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UN VIEJO PROBLEMA

Quizá el problema más frecuente de hoy, cuyo análisis ha dado origen a ríos de tinta, es el del lugar que caben al mérito y a la suerte, es decir, al esfuerzo y a la fortuna, en la distribución de los recursos y de las oportunidades. ¿Cuántos bienes han de correspondernos en proporción a lo que hagamos, o no hagamos, y cuánto a lo que simplemente recibimos, o no recibimos, en la cuna? ¿Cuánto al desempeño y cuánto a lo que encontramos a nuestro lado al nacer?

Esas preguntas han rondado la cultura desde antiguo, lo que indica que están ancladas en la condición humana.

Pelagio (nacido en Britania hacia el 3601) pensó hace casi dieciséis siglos este mismo problema. En su época el mayor bien era la salvación y el peor de los males la condena, pero ¿de qué dependía que a usted le tocara la una o la otra? Pelagio creía que todo dependía de la voluntad personal, de los méritos que cada uno hacía:

Todos los hombres son gobernados por su propia voluntad y cada uno es dejado a su propia inclinación.2

Y según lo interpreta San Agustín:

Cuando Dios dice:  Volveos a mí, y yo me volveré a vosotros, parece que una de estas proposiciones pertenece a nuestra voluntad —que nos volvamos a Él—; y la otra, en cambio, corresponde a la gracia —que Él se vuelva a nosotros—. Y podrían los pelagianos en ellas ver su pensamiento, en cuya virtud afirman que la gracia de Dios se nos confiere según nuestros méritos.3

Los más esforzados y capaces recibirían más, los flojos y los lerdos, menos. Cada uno se salva o se condena, habría dicho Pelagio, en proporción al esfuerzo.

Hay quienes son —lo sepan o no— pelagianos, y sugieren que una sociedad justa distribuye los recursos y los bienes en proporción al esfuerzo que cada uno haga para obtenerlos. Los bienes, según este punto de vista, se debieran conferir según el empeño en lograrlos. Una sociedad ordenada de esa forma sería una sociedad estrictamente meritocrática.

Pero hay quienes sugieren que ese principio es erróneo no sólo porque más temprano que tarde, y de tener éxito, acabaría separando a las personas entre las capaces y las ineptas —infatuando a los primeros y humillando a los segundos—, sino porque ocultaría el hecho de que la vida humana se desenvuelve en medio de un conjunto de factores que están lejos del control de los individuos. Ocupar el mérito como criterio de distribución olvidaría que mucho de lo que somos no depende de nosotros. Es lo que dijo San Agustín en el siglo v:

aun omitiendo otros bienes innumerables que [Dios] reparte a unos y niega a otros hombres [...] tampoco se dan por merecimientos propios bienes como la agilidad, la fuerza, la lozanía de la salud, la hermosura corporal, ingenios maravillosos y aptitudes mentales para muchas artes; o los que vienen de fuera, como la opulencia, la nobleza, los honores y otros semejantes, cuya posesión se subordina al poder divino.4

Los recursos y los bienes de cada uno, desde las características físicas a las condiciones materiales, serían el fruto de factores —San Agustín los llama un poder divino— que no controlamos.

¿Será posible compatibilizar a Pelagio y San Agustín, corregir lo que se debe al poder divino y, a la vez, distribuir sobre la base del mérito?5

Veamos.

Cada uno, cada individuo, usted o yo, es una mezcla, en proporciones variadas, de destino y desempeño, de factores que simplemente recibió y otros que dependieron de su decisión. Así las cosas, pareciera que lo razonable es que las sociedades compensen los infortunios de la suerte inmerecida y, a la vez, sean sensibles al esfuerzo de las personas. En su vida habría cosas, buenas o malas, que simplemente le ocurrieron sin que usted las previera y otras que, en cambio, decidió. En ocasiones condujo la vida y en otras fue su víctima. Pareciera que lo correcto es que usted asuma las consecuencias de lo que decidió, pero que compartiera aquello que simplemente es producto de las circunstancias. Si usted decidió dedicarse a una vida meditativa y frugal, si usted es un asceta que consintió la pobreza, sería absurdo que se quejara por sus carencias; pero si la pobreza le sobrevino por una enfermedad, suena razonable que solicite ayuda.

Formulado de esa manera el principio parece seductor. Una sociedad que premia el esfuerzo y castiga la flojera, y que a la vez es sensible a las desgracias que no dependen de la voluntad, esas que se interponen de pronto en el camino.

Sin embargo, a poco reflexionar, el asunto se complica.

Porque dentro de las circunstancias que no dependen de nuestra voluntad están, entre otras, todo aquello que nos constituye, la porción que nos tocó en la lotería natural o la parte que nos correspondió en la herencia social. Si nadie pudo elegir la manera en que fue concebido, qué gametos se cruzarían al originarlo, qué cuna lo acogería, qué eventos se alojarían en su memoria, entonces la anterior distinción —entre lo que hacemos, y lo que nos pasa— se oscurece y se diluye. Como la identidad de cada uno está atada a los genes que lo configuran y a las experiencias tempranas, no parece posible corregirlas sin dejar cada uno de ser quien es. Un buen ejemplo —exagerado, es cierto, pero todos los ejemplos lo son— es el caso de Jean Genet cuyo análisis existencial hizo Sartre.6 Genet fue hijo de prostituta, niño expósito, ladrón, joven prostituido y finalmente un escritor de excepción. ¿Habría sido el Genet que conocemos si su madre no se hubiera prostituido, si él no hubiera sido un niño arrojado, un ladrón? Despojar a Jean Genet de esas cosas parece invitarlo a desaparecer, a diluir su identidad en una figura cuyos trazos dibuja la justicia a costa de hacer desaparecer la peripecia vital. ¿Y si Flaubert no hubiera tenido problemas con las palabras, si no hubiera sido considerado, como fue, «el idiota de la familia»,7 habría escrito Madame Bovary? ¿Y si usted no hubiera sido el resultado de sus padres, si no atesorara en su memoria estas o aquellas experiencias cuyo recuerdo lo alegra o lo mortifica, sería quién es?

Pero, se dirá, los ejemplos anteriores son una exageración. Pues bien. Olvidemos la exageración.

Dejemos de lado el caso de la corrección genética (hoy hay quienes, encendidos por la justicia, han demandado que se les indemnice la desgracia de que los hayan traído al mundo8) y consideremos otras circunstancias meramente adscritas, involuntarias, situadas más allá de nuestro control.

Si desechamos el propósito de enmendar genéticamente lo que cada uno es, y sólo intentamos corregir aquello que nos ocurre sin que nuestra voluntad intervenga, el problema no parece ser más claro. Porque frente a la pregunta de en qué se fundaría la pretensión de corregir las circunstancias involuntarias, sólo podríamos afirmar que deriva del principio según el cual cada uno ha de responder únicamente por sus actos deliberados, y no por aquello que escapa a su voluntad. Sólo porque cada uno ha de responder por lo que decide, por aquello de lo que es agente, tendría derecho a que aquello que escapa a su control, y lo desfavorece, sea corregido, y a la vez tendría el deber de compartir aquello que, sin deberse a sí mismo, lo favorece. Sin embargo, ¿hay actos que dependen de la sola voluntad, de manera que podamos contar con un principio de distribución claro e inequívoco? Parece que no del todo.

Hay una amplia literatura que se ha ocupado de la forma en que la suerte se interpone en nuestra vida. Los actos más nimios, incluso la escritura de esta página, están favorecidos por una serie de circunstancias fortuitas, verdadera malla invisible que la sostiene. Y para qué decir las desgracias. Culpamos de asesinato a quien dispara la

p. 405— traer a la vida al niño que nacerá con una discapacidad tan grave que muchos de sus intereses básicos estarán condenados de antemano, impidiendo que el niño tenga la existencia mínimamente decente a la que todos los ciudadanos tienen derecho.

bala que acierta y no llamamos asesino a quien apuntó cuidadosamente y cuya bala fue interrumpida por el indiscreto vuelo de un pájaro. No obstante que desde el punto de vista de lo que cada uno decidió ambos actos son equivalentes, los tratamos en atención a la suerte (el pájaro que decidió volar en un caso y quedarse quieto en el otro) como si fueran distintos.

Pero si pudiéramos escudriñar hasta el último de los intersticios de nuestra vida, quizá descubriríamos que toda ella, cada una de sus vicisitudes, sus tropiezos y sus logros, era el fruto de circunstancias que estaban más allá de nuestro control. Y que, así las cosas, la idea de autonomía, la idea de que cada uno se erige a sí mismo y es agente de su quehacer desaparecería.

¿Y entonces?

Es necesario retroceder hasta el siglo iv, de nuevo, para asistir a uno de los momentos en que se debatió intensamente ese problema.

Entonces, como ya vimos, se planteó el problema de si acaso nos salvábamos por nuestros actos (el mérito) o por la gracia (el destino). Por supuesto hoy casi nadie cree en esas cosas (a pesar de que las pestes suelen revivirlas en la soledad y poco antes de dormir); pero basta sustituir «gracia» por «éxito» o «realización de la propia vida» para que la idea sea plenamente pertinente. Pelagio, autor de la herejía que lleva su nombre, dijo que se salvaba quien lo merecía; si así no fuera, agregó, si nos salváramos por la gracia y no por el propio empeño, la libertad de elegir carecería de todo sentido. Tiene éxito, diría hoy un pelagiano, quien se esfuerza porque de otro modo careceríamos de responsabilidad: nuestra capacidad de decidir no tendría significado alguno. San Agustín, en cambio, arguyó que la condición humana era una muestra indiscernible de gracia, por una parte, y de libertad por la otra; del dedo de Dios en la nuca, por una parte, y la decisión voluntaria, por la otra. Nunca podríamos, dijo San Agustín, saber qué porción de nosotros pertenece al uno o al otro. Somos, concluyó, finalmente un misterio.

Los habitantes de las sociedades modernas parecemos creer firmemente en Pelagio. Pensamos sobre todo que cada uno merece lo que sus actos indican. Creemos que la sociedad justa es una que da a cada uno en proporción a lo que hizo, pero cuando el problema se examina más de cerca hay que darle la razón a Agustín: somos una mezcla indiscernible de destino y desempeño, y si pudiéramos correr el velo y averiguar con certeza qué porción de uno y de otro nos constituye, buena parte de los ideales morales y políticos que sostienen a las sociedades contemporáneas se vendrían al suelo. Parece mejor, por lo mismo, concebir la justicia no exagerando lo que pensaba Pelagio, sino teniendo a la vista a Agustín: hay que corregir la injusticia en la distribución, pero sin que podamos aspirar a cancelar el destino. Este punto de vista no olvida el valor del mérito sino que lo reivindica, como veremos, en la única forma compatible con los ideales de una sociedad abierta.

Cuando se mira a las sociedades contemporáneas y se contrasta su realidad con el ideal meritocrático, suele descubrirse una mentira: lo que algunos esgrimen como mérito es el fruto de circunstancias afortunadas e inmerecidas, a veces ventajas de la cuna. Es cierto. Y una vez descubierto cuánto influye la cuna, parece natural darse a la tarea de desmontar la serie de factores que el mérito disfraza para que el verdadero mérito, aquello que pertenece al empeño de cada uno, pueda florecer. Pero puede ocurrir que, después de desbrozar la selva de factores involuntarios que se cruzan en nuestro camino, la idea de responsabilidad y de individualidad quede tan delgada que casi se desvanezca.

Y ese es el peligro.

A veces parecemos creer que si corrigiéramos todo aquello que no pertenece a nuestra voluntad, que si cada circunstancia inmerecida (inmerecida porque no la habríamos elegido) fuera rectificada, brotaría en cada uno de nosotros un individuo libérrimo, capaz de conducirse a sí mismo. Desgraciadamente no es el caso. Ocurre que cada uno erige su identidad, lo que es y a lo que aspira, a partir de esas circunstancias que no eligió y con las que debe contar. Si se suprimieran todas, suponiendo que algo así fuera posible, la propia noción de individuo desaparecería. Corrija usted siquiera imaginariamente, conforme al ideal que le plazca, su dotación genética y la experiencia familiar acumulada en su memoria y descubrirá que el yo que usted es —inteligente o no, con una vida familiar feliz o desgraciada, carente o abundante, todo lo cual hubo de influir sin duda en su destino— ha desaparecido.

Pero por la inversa, si aceptáramos que no es posible trazar una línea clara y nítida entre lo que decidimos y lo que simplemente nos pasó, dejando a cada uno todo lo que le tocó, lo bueno y lo malo, entonces renunciaríamos a la justicia o, lo que es lo mismo, consideraríamos que la historia y la naturaleza son justas, algo que, por supuesto, alguna vez se creyó pero que es incompatible con la cultura democrática de hoy. Si usted aceptara íntegramente lo que es, desde su constitución a las experiencias y circunstancias por las que ha atravesado, renunciando del todo a saber cuáles decidió y cuáles en cambio le fueron impuestas, entonces usted quedaría convertido en un eslabón más de una cadena causal en cuya configuración no participa.

Al parecer, entonces, no queda más que moverse en una línea intermedia, borrosa y ambigua, resignándonos a que a veces no sabremos qué circunstancia fue elegida y cuál simplemente nos sobrevino. Esa ignorancia acerca de la real índole de nuestra condición —algo así como el misterio agustiniano— parece inevitable y no es del todo mala porque quizá de allí deriva la dignidad que nos atribuimos. Después de todo, si supiéramos para cada vida humana qué le pertenece a la voluntad de quien la vive y qué simplemente es fruto de las circunstancias, si descubriéramos que en este su voluntad pesó y que en aquel no pudo tener peso alguno, si por un momento entonces suponemos que uno fue agente y este otro estuvo condenado a no serlo, y la sociedad se estructurara sobre ese conocimiento, como de algún modo lo soñó Kazuo Ishiguro en una de sus novelas y, como veremos más adelante, temió Jürgen Habermas en su disputa con Peter Sloterdijk, entonces ¿cómo podríamos considerarnos iguales?

Las páginas que siguen examinan ese problema que, como se apuntó al inicio, ha derramado ríos de tinta: el problema de si para hacer justicia vale la pena esforzarse por correr el velo que cubre hasta los últimos intersticios o si es mejor aceptar que habrá siempre una sombra que impide conocer del todo la línea que separa al esfuerzo del destino. Y sugieren, aunque resulte paradójico, que mantener esa línea es la única forma de reivindicar de veras el mérito y el esfuerzo.