Capítulo uno

12 de septiembre de 1908

Londres, Inglaterra

Siempre he sentido que soy una chica diferente. Sin importar dónde viva o con quién me relacione, siempre he sentido que soy un ente aparte. Especialmente hoy.

El débil sol de inicios de septiembre se esfuerza por romper la oscuridad de la mañana fría. Los rayos pálidos iluminan la habitación cavernosa que me fue asignada por lady St. Helier, mi benefactora, y se estrellan contra el vestido de satén blanco que cuelga del maniquí, recordándome que me espera un interminable ritual durante el día.

Mientras palpo la elegante tela veneciana del corpiño de talle cuadrado delicadamente bordado, más fino que cualquier otro que haya usado antes, me invade una sensación de aislamiento más intensa que la que habitualmente siento. Anhelo tener una conexión con alguien.

Busco la ropa que las criadas desempacaron de mi baúl y colocaron en los cajones de la cómoda y en el armario cuando llegué al número 52 de Portland Place, hace quince días. Pero no encuentro nada más que el corsé y la ropa interior que debo usar debajo del vestido el día de hoy. Solo entonces entiendo que las criadas debieron de haber empacado mis pertenencias en el baúl de viaje, para que me prepare para lo que vendrá más tarde. Tan solo pensar en ese «después» hace que me recorra un escalofrío.

Tras atarme por la cintura mi bata de seda gris, bajo de puntillas la gran escalera de la mansión de lady St. Helier. Al principio no sé con claridad qué es lo que estoy buscando, pero tengo una epifanía cuando ubico a una mucama trabajando en el salón de visitas. Está arrodillada frente a la rejilla de la chimenea.

El sonido de mis pasos asusta a la pobre chica y pega un salto.

—Buenos días, lady Hozier. ¿Puedo ayudarla en algo? —dice, limpiándose los dedos ennegrecidos en el trapo que cuelga de su mandil.

Yo titubeo por un segundo. ¿Pondré en peligro a esta chica si le pido ayuda? Sin duda lady St. Helier disculpará cualquier transgresión al protocolo que haga yo el día de hoy.

—De hecho, podrías serme de ayuda, si es que no te genero muchos problemas. —La disculpa hace que mi voz suene más pesada.

Después de explicarle mi enorme problema a la chica —su edad debe de ser cercana a la mía— ella sale corriendo por el pasillo trasero hacia la cocina. Al principio creo que no entendió mi petición o que pensó que estaba loca. Pero la sigo, y cuando se escurre a través de la duela de la cocina hacia la escalera de servicio, entiendo.

Hago un gesto de angustia por el ruido que hacen sus botas de trabajo cuando la chica sube por la escalera y camina por el pasillo del ático, donde se encuentran las habitaciones de los sirvientes. Espero. Aguanto la respiración y ruego en silencio para que su escándalo no despierte al resto de los trabajadores. Temo que si aparecen para realizar sus tareas matutinas y me encuentran en la cocina, alguno de ellos alerte a lady St. Helier. Cuando la chica regresa con un bulto en las manos —sin la compañía de ningún otro sirviente—, suspiro con alivio.

—¿Cuál es tu nombre? —pregunto, mientras alcanzo el bulto.

—Mary, señorita —contesta con una minúscula reverencia.

—Estaré en deuda contigo eternamente, Mary.

—El placer es mío, señorita Hozier. —Me sonríe como si estuviéramos conspirando, y me doy cuenta de que está disfrutando su papel en esta situación tan singular. Puede que prestarme su ayuda sea la única distracción que tenga en la monótona sucesión de sus días.

Mientras doy la vuelta y camino de regreso hacia la gran escalera, Mary susurra:

—¿Por qué no se cambia en la despensa, señorita? Es menos probable que la descubran que si sube por las escaleras. Yo me aseguraré de que su ropa sea devuelta a su habitación antes de que alguien lo note.

La chica tiene razón. Cada paso que diera por esa chirriante escalera principal me arriesgaría a que la señora de la casa y sus sirvientes me descubrieran. Tomo su consejo y entro a la despensa llena de frascos; entrecierro la puerta para asegurarme de que entre un poco de luz. Dejo que mi camisón y mi bata se deslicen y se acomoden alrededor de mis pies, en el suelo, y desato el bulto. Saco un vestido de flores sorprendentemente lindo, muevo mi cuerpo para que entre en esa prenda de algodón que roza el suelo y después me amarro las botas negras que Mary incluyó inteligentemente.

—Le queda muy bien, señorita Hozier —dice la chica cuando vuelvo a salir a la cocina. Mientras me entrega su abrigo colgado en la pared, me dice: —que Dios la ayude.

Me apresuro a salir por la puerta de servicio hacia la parte trasera de la casa y camino por un callejón que se extiende detrás de la fila de lujosas casas georgianas que se alinean sobre Portland Place. Paso por enfrente de las ventanas de las cocinas que comienzan a brillar con lámparas encendidas por sirvientes que alistan las casas para sus amos. Un mundo bullicioso se yergue detrás de las mansiones de lady St. Helier y sus amigos, pero como yo siempre entro por las puertas principales nunca antes había sido testigo de la algarabía que se vive en estas pequeñas callejuelas traseras.

El callejón desemboca en la calle Weymouth, donde se detiene un autobús. Se dirige al oeste de Kensington, y yo conozco bastante bien la ruta, pues la he tomado en la dirección contraria, hacia la casa de lady St. Helier, en varias ocasiones. El abrigo de lana de Mary es demasiado delgado para la mañana fresca, y mientras espero el autobús me envuelvo en él con la vana esperanza de extraer un poco más de calor de sus escasas fibras.

El sombrero sin adornos que Mary me prestó tiene solamente una pequeña visera, así que el disfraz de sirvienta no sirve mucho para esconder mi rostro. Cuando me subo al autobús el conductor me reconoce por las fotografías que han aparecido en los periódicos de los últimos días. Se me queda viendo, pero no dice nada al principio. Finalmente balbucea:

—Sin duda alguna está usted en el lugar equivocado, señorita… —Baja la voz hasta que se vuelve un susurro, al darse cuenta de que no debería revelar mi identidad— Hozier.

—Estoy precisamente donde debería, señor —contesto con un tono que espero que sea amable, pero firme. Sus ojos no dejan de observarme mientras toma el dinero de la tarifa que Mary me prestó de sus ahorros, y que planeo pagar con creces, pero no dice más.

Mantengo la mirada baja para esconder mi rostro de los curiosos que han sido alertados, por la reacción del conductor, de lo extraño que resulta mi presencia. Bajo del autobús en el momento en que se acerca a las Villas Abingdon, y me siento más ligera al acercarme a la casa color crema con el número 51. Cuando logro levantar la pesada aldaba de hierro la presión en mi pecho comienza a disminuir y respiro con facilidad. Nadie abre la puerta de inmediato, pero eso no me sorprende. Aquí no hay un grupo de sirvientes que esperan en la cocina, siempre listos para contestar el golpe de una puerta delantera o el sonido de la campana de un amo. Aquí un sirviente hace el trabajo de varios, y los habitantes de la casa hacen el resto.

Espero, y después de varios largos minutos mi paciencia es recompensada con una puerta abierta. Vislumbro el que parece el rostro de mi querida hermana Nellie, aún arrugado por el sueño. Se apresura a darme un abrazo antes de que la sorpresa de verme se refleje en su cara y se congela.

—¿Qué diablos estás haciendo aquí, Clementine? ¿Y con esa ropa? —me pregunta; su expresión es de incredulidad—. Hoy es el día de tu boda.