El más grave error de Descartes consistió en creer que al encontrarse dudando de todo y porque dudaba de todo, salvo de su duda, se había quedado solo, es decir, podía afirmar la existencia solitaria —χωριστόν— de sí mismo, del yo o «pensamiento». Su análisis comienza muy bien: reconoce que la duda implica la creencia en la duda y por eso considera ineludible afirmar que hay duda, que la duda existe. Luego, muy justamente, se pregunta qué es propiamente lo que hay cuando hay duda. Esta pregunta tiene el preciso sentido siguiente: antes de dudar radicalmente cree el hombre que hay muchos géneros de realidad. La duda remueve, niega la existencia de todos esos géneros salvo de alguno x al cual pertenece la duda. Con su pregunta, pues, Descartes lo que busca es determinar cuál de los géneros de realidad, que antes parecía haber, se salva del naufragio. Su respuesta es ésta: de todas esas clases de presunta realidad sólo hay una que queda firme: la que llamabais pensamiento. Porque la duda es pensamiento. Hasta aquí la marcha de Descartes es perfecta. Pero desde este punto comienza a ser insuficiente. Porque el tercer paso tiene que consistir en preguntarse: ¿qué es propiamente lo que hay cuando hay pensamiento? O dicho de otro modo: ¿qué ingredientes inexcusables integran la realidad total «pensamiento»? Al punto aparecen en ésta tres elementos: pensamiento es alguien que piensa algo. El sujeto que piensa, el pensar sensu stricto y el término o «cosa» en que se piensa. Según Descartes, la realidad del pensar sensu stricto implica la realidad de un pensante. También podemos admitir esto, prescindiendo ahora de que Descartes da a esa expresión un sentido erróneo que es su primer desliz. En efecto, el yo será real en el mismo sentido y forma que el pensar: será real en cuanto que forma parte evidente del pensar mismo. Ahora bien, Descartes entiende que el yo como realidad es una substancia, mientras el pensar no lo es, sino mero atributo. Esa diferencia de trato con ambos elementos —el pensar y el que piensa— es arbitraria y descarrila ya definitivamente por un lado al cartesianismo. Pero, repito, que ahora no me interesa esa dimensión de su desviación, sino otro problema, el que se refiere al tercer ingrediente del pensamiento. Puesto que hay pensamiento y con ello que hay pensar y que hay un yo que piensa, ¿qué diremos del algo pensado? Si hay percepción de esta página hay percibir y hay percipiente: ahora se pregunta si hay o no la página percibida. Es el caso que constituye ésta un elemento de la realidad «percepción» tan inexcusable como cualquiera de los otros dos. Descartes, no obstante y desde él todo el posterior idealismo hasta la fecha actual, niega realidad a la página. Es más, hace consistir eso que llamamos «pensamiento» precisamente en una extrañísima relación entre dos términos —el «sujeto» y el «objeto»— de los cuales uno, el objeto, no existe, se entiende, no existe en el mismo sentido que el sujeto y que la supuesta relación. ¿Razón para ello? Muy sencilla: ayer mi pensamiento consistía en creer yo que había realmente ante mí una página —esto era la percepción— pero hoy mi pensamiento consiste en creer que no hay tal página y, por consiguiente, que no pudo haberla ayer. Desde mi convicción de hoy reobro sobre mi convicción de ayer y declaro que fue ésta una ilusión o, más en general, un error. Y como siempre es posible desde un pensamiento corregir y descalificar otro anterior generalizo la averiguación y digo: es constitutivo del pensamiento la posibilidad de que su objeto no exista. Mas como el pensamiento sí existe y tiene siempre su objeto quiere decirse que le es indiferente la existencia o inexistencia de su objeto. A esta indiferencia se llama la «idealidad del objeto» y en ella se hace consistir la peculiar realidad que llamamos pensamiento. A mí me parece que esta razón —la gran razón del idealismo— no sólo es sencilla pese a su multisecular eficacia. Esa facilidad con que desde un pensamiento posterior damos por no sido lo que en otro pensamiento anterior fue me parece sospechosa. Ningún pensamiento es más ni menos realidad que otro y no tienen poder transitivo bastante para borrar y anular sus sendas consistencias. El que yo crea hoy que la realidad objetiva es «ausencia de página» no anula la realidad de la página que ayer vi, simplemente me sitúa ante una realidad más compleja en que hay y no hay página. Esta realidad dual y antagónica es azorante y porque lo es se me convierte en problema y me obliga a buscarle algunas aclaraciones, todas las que se quieran pero no me da derecho alguno a negar la realidad del objeto pensado, sino todo lo contrario. Porque esa vehemente corrección que mi pensamiento de hoy inflige a mi pensamiento de ayer revela que mi pensamiento es, por esencia, incorregible, quiero decir, que cada pensamiento es constitutivamente convicción de que su objeto es real, convicción tan firme e inalienable que por ella pretende anular la de cualquier otro pensamiento opuesto a él. En suma, que necesitamos desmontar por su raíz misma la teoría idealista y definir la cogitatio, la conciencia, al revés de como se ha hecho en estos tres siglos últimos y decir que la conciencia o pensamiento, lejos de consistir en idealidad (= relación entre dos términos uno de los cuales no existe), consiste en presentación de realidad, o en otro giro, que la conciencia es constitutivamente posición de realidad, advertencia de realidad o realidad poniéndose.
No se confunda con esto el hecho de que haya pensamientos los cuales piensan su objeto como «irreal». Tales son las fantasías, tales son las ideas abstractas. En primer lugar, este hecho nos llevaría sólo a reconocer que hay una clase de pensamientos cuyo objeto, en efecto, no es real precisamente porque y en la medida en que no lo es para ellos mismos. En segundo lugar, los objetos fantásticos como los abstractos no son simple y propiamente irreales sino que tienen su realidad, una realidad a la cual es esencial no poder haberla si no hay alguien que los imagine o abstraiga. Pero, en tercer lugar, esos pensamientos llevan en sí mismos —ésta es su más clara y radical peculiaridad— la referencia a otros cuyos objetos son reales en el sentido primario de este término. El centauro no sale de la nada sino de los hombres reales y los caballos reales que hemos visto. El triángulo no es pensado nunca aislado sino que lo hay en tanto que lo estamos actualiter abstrayendo de los cuerpos triangulares.
El idealismo creyó que era la fantasía el prototipo del pensamiento y a ella redujo todas sus otras clases, creyendo que en las fantasías el objeto era incuestionablemente irreal. Con lo cual cometió un doble error: primero suponiendo que el objeto fantástico era sin más irreal y luego, pretendiendo que el pensamiento en general era como él creía que era la fantasía, a saber, «idealidad del objeto».
Claro es que mi crítica del idealismo es tan radical como éste mismo y lleva a una concepción del pensamiento que, dada la inveteración de los hábitos idealistas, exige para ser entendida el mismo esfuerzo, sólo que invertido, que costó a los antiguos realistas entender el idealismo. Y ahora, la situación es más cómica. Porque el idealismo era una paradoja pero lo que yo sostengo coincide con lo que piensa el hombre menos filósofo.
Volvamos con esto a Descartes. Al suponer que el objeto del pensamiento en cuanto tal no existe, que el cuerpo que vemos no es realmente un cuerpo sino mera «visión de un cuerpo» y quedarse, por lo pronto, como única realidad radical con el pensamiento, con el «yo pensando», resulta que creía quedarse solo. Así al dudar radicalmente no quedaba existiendo más que él y su duda, que era un modo de él mismo. Pero esto no era verdad. De serlo no se comprende que siguiera meditando. Si estaba cierto de que sólo existía él dudando, nada le limitaba: era feliz como un Dios. ¿Por qué ni para qué «salir de su duda» que era salir de sí mismo? Mas la verdad era y es muy otra. Como la llamada conciencia o pensamiento es encuentro con realidad, el modo de ella que es dudar no es quedarse sin mundo sino, al contrario, encontrarse con lo dudoso, con la realidad más realidad —es decir, menos conciencia y menos pensamiento que cabe imaginar. Por muy deletérea que su duda fuese de las creencias tradicionalmente montadas en su mente, no había aniquilado el mundo. Éste seguía ahí oprimiéndole: su duda le hacía presente el mundo, inserto inexorablemente en él. Ese mundo no consistiría en el cosmos ptolemaico y en la natura escolástica, hecho de claras «formas», de domesticados «entes». Tanto peor: el mundo en que se quedaba al dudar era «sustancialmente» lo dudoso —«il marchait dans les tenèbres»— Discours de la Méthode— ed. Gilson, p. [16].
El ingreso en las Regulae debe hacerse partiendo de la situación en que el hombre queda al fin de la primera parte del Discurso. Esta situación es de radical desorientación. Descartes duda de todas las opiniones recibidas, cuya inevidencia hace de toda la tradición teorética una «vida intelectual convencional»[2]. Se encuentra, pues, con su yo auténtico solo en y frente al mundo. Pero el «mundo» como tal, la vida en su espontaneidad pre-teorética no da por sí verdad alguna. Al contrario, es pura question. El mundo, pues, ante el cual y en el cual se encuentra Descartes está integrado para la inteligencia, para el yo teorizador, de problemas y nada más. La mente no encuentra salida —poros— en la circunstancia: es un paisaje hermético, sin poros, aporia radical. Descartes expresa esto definiendo su situación como duda. Pero «yo dudo» no significa sino que el hombre está en la duda, en lo dudoso. Lo dudoso como tal le rodea por todas partes —es el mar de dudas donde el hombre se siente náufrago. Lo dudoso es lo problemático.
Ahora bien, frente a un contorno constituido por problemas lo único que el hombre puede y tiene que hacer es afanarse en resolverlos. Pero no hay cosas y las verdades no pueden ser adecuadas de la mente a las cosas.
Es esencial para entender el método advertir que Descartes no parte de un mundo de cosas sino de un contorno de problemas. Las cosas son heterogéneas, extrañas al hombre —pero los problemas [son] la proyección en el hombre—, no las tiene, en su pensamiento, de las cosas. Son, pues, a un tiempo lo homogéneo a él y lo heterogéneo. Los problemas son «ideas» contradictorias a que las cosas nos llevan, o en que, mediante las cuales son dadas a nuestra inteligencia. De esta suerte el gran «problema» que es el mundo para el hombre queda reducido a algo interior a éste: decidirse entre sus ideas[3]. Esto se hace posible por la doble condición de las ideas, que por un lado son pensamientos del hombre y por otro representan las cosas, el ser.
De esta manera el problema de la verdad deja de ser el problema de la adecuación del pensamiento al ser y se reduce a la adecuación del pensamiento consigo mismo no en el sentido «analítico» de evitar la contradicción sino en un sentido «sintético» previo a aquél y que aquél supone, a saber: que el decir del hombre sea auténtico. Y es auténtico un decir cuando no dice sino lo que en efecto dice, o bien, ya que decir es sinónimo de pensar —que lo que el hombre piensa, afirma o niega, lo piensa efectivamente, que al pensar «A es B», A y B estén plenamente pensadas, sean ante la mente efectiva A y efectiva B, coincidiendo lo que en ellos se pretende pensar con lo que en efecto se piensa. Esto sólo es posible cuando las ideas que pensamos no contienen más que lo que en ellas pensamos. Entonces, son absolutamente transparentes al pensar que las piensa, se hallan en plena posesión de éste y no contienen a su vez problemas para éste. Una idea que ante mi mente no presenta problema alguno es una idea ante la cual mi mente no puede dudar y esta conciencia de no haber lugar a duda es la evidencia.
La evidencia es, pues, la coincidencia «sintética» del pensar consigo mismo —el pensar en que aquello a que en él se alude está, a la vez, presente tal y como a él se alude. En suma, es el pensar como intuición.
Un problema es un pensamiento no evidente. Resolverlo es disolverlo en evidencias, reducirlo a evidencias.
Cuando el hombre está de acuerdo consigo mismo está en lo cierto. La certidumbre no es sino el estado (estar en) que vive, que se nutre del dinamismo de la evidencia. El hombre está en lo cierto o en certidumbre cuando «sabe a qué atenerse», cuando ha decidido a base de evidencia su atenimiento, su hacer o conducta respecto a algo. Cuando su «intellectus praemonstret voluntati quid in singulis vitae casibus sit eligendum». La voluntas y el eligere son la «decisión». La praemonstratio intellectus es la «evidencia» y sus sucedáneos.
Así la 2.ª Regula empieza: «Omnis scientia est cognitio certa et evidens». Esto es: los pensamientos o haceres intelectivos del hombre —ciertos porque evidentes.
Ciencia es estar el hombre en lo cierto, en lo evidente = estar consigo respecto o con motivo de las cosas. El motivo es externo al hombre pero el estar en lo cierto, el conocer es faena interior al hombre, es un «hacer subjetivo», un ponerse de acuerdo consigo, un ocuparse con sus propias ideas —las cuales, es cierto, tienen que ver con las cosas. En tal sentido, la ciencia (= conocimiento) es ocuparse mediatamente con las cosas pero inmediatamente con las ideas (véase carta al padre Gibieuf -19 Enero 1642- III, 4749-47812, sobre esto, 47413-20 y 4768-14) y el tránsito de estar en lo dudoso a estar en lo cierto.
Es, pues, ciencia un hacer, una operación a que sometemos la idea dudosa para transformarla en una idea cierta. La expresión, ya científica, de este hacer es «solución de los problemas». Esta idea del conocimiento no es como «ya saber» o posesión de la verdad (poseer es estar sentado sobre) sino como formal solución de problemas separa radicalmente el método del organon. Éste empieza donde aquél acaba. El órgano saca de la verdad ya poseída sus consecuencias, lo que sigue a ella —mientras el método se ocupa de lo que precede a la verdad y lleva hasta ella. Este hacer —como todo hacer— puede ejercitarse espontáneamente[4] o bien técnicamente. Mi hacer es técnico cuando me hago problema de mi hacer espontáneo. En el caso presente, la solución de problemas, o ciencia espontánea se hace problema a su vez. Llegar a estar en lo cierto respecto a cómo la mente resuelve los problemas es haber descubierto la técnica del conocimiento —es decir el conocimiento del conocimiento, la ciencia de la ciencia, en suma, el método.
Siendo el pensamiento la solución de problemas el método será el descubrimiento de lo que el pensamiento es cuando lo es en verdad, es descubrir la verdad de la inteligencia, «bon sens», «bona mens», razón, o «sapientia universalis» (esto es, en general —no inelusivamente).
Descartes usa ciencia en el sentido de saberes particulares, de todo acto de saber y «sapiencia» en el sentido de cuerpo de los saberes, esto es, lo que nosotros llamaríamos ciencia —salvo en el paso aludido renglones más arriba de Regulae, I, 216 en que significa «lo que en todo saber hay de saber»[5].
El método, pues, es la esencia de las ciencias o ciencia de la inteligencia, del buen sentido, de la razón.
Pero es de advertir que esto no tiene una significación distinta para Descartes de la que tendría en boca de Kant y el post-kantismo. Porque para Descartes «saber», en la plenitud de su valor, es saber lo que las cosas son «en sí mismas» o fuera y aparte del entendimiento. El saber lo que son las ideas y sus propiedades y relaciones como tales es a lo sumo un saber preliminar, un ante-saber, un cuasi-saber. En Descartes el descubrimiento del carácter «subjetivo» del conocimiento no excluye, sino que, al revés, implica la transcendencia de éste[6]. Precisamente esa dualidad —ser un hacer subjetivo respecto a lo transubjetivo y válido para él— es el problema mismo del conocimiento —porque es en lo que el conocimiento consiste. Kant lo resuelve reduciendo lo transubjetivo a subjetivo. Descartes no: su «idealismo», su reconocimiento de que en el conocer el juego anda exclusivamente entre ideas no elude que el juego consista precisamente en lograr que la combinación de puras subjetividades sea, a la vez, contacto transcendente en el ser.
Siendo el conocimiento resolución de problemas y tratándose en el método de resolver el problema del conocimiento lo primero será orientarse en él, esto es, poner a la vista la pluralidad de caminos, de tipos de hacer intelectual, de modos cognoscitivos. La observación de estos modos que son las diversas ciencias muestra que sólo uno es satisfactorio como ejemplo, que sólo unas ciencias resuelven plenamente sus problemas: la Aritmética y la Geometría. Sin duda, —Regulae, II, 518—, por ciertas peculiaridades de su objeto que es «tan puro y tan simple» —Regulae, II, 716— pero esto llevaría a contentarse con ellas y no intentar conocimiento de otros objetos nuevos puros y simples[7].
Es esencial para Descartes, frente al platonismo, acertar a liberarse del entusiasmo por las matemáticas como tales, esto es, en cuanto ciencias de un cierto objeto, retrayendo la meditación de lo peculiar de este objeto a lo que las matemáticas hacen con él —esto es, a su marcha y procedimiento intelectual[8]. Esta marcha o camino es el que queda como sustantivo y no la materia matemática tradicional. Más aún, la aclaración del uso matemático, mos geometricus, permite no tomar el rábano por las hojas y no definir falsamente el objeto matemático por lo que él era concreta y exclusivamente hasta la fecha, a saber: número y figura. La idea última y genial de Descartes es que no hay ningún objeto («realidad» sensible) que sea a nativitate y por sí matemático —sino que es el modo intelectual matemático quien lo matematiza—, si bien, claro está, habrá «realidades» que permitan más fácilmente esta matematización.
Por eso, apenas en la Regula II donde, por vez primera, subraya la ejemplaridad de las matemáticas hace constar el carácter de su objeto como característica más obvia de ellas, se apresura a evitar que el lector malentienda por precipitación su pensamiento y declara que esa ejemplaridad lejos de llevar a que sólo se aprendan esas ciencias debe llevar a que todas las demás sean en eso como las matemáticas. O lo que es igual —que lo que la matemática tiene esencialmente de matemática no es lo que tiene de número y extensión sino lo que tiene de auténtico conocimiento. Entendida así la palabra matemática vuelve a su sentido etimológico y equivale sin más a «conocimiento» pleno y propiamente tal[9].
Y, en efecto, a la segunda vez que aparecen las matemáticas es cuando se habla ya formalmente del método y entonces se hace notar que lo verdaderamente característico, en el sentido de lo esencial, de las Matemáticas es que la Geometría clásica era un «análisis», de un cierto y determinado procedimiento general «para resolver todos los problemas» —se entiende geométricos. Y modernamente ha aparecido un pendant a esa Geometría clásica dentro de la Aritmética, que es el Álgebra. La cual consiste también en un análisis o método general para resolver todos los problemas de los números, como los geómetras hicieron con las figuras 15-16.
Para Descartes lo más importante, lo esencial de las Matemáticas va a ser el Álgebra —porque ella ya por sí misma es formalmente un método de solución de problemas. El Álgebra no es una ciencia de números —se hace con cifras— sino una ciencia de la resolución de los problemas que plantean los números.
Pero aún así el Álgebra (y la Geometría) son conocimientos espontáneos, 161 [10] —porque les falta el conocimiento de ellas mismas como conocimiento, porque en ellas se opera sin conocer previamente el funcionamiento general de la inteligencia que ellas usan pero sin fundamentar su uso, sin claridad última sobre él.
De esta manera el problema de la ciencia que es el método. Se plantea en la Regula IV. Primera definición del método, 1414-10. Segunda más interna y grave, 1620-23, consiste en averiguar el funcionamiento, la serie y sistema de operaciones que el hombre ejecuta cuando resuelve el problema. A ese sistema de operaciones llama Descartes la inteligencia (= el entender algo o ponerse en lo cierto), el «bon sens», la razón.
Las Regulae I, II y III no son, en rigor, sino la definición o delimitación de los términos que intervienen en el planteamiento del problema o cuestión del método —son, pues, un mostrar la necesidad de éste o que éste «es cuestión» para el hombre. La «cuestión» es ésta: se trata de hallar entre los modos de usar el intelecto y hacerlo caminar, el que indefectiblemente lleva a la certidumbre sobre algo. Este modo de ejercicio será el metódico y método la certidumbre sobre él. Ese modo de uso intelectivo se llama sensu stricto, «inteligencia», «bon sens», razón y sabiduría in universam.
Todo lo anterior es preparación de este planteamiento. Sobran en las tres Regulae antecedentes dos cosas que o no están justificadas al ser allí dichas o son francamente inoportunas todavía: una es la «sospecha» —«credendumque est…», 310— de que la inteligencia es una y sus resultados (los saberes, las ciencias) interdependientes, que no hay verdades singulares, solitarias —y la otra la aparición súbita en la II de la «experiencia» y la deducción, como únicas vías.
Otro punto que conviene dejar ahora claro es la determinación de qué ha demostrado o mostrado suficientemente Descartes y qué no, de cuanto avanza y va implicado en este planteamiento del problema del método —planteamiento que puede resumirse en la tesis: la ciencia es imposible sin método.
Las implicaciones son las siguientes:
1.º La ciencia tradicional —-salvo las matemáticas— es dudosa porque en ella pululan opiniones contrapuestas.
2.º En cambio las matemáticas son ciertas.
3.º La ciencia en su sentido propio, esto es, como ciencia de cosas es imposible si no se tiene antes la ciencia de la ciencia o de la inteligencia que permite conocer en todo momento «la distinción entre lo verdadero y lo falso» y llegar al conocimiento de todo. (Tal es la finalidad que constituye el método en su definición formal en Regulae, IV).
4.º Esto supone que hay un modo único en su esencia de conocer, de llegar a la verdad o, lo que es igual, que la diversidad de los objetos no puede producir una variedad de modos de conocer[11].
Descartes en las Regulae y en el Discurso ni muestra suficientemente ni menos demuestra ninguna de estas implicaciones. Pero alguna de ellas sí quedan mostradas y demostradas aduciendo textos de sus obras posteriores, textos de tipo tal que no representan necesariamente una evolución posterior a las Regulae del pensamiento cartesiano.
Empezando por el 4.º parece indudable que es un postulado de Descartes y que no insinúa fundamento alguno que lo sustente. Aun admitiendo la homogeneización de todos los problemas por caer en la cuenta de que son problemas entre ideas y a fuer de ideas, un minimum de identidad o comunidad de ser en el sujeto tienen que tener (véase páginas 2 a 4 de estas notas), no está dicho que el sistema de operaciones y de elaboración de esos problemas haya de ser idéntico. No está dicho que los problemas físicos se resuelvan lo mismo que los matemáticos ni que la verdad para los unos y los otros no contenga diferencias específicas. Lo propio acontece con los problemas biológicos, históricos, etcétera, y sobre todo con los metafísicos.
En un mismo párrafo —2 a 3— pero sin nexo suficiente enuncia esta implicación solemnemente como la «regla primísima» —219-20— (a saber, de la unidad idéntica de la inteligencia) y de la continuidad de las verdades o ciencias. Probablemente funde o confunde estos dos lados del asunto que son muy diferentes, tanto que no se ve cómo del uno puede Descartes pasar al otro. La continuidad del cosmos noetós es una cosa y otra la identidad de las funciones intelectuales en su elaboración de los problemas.
Más bien parece, pues, que ya en este primer paso tropezamos con una arbitrariedad de Descartes que consistiría en esto: no hallando ante sí más ciencia satisfactoria que la matemática, hace de ella la forma exclusiva de verdad y de inteligencia y consecuentemente busca los medios de matematizar todos los demás problemas. Por eso reduce la materia a extensión y la biología a mecánica. Pero ¿qué hace con los problemas metafísicos?