12 de septiembre de 1908
Londres, Inglaterra
Pasa una hora sobre el reloj de la repisa y aún estoy sometida a la ayuda de la sirvienta personal de lady St. Helier. Mientras se ocupa de mi cabello, haciendo que los pesados mechones castaños se acomoden en un elaborado copete, examino mi rostro en el espejo. Mis ojos almendrados y mi perfil, que han sido descritos por otros frecuentemente como «romanos» o «bien esculpidos», lo que sea que eso signifique, lucen igual que cualquier otro día. Sin embargo, el día de hoy no se parecen a ningunos otros.
Observo los minutos correr en el reloj, casi incrédula de que la mayoría de las mujeres que conozco pasen una significativa parte de sus días en alguna versión de este proceso. Desperdician horas mientras sus sirvientas las asisten para cambiarse un atuendo por otro, un peinado por otro, mientras van de una reunión social a la siguiente. El estilo de vida de mamá, errante y frecuentemente mezquino, hizo que yo tuviera que realizar todas las tareas de las sirvientas en las ocasiones en las que fui invitada a un evento que requiriera un atuendo formal y un peinado complejo, pero la mayoría de las veces yo usaba un sencillo blusón de cuello atado con corbata, una falda y un peinado básico. Ahora sé que, aun cuando mi vida futura como la señora Churchill me permitiera una gran cantidad de sirvientas personales, no quiero gastar mi tiempo de esta frívola manera.
Un destello de luz solar se refleja en el gran rubí del centro de mi anillo de compromiso. Muevo mis dedos, haciendo que la luz caiga y baile sobre las caras del rubí y de los diamantes que lo franquean, mientras recuerdo la propuesta de matrimonio de Winston. En el espejo veo una sonrisa que se curva en mis labios con el recuerdo.
A mitad del verano, las invitaciones para visitar a Winston en el palacio Blenheim, una de las casas más grandes de Inglaterra y la única que se designa palacio pese a no pertenecer a la realeza, comenzaron a llegar a raudales a nuestra casa, en las Villas Abingdon. Blenheim era de un primo y gran amigo de Winston, el duque de Marlborough, que se hacía llamar Sunny por uno de sus títulos —conde de Sunderland—, y Winston iba a pasar ahí parte del verano. Al principio me negué, no por una resistencia a verlo, sino por la desgracia de que yo no poseía los vestidos adecuados que se requerían para tan especial ocasión.
Sus invitaciones continuaron hasta que no pude rehusarme sin desairar al hombre de quien, de forma inesperada, me había vuelto tan cercana. Las cartas y las visitas de Winston en los últimos cuatro meses habían revelado que era una compañía maravillosa, nada cercano al áspero crítico que los periódicos decían que era. En las copiosas misivas que me escribió durante un viaje que hice a Alemania en compañía de mamá para traer de regreso a Nellie después de un tratamiento contra la tuberculosis, él rebosaba esa clase de entusiasmo e idealismo que también yo sentía hacia la política, la historia y la cultura. En su compañía me sentía atraída hacia la acción, como si me estuviera convirtiendo en un engrane esencial del núcleo de Inglaterra.
También compartía otra similitud con él: la sensación de soledad en el mundo. Ambos habíamos sido criados por madres poco convencionales y poco afectuosas: la mía, que había entrado en una unión desdichada con el coronel Henry Hozier antes de comprometerse en amoríos quizá más felices con varios hombres que procrearon a sus cuatro hijos, antes de divorciarse de mi padre, dejando nuestra crianza en manos de la servidumbre; y la suya, la exquisita heredera de nacionalidad estadounidense, lady Randolph Churchill, Jennie Jerome de nacimiento, cuyo número de amoríos competía con el de mamá, y quien dejó la crianza de Winston y de su hermano menor en manos de su querida niñera Everest. Nuestros padres —si es que pudiera llamársele así al exesposo de mamá, tomando en cuenta su incierto parentesco conmigo y nuestros escasos encuentros en los años que siguieron al divorcio— interpretaron papeles aún más nimios que los de nuestras madres; parece ser que lord Randolph, en particular, despreciaba abiertamente al mayor de sus hijos y durante el poco tiempo que pasaban juntos lo criticaba con frecuencia. Winston y yo habíamos sido abandonados a un estado de incertidumbre sobre nuestro lugar en la sociedad y en las relaciones. Pero, para nuestro placer y sorpresa, esa sensación desaparecía cuando estábamos juntos.
Mi nerviosismo por visitar Blenheim crecía mientras el tren atravesaba el verde paisaje con sus ondulantes colinas y se acercaba al palacio, del que se rumoraba desde hacía mucho que era uno de los más lujosos, fuera de las propiedades que poseía la familia real. ¿A qué me iba a enfrentar en esa magnífica casa? Winston no me había dado detalle alguno de los planes para el fin de semana, solo había mencionado que su primo estaría presente —aunque la esposa de este, Consuelo, no lo estaría, puesto que estaban divorciándose—, lo mismo que su madre, lady Randolph, a quien, como mamá se había encargado de recordarme, yo había conocido brevemente en varias situaciones sociales anteriores. Estaba emocionada de ver a Winston, aunque me sentía insegura por el resto de la compañía.
Una berlina llegó por mí a la estación, y tras recorrer un buen trecho del camino, el chofer gritó hacia mí:
—¡En breve atravesaremos las rejas de Ditchley, señorita!
Cuando miré por la ventana, una ornamentada reja de hierro forjado, flanqueada por una enorme entrada labrada en piedra, se alzaba frente a nosotros. Cuando un portero salió de una caseta para abrir la imponente entrada, vislumbré un largo camino bordeado por hileras de tilos, que atravesaba una vasta extensión plana. «Sin duda», pensé, «este debe ser el camino al palacio». Pero a medida que lo recorríamos, pasamos sobre un puente que cruzaba un lago serpenteante y luego por varias otras grandes construcciones, ninguna de las cuales parecía ser nuestro destino. «¿Cuándo llegaremos al palacio Blenheim?», me preguntaba. Mis nervios estaban tan tensos que me sentía a punto de reventar.
El chofer se volteó de nuevo y me gritó:
—¡Estaremos en la entrada principal en un momento, señorita!
«Ah», pensé, «gracias a Dios que ya casi estamos ahí». Me alisé la falda y me acomodé el cabello y el sombrero para asegurarme de que todo estaba en su lugar. La superficie del camino cambió, y di la bienvenida al crujido de las ruedas sobre las piedras como una señal de que al fin habíamos llegado al palacio. La berlina atravesó un pequeño arco tallado sobre una pared de piedra caliza, y mientras el carruaje se sacudía hasta detenerse, me preparé mentalmente.
Cuando por fin descendí de la berlina me encontré con un gran patio frente a la casa más grande que yo hubiera visto jamás. Un pórtico ancho y lleno de pilares se erguía en el centro, bordeado de estatuas y tallados de figuras bélicas, y dos vastas alas se extendían en mi dirección desde ambos lados. De la nada aparecieron cuatro sirvientes que se apresuraron hacia mí, tomaron mis maletas y me guiaron escaleras arriba, hacia las imponentes puertas principales de Blenheim.
Subí por los empinados escalones, con el corazón acelerado, tanto por el esfuerzo como por la emoción, y las puertas del gran salón se abrieron mágicamente mientras yo me acercaba. Tan pronto como entré vi que Winston estaba de pie entre una fila de amigos y familiares —o al menos supuse que eran amigos y familiares, ya que lady Randolph se encontraba cómodamente entre ellos—, debajo del enorme arco, en los lejanos confines del salón, que parecía interminable, y todos me esperaban para darme la bienvenida. Los únicos que faltaban eran el querido hermano de Winston, Jack, y su nueva esposa, lady Gwendoline Bertie —cariñosamente apodada Goonie—, quienes se habían casado hacía poco y estaban de luna de miel. ¡En nombre del cielo!, ¿qué tenía planeado Winston?
Mis tacones resonaron a través de la vasta extensión de losas de mármol negro y blanco mientras caminaba hacia mis anfitriones. Me estremecí cuando el sonido ocasionó el eco bajo el techo adornado con frescos, de unos veinte metros de altura, y alrededor de los enormes pilares que soportaban los arcos abovedados que revestían el salón. La amplia sonrisa de Winston no flaqueó una sola vez, y mi mirada se concentró en su rostro radiante en lugar de en las intimidantes obras de arte, esculturas y armas antiguas entre las que pasé, elementos todos de la historia familiar de Winston.
Dio un paso al frente y colocó una mano firme y tranquilizadora sobre la mía, mientras me presentaba a quienes no conocía: su primo Sunny, su cercano amigo personal y político F. E. Smith y su esposa, y un secretario de la Cámara de Comercio, entre ellos. Después insistió en que me retirara a mi habitación para prepararme para la cena y que me llevara a dos de las sirvientas de su madre. Me sonrojé cuando me di cuenta de que alguien en su grupo debió haber notado que yo no tenía una sirvienta personal y que él se había apresurado a resolver mi vergüenza.
Mientras las sirvientas desempacaban mis maletas di un paseo alrededor de la habitación de techos increíblemente altos adornada con una cama con dosel japonés de cuatro postes; me asombró encontrar la chimenea encendida pese al cálido clima de agosto, una indulgencia innecesaria. En apenas unos minutos las sirvientas se acercaron a mí con peines, cepillos y horquillas, listas para crear un peinado de moda con mi chongo simple. Quizá concentraron sus esfuerzos en mi cabello cuando se dieron cuenta de que había muy poco que hacer con mi limitado guardarropa.
Desde el momento en que crucé la puerta hacia la sala del comedor de Estado, pasando los largos murales y tapices que celebraban los éxitos militares de Marlborough y los retratos familiares de celebrados artistas, como sir Joshua Reynolds, John Singer Sargent y Thomas Gainsborough, fui incapaz de recordar a la joven mujer equilibrada y conversadora que había sido con Winston durante los últimos meses. Me sentía como una impostora en su mundo. Me sentí intimidada por los constantes recordatorios de la importancia histórica de los Churchill y por las bromas cómodas entre Winston, su madre y Sunny, así que me permití retraerme y mantenerme al margen. Era un viejo hábito de los días en que Kitty seguía viva y yo miraba desde las sombras cómo mi hermosa hermana podía mantener cautivada una habitación entera con su inteligencia y encanto.
Cuando los hombres y las mujeres se separaron después de cenar, Winston se me acercó. Temí que expresara preocupación, incluso decepción, por mi silencio durante la comida, pero en cambio me pidió perdón.
—Mi querida Clementine, ¿podrás disculparme por monopolizar la conversación durante la cena? Hablé muchísimo con mi madre y Sunny, no hubo manera alguna de que participaras.
Intenté recordar la naturaleza exacta de su larga discusión, ya que me habían distraído un poco los muebles y los frescos del salón de la cena. La charla se había centrado en la inminente reunión entre el rey Eduardo y el káiser Guillermo sobre el crecimiento del tamaño de la flota naval de Alemania, y yo busqué un comentario apropiado.
—Por favor, Winston, no es en lo más mínimo necesaria una disculpa. Estaba intrigada por tus reflexiones sobre la expansión naval y los esfuerzos de Alemania por rivalizar con la Fuerza Naval Inglesa. Estoy completamente de acuerdo en que nuestro país debe mantener su dominio y no permitir que Alemania nos rete.
Una amplia sonrisa envolvió su rostro entero.
—Esa es una de las cosas que amo de ti, Clementine. A diferencia de la mayoría de las mujeres jóvenes, cuyos párpados se cerrarían durante tal conversación, tú escuchas, entiendes y te vinculas con los temas importantes de nuestros días. Tu intelecto es muy atractivo, como lo es la nobleza de tu pensamiento.
Aunque entendí y aprecié que me había hecho varios halagos, mis pensamientos se fijaron en una sola palabra: amo. ¿Había dicho él «amo»? Ninguno de nosotros había usado esa palabra anteriormente. No respondí —no podía—, solo asentí y lo miré con ojos bajos.
—Digo que —anunció con lo que era su técnica para susurrar, en absoluto silenciosa—, vayamos a caminar por los jardines de rosas de Blenheim mañana temprano, para que veas si justifican su reputación. También puedo prometerte una visión panorámica del lago.
—Me encantaría —contesté.
—Maravilloso —dijo él, estirándose para acariciar suavemente mi mano—. ¿Digamos a las diez de la mañana en el desayunador?
Asentí y nos dimos las buenas noches. Sentí mi paso más ligero y estaba un poco embelesada cuando me reuní con lady Randolph y lady Smith para el postre, con la esperanza de rectificar la impresión deslucida que había causado anteriormente en ellas.
A la mañana siguiente dieron las diez de la mañana, y las once se acercaban rápidamente sin que Winston apareciera, ni nadie más en su lugar. ¿Dónde, por el amor de Dios, podría estar? ¿No habíamos acordado dar una vuelta por los jardines de rosas a esa hora? Yo ya había comido del copioso banquete que se ofrecía, seleccionando huevos escalfados, fresas de verano con crema y un té fuerte, y estaba de pie frente a una fila de ventanas, mirando por encima de los arreglados jardines de Blenheim, cuando alguien finalmente entró al desayunador.
Al dar la vuelta ante el sonido de los pasos esperaba encontrar a un Winston avergonzado. En cambio, un conmocionado Sunny estaba de pie bajo el arco de la entrada del desayunador, y su expresión me dijo todo lo que necesitaba saber sobre el paradero de Winston, pues él ya me había confesado su hábito de trabajar hasta la luz del alba para después descansar hasta el mediodía. Winston seguía dormido. Yo estaba furiosa con él por ponerme en esta posición incómoda. Comencé a caminar para salir de la habitación sin decir una palabra, sin importar que estuviera frente al duque de Marlborough.
—Señorita Hozier, he sido enviado a invitarla a dar un paseo por la propiedad —me dijo Sunny, cubriendo a su querido amigo y primo—. Winston ha quedado inevitablemente preso. El trabajo, como usted sabe. —Mi rostro debió registrar mi incredulidad, pero Sunny continuó abriéndole camino—. Él espera que puedan reunirse mejor a la una de la tarde. Debería haber acabado su trabajo para entonces, y de todos modos es la hora ideal para observar las rosas.
La brecha entre la manera como quería actuar y la manera como debía hacerlo se hizo más ancha. Aunque me sentía humillada, era una invitada del estimado hombre que estaba de pie frente a mí, y sentía un cariño profundo por el que seguía dormido. Decidí contestar cordialmente, pero dejar en claro mis expectativas.
—Eso sería encantador. Pero ¿puedo suponer que veré a Winston en el gran salón a la una en punto?
Sunny me vio directamente a los ojos con una mirada que me pareció de aprecio. Con un asentimiento empático, dijo:
—Se lo puedo prometer.
Cuando descendí por la gran escalera de mármol adyacente al gran salón un minuto después de la una, Winston ya estaba esperándome, y su rostro mostraba esa expresión avergonzada que yo había imaginado unas horas antes. Mientras me acercaba, me enderecé para resaltar mis 1.70 metros de estatura, lo que me hacía un poco más alta que Winston. Quería que entendiera que esperaba de él respeto y consideración.
Tomó mis manos entre las suyas y dijo:
—Siento como si siempre estuviera pidiéndote disculpas.
—A veces lo haces cuando no es necesario —contesté, queriendo que él entendiera con mi énfasis en «a veces» que esta no era una de esas ocasiones.
—Aun así, mi comportamiento requiere que haga ciertas enmiendas —medio afirmó, medio preguntó.
—Sí —dije, pausando para dejarlo a la espera de mi veredicto—. Pero te disculpo.
Su alivio fue audible.
—¿Nos aventuramos hacia los jardines?
Sonreí para indicar que el incidente había quedado atrás y caminamos a la parte trasera del palacio, atravesando una puerta común y corriente que llevaba a un cerro. Con mi mano en su brazo salimos hacia la luz dorada de la tarde de verano. Mientras paseábamos por su extensión hacia un camino bien delineado, Winston me compartió algo de la historia de la creación del palacio Blenheim y sus alrededores, que fueron entregados por la reina Anna al primer duque de Marlborough, en 1704, como un agradecimiento por guiar a los ingleses hacia la victoria sobre los franceses.
—Se dice en mi familia que, a petición del cuarto duque de Marlborough, el arquitecto paisajista Capability Brown acordó realizar el trabajo de diseñar el parque de Blenheim, en 1763, con la esperanza de terminar el proyecto en tan solo un par de años. Se quedó diez.
—¿Capability? Qué nombre.
—Pobre tipo. Su nombre real era Lancelot, aunque no entiendo por qué pensó que era mejor que lo llamaran Capability.
Estallé en una risa franca que Nellie y Bill con frecuencia me decían que era una carcajada. Mamá odiaba mi risa y con frecuencia me advertía que la moderara en público. Pero Winston se rio conmigo, y yo presentí que él, de hecho, disfrutaba mi poco delicado rugido.
Continuó.
—Para el momento en que el pobre Capability acabó había plantado miles de árboles, creando un verdadero bosque que parece perfectamente natural, pero que de hecho es un hábil artilugio. Con un uso inteligente de diques creó también el Gran Lago, que puedes ver a tu derecha, y la Gran Cascada, una de las más exquisitas que yo haya visto jamás. Tendremos que explorar esa parte otro día.
—Eso sería maravilloso. Los jardines son imponentes, Winston —dije, apretando su brazo—. Y están maravillosamente conservados, aun cuando fueron creados en el siglo XVIII.
—Bueno —dijo él, aclarándose la garganta—. El crédito de la restauración de los alrededores de Blenheim puedes otorgárselo a Sunny. Estaban en un estado deplorable hasta que él se hizo cargo.
«Con el dinero de Consuelo», pensé en silencio. Había escuchado rumores, por supuesto, sobre la historia del matrimonio de Sunny con la heredera estadounidense Consuelo Vanderbilt, quien se casó con él en 1885, ante la insistencia de su madre. Ninguno de los dos sentía cariño particular por el otro, y para 1906 el fin de su vínculo había sido inevitable. Pero pese a que los periódicos publicaban reportajes malintencionados sobre su separación, Sunny me parecía un tipo afable, y Winston sencillamente lo adoraba.
Paseamos tranquilamente por el camino en un cómodo silencio. Winston señaló un área del lago donde había pescado su primera presa, con la ayuda de su querida nana Everest. Aunque Blenheim le pertenecía a Sunny, y no a Winston, su apego a la propiedad era inconfundible. Su historia personal se entretejía con ella. Él había nacido en esa casa, después de todo.
Ninguna casa ejercía tal poder sobre mí. De vez en cuando el aspecto de una casa o de otra podía recordarme alguna de las que habíamos alquilado en Londres, o la casa de Dieppe que habitamos durante casi un año. Pero estas eran casas, no hogares, residencias temporales que eran descartadas cuando mamá quería pasar una temporada fuera. O cuando una nueva relación requería un cambio de escenario.
Un rayo fucsia y carmesí apareció cuando doblamos una curva del camino. Mi mano soltó el brazo de Winston y caminé hacia un rosal robusto y lleno de flores abiertas. Al inclinarme para inhalar el aroma poderoso y fragante sentí el brazo de Winston deslizarse por mi cintura encorsetada y temblé de placer. Nunca antes me había tocado, excepto mi mano y mi brazo, a menos que estuviéramos bailando. Y eso, por supuesto, había ocurrido frente a la mirada de la sociedad.
De pie, di la vuelta para mirarlo. Sus mejillas se sonrojaron, más que cuando estábamos caminando.
—Clem, Clem… —tartamudeó, un rasgo que surgía en él cuando se ponía nervioso.
Sin previo aviso, sin siquiera una sombra originada por nubes oscuras, sonó el rugido de un trueno. Ambos miramos hacia arriba. Una formidable masa negra se había formado al norte y amenazaba con cubrir el cielo.
Tomó mi mano.
—Lo mejor será que caminemos aprisa de vuelta a la casa. Estas tormentas de verano pueden ser feroces.
Tomados de la mano, comenzamos a caminar rápidamente hacia Blenheim por el camino que habíamos recorrido cuesta abajo apenas unos momentos antes. ¿Qué era lo que Winston había estado a punto de decir? Parecía que iba a ser algo importante, a decir por sus mejillas sonrojadas y el tartamudeo de mi nombre. ¿Sería posible que hubiera planeado decirme sus intenciones? «Sin duda es demasiado pronto para una propuesta de matrimonio», pensé. Apenas nos conocíamos desde hacía unos cinco meses, un cortejo de palabras escritas en cartas intercaladas con varias visitas, siempre en compañía de otros y con frecuencia interrumpidas por viajes, el mío a Alemania y los de él a locaciones mucho más lejanas, exigidos por el trabajo.
La lluvia cayó desde las nubes con suavidad al principio y después se convirtió en un torrente. Corrimos por el camino hasta que Winston me jaló de la mano y nos desviamos hacia una pequeña estructura. Me di cuenta de que era un templo griego no muy grande, con cuatro columnas jónicas que sostenían en lo alto un frontón triangular. Había una banca de mármol entre ellas y Winston me hizo un gesto para que me sentara.
—El templo de Diana —me explicó con un ademán de la mano que recorrió el interior de la pequeña estructura, decorada con placas de piedra con imágenes de la diosa, mientras se sentaba a mi lado—, construido como una locura a finales del siglo XVIII para la diosa romana de la luna, la caza y… y… —su tartamudeo tomó el control brevemente antes de que pudiera terminar— la castidad.
Winston me entregó un pañuelo y soltamos una risita mientras nos secábamos el rostro. La lluvia caía a mares sobre el techo del templo y nosotros nos relajamos en el cobijo de sus muros. El templo ofrecía una buena vista del Gran Lago a través de los árboles, pero en vez de comentar algo al respecto, guardé silencio. Esperaba que Winston regresara al tema que previamente había interrumpido.
Una araña se arrastraba por el suelo del templo lleno de hojarasca y yo me concentré en su camino no lineal para calmar mis nervios. De reojo noté que las mejillas de Winston estaban de nuevo encendidas, pero decidí quedarme en silencio y esperar a que él hablara primero.
Finalmente se aclaró la garganta.
—Clementine.
Alcé la mirada del suelo y encontré sus ojos.
—¿Sí? —dije, con una sonrisa cálida y un gesto alentador.
—Desde que era niño he tenido un certero presentimiento de que mi futuro y el de la Gran Bretaña están conectados de forma indisoluble. De que en algún momento me llamarían para rescatar a nuestra nación en tiempos de tremenda confusión. —Sus mejillas enrojecieron aún más—. Probablemente creas que tengo un delirio de grandeza y quieras salir huyendo de aquí.
Me apresuré a reiterarle mi apoyo, con cuidado de no revelar mi decepción ante lo que, me quedaba claro, no podía ser el preludio de una propuesta matrimonial.
—En absoluto, Winston. Admiro tu compromiso con nuestro país.
Apenas me permití pensar en lo emocionante que sería, si es que algún día nos casábamos, comprometerse en esta gran tarea con él. Deseaba profundamente la resolución de un matrimonio tradicional y estable con este hombre, tan distinto al vacío de la vida bohemia que mamá llevaba con sus constantes cambios de vivienda, finanzas y atención, producto de los caprichos de su variada lista de relaciones. Sin mencionar lo significativa que sería una vida con Winston, comparada con la de los otros hombres con quienes me había comprometido antes.
El rubor de sus mejillas se desvaneció y volvió a su natural blancura.
—Ay, Clementine, me siento tan aliviado de que lo entiendas. Espero que también entiendas mi necesidad de tener a una mujer fuerte y noble a mi lado —me dijo con una mirada de esperanza.
Parecía estar esperando una respuesta, pero yo no era capaz de contestar. Creí que estaba ideando alguna clase de petición, incluso me atreví a esperar que me propusiera matrimonio. Pero declarar la necesidad de «tener a su lado una mujer fuerte y noble» difícilmente se equiparaba a pedir la mano de alguien. De cualquier manera, no quería desalentarlo, en caso de que hubiera una propuesta escondida en sus palabras, así que volví a hacerle un gesto de aliento y esperé en silencio.
Volvió a aclararse la garganta y empezó a hablar.
—En estos últimos meses me he encariñado mucho contigo. Más que eso, mucho más. Me atrevo a decir que me he enamorado de ti, Clementine. —Hizo una pausa, después, con un brillo en los ojos, preguntó—: ¿Será que sientes lo mismo?
Por fin había dicho las palabras que tan largamente había esperado oír. Examiné a este hombre, una década más grande que yo y un miembro importante, aunque controversial, del Parlamento, y vi a la persona sensible que había debajo de su coraza exterior, un hombre que entendía y compartía conmigo la sensación de ser distinto. En ese momento supe con total certeza que podía construir una vida con él. No sería una vida sencilla —no, sería una vida de esfuerzo y ambición—, pero podía ser importante y repleta de sentido.
—Sí, Winston —contesté, sintiendo cómo se me ruborizaban las mejillas con una oleada de emociones. En mis dos compromisos fallidos nunca, ni una vez, confesé amor por esos caballeros, puesto que nunca sentí una oleada de emociones por ninguno de ellos. Lo que sentía por Winston era completamente diferente y mucho más poderoso.
—Ay, Clementine, no puedes saber lo feliz que me haces. —Tomó mi mano entre las suyas y respiró profundo—. Sé que nuestro noviazgo ha sido breve, pero me pregunto si me harías el honor de convertirte en mi esposa. No será un matrimonio ordinario, sino uno magnífico.
Sin esquivar su mirada intensa, contesté sin dudarlo:
—Seré tu esposa, Winston Churchill.