rangos nos mostrará qué hacer es el que ahora podemos preferir. Preferir una ocupación o hacer a otro no es, pues, sino justificar aquél ante nuestros propios ojos. Quiera o no el hombre tiene ante sí mismo que justificar su conducta. No es que deba justificarla, sino que irremediablemente tiene que justificarla.

Pero esa jerarquía y ordenación de los haceres u ocupaciones con lo que nos rodea, no puede lograrse si no sabemos a qué atenernos sobre lo que nos rodea —el mundo— y sobre nosotros con respecto a él, o viceversa, si no sabemos a qué atenernos sobre el mundo respecto a nosotros. El sistema o plan de la conducta obliga a formarse un sistema o plan de lo que hay —mundo y yo.

Necesitamos, pues, saber a qué atenernos sobre lo que hay. Tenemos muchas opiniones sobre lo que hay —esto es, ideas sobre las cosas. De estas ideas u opiniones unas están incuestionables ante nosotros. Al pensarlas [nos] adherimos plenamente a ellas, o viceversa, ellas encajan por completo en nuestra convicción. Al estado en que nos sentimos cuando esto pasa llamamos «estar en lo cierto» o certidumbre, y a la idea con que esto nos pasa «verdadera» o una «verdad». En cambio, otras ideas u opiniones sobre las cosas no encajan por completo en nuestra convicción. Oscilamos con respecto a un asunto entre ideas diferentes. A este estado de oscilación llamamos «estar en la duda».

En todo instante nos encontramos ante un enjambre de certidumbres y de dudas. Como el «estar en la duda» es propiamente un no estar, una inquietud, necesitamos salir de ella y llegar en aquel asunto a certidumbre. Esto es obvio. Lo más curioso, en cambio, es que al encontrar ante nosotros las certidumbres o verdades que poseemos también vacilamos. ¿Por qué? Cada una de ellas no nos ofrece duda: es certidumbre. Pero como son muchas entran en conflicto. ¿Cuál es más cierta, más decisiva? Las verdades físicas nos dicen que la realidad es puro movimiento espacial. La psicología y la historia nos dicen que el hombre, otra realidad, por tanto, no es movimiento espacial ni nada que se le parezca. Ambas cosas son ciertas, son verdad. Pero he aquí que me sirven sólo para perder la cabeza, para una nueva incertidumbre. ¿Cuál de ellas es la realidad primaria? ¿Son iguales o es una base de la otra? Y si son iguales, ¿cómo pueden coexistir? ¿Esta coexistencia de la realidad física y la realidad psíquica no postula una realidad superior a ambas, envolvente, y en la cual precisamente coexisten?

Vean ustedes cómo, no tanto las dudas primarias y las ignorancias sino las certidumbres, las verdades que ya tenemos son lo que nos fuerza a buscar una certidumbre de calidad peculiar, a saber, radical.

Certidumbre radical significa estas dos cosas: 1.ª que sea suficiente por sí misma, que no nos plantee como las otras nuevos problemas, que sea autarca o autónoma; 2.ª que en ella se funden todas las demás porque si no, si hay varias certidumbres iguales y no fundadas una en otra jerárquicamente, estaremos en las mismas que antes. La certidumbre radical tiene, pues, que referirse por su contenido a todas las demás, tiene que ser universal, total: pantónoma.

Ahora podemos, pues, comenzar definiendo formalmente la Metaphisica sive Philosophia diciendo que es el esfuerzo hacia una

 

Opuesto: ciencias

1.ª Certidumbre o verdad radical

{

Autonomía

Pantonomía

 

La certidumbre científica, las verdades científicas son certidumbre, son verdad, pero no radical: ni autónoma, ni pantónoma.

La filosofía es, pues, el hacer en nosotros una certidumbre radical. Pero este hacer implica dos cosas: una, que esa certidumbre no está ya previamente hecha en nosotros sino que filosofar es hacerla. Este hacer es, por tanto, un movimiento desde la incertidumbre radical y en la incertidumbre radical hacia la certidumbre también radical, el tránsito del estar en la duda al pleno estar en lo cierto. Ahora bien, la filosofía es ese movimiento no sólo la primera vez que nos esforzamos y logramos conquistar esa certidumbre radical sino que lo es siempre. Porque esta certidumbre, como hemos dicho, es autónoma, es decir, que se funda en sí misma, se hace cierta a sí misma. No es, en consecuencia, una certidumbre estática a que se llega como a una estación y una vez puestos los pies en ella no hay ya nada que hacer. Todo lo contrario. Sólo estamos ciertos filosóficamente en la medida y en tanto que estamos constantemente rehaciendo esa certidumbre, por tanto, intentando criticarla y con ello obligándola a presentar siempre de nuevo su título de certidumbre. En cada instante, pues, tenemos que renovar la incertidumbre para reavivar o nutrir de nuevo la certidumbre. Ésta es no estática sino permanentemente activa; sólo es cierta en cuanto se está ganando ante nosotros la vida, se está imponiendo a nosotros, nos está convenciendo. Este permanente certificarse a sí misma de la verdad filosófica es lo que llamamos evidencia. Es cierta porque y en tanto que es evidente, que la estamos viendo en su incuestionabilidad.

Diremos, pues, que la definición de la filosofía tiene que continuar diciendo:

2.º Esa certidumbre es a crear. Luego parte de una permanente y previa incertidumbre en que se ha caído.

La filosofía supone un estado anterior de radical incertidumbre, pero ésta, a su vez, es siempre la ruina, el escombro de una fe o certidumbre no filosófica —ingenua— en que se estaba sin más y porque sí, que no vivía de hacerse a sí misma, de hacérnosla nosotros en cada instante, estática, regalada, dentro de la cual nos encontrábamos sin saber cómo habíamos entrado. La fe es la certidumbre que no nos hacemos sino aquello en que creemos precisamente porque no nos hemos nosotros fabricado su seguridad sino que la hemos recibido; en suma, la fe es certidumbre heterónoma, proveniente de tradición y autoridad.

Por eso la fe religiosa, coincidente con la certidumbre filosófica en que es pantónoma, es opuesta a la filosofía porque es heterónoma, y no es un constante y esencial reavivamiento de la incertidumbre. Sólo el que duda es filósofo. El que no duda aún no necesita de la filosofía, es el homo religiosus. ¿Hay este hombre en el pleno rigor de los términos? Es cosa muy discutible.

Tenemos, pues:

2.º Certidumbre que se hace el sujeto. Implica incertidumbre previa que, a su vez, es precipitado de una fe perdida (fe = certidumbre estática, que no se hace el sujeto, heterónoma, de autoridad y tradición).

Opuesto: religión

Hemos visto que la certidumbre radical buscada en la filosofía se hace constantemente a sí misma, esto es, que es cierta porque es evidente. Consiste, pues, su ser mismo en certidumbre; la certidumbre está como tal en un porqué o, lo que es igual, en una prueba. Es un error atribuir el carácter de prueba sólo a lo que por sí no es evidente, sino que tiene que fundarse en alguna otra certidumbre la cual sea por sí evidente. Como se ve, en definitiva, lo llamado ordinariamente prueba no es sino la construcción de un acueducto que lleve evidencia de una idea que la tiene hasta otra que no la tiene. Es decir, que a la postre, lo esencial de la prueba es la evidencia. Por eso, conviene desasirse de esta vieja posición que no sabe reconocer precisamente en la certidumbre evidente por sí misma una prueba. Es precisamente el máximum de la prueba, el probarse a sí misma.

Por tanto, la filosofía es certeza probada. Ahora bien, la función de probar y ser probado es lo que en última instancia constituye eso que llamamos inteligencia y razón. Entender es entender el porqué. Razón es dar razón de algo, probarlo. El efecto que la prueba rinde consiste en que la certidumbre se nos impone con el carácter de algo objetivamente necesario, es decir, que no nos sentimos en lo cierto simplemente porque sí, o por la tradición o por una autoridad que ejerce sobre nosotros su místico prestigio, sino que nos sentimos en lo cierto porque nos parece aquello objetivamente necesario. La certidumbre es, sin duda, un estado subjetivo, un estado de convicción, pero cuando se funda en prueba ese estado subjetivo vive precisamente de que se juzga no subjetivo, sino impuesto por una necesidad transubjetiva. Si, pues, adherimos a ella no es porque sí, y como capricho subjetivo, sino porque última e irremediablemente nos tenemos que hacer solidarios de su contenido. En suma, el afirmar algo como certidumbre filosófica implica que nos hacemos plenamente responsables de ello, totalmente solidarizados con ello.

Porque es el caso que hay certidumbres radicales, por tanto, que representan una opinión sobre la realidad universal, que se hacen como la filosófica, que no son regaladas como la fe, la tradición, etcétera, y, sin embargo, se diferencian de la filosófica en que no son evidentes, que no son probadas.

La poesía, la literatura es esto. Una novela, un drama, una poesía expone o supone una interpretación del Universo. Nadie negará que Shakespeare, Cervantes, Goethe, Balzac, Stendhal, Dostoyewsky o cualquiera de los grandes poetas expresan en su obra una opinión muy determinada sobre el universo de la realidad. ¿En qué se diferencia esta certidumbre poética de la filosófica? Sencillamente en que aquélla no vive de prueba, no se siente objetivamente necesaria. Se queda en certidumbre meramente subjetiva: es cierta para el sujeto porque sí y nada más. Éste, claro está, la siente entonces como certidumbre meramente posible, no forzosa, ineludible, en suma, necesaria. No se solidariza últimamente con ella, no la cree en serio y sin remedio. Toda idea poética, por eso, no nos pesa, es remediable, revocable. Es metáfora, es un «como si», ficción. En suma, la poesía, frente a la filosofía, es irresponsabilidad. Y, queramos o no, cualquiera que sea nuestro entusiasmo por la persona de un artista vemos en él un hombre irresponsable —si ustedes quieren, divinamente irresponsable. Es el privilegio y a la vez la limitación del artista.

Con lo cual, cerramos nuestra definición de la filosofía diciendo:

3.º Obtiene la certidumbre mediante prueba. Prueba es inteligencia, concepto, razón. Se siente cierta porque se advierte como objetivamente necesaria. Se afirma con responsabilidad.

Opuesto: poesía y literatura cuasi-certidumbre o certidumbre sólo subjetivamente necesaria. Sin prueba. Mera posibilidad. Irresponsabilidad.

 

 

LECCIÓN VI

 

Acentuaba yo en la lección anterior que el afán característico de la filosofía no es simplemente el salir de la duda y llegar a estar en lo cierto, por tanto, el movimiento del puro no saber al saber. El puro no saber es una situación utópica del hombre que contradice su efectiva constitución. El ente que se hallase en puro no saber sería precisamente un animal, y se encontraría muy a gusto. El animal tiene su modo peculiar de ser feliz, mucho más logrado que el del hombre, hasta el punto de que el animal es normalmente feliz. Basta con que no esté enfermo ni le falte alimento y hembra a la vera. El hombre, en cambio, es constitutivamente y normalmente infeliz —por eso habría que definirlo como el ente que necesita ser feliz. Ya es de sobra curioso que tengamos que definir un ente por lo que no tiene, por lo que no es. A veces, calificamos a un individuo diciendo de él que es manco, por tanto, diciendo qué es lo que le falta. Pues, más en general, tendremos siempre que definir el hombre como el ser esencialmente menesteroso, indigente, en suma, por sus necesidades. De aquí que no pueda tener el carácter de ser propio de las cosas: un ser estático, un ser que es ya lo que es, como la piedra, el astro y el animal. El hombre, por el contrario, es precisamente lo que no es —por ejemplo, feliz—, le constituye esta necesidad de ser feliz y por lo mismo, su ser consiste inexorablemente en tener que esforzarse en lograr lo que no tiene ni es, lo que ha menester ser. De aquí que sea no algo estático, quieto, fijo, sino un movimiento, un ir a ser, un echar de menos algo y movilizarse en su busca, puro y frenético anhelo. En 1916 precisaba yo el privilegio del hombre en el descontento, el divino descontento «que es una especie de amor sin amado y un como dolor que sentimos en miembros que no tenemos».

Pues bien, confinado en el puro no saber el hombre no se sentiría descontento ni echaría nada de menos constitutivamente. Pero acaece que el hombre sabe muchas cosas, tiene siempre no pocas verdades, convicciones. Mas precisamente éstas le descubren la ignorancia y la duda. El que sabe una cosa aprende en ese saber no sólo una verdad sobre esa cosa sino lo que es en general la verdad. Aprende lo que es «estar en lo cierto» y entonces cae en la cuenta de que con respecto a innumerables otras cosas no está en lo cierto, no sabe. Además, advierte que aun esa verdad o verdades que ya posee, por el mero hecho de estar aisladas, inconexas, sin articulación unas con otras, no son plenamente verdades. Estamos seguros de que 2 + 2 = 4, pero no estamos seguros de qué sean los números ni de en qué consista y cuáles sean los límites y el sentido de aquella seguridad sobre la suma de 2 y 2. ¿Es una seguridad puramente empírica oriunda de que hasta la fecha las cosas observadas hayan cumplido esa igualdad o se trata de una seguridad más segura, transempírica, necesaria y a priori? La situación, pues, en que se encuentra el hombre siempre que se decide a filosofar no es el puro no saber, sino lo que podíamos llamar el «estado de la verdad insuficiente». Esta insuficiencia, como hemos visto, tiene tres dimensiones: 1.º es insuficiente porque las que posee sobre algo subrayan la carencia de verdad sobre todo lo demás. 2.º porque las que posee son incompletas y sin última seguridad. 3.º porque las que posee entran en colisión y producen contradicción.

A esto me refiero cuando digo que la filosofía no es sin más ni más el afán de estar en lo cierto, sino que es el afán de llegar a una certidumbre radical, que haga ciertas en última potencia a las demás.

Ya vimos cuáles eran los demás caracteres que filiaban esa certidumbre radical filosófica. La filosofía es el modo de llegar a la certidumbre radical por los propios medios del hombre sin auxilio inmediato de Dios, o, lo que es igual, de hacérsela, de fabricársela a sí mismo. Y esto responsabilizándose íntegramente con ella, haciéndose plenamente solidario de esa certidumbre por ver en ella una necesidad objetiva, esto es, probada. El poeta y el hombre de mundo, es decir, el hombre «experimentado» que «conoce la vida», tienen una idea sobre las cosas que les parece cierta. Pero es muy curiosa, como indiqué el otro día, la íntima actitud que el poeta y el hombre de mundo tienen frente a esa su propia certidumbre. Consiste esa actitud en que están ciertos porque les parece que las cosas son así, no al revés, que les parezca ser así las cosas porque estén ciertos de que son así. A Copérnico como a todo hombre le parecía que el sol se mueve relativamente a la tierra pero, ahí está, se encontró con que se podía probar que el sol no se mueve, y entonces sustituye aquella certidumbre subjetiva del parecer por ésta objetiva del ser. Esta certidumbre que se forma y vive de una prueba, de una razón, es la certidumbre sensu stricto intelectual o racional.

No interesa —conste— qué genero de mecanismos psicológicos intervengan en esa faena que se llama «prueba». No interesa si hay o no en la psique una facultad o actividad que merezca llamarse intelecto, pensamiento o razón. Lo que interesa es que entre las muchas cosas que el hombre hace, una de ellas consiste en «probar». Y probar es el camino, método o manejo por el cual el hombre tiene la impresión de que sale a algo, de que topa con algo que no es ya mero parecer suyo, mero estado subjetivo, mera «idea», mero «hecho de conciencia», sino eso otro plenamente sólido, esa tierra firme en que apoyar su subjetividad, su parecer, su idea, su conciencia, —en suma, el ser o lo real.

Conste, pues, que definimos el pensamiento, la inteligencia, la razón —cualesquiera sean las ulteriores diferencias en el significado de estos términos—, que los definimos no como hechos psicológicos sino como una función o tarea: la función de salir a la realidad. Aquellos nombres son pues, esencialmente, correlatos de realidad, de ser. La fantasía, la opinión, la pura experiencia, esto es, los sentidos, no ponen al hombre delante del nudo ser, de la realidad misma. Por eso la interpretación del mundo que da el artista y que es obra de su fantasía no le da, ni a él mismo, la impresión de que llega al propio y auténtico ser. Se da cuenta de lograr sólo algo que acaso sea, que parece ser pero que no transciende radicalmente la frontera de una construcción subjetiva. Lo propio acontece con la opinión que sobre las cosas, por ejemplo, sobre la vida suya y de los demás, sobre el modo de comportarse el cuerpo social, sus movimientos políticos, etcétera, se forma el hombre experimentado. Tiene sólo una convicción declaradamente «subjetiva» de su opinión. Falta a ésta ese peculiarísimo carácter que tiene lo racional, lo lógico, lo específicamente intelectual y que consiste en que se impone al sujeto, viene de fuera; y es como si lo que no es subjetividad, lo que no es idea y parecer invadiese nuestra mente —es decir, las cosas mismas, la realidad, el ser. De aquí que apenas tengamos mejor palabra para expresar esta extraña impresión que «evidencia». Lo evidente es lo que estamos viendo en sus propios y puros cueros ante nosotros, es sentirnos penetrados por el ser mismo, como al abrir los ojos nos encontramos sin intermediario, sin distancia con los colores, las formas, el espacio.

La certidumbre racional tiene, pues, esta condición de que al lograrla el hombre siente haber escapado a la prisión de su subjetividad, haber salido de sí y hallarse instalado en lo firme.

Sería, sin duda, mucho más cómodo decir, en vez de todo esto, que filosofía es el conocimiento fundamental o integral y que conocimiento significa la adecuación de la inteligencia con la realidad o ser.

Pero esto supone que de antemano sabemos lo que es inteligencia y lo que es realidad o ser. Frente a este cómodo uso de la tradición filosófica yo creo obligado ponerse algunas mayores dificultades y exigencias. Precisamente porque es la filosofía el afán de certidumbre radical no puede comenzar usando de conceptos que da por sabidos y ciertos, como si antes de ella y a su espalda existiese otra ciencia absoluta que se hubiera encargado de garantizarlos. Mas entonces esta ciencia anterior sería la efectiva certidumbre radical y no la filosofía que intentamos hacer, que creemos ineludible hacer para lograr aquélla. No: la filosofía no es heredera de ninguna otra creencia, tiene que fabricarse todos sus conceptos.

De aquí que sea necesario hacer retroceder por debajo y por detrás de sí mismos esos conceptos básicos de realidad o ser, de verdad, razón o inteligencia. A esto —recordarán ustedes— dedicamos la primera parte del curso y ahora conviene que refresquen ustedes releyendo sus apuntes lo entonces dicho.

La realidad, el ser, no es lo que está ahí, independiente de mí, como creemos en un primer ensayo de concebirlo. El ser es inseparable de mí.

Pero el ser no es tampoco, como quería el idealismo, correlato inseparable del sujeto consciente —mas, al fin y al cabo, dado a éste y con éste.

Vimos entonces cómo si suponemos que existe. Si suponemos que existe un sujeto consciente que sólo fuese eso —consciente— no habría ser. No basta con que yo me dé cuenta de algo, tenga de ello conciencia para que ante mí haya un ser. Yo me doy cuenta de la luz que ahora hay y no del ser de la luz.

Para que haya ser es preciso que haya un sujeto, el cual, además de consciente, viva, es decir, se encuentre teniendo que sostenerse en una circunstancia, realizarse en ella, asegurarse en ella, en suma, ser feliz. Este tener que ser feliz se constituye en finalidad radical, para servir a la cual surgen una porción de necesidades o menesteres secundarios, subsecuentes. Una de estas cosas que el hombre ha menester para ser feliz es hacerse una idea firme respecto a las cosas o, lo que es igual, un plan de su relación con ellas, de lo que con ellas y sí mismo puede hacer, lo que puede esperar de ellas.

No consiste, pues, la filosofía en adaptar nuestros pensamientos a un ser que se supone por sí existente y, por lo tanto, no consiste en partir de un concepto dado, presupuesto del ser. Sino al revés: lo que hay primero es el hombre que filosofa —esto es, que busca la seguridad por medio de la razón o prueba. El concepto de Ser tiene, por tanto, que ser adaptado a este hecho radical y referido a él. Entonces nos aparece con un primer aspecto: el de consistir en algo radical que el hombre busca por medios rigorosamente intelectuales. En este sentido queda el ser humanizado y podría parecer que hacíamos de él algo subjetivo, un mero pensamiento del hombre. Pero ahí está: lo que el hombre busca al filosofar es precisamente transcender su mero pensamiento, su subjetividad. Usa del pensamiento, que es el único instrumento con que para el caso cuenta, a fin de salir de lo subjetivamente humano a lo firme, a lo ultramental.

Pero no ha llegado aún la hora de que podamos ver el asunto con plena claridad. Básteme por hoy advertir que al reclamar la necesidad de no partir de un concepto hecho y dado del ser sino averiguar su génesis y hacernos cargo de qué buscamos cuando buscamos la realidad o ser, no hago sino cumplir lo que tácitamente e incumplidamente late como exigencia en toda filosofía del pasado.

Por ejemplo, en Kant. En la «Introducción» a su curso de Lógica publicado por Jäsche distingue Kant la filosofía en sentido escolástico —esto es, técnico— y la filosofía en sentido mundano, «weltbürgerlich» —esto es, cosmopolita o habitante del mundo, esto es, como viviente. En sentido técnico es para él filosofía el sistema de los conocimientos racionales mediante conceptos. En sentido cosmopolita es la ciencia de los últimos fines de la razón humana. Pero no vayan ustedes a creer que para Kant la verdadera filosofía es la filosofía en sentido técnico. Sólo un pedante que ignora lo que es la filosofía podría pensar así. Kant se apresura a hacer constar literalmente que «el filósofo práctico —esto es, cosmopolita—, el que enseña la sapiencia mediante la doctrina y el ejemplo es el filósofo auténtico». Es natural: todo lo técnico, ipso facto, es adjetivo, sin sustantividad. La realidad de la filosofía no es su técnica, sino lo que tiene de humano menester. «El campo de la filosofía en sentido cosmopolita —agrega— puede reducirse a las siguientes cuestiones» —que como verán ustedes son todo menos técnicas, especialistas, antes bien, humildísimas urgencias o menesteres de toda criatura humana:

1.º) ¿Qué puedo saber?

2.º) ¿Qué debo hacer?

3.º) ¿Qué puedo esperar?

4.º) ¿Qué es el hombre?

«La primera cuestión es contestada por la Metafísica, la segunda por la Moral, la tercera por la Religión —se entiende la filosófica—, y la cuarta por la Antropología. Mas, en rigor, todo ello podía ponerse a cuenta de la Antropología, porque las tres primeras cuestiones se refieren a la última».

No puede, señores, estar más claro. Todas las disciplinas filosóficas y, por consiguiente, todos los conceptos filosóficos están referidos al hombre. Ahora bien, realidad, ser son conceptos fundamentales de la filosofía. Deberán, pues, ser referidos desde luego al hombre, ser investigada su génesis y su más primario sentido en función del hombre. Sin duda es Kant quien más se ha acercado al cumplimiento de este compromiso radical de la filosofía que él mismo reconoce. Sin embargo, no es en el asunto suficientemente radical. También él se contenta a la postre con buscar «lo que verdaderamente es» pero no lo que el Ser mismo es, quiero decir, significa. Da, como todos, por supuesto lo que el ser es, y discute sólo de qué algo puede predicarse adecuadamente ese ser, en suma, de qué cosa podemos con verdad decir que es.

Hechas estas advertencias reanudemos nuestro itinerario.

Al filosofar partimos en busca de una certidumbre radical como verdad reguladora de todas las demás, una verdad que permita ordenar, jerarquizar, sistematizar todas las demás verdades.

Al partir, claro está, no sabemos cuál será esa verdad, cuál el contenido de esa certidumbre radical, pero sí sabemos —de otro modo no podría nuestro hacer ser un buscar, un inquirir— cuáles son los caracteres previos que esa verdad, sea el que sea su contenido, habrá de poseer. Son los caracteres de ser últimamente firme, segura por sí —esto es, que se asegure a sí misma— y que anticipe todas las demás verdades, quiero decir, que desde ella como de un área inconmovible y amplísima podamos llegar sin salto a todas las demás. De no poseer este carácter segundo no nos serviría de nada el primero, porque si tuviésemos una verdad firme pero que no permite llegar a todas las demás nos veríamos obligados a buscar de nuevo otra u otras, igualmente primarias, desde las cuales nos fuese posible llegar a las verdades que quedaron fuera del área de la primera y entonces nos encontraríamos con varias verdades primeras, entre sí inconexas, cuya relación mutua es problemática, tal vez contradictorias —esto es, que seguiríamos estrictamente en el «estado de verdad insuficiente» que aspirábamos a superar. Ya dimos a estos dos caracteres los nombres de autonomía y pantonomía.

Vamos, pues, a ello. Busquemos esa certidumbre radical.

Como varias veces hemos tenido ocasión de advertir, cuando el hombre ha menester algo lo primero que hace es buscarlo ahí, averiguar si está ya en su contorno. Lo que ahora se busca es un pensamiento radicalmente cierto, y nuestro primer movimiento será pasar revista al tesoro de pensamientos que la tradición nos pone delante. En este sentido, la filosofía comienza por ser historia de la filosofía.

Sería lo exigido para un desarrollo completo de nuestra trayectoria que intentásemos aceptar alguna de las posiciones del pasado. Este intento consistiría en examinarlas por lo que respecta a su suficiencia autonómica y pantonómica.

Pero ya hemos hecho esto en otras ocasiones, por ejemplo, a comienzos de curso, y el tiempo urge. Conviene, pues, que soslayando un contacto con la historia de la filosofía vayamos derechos a lo que resulta de aquel intento y, sin más, comencemos la exposición de nuestra doctrina.

Buscar la certidumbre radical o verdad suficiente es una y misma cosa con proponerse definir una realidad prototípica, firme, incuestionable, en que sintamos que hacemos firmemente pie. Ahora bien, esa definición no es sino un pensamiento nuestro en que afirmamos de algo determinado que es la realidad radical. Esta afirmación es una posición de nuestro intelecto. Decimos, por ejemplo, la realidad es la materia. Esto es, hemos puesto la materia como realidad. O bien decimos: la realidad es la conciencia, un sujeto que se da cuenta. Aquello de que se da cuenta no es por sí realidad sino que lo es sólo el darse cuenta de ello. Hemos puesto la conciencia como realidad prototípica. O bien, con Hegel, decimos: la realidad es la Idea, esto es, el conjunto de los pensamientos. O bien, con el empirismo sensualista del siglo pasado, diremos: la realidad es lo sensible como tal, el contenido sensorial.

Pensamiento, razón es, pues, poner algo como realidad, como siendo así. Esto es lo que, por lo pronto, significamos al decir de un pensamiento que es verdadero. Si el pensamiento, en vez de ser posición que él hace, por su cuenta y riesgo, fuese recepción, sería siempre verdadero. Mas al ser operación activa y en este sentido espontánea, al ser en efecto un poner él algo como realidad, corre siempre el riesgo de error, esto es, que lo que él pone como real, resulte no ser real o no serlo en el orden de realidad que él le atribuye. Esto nos descubre la dificultad del pensamiento. El acto de voluntad es también una posición, una operación activa, espontánea. Querer algo es ponerlo como querido. El que ese querer resulte bueno o resulte malo no afecta para nada a la plenitud del querer mismo, o dicho de otro modo, no es por ello más ni menos querer. Pero el pensamiento tiene una condición más extraña: pone él algo por su cuenta —por ejemplo que 2 + 2 = 4—, pero no lo pone simplemente como mera posición suya, según haría el querer, sino al revés, lo pone como lo no puesto por él, lo pone como lo puesto por sí, como lo impuesto a él. Esto es lo que yo llamo el altruismo constitucional del pensamiento. El querer se afirma simplemente a sí mismo, diríamos, es posición de sí mismo con respecto a una cosa, lo querido. Mas el pensar es siempre negación de sí mismo y afirmación de lo que no es mero pensamiento sino realidad —es, pues, posición de lo otro, posición de la no posición.

Podíamos seguir enunciando todos los puntos de partida, todas las posiciones primeras que ha adoptado la filosofía a lo largo de su historia. Mas cuando tuviéramos delante situadas todas esas posiciones en serie cronológica deberíamos preguntarnos: ¿qué motivos llevaron a adoptarlas? ¿Por qué cada época de la filosofía no se contenta con la posición de las anteriores? ¿Qué es lo que hace que sean distintas?

Y claro es que la respuesta genérica a esa pregunta no ofrece dificultad. Si cada época de la filosofía afirma como realidad radical algo distinto será porque ve de otra manera las condiciones o caracteres previos que ha de tener esa verdad primera. Porque —sea dicho entre paréntesis— es una inocencia creer que la filosofía puede prescindir de partir de un punto determinado y arrancar de una verdad primera. Hegel pretendía esto con notoria falsedad. Y con menos derecho a ello que nadie. Porque en Hegel la filosofía nace ya con el problema resuelto —quiero decir que para Hegel filosofar es haber ya de antemano caído en la cuenta de que hay una realidad radical y que esa realidad radical es perfectamente cognoscible, tanto, que esa realidad radical consiste precisamente en la filosofía misma. Como es notorio, para Hegel hay una realidad absoluta que es lo llamado por él razón o espíritu. La razón o espíritu consiste en conocerse a sí mismo, en saberse —por tanto, la realidad misma no es sino filosofía, logos. Por eso su Metafísica se llama lógica. La razón o espíritu es el «saber real», esto es, el cosmos de los conceptos —κόσμος νοητός—, el sistema de los pensamientos dialécticamente conexos. Y claro está que una vez poseyendo esa convicción puede con toda facilidad decirse: la filosofía no tiene comienzo especial, puede comenzar por cualquier parte. En efecto, si la realidad es un sistema orgánico de pensamientos, de conceptos, al pensar uno cualquiera de éstos él me llevará al que con él está dialécticamente unido —como al pensar «derecha» o «arriba» yuxtapensamos «izquierda» y «abajo». Este nuevo concepto nos llevará a otro y así hasta recorrer el cuerpo íntegro del universo intelectual. La filosofía, según esto, como una esfera, no empieza ni acaba en ningún punto sino que todo punto puede ser comienzo o término. Pero no olvidemos que se había comenzado por afirmar que la realidad es la esfera —ésta es, pues, la verdad primera.

No nos detengamos ahora en analizar el hegelianismo —cosa que nos llevaría, para hacerlo en serio mucho tiempo y sólo tiene sentido hacerlo en serio. Sólo quiero, completamente de pasada, hacer notar a ustedes lo extraño de esta filosofía que cuando comienza, esto es, cuando parte a la dramática aventura de intentar resolver el problema formidable en que el hombre está sumergido, lo primero que hace es negar que haya problema ninguno, pues siendo para él desde luego la realidad la razón misma, el conocimiento absoluto, la identidad entre ser y conocer, elimina del primer manotazo toda posibilidad de problema, y antes de echar a andar ha llegado ya a la posada. Algún día intentaré precisar a ustedes en qué consiste propiamente la «conciencia de problema» y cómo es esencial a ella la presunción de que el problema sea insoluble. Un problema que al plantearse está ya en principio resuelto, claro está que es sólo ficticiamente un problema. Ahora bien, sin auténtica conciencia de problema no hay en rigor ese hacer que merece el nombre de conocimiento, el cual consiste en un esfuerzo radical, es decir, de resultado imprevisible, cuyo buen éxito no es garantizado por nada ni por nadie. La filosofía de Hegel y en general de los post-kantianos no es en este sentido conocimiento. Es un fenómeno extrañísimo en la historia del pensamiento humano, una especie de delirio en que el hombre cree saberlo ya todo desde antes de ponerse a luchar por averiguar lo que las cosas son. Hegel habla, sin embargo, una y otra vez, del «esfuerzo del concepto», «die Anstrengung des Begriffs». Pero esto, aparte de que tiene un sentido polémico muy concreto contra Schelling, no tiene nada que ver con el conocimiento como esfuerzo. El «esfuerzo del concepto» en Hegel no es el combate con el problema, sino simplemente la dificultad de realizar efectivamente y en su detalle la construcción intelectual que una inspiración intuitiva ha proyectado. Se parece, pues, más al esfuerzo del artista para ejecutar la obra que, sin esfuerzo, merced a pura recepción inspirativa se le ocurrió en un feliz instante.

De aquí, dos rasgos anejos siempre al hegelianismo y que éste transmite a cuanto de él procede: 1.º una cómica petulancia, un aire de estar en el secreto, que es natural en quien cree saberlo ya todo, y que hemos visto reflorecer en el marxismo, según nadie ignora, oriundo de Hegel, o en el actual universalismo y totalitarismo político, también de estirpe hegeliana; 2.º (y esto es más grave y me importa más seriamente que esa petulancia, al fin y al cabo, cómica). El hegelianismo y sus rebrotes no llevan nunca a nada, es decir, no dirigen la mente ni la aguzan para problemas abiertos en que se pueda trabajar. Por eso su fracaso, como aconteció hacia 1840, es radical y acabó de raíz con la filosofía, como ahora acabará con la clase obrera y con el Estado. Es el signo de toda actitud intelectual sin el dramatismo de lo problemático, en suma, de un conocimiento que es saber ya de antemano todo, en vez de ser ἐξέταις, investigación.

Óiganme este consejo, jóvenes: si quieren ustedes no arrastrar una vida aparentemente llena pero efectivamente vacía y triste, no la vacíen ustedes de auténticos problemas, es decir, de la conciencia de que hay cosas que acaso no se pueden saber. Colóquense ustedes en la actitud viril de investigadores. Importa mucho, después de ciento cincuenta años de casi universal petulancia en los intelectuales y, por tanto, de todos los hombres en la dimensión de su intelectualidad, renovar en Occidente el sentido dramático del conocimiento que es su verdadero sentido. El conocimiento es drama cuando nada dentro de él es ficción, quiero decir, cuando todos los ingredientes que funcionan en la faena del conocimiento se toman en su plena efectividad; por tanto, cuando, de un lado, los problemas son en efecto y radicalmente problemas, esto es, posiblemente insolubles, y cuando, de otro, el esfuerzo sobre ellos para resolverlos cree, en efecto, que no es imposible resolverlos. Éste es el sentido natural, limpio, sencillo y evidente del hacer humano que llamamos conocimiento. Evitemos, pues, la pueril satisfacción de creernos victoriosos por anticipado, como el idealismo post-kantiano, Hegel, sobre todo; y la no menos pueril satisfacción de renunciar a saber, lo que se llama saber, descubrir la verdad del universo, llegar a instalarnos en la verdad —como hoy hacen con mística voluptuosidad también en Alemania. Seamos las gentes de este lado de Europa, como en el fondo hemos sido siempre: que ni exultamos ni renunciamos; ni creemos ya saberlo todo, ni negamos cómodamente la posibilidad y, por tanto, la obligación de saber. Como decía Pericles de los atenienses en su gran discurso que Tucídides nos transmite: φιλοσοῦμεν ἄνευ μαλακίας —filosofemos sin molicie.

Toda filosofía, pues, busca una primera verdad en que pone aquello que a ella le parece la realidad radical, el algo últimamente firme donde hacer pie. Si unas discrepan de otras es, decíamos, porque entendían de modo un poco diverso cuáles sean las condiciones o caracteres previos que para ser realidad radical había de poseer ese algo. Y mi pregunta es ahora ésta: si vemos ante nosotros en serie cronológica todas esas primeras posiciones adoptadas a lo largo de la historia de la filosofía, ¿puede descubrirse en la serie algún módulo, alguna ley evolutiva de cómo se han ido entendiendo esas condiciones? Yo creo que, en efecto, puede observarse una continuidad de proceso que nos importa mucho conocer.

 

 

LECCIÓN VII

 

La filosofía es y ha sido siempre una decisión que el hombre toma movido por la desconfianza. Nace siempre de la ceniza de una confianza, fiducia, fe. La creencia era algo en que se estaba sin más. Cuando las creencias en que se estaba dan motivo a que se pierda la confianza en ellas el hombre tiene que dejar de «estar» y ponerse en camino, emigrar en busca de otra creencia más firme. Pero esta creencia que se persigue es, por definición, una creencia que hay que conquistar, hacer, fabricar, llegar a ella, por tanto, algo esencialmente distinto de toda creencia en que simplemente se está.

De aquí que la certidumbre a que aspira el filósofo tenga siempre un carácter polémico contra alguna certidumbre en que se estaba y que se ha venido abajo. Dicho de otro modo: la certidumbre superior que busca el filósofo tendrá que poseer ciertos caracteres que previamente le aseguren las calidades que faltaban a la creencia fallida. Cuando el hombre cree ver claro cuáles son esos caracteres previos que prometen una más firme verdad se siente en camino seguro hacia ésta —es decir, en posesión de un método o encaminamiento. En este sentido, la filosofía es constitutivamente método, vía prefijada y segura. No es echarse a andar por el mundo sin dirección, sin orientación, «auf’s Geratewohl», como decía Kant, al buen tuntún, diremos nosotros, para ver si por casualidad se topa con esa certidumbre radical, sino que es saber adónde se va, itinerario preestablecido, captura conforme a plan, cacería. Todas éstas son —como ustedes saben— imágenes que aparecen una vez y otra en el vocabulario de la gran faena filosófica: θηρευτής, decía Platón. Venator, dirá Santo Tomás. «Ponerse en el camino», dirá Parménides. Método, dirá Descartes. Sicherer Gang —andar seguro—, dirá Kant.

Podemos precisar más: la creencia o confianza en que se estaba no era metódica, esto es, no se había llegado a ella por un camino conocido y prefijado, que ofreciese garantías, sino que nos habíamos encontrado en ella sin saber cómo, habíamos caído en ella como en una trampa. La creencia metódica, en cambio, es aquélla a la cual llegamos porque sabemos muy bien cómo se llega a ella —por qué camino—, o lo que es igual, porque sabemos qué tenemos que hacer para llegar con toda seguridad a ella. Esto —saber lo que hay que hacer para obtener un cierto resultado— es lo que significa el método, lo mismo en filosofía que en el más archiconcreto trabajo de un laboratorio. El método de del Río Ortega es saber lo que hay que hacer para conseguir un cierto teñido de los cortes microscópicos: por ejemplo, para teñir núcleos conectivos, se fija el cuerpo en formol al 10%, se hacen los cortes en congelación, se someten al carbonato de plata, se lavan, se reducen de nuevo en formol, se vuelven a lavar, se viran en cloruro de sodio, etcétera, etcétera.

Parejamente, la gran innovación de Parménides consistió en la siguiente receta: evítese toda creencia en opiniones cuyo fundamento y origen sean los sentidos. Éstos no nos llevan a la realidad. De ellos sólo pueden nacer posiciones subjetivas del hombre. Todas las creencias que hasta la fecha ha abrigado el hombre —viene a decir Parménides— resultaban de una mezcla impura entre conceptos y percepciones. Es preciso resolverse a romper esta mezcolanza que sólo lleva a creencias en sí mismas contradictorias. Para salir a lo real, al ser, hay que hacer otra cosa que ver, oír y tocar. Hay que ponerse a pensar, a puro pensar. Esto es lo que hay que hacer para llegar a lo cierto, y ese hacer que es el puro pensar, puede precisarse más: consiste en mantener la identidad del concepto y evitar su contradicción. Son los conceptos mismos y sus puras relaciones lo que hay que atender con exclusivismo radical. Tenemos que adherir a lo que ellos nos lleven e impongan, por paradójico que nos parezca, es decir, opuesto a las creencias tradicionales, fundadas en los sentidos. Frente a la percepción que es afección humana, el concepto es el ser mismo. Y como el atenerse a los conceptos como tales y perseguir sus relaciones es lo que llamamos razón —razón pura—, el método será razonar y la filosofía racionalismo.

Puede considerarse a Parménides como el comienzo rigoroso de la filosofía en cuanto tal. Pues bien, ya ven ustedes que esa filosofía consiste en recurrir de opiniones en que el hombre ha puesto como real lo que proviene de su actuación subjetiva, a saber, las percepciones y la interpretación intelectual de ellas partiendo de suponer que ellas son lo real, a una actitud, la del puro pensar, en que el hombre parece no hacer otra cosa que obedecer a puras exigencias de los conceptos. Parménides ve en éstos el ser mismo, porque ve en ellos lo que no es posición, esto es, combinación interpretativa del hombre, sino algo que viene a éste, que le es impuesto; por tanto, frente a la posición activa y, por ello, fantástica del hombre, lo dado a él, lo puesto por sí, en suma, lo positivo. Por eso repite tantas veces que el pensar es el ser —τὸ γὰρ αὐτὸ νοεῖν ἐστιν τε καὶ εἶναι—, expresión que todavía mis maestros —Cohen y Natorp— interpretaban, ingenua y arbitrariamente a la vez, como el toque de clarín del idealismo en la alborada misma de la filosofía. No advirtiendo que por esa identidad entre el ser y el pensar Parménides entiende que en el pensar el hombre encuentra el ser, y que el ser es lo que encuentra el hombre al pensar puramente, pero en modo alguno quiere decir que el ser encontrado consista en pensamiento, sino todo lo contrario, que, al pensar, lo subjetivo desaparece y el hombre se encuentra ante el ser mismo, ante lo «positivo» o real.

Al pronto sorprenderá esta observación mía según la cual lo que llevó a Parménides a fundar el racionalismo fue precisamente una exigencia de positivismo, ya que el positivismo contemporáneo lleva exactamente a lo contrario, a afirmar que lo puesto por sí, lo dado o positivo, lo que no es ya interpretación arbitraria y añadido de la fantasía humana, es la sensación. Y, sin embargo, me parece indudable que la exigencia de recurrir de la mera opinión fantaseadora, y por ello subjetiva, a algo dado y por tanto no construido por el hombre es idéntica en uno y en otro.

Ésta es, a mi juicio, la continuidad de proceso que se manifiesta en la serie cronológicamente ordenada de las posiciones primeras o verdades iniciales que ha ido adoptando en su historia la filosofía.

Lo que tiene de continuidad el proceso es la perpetuidad en esa exigencia que lleva a recurrir de lo puesto o inventado por la mente a lo dado y puesto por sí. Lo que tiene de proceso y aun de progreso es la depuración creciente con que esa exigencia se cumple. He aquí otro punto de vista desde el cual habrá que estudiar la historia de la filosofía: ¿qué posiciones juzgaba en cada caso como invención subjetiva del hombre y cuáles, en cambio, consideraba como expresión pura de lo dado o puesto por sí?

El rasgo más patente en la evolución de la filosofía es, sin duda, que cada vez se va desconfiando de más creencias porque se las va reconociendo como posiciones subjetivas, como fantasías, y consecuentemente cada vez se exige más rigoroso carácter de ser dado y puesto por sí a lo que se considere como realidad radical. La verdad inicial o primera es, pues, cada día más «positiva» y, por lo mismo, más difícil, más cautelosa, forjada a más golpes de desconfianza. La cosa tiene importancia enorme y transciende los límites de la historia de la filosofía e invade la historia general del hombre. Porque ello revela un progreso continuo en el descreimiento, en la desconfianza —lo cual, bien entendido, no implica pesimismo alguno—, quiero decir, que no porque el hombre sienta cada vez menos confianza ingenua o primaria y ametódica está dicho que se sienta menos seguro y menos poderoso. La seguridad y el poderío pueden venir de otras fuentes que no sean la ingenua o espontánea confianza. Sin entrar ahora en la cuestión, baste recordar que el hombre cuando creía más fácilmente en más cosas —a saber, en las épocas primitivas— vivía sumergido en un casi permanente terror, pavor, y en cambio en los últimos siglos de constitutiva crítica se ha sentido más seguro que nunca, probablemente demasiado seguro. La cuestión, por tanto, es complicada y queda abierta de par en par esperando adecuado acometimiento.

Volviendo a lo nuestro de ahora, diré, que el progreso en este punto inicial de la filosofía ha consistido propiamente en irse dando cuenta cada vez más clara de que la vía, el método filosófico, consiste en esa exigencia de buscar, por lo pronto, lo dado como tal, lo puesto por sí. Siempre ha procedido el filósofo inspirado por ella pero sólo poco a poco se ha ido dando cuenta clara de que hacía eso, y de que filosofía es, por lo pronto, eso: buscar la certidumbre radical procurando tocar el contacto más puro e inmediato posible con lo que no es mera posición mental; o, dicho en otra forma, que la primera posición del pensamiento filosófico tiene que consistir en quitar todo lo puesto por el pensamiento constructivo, fantástico, y limitarse a poner lo que él no pone sino que le llega impuesto o puesto por sí. Sólo de este modo el pensamiento se instala más allá de sí mismo en cuanto actividad subjetiva, a saber, en ese más allá de la mera opinión, del mero pensar, que es el ser o realidad.

Conviene, pues, irse acostumbrando desde luego a la estupenda situación del hombre que es la filosofía —y que consiste en que siendo ella el esfuerzo de reconstruir con el pensamiento la confianza rota y hecha ceniza es, al mismo tiempo, la máxima desconfianza hacia ese mismo pensamiento. ¿No es eso estupendo? ¿No es lo estupendo del filósofo ser el hombre que desconfía radicalmente de sí y cimenta en esa desconfianza su propia seguridad, la fe en sí mismo? Este hombre, el filósofo, tiene fe en la falta de fe. ¿No es esto la aventura máxima? Es el hombre que quema las naves a su espalda y acepta el absoluto peligro y ve en todo esto que tiene aspecto negativo precisamente la condición de la verdadera afirmación de poder llegar a lo firme y salvarse —en suma, de instalarse en la verdad. Podrá haber otros heroísmos más espectaculares y más comprensibles a las masas, por ejemplo, el heroísmo guerrero que lleva a perder la vida. La gente cobarde —es decir, las masas— da una importancia enorme a eso de perder la vida, que es, al fin y al cabo, lo que todos los hombres, aun los menos heroicos, acaban por hacer y hacerlo formidablemente bien. Nadie se ha quedado todavía muerto a medias o a tres cuartos. No es un azar que la filosofía desde siempre —recuérdese el Fedón— se ha dedicado a desacreditar la muerte haciendo notar la esencial perogrullada de que lo menos que el hombre puede hacer es morirse. En resolución no quiere decir cosa muy distinta Spinoza cuando hace consistir a la filosofía en una Meditatio mortis. Lo más difícil, en cambio, y por tanto lo más auténticamente heroico, es resolverse a vivir en la verdad, así, enérgicamente, radicalmente. Pues bien, ese heroísmo exclusivo del hombre es la filosofía, cuando ésta lo es en efecto y no su caricatura: la pedantería del intelectual. Ya que no como prueba de que ese heroísmo es el superior y el más difícil, valga como síntoma vehementísimo de ello el que todos conocemos muchos más hombres capaces de perder la vida que capaces de vivirla en la verdad, minuto tras minuto, año tras año. (Se hace un poco ineludible decir esto —aunque sea un paréntesis en nuestra lección— porque se está llenando el mundo de «nuevos ricos» del heroísmo barato y mecánico, que se puede inyectar en las masas envileciéndolas a poca costa, con aguardiente o con mitos colectivistas, sea de clase, de raza o de nación. Y no se olvide que esto lo dice quien acorde con todo su pasado y habiendo sido cronológicamente el primero que ha hablado en Europa de totalización —así, literalmente, véase España invertebrada, 1920—, ve acercarse la hora en que intentará suscitar en España un gran nacionalismo; pero de otro tipo y rango, cara al porvenir y no como los que ahora parecen triunfar, que son liquidación del pasado revolucionario, frívolo y petulante de Europa, por tanto, pertenecientes a él).

Pero de lo dicho retengamos ahora sólo lo que importa a nuestra marcha: que la evolución filosófica manifiesta un progreso continuo en la percatación de que la posición o pensamiento primero de la filosofía tiene que consistir en poner lo que no es posición nuestra, subjetiva, sino lo que esté ya previamente puesto por sí y que por eso es la realidad radical, lo que hay, lo que se halla, lo dado. O dicho de otro modo: el pensamiento al desconfiar de sí mismo siente el imperativo, la necesidad de pensar precisamente algo que no sea sólo pensamiento; que no exista porque el pensamiento lo piensa, es decir, lo imagina y lo pone, sino que preexista al pensamiento, que le preceda.

Una vez visto esto topamos enseguida con una cuestión muy curiosa. Si lo primero que hace la filosofía es buscar esa realidad radical que no sea ya pensamiento, como ese buscar es pensar, razonar, la postulada realidad radical aparecerá al término de esta faena intelectual y como resultado de ella. Pongamos un ejemplo: el extremo positivismo resuelto a desconfiar del pensamiento busca, entre todo lo que parece ser, algo que quede como residuo cuando se elimina todo lo que sea idea, esto es, reacción ya de nuestra actividad interpretativa, constructiva y fantaseadora. Halla ese residuo en la pura sensación, en el color visto como puro color, en el sonido oído tal y sólo como es oído. Eso es para él lo dado. Noten ustedes toda la labor de disección y desplume que para llegar a lo puramente sensible tiene que hacer. El color lo vemos como situado en un lugar, extendiéndose más o menos, perteneciendo a una forma visible que es, a la vez, presencia de un objeto. El color anaranjado lo solemos ver en un árbol e integrando la semiesfera visible de un cuerpo que llamamos naranja, al cual atribuimos completa esfericidad, materialidad, peso, resistencia, en fin, existencia más o menos duradera independiente de nuestra visión. Empecemos a quitar lo que parece puesto por nuestro intelecto, aun entendido éste en su sentido más lato, comprendiendo todo lo que sea combinación que el sujeto hace o en el sujeto, sin su voluntad, se produce de lo primitivo y estrictamente dado. Quitaremos a la naranja su carácter de existir aparte de nuestra visión, le quitaremos el peso y la resistencia que sólo por combinación atribuimos a la misma realidad en cuanto visible. Nos queda la forma coloreada y como visible en un lugar, a una cierta distancia. Le quitaremos la semiesfera que no vemos ahora, y que es, a lo que parece, supuesta fantásticamente por nosotros. Hasta aquí la faena de despojo va fácilmente. Pero ahora comenzamos a vacilar: la distancia a que está de nosotros, su lugar respecto a lo que la rodea y sobre todo la forma y extensión o espaciosidad del anaranjado que vemos, ¿son meras y puras visiones como lo es la del solo color anaranjado? Dicho más prietamente aún: el color naranja es visto por nosotros, pero ¿es que la forma y la extensión no es vista sino puesta por nosotros como la mitad de la naranja que no vemos? No es tan patente la forma y la extensión como el color mismo; es más, no podemos ver un color sin forma ni extensión. Lo único que podemos mediante un acto de abstracción, por tanto, mediante una operación típicamente intelectual, subjetiva, es referirnos sólo al color naranja prescindiendo de su forma y color. ¿Con qué derecho, pues, el positivismo cree tener en lo sensible el puro dato, lo que precede al pensar, la realidad químicamente pura?

Cuando el químico desintegra un compuesto en los simples, en sus últimos elementos, necesita también ejecutar sobre aquél múltiples operaciones eliminatorias, pero el caso es que al cabo de ellas los simples quedan ahí aislados, cada uno aparte del otro. Su estado de aislamiento, una vez logrado, es independiente de las operaciones mediante las cuales fue conseguido. Pero en el caso del positivismo acaece lo contrario: la pura sensación no existe por sí al cabo de la faena analítica que hace el filósofo positivista, como no existía antes de él. Lo sensible puro sólo es tal mientras lo piensa como tal mediante una abstracción el intelecto —es, pues, obra de éste, posición activa y subjetiva de éste. La sensación no es lo positivo, la realidad primaria, puesto que depende del pensamiento del positivista.

Esto nos enseña algo que es, a mi juicio, de una importancia decisiva: que la realidad, lo que precede a la posición intelectual, no puede consistir en algo que sólo aparece como resultado del proceso intelectual filosófico al cabo del cual creemos hallarlo, sino en lo que esté ya ahí puesto por sí mismo cuando el intelecto parte a buscar «lo puesto por sí».

Por consiguiente, el comienzo de la filosofía, el buscar la realidad radical que es, claro está, un pensar, no puede consistir en buscar por delante de sí algo nuevo, sino al revés: un mirar atrás y ver qué es lo que había ahí ya puesto en el momento de ir a hacer la primera posición.

O dicho en forma que aclara todas estas difíciles consideraciones: que en el momento en que el filósofo se pone a buscar lo que verdaderamente hay, la realidad primaria, lo que verdaderamente hay es justamente eso: un hombre que va a buscar lo que verdaderamente hay o la realidad.

La realidad radical —con cuyo reconocimiento, descubrimiento o posición tiene que empezar la filosofía— consiste, pues, en todo lo que había ahí antes de empezar la filosofía. Es decir, todo lo del universo menos la filosofía, por tanto, el hombre que va a filosofar y cuanto a ese hombre le pasa tal y como le pasa —todo lo cual solemos llamar «vida», «nuestra vida»—, y ésa es la única cosa, el único y tremendo «algo» que no es mera posición intelectual, mero pensamiento.

Pues ¿qué otros algos han sido considerados como realidad radical? Citemos sólo algunos —por vía de ejemplo— sin más fin que aclarar la doctrina fundamental que acabamos de enunciar. Se dice, por ejemplo, que la realidad radical es la materia, pero la materia no es más que una idea de nuestra fantasía que ὑποτίθεμεν, que su-ponemos para explicarnos precisamente lo que hay y que, a fuer de hipótesis, de idea interpretativa, nos plantea nuevos problemas, porque lo que hay no se somete tan llanamente a ser explicado por ella.

Se dice, también, que la realidad es la forma substancial, otra idea complicadísima y archiproblemática.

Spinoza dirá que la realidad es la Natura sive Deus —idea tan idea, tan no lo que verdadera e incuestionablemente hay, que ni siquiera podemos estar seguros de ella como idea, quiero decir, que ni siquiera sabemos bien si lo que se propone pensar lo logra pensar; no ya, pues, que sea real. Le pasa algo análogo —aunque bien entendido no idéntico— a lo que le pasa a nuestra idea del infinito o del cuadrado redondo. ¿Son efectivas ideas o meros conatos de ideas?

Antes pusimos el ejemplo del positivismo con su dogma de la sensación.

Es evidente que cuando el propósito es salir de toda mera opinión, de todo lo que es interpretación nuestra a lo que verdaderamente hay o realidad, todo el cuidado, el método, tiene que estribar en no poner como real lo que ya es reacción interpretativa de nuestro intelecto, en suma, idea.

 

 

LECCIÓN VIII

 

Señores, al decir esto creo haber expresado el tema más importante —y si hallase otra forma gramatical más vigorosamente expresiva del superlativo la emplearía—, al tema más importante que hoy se ofrece al hombre intelectual, al hombre, se entiende, que de verdad sea o aspire a ser intelectual, por tanto, al que no considere que ser intelectual es hallarse por azar dotado de un buen aparato mental, de lo que se suele llamar talento, como podía haberse encontrado con buena voz de tenor o con espléndidos bíceps; al hombre, por tanto, que no entiende por ser intelectual manejar esa dote en destrezas de juglar ni en el intento frívolo de tropezar con «ideas originales», sean o no decisivamente verdaderas, ni siquiera en dedicarse con seriedad honesta a las operaciones rutinarias y rituales que se suelen llamar «trabajos científicos», aun empleando esta expresión en su más leal y respetable sentido.

Pues, ¿qué otra cosa —se preguntará— puede significar el ser intelectual? A lo cual respondo taxativamente: todas esas faenas a que se puede dedicar y a que de hecho se dedica el intelecto son secundarias y, en última instancia, despreciables —incluso las más lealmente honestas y «serias». Sólo adquieren auténtico valor en la medida en que el intelecto cumpla su función radical. Esta función radical no se define por lo que el intelecto sea como dote subjetiva, como «talento» —por tanto, por algo que está en nuestra mano y albedrío ejercitar en tal o cual forma, sobre tal o cual asunto y que adquiere su valor y su rango por cualidades formales como serían la agudeza, la precisión, la ingeniosidad, la constancia. Sin duda, todas estas gracias o virtudes son valores positivos, pero lo son cuando están puestas al servicio del intelecto considerado como función no subjetiva, esto es, como aparato abstracto y de finalidad indeterminada o arbitraria. Debiera olvidarse menos de lo acostumbrado que llamamos intelecto a la función de entender, por tanto, a la función en la cual el sujeto se apodera de lo que no es sujeto, sale de sus meras «ideas» para instalarse en la realidad, para verla desnuda ante sí, para palparla en su propio cuerpo extra-intelectual. Lo mismo: pensamiento significa pensar la verdad, no tener ideas más o menos gráciles, ingeniosas, agudas, precisas, sistemáticas, es decir, constantes y complejas.

En los últimos veinte años el intelecto europeo, sintiéndose «en forma», dueño de una portentosa agilidad, en cierto modo, capaz de todo, esto es, capaz de ilimitadas posibilidades de pensamiento, se ha perdido en su propia riqueza potencial y se ha dedicado a jugar —es decir, a pensar cuanto se le antojaba—, a pensar teorías posibles en vez —y ésta es la diferencia fundamental— de pensar lo que hay que pensar, esto es, la teoría necesaria, sobre los temas necesarios.

Ser intelectual, en su sentido plenario, no significa, pues, ser inteligente —que es una gracia subjetiva—, sino emplear ascéticamente la inteligencia que se tenga, mucha o poca, a descubrir la verdad. Y la verdad —o instalación del hombre en lo real— no es cualquiera idea verdadera —no hay verdades sueltas—, sino que es un sistema radical de verdades, sistema orgánico y jerarquizado en que sólo es algo verdad cuando lo es antes otra cosa y así sucesivamente. Y como cada verdad es nuestra reacción a un problema o tema, no se es intelectual sino en la medida en que se ve claro cuál es el tema fundamental, el problema máximo que la evolución del pensamiento humano coloca, a la vez, enigmático y maduro ante nosotros. Porque de la conciencia que se tenga de ese tema depende, cuando menos, el matiz esencial que todo el resto de las verdades, incluso las que del pasado merezcan conservarse, tendrá.

Las épocas humanas son ciertamente inexorables limitaciones: cada una tiene su inexorable perspectiva de verdad y su modo de instalarse en lo real. Dicho en otra forma: lo que de la realidad podemos ver hoy nos está ineludiblemente predeterminado por la evolución anterior, como en el viaje lo que en cada instante podemos ver del paisaje depende precisamente del camino que hayamos hecho antes, del lugar o altura a que nuestros pasos anteriores nos han hecho llegar. Nuestro intelecto —fíjense bien en esto— no tiene otra guía para no perderse en los infinitos usos que materialmente podemos de él hacer, es decir, las infinitas líneas de posibles pensamientos abiertos en todo instante ante él, que la fijación de ese tema fundamental ante el cual la evolución del pasado nos deposita. Hic Rhodus, hic salta, aquí está la piedra, aquí hay, quiérase o no, que saltar.

Es decir, que ser intelectual es dejar, libremente, de sentirse libre respecto al tema radical ante que es preciso colocarse, es renunciar al arbitrio en la elección de nuestro tema, hacerse cargo de que en nuestro tiempo hay un tema de que dependen todos los otros y que es preciso ver con claridad y tomar actitud frente a él e intentar resolverlo antes de vacar a otros temas; en suma, ser intelectual es abandonar el uso narcisista del propio talento y cobrando el sentido de la responsabilidad que al oficio intelectual añade, aceptar, sin más, el tema de nuestro tiempo.

De este modo, el intelectual deja de ser un juglar y su vida se convierte en el más alto y más grave servicio del hombre al hombre: el de ponerlo en lo real; al individuo, primero, y tras él a la repercusiva colectividad.

Pues bien, el tema de nuestro tiempo consiste en evitar el intelectualismo. El tema de todo tiempo es la toma de contacto con la realidad misma. El tema de cada tiempo es hacer esto por una vía o método determinado. El tema de nuestro tiempo es buscar la realidad radical por una metódica eliminación de todo lo que siendo ya idea nuestra y, por tanto, construcción de nuestro intelecto no es la realidad misma pero tiende a suplantarnos la realidad. En este preciso y exclusivo sentido digo que nuestra misión es la evitación del intelectualismo. Llamo, pues, intelectualismo a toda actitud en la cual tomamos por realidad lo que es ya idea.

Se dirá que esto no es sino proseguir la obra de Descartes. Nada más cierto: es, en efecto, continuar la empresa que Descartes —pero antes que Descartes, Bacon, y antes que Bacon, Cusano— emprendió. Y es, además, continuar la depuración de Leibniz y el análisis de Locke, Berkeley y Hume, y la crítica de Kant; y los ensayos de Fichte, Schelling, Hegel, Schopenhauer y la exigencia del positivismo; es, en suma, continuar la historia universal del pensamiento.

Pero una vez que, complacidos y corroborados, hemos reconocido esto, notemos la diferencia más inmediata entre el método de Descartes y el nuestro. La duda metódica se propone excluir del sistema de la verdad toda verdad aislada y fundar todas en una verdad primera que lo sea plenamente. Ahora bien, esto significa que Descartes busca como primera verdad una idea de la realidad que sea firme y su método consiste en rechazar toda idea sobre la realidad que permita la duda.

Pero nuestro tema y el método que él nos inspira son muy distintos. Nosotros no buscamos una idea de la realidad que sea firme sino que buscamos una idea que consista en la eliminación de toda idea sobre realidad; o dicho de otro modo: la idea de lo que no es idea. Y convertimos en método esa aspiración: hacemos del eludir todo resultado intelectual procedimiento formal para hallar lo que verdaderamente hay o la realidad. No nos bastaría, pues, como a Descartes con encontrar una verdad que sea firme, sino que necesitamos asegurarnos de que esa verdad no es verdad sobre ideas nuestras, sino que nos pone ante la realidad misma. Que «existo puesto que pienso» es verdad, pero es verdad en el sentido en que es verdad la gravitación universal. Ésta es una interpretación de la realidad corporal que resulta acertada en cuanto interpretación, pero no es la realidad misma. Sería falso decir que lo que hay antes de que elaboremos la física es gravitación universal.

Parejamente decir que yo pienso —por tanto, aplicar la idea de pensamiento a lo que hay verdaderamente antes de que yo lo interprete— es un acto de interpretación, es ya resultado teórico. Supone que yo he analizado lo que hay, lo que hallo, lo puesto por sí, en suma, la auténtica y primaria realidad, y que en eso que hay establezco diferencias, distinciones, por ejemplo, distingo entre lo que pienso y el ser real de lo que pienso, y que a una parte de eso que hay le reconozco prioridad sobre el resto, lo pongo aparte y declaro que hay eso olvidándome de lo otro. Así Descartes al distinguir entre el pensar que las cosas existen fuera de mí y el real existir fuera de esas cosas, por tanto, entre pensar y mundo, decreta la prioridad del pensar, y eso —el pensar— es lo que pone como realidad, siendo así que no pudo formar la idea de pensar sino abstrayendo de la cuando menos presunta, esto es, dada realidad de lo pensado —lo cual implica que tan dado era eso x que interpreta mediante la idea pensamiento como eso otro x' que interpreta con la idea de realidad extramental.

Y acaece que la idea de pensamiento nos parece verdadera; esto es, que en la realidad hay algo que merece ser interpretado aproximadamente mediante ese concepto. Por eso, decía yo que al decir Descartes que existe el pensamiento y el que piensa, decía verdad; pero ahora vemos que esta verdad no es la verdad sobre la realidad radical sino sólo la verdad parcial y secundaria de una interpretación. El pensamiento no es la realidad primaria como tal, la realidad virgen de teoría, antes de toda interpretación, sino que es ya teoría e interpretación, idea, obra de intelecto, resultado de operación ideológica. Si tomamos, al modo que Descartes y tras él el idealismo, al pensamiento como la realidad, hemos intelectualizado la realidad, esto es, la hemos suplantado por un concepto, la hemos confundido con una idea nuestra y es evidente que éste es el error esencial y típico, puesto que verdad significa última y radicalmente salida de nuestras meras ideas a la mismísima, esto es, auténtica realidad.

Como da la casualidad de que en este ejemplo la proposición que criticamos afirma que la realidad es pensamiento —por tanto, pudiera entenderse «intelecto»—, al decir yo que eso era «intelectualizar» la realidad pudiera malentenderse. Pero claro es que si el materialista afirma que la realidad es la materia yo diré también que intelectualiza la realidad porque la materia no es sino una idea nuestra, una obra de nuestra fantasía conceptual.

Ahora se ve toda la gravedad y todo el radicalismo que trae consigo el tema de nuestro tiempo: se trata de desintelectualizar nuestra concepción del universo, de desnudar el mundo para tocar su carne viva, su realidad misma.

No se trata, pues, de desintelectualizar al hombre, lo que significaría creer que el hombre puede vivir sin ideas. Todo lo contrario: como ya hemos visto es ahora cuando por vez primera descubrimos de verdad que el hombre está consignado o condenado —como queráis— a tener ideas y pensar.

No es, pues, el hombre lo que es preciso desintelectualizar y desteorizar, sino precisamente el intelecto y la teoría. Se trata de liberar al hombre de la más opresiva esclavitud, que es la que sobre él, sin saberlo él, ejercen sus propias ideas. En su guerra ilustre y milenaria con las cosas el intelecto humano ha crecido y se ha adiestrado, pero aún no se le ha hecho radicalmente combatir consigo mismo, dominarse a sí mismo. Desde siempre la filosofía en lo que tiene de más propiamente tal va, claro está, preparando el intelecto a este su mayor combate. Por eso he iniciado este asunto mostrando a ustedes —bien que muy someramente y sólo en algunos ejemplos de la historia de la filosofía— cómo corre por toda ella ese imperativo de positivismo, es decir, el compromiso que consigo mismo adquiere el filósofo de servirse de las ideas para salir de ellas a contemplar el ser mismo.

Se trata, pues, sólo de formalizar este perenne empeño consustancial a la filosofía.

El pensamiento es el instrumento, el aparato o mecanismo que el hombre tiene para salir de sí e instalarse en lo real —por eso es capaz el pensamiento de ser verdadero. Pero es el caso que el pensamiento es también el error, es decir, que es, a la par, quien hace que el hombre no salga de sí, no se instale en lo real. Por sí y aislado, tan pensamiento es el verdadero como el falso, tanto sirve para ponernos frente a la realidad misma como para interponerse entre ella y nosotros ocultándonosla. El que yerra está sólo en sus ideas cuando cree estar en lo real. El que acierta es el que no está en sus ideas sino en lo real. Pero esto significa que el que acierta es quien ha dejado a la espalda o a un lado sus ideas, y ha conseguido que no le estorben, que no le intercepten su inmediata visión de lo real.

Mas esto, a su vez, nos revela cómo usa su intelecto, sus ideas uno y otro. El que yerra es el que cree que sus ideas son la realidad. El que acierta es el que se ha dado cuenta de que las ideas no son nunca la realidad, sino que son el aparato óptico al través del cual vemos la realidad. Ahora bien, el que ve al través del microscopio procura no ver el microscopio sino el objeto —sabe, pues, evitar el instrumento mismo, o lo que es igual, usar de él como lo que es, como un instrumento, como medio al través del cual y no como término.

En suma, tenemos que aprender a no ver la realidad en las ideas —esto es, las ideas como realidad—, sino, al revés, a hacer del pensar un medio al través del cual, merced al cual veamos la realidad. El conocimiento es, en última instancia, visión —no pensamiento, no idea. El pensamiento, la idea, nos sirve para hacer posible la visión o presencia inmediata de lo real.

Lo que con esto intento sugerir no puede aparecer ahora con suficiente claridad ante ustedes. No porque sea cosa difícil —es más bien sencillísima—, sino porque es sólo fragmento. La frase más simple si queda interrumpida a la mitad resulta, claro está, ininteligible. Porque si reducimos a última expresión lo que acabamos de decir tendremos lo siguiente: la característica esencial del pensamiento es la pretensión de ser verdadero o, lo que es igual, de pensar la realidad. Mas, por otra parte, decimos que pensamiento no es la realidad, antes bien, que tomar como realidad lo que es una idea nuestra es precisamente en lo que consiste el error. Cada una de estas dos tesis, por separado, no ofrece ninguna dificultad a la comprensión, pero sí ofrecen mucha cuando intentamos entenderlas juntas. La razón de ello es, a su vez, clara. Se trata de diferenciar entre «pensar la realidad» y «ser la realidad». Que el pensamiento aspira a pensar la realidad y no a ser la realidad no es cosa, por lo pronto, que a nadie se le oculte. Pero ello nos dice sólo lo que el pensamiento no es —a saber, no es la realidad—, pero no nos dice qué sea él positivamente, no nos dice qué es lo que al pensar la realidad el pensamiento hace con ésta. Sólo sabemos ya lo que no hace, a saber, que no se identifica con ella, que no es ella.

En rigor, hasta Kant se planteaba el problema del saber con una simplicidad envidiable —aunque luego la solución del problema resultase complicada. Se suponía que la cuestión del saber era ésta: ahí, fuera e independiente del pensamiento, está la realidad; aquí, esto es, en mí, está la facultad de pensar. El saber consistirá en que aquélla pase, sin más, a ésta; o, dicho en sentido inverso, que el pensar espeje o copie esa realidad. La función del pensar queda así reducida a puro reflejo o copia de la realidad. Se supone que ésta contiene ya por sí lo que trasladado al pensamiento daría el saber, y se supone que el pensamiento no es sino espejo.

Kant es el primero que cae radicalmente en la cuenta de que esto es un error, que el pensamiento no es una función pasiva, sino, al contrario, operativa, constructiva, que es verdaderamente un hacer, un hacer algo con y de la realidad, un transformarla, diríamos, un fabricar algo nuevo que no está ya, por sí, en la realidad, que no es la realidad. El contenido del pensamiento, de la teoría, es lo que él llama «mundo de los fenómenos», esto es, la realidad no como ella por sí es, sino la realidad pensada, transformada por el pensamiento, subjetivada. Hasta aquí, la idea general de Kant es perfecta y significa el mayor descubrimiento filosófico desde Descartes. Lo malo es que al descubrir en el pensamiento una función constitutivamente transformadora de la realidad y no espejadora o copiadora de ella, cree que es un defecto o limitación del pensamiento humano, es decir, que si pensar es para el hombre transformar, pensar es deformar la realidad. Con lo cual, 1.º, queda ésta fuera de nuestro saber —no la sabemos, sino que sabemos sólo una realidad deformada por nosotros, una pseudo-realidad; 2.º, cree que esa otra realidad auténtica, esa realidad en sí, podría ser pensada y sabida por un sujeto cuyo pensar fuera de tipo más perfecto —es decir, no constructivo— que el del hombre; un pensar puramente intuitivo —lo que él llama «la intuición intelectual» o el intelecto intuitivo—, idea que él reconoce esencialmente paradójica, contradictoria. Porque como ustedes recuerdan, intelecto, pensamiento, significa para Kant actividad, espontaneidad; e intuición, pasividad, receptividad.

No vamos a desarrollar el asunto. Ahora trato sólo de que ustedes vean por qué no pueden, con sólo lo dicho hasta aquí, ver con claridad plena mi indicación antecedente. Me basta con que ustedes noten cómo Kant descubre, es cierto, que el pensar humano no es un mero espejar la realidad sino, más bien, un construir una realidad nueva que, claro está, no es entonces la auténtica y pura realidad. Pero, al mismo tiempo, sigue creyendo que esto es un defecto humano el cual condena para siempre nuestro saber a ser un cuasi-saber y que el verdadero pensar sería el que copiase la realidad. ¿Por qué? No tenemos propiamente idea de lo que es y significa la idea de pensar si no la referimos al único que hay, al nuestro. ¿De dónde saca esa otra idea de un pensar que tiene que definir por atributos contrarios a los del efectivo pensar?

Si Kant, con mayor cautela, se hubiese dicho: el pensar humano es constructivo, transformador de la realidad, pero no hay más pensar que ése; o, dicho en otra forma, todo sujeto, humano o no, si piensa transforma, incluso Dios. Lo que puede ocurrir es que Dios no piensa porque no le hace falta.

Luego la realidad auténtica no por quedar fuera del pensamiento constructivo queda ignorada, sino al revés: la realidad auténtica, aún trasladada mágica al sujeto, no contendría eso que el sujeto al pensar busca.

La dificultad que ahora encuentran ustedes para entender lo dicho consiste, pues, en que no ha llegado aún el momento de que hagamos ver cómo el intelecto tiene, por lo pronto, una misión constructiva, que no es ni debe ser, en esa su primera dimensión, espejo o copia de la realidad, sino reacción productiva ante ella. Como el carpintero hace con la madera algo que ésta no es de suyo, por ejemplo una silla, el intelecto hace con la realidad o con motivo de ella una teoría, muchas teorías. Así, la que puede considerarse como arquetipo de ellas, la física. El que toma el contenido de la física por la realidad misma, yerra. El contenido de la física es invento del hombre. En realidad no hay átomos ni electrones ni protones: lo que hay es algo que permite, más que da ocasión a, que se lo interprete como electrón o protón.

La misión del intelecto físico no es preguntarse qué es la realidad, sino cómo puede ésta interpretarse para que el hombre en su manejo de la realidad, en su trato con ella, logre ciertos fines suyos.

Pero el intelecto filosófico sí busca la realidad misma y por eso tiene que ser desde luego crítica de sí mismo y que delatar como mera interpretación o idea cuanto pretenda indebidamente presentársenos como la realidad misma. En la filosofía, pues, el intelecto se depura a sí mismo y es como una Katharsis radical de sí propio. La filosofía empieza por ser un despensar lo pensado a fin de tomar contacto inmediato con lo que no es ya sólo pensado sino real. Destruye la construcción no por afán de derribarla: al contrario, para hacer ver que era construcción y no realidad. Entonces y sólo entonces adquiere firmeza la construcción al aparecer como tal y no, según erróneamente suponía, como la realidad misma.

Hechas estas advertencias nos preguntamos formalmente y con cierta solemnidad, ¿cuál es la realidad radical, qué es lo que verdaderamente hay, lo que el pensamiento encuentra antes de ejecutar sus operaciones constructivas y de interpretación?

Lo primero que se nos ocurre —y así ha acontecido en la historia— es pensar que la realidad radical es el mundo, donde mundo significa cuanto hay ahí: los colores que vemos, los ruidos que oímos, las formas, los movimientos, etcétera, etcétera. Consideramos que todo eso merece ser reconocido como la realidad misma porque y en la medida en que tiene el carácter de ser independiente de nuestro pensamiento, de no ser invención nuestra.

¿Qué sentido tendría decir que yo inventé el color que encuentro ante mí? Para que eso tuviese sentido haría falta que además de encontrar el color encontrase yo la operación mía de inventarlo o producirlo. Si, como acontece, no encuentro esto, quiere decirse que no es real y que, por tanto, no el color es invención mía sino precisamente esta idea de que es invención es la invención, la hipótesis, mera interpretación y no realidad. No se diga que en el sueño o en la alucinación yo invento o produzco figuras y colores que no son reales. Llamar sueño a eso que me pasa muchas noches y alucinación a lo que algunas veces pasa a ciertos hombres es ya teoría e hipótesis. Las figuras y colores que en el llamado sueño y en la llamada alucinación encuentro son primariamente tan reales como los que hallo en la vigilia. Lo que pasa es que dentro de la realidad presentan caracteres especiales que me llevan a darles una interpretación mediante la cual evito las contradicciones a que me llevaría tratarlos como a las figuras y colores de la vigilia y de la percepción normal.

Como ven ustedes es, a mi juicio, un error creer que sueño y alucinación son objeciones contra la tesis radical que pone como realidad el mundo, lo independiente de mí.

La dificultad es otra: es ésta.

Ese mundo que pongo como la realidad, ¿me incluye a mí o no? Evidentemente me incluye porque otra cosa sería dejar fuera una parte de lo que encuentro y hay. Pero no basta con esto, no basta con que se me incluya en la realidad «mundo», en lo independiente de mí, para que haya «mundo». Para decir que hay mundo, que el mundo es la realidad, he tenido que fundarme en algo y ese fundamento no es otro sino que yo hallo ante mí eso que llamo «mundo» y que lo llamo así precisamente porque lo hallo como independiente de mí.

Puedo suponer que cualquiera otra cosa de las que integran el mundo no existiese sin que su falta anulase la realidad del mundo. Pero si supongo que yo no formo parte del mundo me es imposible afirmar su realidad. Es decir, que la existencia de lo independiente de mí supone de modo muy especial, muy esencial, mi existencia. O dicho en otra forma: para que lo independiente de mí pueda ser declarado realidad es precisa mi existencia con el carácter formal de garantía de aquélla. Para que pueda decirse que el mundo está ahí es preciso decir además y con un sentido especial y aparte que yo estoy también ahí. La realidad de lo que existe como independiente de mí depende de mi existencia como testigo del mundo. No basta, pues, para que el mundo sea la realidad que me incluya como una cosa cualquiera, sino que necesito reconocer como un elemento distinto del mundo y frente al mundo mi propia existencia.

Con lo cual tenemos que la realidad en cuanto lo independiente de mí depende de mí.

Ésta es la averiguación fundamental que hizo el hombre moderno.

Pero noten ustedes que ella no obliga sólo a añadir a la realidad como simple estar ahí un elemento más que también está ahí: sino que obliga a corregir radicalmente la tesis. Ya no se puede decir sin más que realidad, existencia, signifique lo independiente de mí, lo que está ahí, en sí y por sí, sino que todo lo que está ahí tiene que llevar adjunto, como su sombra y su doble, el estar yo también.

Hemos hecho, pues, una corrección decisiva a nuestro primer intento de pensar la realidad como tal, es decir, de pensar lo que no es pensamiento. Y esa corrección ha consistido, fíjense bien ustedes, en advertir que nuestro pensamiento primero se dejaba fuera una parte de la realidad, a saber, yo con mi papel peculiarísimo de testigo y garantizador de la realidad. Ahora bien, esto significa que la realidad como el simple estar ahí, algo, como lo en sí y por sí, por tanto, sin mi especial estar, sin mí, no es la realidad sino una interpretación, una hipótesis, una construcción. No parece construcción porque generalmente tendemos a no ver construcción sino cuando ésta consiste francamente en añadir algo. Decir que el mundo, lo independiente de mí, existe, no es a primera vista sustituir lo que hay por una fantasía —como lo es decir que existen átomos, que la realidad son los átomos o el espíritu. La verdad es que el mundo, en efecto, existe, lo hay, pero no es verdad que exista y lo haya solo. Luego existir como existir en sí y por sí, como simple «estar ahí», sin referencia a mi «estar ahí», incluye sin advertirlo esta referencia, es una invención. Ese modo de existir no existe, es fabricación e hipótesis.

Ha fracasado, pues, nuestro primer intento de formular lo que verdaderamente hay o la realidad. El mundo, el cosmos, como lo pura y simplemente independiente de mí y en lo que yo soy sólo una parte integrante como otra cualquiera, no es la realidad. En su lugar nos encontramos con esto: la realidad del mundo es dependiente de mi realidad. Ahora se trata de ver con toda pulcritud cuál es realmente esa dependencia.

El idealismo no consiste, por lo pronto, en otra cosa que en haber caído en la cuenta de que la existencia del mundo no consiste en que hay mundo sin más, sino que para que haya mundo tiene que haber yo. Si se hubiera limitado a advertir esto no habría nada que oponerle. Él cree que, en efecto, no hace más que eso, cree que se limita a tomar lo que encuentra tal y como lo encuentra y, por eso, la fenomenología, que es la forma más perfecta del idealismo, no tiene inconveniente en denominarse a sí mismo como «absoluto positivismo».

Pero, ¿es esto así?

El idealismo dice lo siguiente: es condición de la existencia del mundo mi existencia. Por consiguiente yo soy más real que el mundo, soy realidad antes que el mundo. No otra cosa significa que yo sea condición de su existencia. Pero entonces, el mundo tiene una sub-realidad, una realidad secundaria a la mía, es realidad sostenida por la mía, es realidad en mí. Ahora bien, conocemos cosas que, en efecto, tienen ese extraño carácter de no ser yo y, sin embargo, ser por mí —las fantasías como el centauro o la quimera. Nada más obvio que atribuir a esa dependencia en que, por lo visto, la realidad del mundo está de mi realidad ese carácter peculiar que tienen mis fantasías. La existencia del mundo será como la del centauro, una existencia en mí. Como, por otra parte, este papel que hay ante mí y esta mesa que resiste a mi mano no se comportan exactamente lo mismo que el centauro, lo mismo que las fantasías sensu stricto, diremos que el mundo es una cuasi-fantasía y a esta cuasi-fantasía o forma generalizada del fantasear le llamaremos cogitatio, pensamiento o conciencia.

Por este camino llega el idealismo a su fundamental y paradójica tesis según la cual lo que verdaderamente hay, la realidad, es la conciencia o cogitatio.

Por el camino que nosotros hemos seguido surge desde luego claro algo muy decisivo y que hasta aquí no me parece que haya sido advertido, a saber: que el idealismo, al pretender tomar lo que encuentra con máxima pulcritud, con más pulcritud que el realismo, lo que, en rigor, hace es introducir ya una interpretación y una hipótesis.

Recuerden ustedes que lo que hallábamos efectivamente era primero la existencia del mundo, segundo la necesidad de la existencia del yo como garantía de aquélla. O dicho en otra forma: que el mundo existe, es real, pero no solo, sino inseparable de mí. Hay, pues, una efectiva, incuestionable dependencia entre el mundo y yo. Porque, viceversa, yo no me encuentro tampoco solo y aparte sino que me encuentro en el mundo, entre las cosas, trabajo con ellas. Si, por alguna razón, resultase que no hay mundo no podría yo tampoco decir de mí que existo. La dependencia es, pues, mutua entre ambas realidades, mundo y yo.

Pues bien, el idealismo se queda con un solo lado de dirección de esa dependencia: pone la realidad del mundo como dependiendo de mi realidad, como secundaria a ésta, pero no a mi realidad como, a su vez, inseparable de la del mundo, de suerte que ambas, la del mundo y la mía son igualmente originarias. Esta unilateralidad es ya una intervención intelectual, es ya un prescindir de una parte de lo dado, como el realismo intervenía constructiva o intelectualmente al prescindir del yo, testigo inexcusable del mundo.

Pero además el idealismo llama a la realidad que queda —quiero decir, al yo y al mundo en cuanto dependiente de mí— «conciencia».

Y yo pregunto: aun suponiendo que lo dado, lo que encuentro, fuese sólo ese depender de mi realidad la del mundo, ¿está dicho que esa dependencia tal y como ella es dada y se encuentra sea eso que llamamos «conciencia»? Más claro aún: ¿encuentro como algo dado y puesto por sí la «conciencia»? Evidentemente no —respondo.

Me explicaré: encuentro el centauro pero lo encuentro como inseparable de un acto mío de fantasía, de imaginación. Fíjense ustedes que aquí ambas cosas —centauro y acto de imaginar— son igualmente encontradas juntas la mía y la otra. Lo mismo encuentro la realidad de ayer inseparablemente unida a un acto mío de recordar que también encuentro, o si quieren que usemos un término que hasta aquí he evitado, me doy cuenta de que hay lo que ayer pasó y me doy cuenta también, hallo, que hay mi recordar. Lo encuentro como un dolor que siento.

Pero al encontrar que hay esa pared y que hay yo frente a ella, no encuentro mi «conciencia de esa pared». Se dirá que sí, que encontrar que hay esa pared no es sino verla. Pero esto es precisamente lo que yo discuto. ¿Quién se ha encontrado nunca con el ver? Y lo mismo me da que se entienda éste como acto fisiológico que como puro acto mental, es decir, como pura percepción de la pared. Yo no me he encontrado jamás con una percepción. Me encuentro conmigo y con esa pared, pero que el encontrarme yo con esa pared sea percibirla no es ya algo que encuentro, es ya una construcción y una hipótesis. En cambio, sí me encuentro con que recuerdo, con que imagino, con que pienso sobre las cosas, razono, infiero, comparo —todas ésas son efectivas realidades—, pero que la existencia del mundo real consista en una conciencia de él, eso ya no es dado, es hipótesis.

Ahora comprenden ustedes por qué decía yo que el idealismo generaliza indebidamente una realidad muy particular, la de la imaginación, sea fantasía o recuerdo, haciendo de ella el carácter general de la realidad.

Con esto hago que ustedes tomen un primer contacto con mi manera de criticar el idealismo. Según él, el realismo no toma lo que hay según lo hay, a saber, dependiendo de un yo. Según él, el realismo atribuye, por tanto, añade, constructiva e hipotéticamente al mundo un carácter de independencia que no tiene; inventa por tanto una idea de la realidad, a saber, la realidad como lo independiente de mí. Eso se llama el Cosmos. Hasta aquí tiene razón. Pero él pretende atenerse rigorosamente a lo que encuentra. Yo le tomo por la palabra y acepto —porque, en efecto, es preciso aceptarlo— su imperativo de que la realidad es lo que hay tal y como lo hay, por tanto, lo que no es hipótesis o elaboración nuestra. No le opongo, pues, objeciones externas a su intención, sino que analizo lo que él hace y veo si cumple lo que se propone. Entonces descubro que, lejos de esto, me habla como de algo que encuentra, de algo que es inencontrable, que es pura idea: «la conciencia».

Pero ahora toquemos otro lado de la cuestión.

El punto de partida formal del idealismo consistió en advertir que no puede haber verdaderamente sólo mundo, sino que para poder con verdad decir que el mundo existe es preciso reconocer que yo existo también, o lo que es igual, que no existe más mundo que un mundo en que yo exista. Mi existencia tiene un especialísimo carácter y rango, ser garantía de la existencia del mundo. Ahora bien, es evidente entonces que si el mundo no existe, si no tiene realidad, mi existencia pierde su papel. Pero decir que el mundo es sólo objeto de mi conciencia, por tanto que sólo es como conciencia mía, es proclamar que el mundo no es real. Ipso facto pierde, pues, la razón que obligaba a reconocer mi existencia como condición de la del mundo.

¿Por qué no podemos poner el mundo?

Una de dos: ¿ese mundo nos incluye o no?

Si no nos incluye vemos que entonces no hay mundo; para que haya mundo tenemos que estar nosotros también.

Esto no pasa con una cosa cualquiera.

Pero esto nos demuestra que el mundo no nos incluye como a sus demás cosas: somos garantía de su existencia.

Hace falta, pues, que existamos nosotros para que exista mundo. Pero esta «garantía de la existencia del mundo» no puede ser la conciencia, porque esto significa la inexistencia del mundo. Lo único estricto es afirmar la existencia del mundo y yo —la coexistencia—, que es el existirse mutuo; «ser», realidad, es «algo que pasa a alguien». A mí me pasan las cosas y a las cosas les pasa… que yo las tomo, las dejo, las modifico, las rompo y las armo, las veo, las imagino, las deseo y las sufro. En suma: la realidad es la vida.

Que hay esta habitación no es idea o hipótesis mía. Lo que es idea e hipótesis es que yo añada «hay esa habitación sin mí —aparte de mí, por sí». Pero si digo que hay esa habitación y yo, expreso estrictamente lo que hay. Decir que entonces lo que hay soy yo solo y la habitación sólo como conciencia mía de ella es de nuevo idea e hipótesis.