Capítulo dos

12 de septiembre de 1908

Londres, Inglaterra

El reconfortante aroma del té recién hecho llega a mi nariz, y dejo que el vapor me caliente el rostro y las manos. Nellie no me ha presionado para que conteste a su pregunta; todavía no. Sé que pronto insistirá en que le explique el porqué de mi inesperada visita; pero, por ahora, me entrego al silencio temporal de la habitación de visitas. Estos momentos de silencio a solas con mi hermana, aquí en casa, podrían ser lo que necesito para pasar este día.

—¿No estarás pensando en cancelar la boda, Clemmie? —Nellie interrumpe el silencio con un susurro trémulo. Ninguna de las dos desea despertar a un solo miembro de la casa, y menos aún a mamá.

—No, no, Nellie —le susurro, alcanzando su mano. Mis nudillos rozan la mesa en la que mi hermana y yo solíamos pasar horas cosiendo para el negocio de confección de nuestra prima Lena Whyte, lo cual tuvimos que hacer para ayudar con los gastos del hogar.

El alivio suaviza su rostro. No me había dado cuenta del terror que le provocaba la idea de que yo pudiera cancelar esta boda. Había sido cruel de mi parte no justificar mi presencia desde el principio.

—Nada de eso, querida. Solo necesitaba la familiaridad de mi hogar por un momento, para calmar mis nervios.

—¿Nervios de qué? ¿De la ceremonia de bodas? ¿O del hombre con el que te casarás? —Nellie, mi hermana menor y gemela de mi único hermano, me sorprende con su astucia. Por mucho tiempo la había considerado joven e inexperta, ni siquiera cercana a la confidente que mi indomable hermana mayor, Kitty, habría sido si hubiera vivido más allá de los dieciséis años, si mi bella, valiente hermana no hubiera sucumbido a la tifoidea. No debería haber subestimado a Nellie.

Su pregunta despierta un recuerdo de cuando conocí a mi pretendiente. Fue una noche, en la mansión de lady St. Helier, el mismo lugar del que acabo de huir. Al principio había declinado la invitación de mi benefactora a cenar, en aquella fría noche de marzo. Mis vestidos apropiados para esa ocasión requerían algunos remiendos, y no tenía guantes blancos limpios. Me lamenté con mamá. Honestamente, mi larga tutoría de francés me había dejado exhausta, pero no me atreví a hablar con franqueza, pues mamá detestaba cualquier recordatorio de que nosotras, las chicas, necesitáramos contribuir al mantenimiento de la casa. Ella prefería creer que su título y su herencia aristocrática mágicamente nos proveerían los fondos para tener casa, comida y sirvientes; esto era una contradicción extraña con su fuerte perspectiva bohemia sobre la maleabilidad del compromiso matrimonial y su clara entrega a sus relaciones extramaritales y a otras cosas más, que ciertamente no incluían preocuparse por nosotros, sus hijos. Ella no iba a admitir excusa alguna para declinar una invitación de mi generosa y rica mecenas, quien era su tía, y además adoraba ayudar a las jóvenes a ingresar a la alta sociedad. Así que mamá me prestó sus propios guantes y el sencillo vestido de princesa de satén blanco de Nellie; y asistí diligente, aunque llegué un poco tarde a la cita.

Aun así, el invitado que estaba a mi derecha no había terminado de presentarse cuando la servidumbre sirvió el segundo de los cinco platillos. Había empezado a desesperarme con la conversación sobre los aburridos informes del clima de los que hablaba el anciano, a mi izquierda, cuando la puerta del salón se abrió de golpe. Antes de que el mayordomo pudiera anunciar al invitado tardío, un hombre de rostro redondo con una media sonrisa algo tímida entró, ofreciéndole sus disculpas a lady St. Helier, antes de sentarse a mi lado en la ornamentada silla. Mientras las patas de su silla chirriaban ruidosamente contra la duela —lo cual ahogó la voz del mayordomo, que anunciaba su nombre—, el hombre llamó mi atención. Sus mejillas conservaban la suavidad de la infancia, pero en su frente pude ver las profundas marcas que dejan las preocupaciones adultas.

¿Quién era este caballero? Me pareció familiar, aunque no podía ubicar su rostro. ¿Lo habría conocido anteriormente en algún evento social? Habían sido tantos.

—Señorita, lamento cualquier contratiempo que mi demora le hubiera causado. Un asiento vacío en una cena formal no es un asunto sencillo de arreglar. Por favor, discúlpeme —dijo, mirándome a los ojos de una forma tan directa que me perturbó.

Desacostumbrada como estaba a tal forma de franqueza, la sorpresa me precipitó a una contestación brusca.

—No hubo tal inconveniente, caballero. Yo arribé tan solo un momento antes que usted, pues el trabajo retrasó mi llegada—. De manera inmediata lamenté mis palabras, puesto que las chicas de mi clase no debían tener un empleo.

Me miró perplejo.

—¿Tiene usted una profesión?

—Así es —contesté, un poco a la defensiva—. Soy instructora de francés. —No me atreví a mencionar la labor de costureras que también realizábamos Nellie y yo, aunque generaba buena parte de nuestro ingreso.

Sus ojos brillaron con entusiasmo.

—Eso es… eso es maravilloso, señorita. Tener un oficio y conocer algo del mundo es invaluable.

¿Lo decía en serio o se estaba burlando un poco? No supe cómo responder, así que decidí hilar la conversación con una respuesta inofensiva.

—Si así lo dice usted, señor.

—Claro que lo digo. Es refrescante. Y su inmersión habitual en el idioma francés y su cultura… ah, estoy celoso de eso. Siempre he sentido una sincera apreciación por las contribuciones culturales y políticas que Francia ha hecho a Europa, en particular el fomento a la libertad personal y los derechos del hombre.

Parecía honesto, y sus puntos de vista coincidían con los míos. Me arriesgué y respondí de la misma forma.

—Estoy completamente de acuerdo, señor. Incluso consideré estudiar el idioma francés, la cultura francesa y su política pública en la universidad. De hecho, la directora me alentó a hacerlo.

—¿En serio? —De nuevo, parecía sorprendido, y me pregunté si había sido demasiado franca sobre mis ambiciones juveniles. Yo no conocía a este hombre ni su visión del mundo.

Suavicé mis aspiraciones con un sentido del humor amable.

—Sí. Aunque al final tuve que conformarme con pasar un invierno en París, en donde asistí a algunas clases en la Sorbona, visité galerías de arte y cené con el artista Camille Pissarro.

—No es un consuelo menor —me respondió sonriéndome; sus ojos se detuvieron en los míos. ¿Imaginaba yo un atisbo de respeto en sus ojos azul claro? Bajo las tenues luces de las velas, el color de su iris pasaba de un aguamarina pálido al tono que adquiere el cielo cuando amanece.

Nos quedamos en silencio durante un instante, y pareció como si el resto de los invitados —una ilustre mezcla de figuras políticas, periodistas y una que otra peculiar heredera estadounidense— hubieran llegado también a una pausa en sus conversaciones. O quizá habían estado escuchándonos en silencio todo este tiempo. Me di cuenta de que había estado tan absorta en la plática con mi compañero de mesa que casi me había olvidado de los otros comensales.

El caballero tartamudeó por un momento, y para evitar la vergüenza regresé al pollo sobre mi plato, que para ese entonces ya se había enfriado bastante. Sentí sus ojos sobre mí, pero no le regresé la mirada. Nuestro intercambio había sido inusualmente personal para un primer encuentro, y ahora yo no sabía qué decir.

—Discúlpeme, por favor, señorita. —Sus palabras llegaron inesperadamente.

—¿De qué, caballero?

—Por mi injustificable olvido de modales.

—No sé de qué habla.

—Una mujer como usted merece todas las cortesías. Me doy cuenta ahora de que no le ofrecí ni siquiera la más mínima presentación más allá del anuncio del mayordomo. Esto es particularmente intolerable, siendo que llegué demasiado tarde para las formalidades habituales. ¿Me permitiría presentarme?

Asentí ligeramente con la cabeza, preguntándome a qué se refería con «una mujer como usted». ¿Qué clase de mujer creía que era yo?

—Mi nombre es Winston Churchill.

«Ah», pensé con sobresalto. Eso explicaba por qué me era familiar su apariencia. Aunque yo recordaba que me lo habían presentado de manera fugaz varios años antes, no conocía su rostro por esa reunión social anterior, sino por los periódicos. El caballero sentado junto a mí era un prominente miembro del Parlamento y se rumoraba que pronto se convertiría en el presidente de la Cámara de Comercio, lo cual haría de él uno de los miembros más importantes del gobierno. Su ascenso en los rangos del liderazgo estuvo plagado de controversias, pues unos años atrás había pasado del partido conservador al liberal, favoreciendo el libre intercambio y un gobierno más activo en cuanto a las leyes que protegían el bienestar de los ciudadanos. Esto ocasionó una cobertura constante en los periódicos, incluyendo una larga entrevista en el Daily Chronicle a cargo del autor de Drácula, Bram Stoker, un par de meses antes.

Si recordaba correctamente, algunos años atrás este señor Churchill, de hecho, había votado a favor de la ley del sufragio femenino, un asunto muy importante para mí. Durante mis años en la Escuela para Señoritas de Berkhamsted, la directora, Beatrice Harris, me infundió el gusto por la independencia femenina. Sus lecturas sobre el movimiento sufragista llegaron a oídos interesados pues, como yo había crecido con una madre que profesaba creencias no conformistas, pero que al mismo tiempo se apoyaba en su estatus aristocrático y sus contactos para mantenerse económicamente, quería abrirme un camino de propósitos y, de ser posible, de independencia. Y ahora, sentado a mi lado estaba uno de los pocos políticos que había apoyado públicamente el primer esfuerzo por el sufragio femenino. De pronto me sentí bastante nerviosa, pero al mismo tiempo entusiasmada.

El resto de la mesa se había quedado en silencio, pero mi compañero no pareció notarlo, porque se aclaró la garganta ruidosamente y continuó.

—Espero que el nombre de Winston Churchill no la espante. Estos días soy un paria en la mayoría de los hogares.

Un calor intenso se extendió por mis usualmente pálidas mejillas, no por sus palabras, sino por la preocupación de que mi ignorancia sobre su identidad me hubiese llevado a cometer alguna tontería. «¿Había dicho algo poco apropiado?», me pregunté mientras revisaba rápidamente nuestro intercambio. No creía haberlo hecho. De haber estado en mi lugar, Kitty habría manejado esta interacción con aplomo y humor en vez de con mis silencios incómodos y mi nerviosismo.

Me decidí por una respuesta.

—No, caballero, para nada. Encuentro su perspectiva bastante cercana a la mía y quedo encantada de conocerlo.

—No tan encantada como para decirme su nombre, supongo.

Mis mejillas ardieron aún más.

—Soy la señorita Clementine Hozier.

—Es un verdadero placer, señorita Hozier.

Sonrío al recordar esto. Antes de que pueda responderle a Nellie, su gemelo, Bill, entra a la habitación. Bill es mi hermano menor y aún conserva lo desgarbado de un muchacho de escuela, pese a su puesto como oficial de la Marina Real. Está a punto de morder una manzana enorme que cae de inmediato al suelo cuando me ve.

—¿Qué diablos haces aquí? Espero que no estés esquivando otro compromiso.

Poniéndome de pie, golpeo su brazo por la referencia no a uno, sino a dos prometidos míos abandonados —Sidney Cornwallis Peel, el nieto del ex primer ministro, sir Robert Peel, y Lionel Earle—, hombres con títulos nobiliarios o posiciones que prometían seguridad financiera, pero con quienes vislumbré una vida de serio decoro y escasas esperanzas de realizar un propósito personal. Aunque rehuí de la vida poco convencional que llevaba mi madre, entendí que no podía comprometerme con ninguno de estos buenos caballeros simplemente en nombre de la propiedad, pues yo anhelaba una vida significativa y, me atrevo a pensarlo, emocionante, aunque el decoro fuera un aliciente poderoso.

Nellie, Bill y yo estallamos en risas, y me siento extraordinariamente ligera. La pesada sensación de aislamiento que había sentido en las largas horas antes del amanecer se desvanece, y en la presencia de mis hermanos la marcha nupcial a mi nueva vida deja de parecer un viaje infranqueable. Hasta que mamá entra a la habitación.

Por primera vez desde que soy capaz de recordarlo, mamá se queda en silencio. No hay sermones prejuiciosos sobre sus temas preferidos, no hace una corrección en público de los errores que percibe, no hay un comentario hecho casi en voz baja pero audible sobre conocidos burgueses. Y, aún más increíble, soy yo —la menos favorecida y constantemente ignorada de todos sus hijos— quien ha dejado sin palabras a lady Blanche Hozier, quien nunca se amedrenta.

Nellie, la favorita, brinca en defensa mía.

—Clemmie vino solo para tomar el té y visitarnos brevemente, mamá.

Mi madre se yergue a toda su altura y encuentra su voz. Con un tono estridente y burlón, dice:

—¿Una visita? ¿Al amanecer? ¿En la mañana de su boda?

Nadie contesta. Tales preguntas no se formulan para ser contestadas.

Con su cabello rubio en mechones desaliñados adornando su todavía bellísimo rostro, nos observa fijamente por turnos a cada uno, y hace aún otra crítica disfrazada de pregunta retórica.

—¿Puede alguno de ustedes pensar en algo menos apropiado?

Casi resoplo riéndome de nuestra madre bohemia, que nunca sigue las restricciones de la sociedad, la Iglesia o la familia, pero que duda de la propiedad del comportamiento de sus hijos. Ella, cuyo comportamiento desde hace mucho ha ignorado las tradiciones del matrimonio y la crianza de los hijos debido a sus amoríos múltiples y simultáneos y sus largas ausencias. Y nosotros, quienes nos aferramos a la convención como si fuera una balsa de supervivencia en el mar del carácter tempestuoso de nuestra madre.

Al mirar de reojo a Nellie y a Bill reconozco las expresiones de vergüenza que comienzan a formarse en sus rostros, y me recuerdo a mí misma lo que significa este día. Para mí, para mi familia. En vez de someterme a la irritación de mamá y de esperar a que un remordimiento disipe su mal humor, hago que aparezca en mi propio rostro un aire de diversión. Hoy asumiré una responsabilidad poderosa, y este es mi primer esfuerzo por demostrar que el equilibrio ha cambiado.

—Por supuesto que no te molesta que tu hija haya hecho un breve viaje atravesando la ciudad para ver a su familia en la mañana de su boda, ¿verdad, mamá? —pregunto con una sonrisa. Intento sonar como la abuela, también llamada lady Blanche, quien, como la Stanley de Alderley residente del castillo Airlie que era, encarnó todas las cualidades de fuerza y asertividad por las que son conocidas las matriarcas Stanley, incluyendo la educación femenina. No es que mamá siguiera sus pasos en cuanto a sus creencias personales, ella es poco ortodoxa en todos los temas, menos en lo que se refiere a la educación femenina. No puedo entenderlo, pero supongo que se debe a que la atención de mamá se centra en sus relaciones con los hombres, quienes en su mayoría consideran vulgar la educación femenina.

Al principio mamá no contesta, desacostumbrada como está a que se le rete. Finalmente habla con un tono forzado y pausado.

—Claro que no, Clementine. Pero en una hora pediré que una berlina te recoja y te lleve de vuelta a casa de lady St. Helier para que te alistes. Después de todo, habrá más de mil personas observándote caminar por el pasillo nupcial.