12 de septiembre de 1908
Londres, Inglaterra
Las campanas de Santa Margarita tocan una suave melodía que combina con la gentil belleza de la iglesia de piedra blanca de Portland del siglo XVI, enclavada entre la abadía de Westminster y el Parlamento. La música me calma los nervios hasta que el sonido metálico, estremecedor y masculino de la campana del Big Ben comienza a sonar para dar la hora. El sonido ahoga la sutil canción de Santa Margarita y por unos instantes me pierdo en la cacofonía de la competencia de las campanas y la persistencia de sus reverberaciones. Y después, de pronto, se hace un silencio inesperado, y una pausa extraña queda flotando en el aire.
—Llegó el momento, Clemmie —me susurra Bill.
Miro a mi hermano menor, resplandeciente en su uniforme naval, el único hombre que querría que me entregara en matrimonio, incluso aunque mi supuesto padre siguiera vivo, ya que lo conocí poco durante mi vida. El caballero alto y sereno sentado a mi lado apenas se distingue del joven muchacho, siempre el último de los hermanos Hozier en seguir la estela de mi madre mientras nos mudábamos de un lado a otro entre Inglaterra y Francia. Mientras que ella buscaba independizarse de las restricciones sociales y los acreedores con las constantes mudanzas, nosotros, los hijos, ansiábamos estabilidad y orden en cada nuevo hogar. Bill finalmente lo encontró en la Fuerza Naval, y me pregunto si yo la he encontrado por fin el día de hoy, con Winston.
Mi hermano está en lo correcto, por supuesto. Las campanas han dejado de repicar y nosotros debemos bajar del carruaje y atravesar la multitud de personas, fotógrafos y periodistas reunidos alrededor de Santa Margarita. Toda esta atención, que comenzó con el anuncio de nuestra boda, en un inicio fue terriblemente indeseable. Al principio me preocupaba que la atención fuera desagradable, que se señalaran las diferencias entre nuestra familia y otras familias aristocráticas. Las diferencias monetarias. Las diferencias en cuanto a la servidumbre. Las diferencias de las zonas en las que vivíamos y de las casas. Las diferencias de nuestros padres. Las diferencias de nuestras madres. Me aterraba lo que una mirada atenta e intrusa pudiese divulgar tras un escrutinio profundo. Pero con el paso de los días y el aumento de los artículos y las fotografías, comencé a entender que el público en general me veía a través de una lente del todo distinta a la que usaban mis pares. Para el mundo en general yo era hermosa y aristocrática, y provenía de un largo y antiguo linaje de la nobleza. Nadie parecía saber que alguna vez había vivido en un departamento sobre una pescadería de Dieppe, o que mi verdadera paternidad hubiera sido muy cuestionada. Los periodistas y la gente que se encuentra afuera de Santa Margarita solamente quieren echar un vistazo a la novia de la que ha sido llamada la boda más grande del año. Pero en este momento esa novia parece ser una persona distinta a mí, y yo soy incapaz de moverme.
—Clemmie, ¿me oíste? —dice Bill, un poco más alto.
Con lentitud, como si estuviera observándolo a través de una niebla, asiento.
—Muy bien. Yo saldré primero, después me daré la vuelta para ayudarte a salir del carruaje. —Me dirige la mejor de sus sonrisas mientras abre la puerta del carruaje—. No puedo permitir que la bellísima novia se caiga de bruces frente a todas estas cámaras, ¿o sí?
Su amable comentario quiere hacer que me despabile. Pero su ocurrencia está basada en un miedo real y siento el impulso de abofetear a Bill como si todavía fuera un niño pequeño. Pero en vez de eso alcanzo su brazo mientras salgo del carruaje, con los ojos entrecerrados por la luz del sol de la tarde de inicios de otoño y por los destellos de las incontables cámaras.
Una vez que piso el firme empedrado de la entrada de Santa Margarita, volteo a mi derecha para asegurarme de que mis damas de honor ya hayan bajado también de sus carruajes. Un alivio me inunda cuando veo el rostro sonriente de Nellie. Dudo que yo pudiera hacer frente a un solo minuto de este día sin que Nellie y Bill estuvieran a mi lado.
Detrás de Nellie están de pie mis otras cuatro damas de honor: la prima de Winston, Clare Frewen; mis primas, Venetia Stanley y Madeline Whyte; y mi querida amiga Horatia Seymour, cuyo padre había sido el secretario personal del primer ministro William Gladstone. En sus vestidos de satén ambarino, sombreros negros envueltos con rosas y camelias, y los ramos de rosas rosas, las chicas parecen piezas idénticas de un todo.
Mi estómago salta al ver a mi prima Venetia. Adoro a Venetia, pero su presencia me recuerda el drama que rodea a su mejor amiga, Violet Asquith, la hija de veintiún años del jefe de Winston, el liberal y nuevo primer ministro Herbert Henry Asquith. El año anterior a que Winston y yo nos conociéramos, él se había hecho amigo de Violet, quien había quedado cautivada por su intelecto y su astucia política. Dos días antes de nuestra boda, Violet, que se puso histérica al recibir la noticia de nuestro compromiso y mandó una carta a Venetia llena de vituperios contra mí, se había perdido durante un atardecer en el camino que bordea un peñasco de quince metros cerca del castillo Slain, que los Asquiths habían rentado para las vacaciones de verano. Cuando cayó la noche y seguía sin aparecer, su padre organizó un grupo de rescatistas con invitados, sirvientes y habitantes de la villa. Después de una búsqueda de cuatro horas en una noche sin luna, encontraron a Violet sana y salva en un terreno plano cerca del castillo, presta a dar una explicación de cómo se había resbalado y quedado inconsciente sobre las rocas filosas del peñasco. Desde que la noticia de este incidente llegó a Londres, la sociedad ha estado inquieta especulando si esta «caída» de Violet constituía un intento de suicidio, un accidente o un ardid intencional. No obstante, la presencia de Violet se cierne sobre nuestra boda, lo que, pienso yo, había sido su objetivo desde un principio.
Nellie se separa del resto de las damas de honor y camina a mi lado. Supongo que ha visto la expresión grave en mi rostro y creo que está a punto de darme un abrazo alentador y desearme lo mejor. En cambio, toma mi velo de tul y mi pequeña corona de capullos naranjas y me los acomoda. Me da un pequeño beso en una mejilla, justo antes de que el himno de bodas «Guíanos, Padre celestial, guíanos» empiece a sonar en el órgano de Santa Margarita. Es mi señal.
Sujeto los nardos blancos casi con tanta firmeza como con la que me aferro al brazo de Bill, y él y yo caminamos a través de las puertas de Santa Margarita. Cada banca de la vasta iglesia, adornada con flores blancas, como pedí, está repleta de invitados. Cuando Winston fijó nuestra boda un mes después de nuestro compromiso, casi pensé que había insistido en esa fecha —una época en que muchos aristócratas y miembros del Parlamento usualmente están fuera por vacaciones— para que sus detractores, aún dolidos por su cambio de partido político, no tuvieran oportunidad de desdeñar la invitación de forma rotunda. Sin embargo, por el gentío que llena Santa Margarita, parece que solo unos pocos decidieron no ir. Lo único que a mí me interesa es que Violet haya rechazado la invitación. No creo que yo fuera capaz de mantener un paso firme durante la marcha nupcial con sus ojos celosos y enfurecidos sobre mí.
Cuando entramos a la nave, los invitados estiran el cuello para vernos. Intento mantener la mirada fija en la ventana de vitrales detrás del altar enchapado en el extremo este de la iglesia —una verdadera obra de arte—, mientras Bill y yo avanzamos por el largo pasillo. Pasamos sin problemas por el primero de los muchos arcos góticos blancos que bordean el pasillo, hasta que reconozco entre la multitud al estimado ministro de Hacienda, David Lloyd George. Titubeo.
—Respira, Clemmie, respira —me susurra al oído Bill.
Como mi respiración no se hace más profunda ni mi paso más rápido, vuelve a susurrar, esta vez con una entonación que imita el tono escocés de mi abuela:
—Si no te apuras, te golpearé en las orejas.
Sus palabras llegan de manera tan inesperada y son tan poco apropiadas que comienzo a reírme. Me empiezan a temblar los hombros con el inicio de una gran y familiar carcajada, pero antes de que se me escape, Bill me pellizca el brazo.
—No te atrevas, Clemmie —susurra.
Recupero la compostura gracias a mi hermano. Continúo por el pasillo, asintiendo con la cabeza de manera ocasional hacia los invitados que reconozco. A medida que nos acercamos a la primera fila de bancas de la iglesia veo la mirada de la madre de Winston fija sobre mí. Su esposo, George Cornwallis-West, casi de la misma edad que Winston, y quien visiblemente se ausentó durante el fin de semana de mi propuesta matrimonial en Blenheim, no se ha molestado en voltear hacia mí. A diferencia de él, recibo una sonrisa cálida del hermano de Winston, Jack, guapo con su gran bigote, y de su nueva esposa, Goonie, cuyas facciones bellas y delicadas están enmarcadas por su cabello castaño oscuro y brillante. Mis familiares, un grupo pequeño en comparación con el de Winston, sonríen mientras me observan avanzar, incluyendo a mi augusta abuela, con su comportamiento usualmente imbuido de estoicismo inglés, y lady St. Helier, que me sonríe, encantada con el papel que desempeñó en todo esto. Incluso mamá, bellísima en su vestido de seda color púrpura adornado con un abrigo de piel blanco, está sonriendo, aunque pronto identifico una fuente de alegría mucho más probable que su hija. Ha reorganizado los asientos de la iglesia para que al lado suyo, en un lugar de máxima importancia, se encuentre Algernon Bertram Freeman-Mitford, el primer barón de Redesdale. Se trata del esposo de la hermana de mi madre, del que siempre se ha rumorado que es mi verdadero padre.
Bill aprieta mi brazo y entiende mi reacción sin decir una sola palabra. «No voy a permitir que mamá arruine mi día», me digo a mí misma mientras llegamos al altar. Y doy vuelta para mirar de frente a Winston.
A través de la nube de mi velo estudio a mi prometido. Al lado de su padrino de bodas de bigote prominente, lord Hugh Cecil, Winston luce más corpulento que alto, como lo veo en mi imaginación, pero eso no importa. El brillo de sus ojos y su media sonrisa están destinados exclusivamente para mí. Y con su ágil mente, sus ideales apasionados y el consuelo que encontramos el uno en el otro; él es mi hogar. El hogar que he buscado mi vida entera.
Nos sonreímos el uno al otro como dos niños golosos y la angustia del día se desvanece. Por un par de segundos somos solo él y yo.
Nuestro silencioso intercambio —el silencio de la iglesia completa— se interrumpe cuando el juez de paz, el obispo Welldon, se aclara la garganta intencionadamente. Como antiguo rector de Winston en Harrow, el obispo lo conoce bien y comienza un largo discurso sobre mi próximo esposo y la santidad del matrimonio. Me desespero al pensar que quizá ni siquiera me mencione en este discurso, el día de mi propia boda, pero al fin escucho mi nombre y la palabra esposa.
—La vida del hombre de Estado debe depender muchas veces del amor, de la sensibilidad, de la profunda comprensión y de la devoción de su esposa. La influencia que las esposas de nuestros políticos han ejercido en ellos para bien es un capítulo que aún está por escribirse en la historia de Inglaterra.
Winston y yo esperamos hasta que el obispo Welldon concluye su largo discurso, que parece más un monólogo que un sermón. Cuando Winston repite su compromiso con voz suave, veo lágrimas en el rabillo de sus ojos y tengo que controlarme para evitar lagrimear yo también. La ceremonia concluye con un beso breve que nos deja a mí y a Winston sonrojados y sonrientes el uno con el otro. Hasta que el obispo nos interrumpe una vez que decide que el altar de nuestro día de bodas es el lugar apropiado para tener una conversación con su antiguo estudiante.
Mientras yo espero cortésmente a que termine su inoportuna conversación, observo hacia la nave, sobre la cabeza de nuestros invitados, la ventana del vitral del lado oeste de Santa Margarita. Un retrato coloreado de la reina Isabel I me devuelve una mirada resuelta. La monarca más duradera del reino de Inglaterra nunca habría tolerado esperar de esta forma, y siento que casi me está regañando por permitirle al obispo restarme valor en mi día.
«Un capítulo no escrito» es como el obispo describe mi futuro, junto con «influencia… ejercida para bien sobre la vida de su esposo». ¿Será eso lo que todos esperan que sea en mi vida, una simple buena influencia para mi importante esposo? Puede que apenas cuente con veintitrés años y Winston tenga treinta y cuatro, pero mi vida no va a servir exclusivamente como fuente invisible de «comprensión y devoción» para mi esposo. En efecto, quiero escribir mi propio capítulo y ruego en silencio que Winston sea quien me entregue la pluma para hacerlo.