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Aitana

Nos habíamos visto unas diez veces aquella semana y las diez habían empezado y acabado exactamente igual. Me sacaba de mis casillas con una sonrisa de lo más odiosa, yo le respondía y, antes de que pudiéramos darnos cuenta, estábamos discutiendo.

Sin embargo, aquella noche fue diferente. Tenía el estómago contraído e incluso sentía que necesitaba más aire con cada respiración. «No quiero que nadie haga nada por mí», le había dicho y, aunque soy consciente de que parecía una frase y nada más, en realidad, nunca había sido más sincera con otro ser humano en toda mi vida.

Odiaba que Rico tuviera que cuidarnos, pero no porque me molestase o quisiese más libertad. Lo detestaba por él, porque se merecía una vida mejor que estar teniendo que cuidar de todos nosotros desde los dieciséis, jugarse la vida en cada carrera y ayudar a mi abuelo en el taller. Era un tío increíble y lo justo era que pudiera ser feliz sin tener que preocuparse de nada más.

Yo quería trabajar, buscarme algo que poder compaginar con el instituto y llevar dinero a casa, pero Rico no lo permitía y, cuando alguna vez me había saltado las normas y había comenzado a trabajar en algún sitio, le había puesto fin en cuanto se había enterado.

Era un maldito cabezota. Yo sólo quería colaborar.

Pero es que, además, ese «no quiero que nadie haga nada por mí» también iba por otra persona a la que, con total franqueza, ni siquiera entendía cómo podía seguir queriendo: mi padre.

Una confesión en forma de ocho palabras que jamás le había hecho a ninguna de mis amigas ni a nadie de mi familia y que, sin embargo, había acabado pronunciando delante de un chico al que ni siquiera me gustaba tener cerca.

¿Por qué?

Llegamos a El Circo sin haber pronunciado una palabra más. En la enorme explanada de tierra que servía de antesala al club, el sonido de más coches llegando, las personas riendo y charlando, caminando hasta la entrada de la vieja fábrica, se entremezclaron con nuestros pasos.

Héctor parecía enfadado, pero, más que nada, pensativo.

Nos saltamos la cola. Héctor saludó a Nicolai, el portero, que me dedicó una efímera mirada antes de centrarse en los primeros de la fila. En El Circo nadie me paraba en la puerta ni me pedía el carnet, aunque era más que obvio que sabían que no tenía dieciocho años. La sombra de Rico León, el rey del extrarradio, era alargada.

Una canción que no reconocí nos recibió. El local estaba increíblemente lleno; no era una novedad, pero siempre resultaba alucinante. Era una fábrica enorme, de cuatro plantas y miles de metros cuadrados, y verla atestada de gente bailando al mismo ritmo resultaba algo espectacular.

Héctor miró a su alrededor. No necesitó decirme por qué. Había quedado con Vicky. La estaba buscando a ella.

—Vamos —me avisó, echando a andar.

No quería tener que seguirlo, pero no me quedaba otra. Hasta que llegaran mis amigas, estaba condenada a estar con él. Ésas habían sido las órdenes de Rico.

La idea era llegar hasta la barra y, para conseguirlo, debíamos cruzar la pista de baile, una tarea que se antojaba imposible. Sin embargo, ese detalle no pareció importarle a Héctor. Se movía con soltura, como si todas las personas con las que se topaba, por un segundo, dejaran de bailar hechizadas por la música y se apartaran para facilitarle el camino.

En contra de mi voluntad, caí en la cuenta de lo bien que le quedaban los vaqueros y la camisa remangada de la misma tela, que parecían ser la ropa perfecta para el momento perfecto sólo porque él la llevaba. Ladeó la cabeza para saludar a alguien y su pelo castaño y revuelto llamó mi atención y me sirvió para continuar bajando y toparme con su armónico perfil y sus ojos, que las luces del club habían teñido de un misterioso y todavía más bonito color, a caballo entre el verde, el azul y el castaño más brillantes. Héctor era guapo y también mezquinamente atractivo.

Como os he dicho, todos parecían echarse a un lado para que él pasase, pero no parecían tener las mismas intenciones conmigo, que, metro a metro, fui quedándome atrás mientras trataba de esquivar a medio club y pedía perdón al otro medio para abrirme camino.

Tardé un mísero minuto en perder el rastro de Héctor. Me puse de puntillas, tratando de encontrarlo, pero no fui capaz. La canción terminó. Respiré hondo. Era lo mejor que podía pasarme, ¿no? Había conseguido alejarme de él sin ni siquiera proponérmelo. Era libre. Quise sonreír, pero no pude. ¿Por qué me sentía así? Estaba... decepcionada.

Entonces, Por ti, de Toni M. Mir, comenzó a sonar.

Una mano acarició el reverso de la mía.

Me giré despacio. Sentía que mi cuerpo ya sabía a quién iba a encontrar.

—Parece que me has echado de menos —dijo, y por primera vez su sonrisa no me pareció odiosa.

Nos miramos y nos miramos bien, siendo todo lo que éramos nosotros cuando estábamos separados, pero, también, cuando estábamos juntos.

No contesté nada, él no pronunció una sola palabra más. Su mano, que no se había separado de la mía, acarició mi palma. Mi estómago volvió a encogerse, volvió a faltarme el aire mientras Héctor entrelazaba nuestros dedos y echaba a andar, tirando de mí.

Su hechizo se extendió y las personas en nuestro camino de nuevo se movían sincronizadas, abriéndonos paso mientras las palabras «por ti» se repetían una y otra vez en el aire, rimando con más frases, con más ideas, al mismo tiempo que su mano seguía contra la mía.

Agaché la cabeza, concentrada en mis pasos. Tenía la sensación de que en ese momento todo estaba pasando a cámara lenta y sonreí, de verdad.

Unos metros lejos de la pista de baile y a tan sólo unos pocos de la barra, Héctor me soltó. Mi mano se quedó triste y el sentimiento se propagó como un rayo por todo mi cuerpo. Él volvió a mirar hacia ambos lados y con ese gesto la tristeza se combinó con la rabia, una mezcla un poco peligrosa (si le sumas alcohol y un teléfono móvil, el resultado es letal), porque no necesité más información para saber que la estaba buscando a ella. No obstante, ¿a mí qué me importaba? Héctor ni siquiera me caía bien. Podía salir y revolcarse con quien le diera la gana... No quise, pero la segunda parte de esa premisa me enfadó todavía más.

Vicky apareció apenas unos segundos después. Si no fuera tan mala persona, diría que estaba muy guapa con un vestido ajustado increíble, el pelo negro recogido en un moño y el maquillaje con los labios rojos como una pin-up. No pude evitar mirar mi propio atuendo y sentirme como una niña pequeña fuera de lugar. Mi falda, mi camiseta, mis deportivas, el pelo suelto y sin apenas maquillaje.

Héctor salió a su encuentro y se dieron dos besos con muchas intenciones. Al fin y al cabo, estaban en público y ella tenía novio. Sin embargo, sólo había que observarlos un instante para darse cuenta de que, bajo los gestos inocentes, había ganas, sobre todo por parte de ella.

—Invítame a una copa —le pidió con un ronroneo, acercándose a él más de lo que dos amigos lo harían—. Te has portado fatal —le recriminó, con una sonrisa de medio lado—. Me muero de ganas de estar contigo y tú me has hecho esperar.

Él sonrió y tuve la sensación de que la estudiada estrategia de Vicky no parecía afectarlo. La mano de Héctor bajó hasta casi llegar a su trasero y se detuvo, remolona, en la parte baja de su espalda.

Finalmente, asintió y ella lo siguió hasta la barra. Yo hice lo mismo, aunque dejando unos metros de distancia. Estaba muy enfadada, aunque no entendiese por qué.

—Hola, cariño —saludó Héctor a una de las drag queens que trabajaban de camareras. Ella le sonrió como respuesta—. Dos gin-tónics y una Coca-Cola.

Vicky bufó con malicia.

—¿Para quién es el refresco? —preguntó.

Héctor se giró hacia mí y su mirada conectó directamente con la mía. «Vaya», me dije mentalmente con sorpresa, sí recordaba que estaba allí.

—Para Aitana.

Me gustó que dijera «Aitana» y no la hermana de León. Me gustó que no pronunciara mi apellido.

—¿Y qué hace ella aquí?

—Va a quedarse con nosotros hasta que lleguen sus amigas.

—¿Por qué tienes que cuidarla tú?

Cuidarla, una palabra de lo más común que me sonó descomunalmente hiriente. Agaché la cabeza, concentrándome en mis propios pies. Sonaba a guardería, a niñas pequeñas, a favores. De pronto recordé al propio Héctor diciendo «no lo hago por ti» y me sentí un poco peor.

—¿No puede cuidarla cualquiera de los chicos de Rico? —continuó diciendo Vicky.

—No —contestó Héctor sin una mísera duda y con mucha vehemencia, lo que me hizo volver a levantar la mirada. Nuestros ojos se encontraron de nuevo y sentí mis latidos acelerándose—. Yo me encargo de ella.

Una sonrisa amenazó con partirme la cara en dos, pero la contuve rápido. Me sentía estúpidamente victoriosa.

—Como quieras —respondió Vicky, cogiendo la copa que la camarera acababa de dejar sobre la barra y acercándose a mí, fingiéndose amable. No engañaba ni a su sombra—. Nadie va a estropearme los planes —añadió con una falsa sonrisa.

Le dio un sorbo y perdió su vista en el escenario. Odiaba a las chicas como Vicky. Cuando Rico estaba delante, se comportaban como si yo fuera su propia hermana pequeña y, al darse cuenta de que no iba a ser tan estúpida de seguirles el juego, en cuanto Rico se daba media vuelta, se transformaban en las arpías que eran, aunque, lógicamente, con mesura; al fin y al cabo, seguía siendo una León y ellas se morían por ostentar tal título. Si hubiésemos estado en la Inglaterra de Enrique VIII, ellas habrían sido las nobles capaces de asesinarse unas a las otras, como en un capítulo de «Los Tudor».

—Por mí no tienes que preocuparte —pronuncié con la voz alta y clara, insolente y arrogante, justo como no soportaba ser—. No pienso hacerlo.

Vicky me sonrió, falsa, otra vez.

—Así me gusta, cariño. —Con la última palabra se giró hacia Héctor y su sonrisa se tornó sincera, para a continuación volver su vista hasta mí—. Como he dicho, nadie va a estropearme los planes.

—¿Ni siquiera tu novio? —contraataqué, dejándole claro que no había conseguido intimidarme—. Ah, que es que él no entra en tus planes.

Vicky me fulminó con la mirada. Le era infiel a su novio, todos menos el interesado lo sabíamos, pero, como buena noble del XVI, no quería que nadie lo mencionase.

—Métete en tus asuntos. —Dio un paso hacia atrás y, con la misma impostada sonrisa colgando del rostro, me señaló la barra—. Siéntate tranquilita a esperar a tus amiguitas —añadió, deliberadamente alto para que Héctor pudiese oírla, hablándome como lo haría con una niña de cinco años con el único objetivo de ridiculizarme— y bébete tu refresco, ¿vale? Si necesitas algo, avísame.

Cerré los puños con rabia junto a los costados. Ella sonrió con maldad y satisfecha, y yo, si antes me había sentido pequeña, en ese momento lo hacía como una mocosa. Mocosa, así era cómo me veía él; le había oído decir esa misma palabra demasiadas veces. Moví la cabeza y mis ojos se encontraron con los suyos verdes, pero no fui capaz de mantenerle la mirada y la agaché, enfadada y también frustrada y triste. Otro motivo más por el que odiaba a la gente como Vicky: si es lo que pretenden, siempre consiguen hacerte sentir mal contigo misma.

Esquivé a Vicky, fingí que Héctor y yo ni siquiera compartíamos continente cuando pasé junto a él, llegué hasta la barra y apoyé las manos en ella. No iba a tocar ese refresco por motivos evidentes. Sólo quería que llegaran mis amigas y poder largarme. Intenté concentrarme en la música, pero no surtió efecto. Otra vez no conocía la canción y no me apetecía bailar.

De pronto reparé en el clutch de Vicky, a mi lado en la barra. No lo había cerrado y sobresalía el inicio de un lápiz de labios. Miré por encima de mi hombro. Héctor y ella estaban a unos metros de mí, hablando. Ella le tocaba el brazo cada vez que tenía la oportunidad y estiraba el movimiento, despacio, una y otra vez.

Vicky iba maquillada a la perfección, arreglada como una mujer no como una niña. Una idea se instaló en mi mente. Eché un vistazo a mi alrededor para asegurarme de que nadie reparaba en mí y devolví la atención al clutch. Me mordisqueé el carillo interior de la boca, pensando hasta qué punto era una buena idea. No lo era, lo sabía, pero quería hacerlo. Veloz, sin dejar de mirar a todas partes, alargué la mano y cogí la barra de labios. Iba a dejar de parecer una niña. Estaba decidido.

Di el primer paso para alejarme de la barra, pero entonces volví a notar su mano, esa vez en mi muñeca, deteniéndome; como había pasado en la pista de baile, tenía claro que era su mano..., algo en el fondo de mi vientre no albergaba ni una sola duda.

Me giré y me topé con su mirada, que atrapó de inmediato la mía.

—No lo necesitas —afirmó sin soltarme, y no le hizo falta decir nada más. No tuvo que mencionar que no tenía que maquillarme para aparentar ser mayor; que todo aquello sólo eran estupideces; que Vicky no era más interesante ni más atractiva por llevar los labios pintados de rojo.

—No soy ninguna niña, Héctor.

Y yo tampoco tuve que profundizar. No estaba tratando de conquistarlo ni nada por el estilo. Sólo quería sentar las bases de lo que yo era. Tenía casi dieciocho años, estudiaba, cuidaba de mis hermanos, quería trabajar, ayudar a Rico. No era una mocosa. Necesitaba que lo entendiese.

Héctor se llenó los pulmones de aire y lo soltó despacio, controlado, sin levantar sus ojos de mí. Tuve la sensación de que me entendía y no sólo con eso, sino con todo, que incluso sabía que yo no era la chica dura que tenía que fingir que era. Y eso me hizo sentir bien por dentro.

—En realidad, sí lo eres, Aitana.

Seis palabras y un auténtico jarro de agua fría.

Lo observé con toda la rabia que me estaba saturando por dentro. Me zafé de su agarre y dejé el lápiz de labios contra su pecho sin ninguna amabilidad justo antes de echar a andar demasiado cabreada.

Héctor no hizo el más mínimo gesto que demostrara que mis actos le hubiesen afectado, ni siquiera se movió para coger el pintalabios y éste acabó estrellándose contra el suelo.

—¿Dónde crees que vas? —preguntó con la voz fría.

No me detuve.

—Aitana —me llamó, saliendo tras de mí.

—Voy a esperar a mis amigas en la pista de baile —contesté, malhumorada.

—De eso nada —sentenció.

¡Dios! ¡Conseguía que la sangre me hirviese!

—Puedo hacer lo que quiera —repliqué, girándome.

—Sabes que no —me recordó.

Lo sabía. Joder. Lo tenía clarísimo.

—¿Y a ti qué te importa? —volví a la carga, irritada—. Estaré allí mismo y tú podrás tenerme controlada, que es lo único que te preocupa.

Mis palabras parecieron ofenderlo.

—¿Crees que voy a contarle a tu hermano todo lo que hagas? —gruñó.

—Para eso estás aquí.

—Mi vida no gira a tu alrededor —protestó, aún más molesto.

—Pues deja que me vaya.

Héctor tensó la mandíbula. Otra vez estábamos discutiendo como si nos fuera la vida en ello. ¿Por qué? ¡¿Por qué siempre teníamos que acabar así?!

—¿Qué le pasa a la hermanita? —intervino Vicky, con desdén y alevosía.

—No es asunto tuyo —me apresuré a responder.

Sé que puede sonar como una auténtica locura, pero las discusiones que tenía con Héctor eran nuestras, de él y mías. Ella no tenía ningún derecho a entrometerse.

—Cariño —se fingió amable y servicial de nuevo, todo para quedar bien delante de Héctor—, no entiendo por qué estás tan enfadada. Si yo fuera tú, estaría feliz. Te dejan colarte en los clubs con quince años...

—Tengo diecisiete. Me faltan unas semanas para cumplir dieciocho —me defendí y, por la taimada sonrisa que esbozó, comprendí que había hecho exactamente lo que ella quería: recordar que apenas rozaba la mayoría de edad.

—El caso es que eres menor y no deberías estar aquí, pero... estás.

—No es asunto tuyo —volví a afirmar.

—Sí lo es, porque me estás arruinando la noche.

Podría haberle dicho muchas cosas, pero no fui capaz. Estaba tan cabreada que no lograba ponerme mi coraza y fingir que era una chica dura. Noté los ojos de Héctor sobre mí. Alcé la cabeza y moví la mirada hasta él. Tenía el ceño levemente fruncido, observándome, estudiándome.

—Vuelve a la barra —continuó Vicky—, espera a tus amigas y déjanos tranquilos.

Quería reaccionar. Quería mandarla al diablo, pero no podía actuar.

—Márchate, Vicky.

Su voz atravesó el ambiente, aliándose con la música y el ruido de la disco para llegar clara y contundente a pesar de que no había gritado.

La susodicha se giró, conmocionada, preparada para interpretar el papel de chica desvalida que sólo estaba intentando echar una inocente mano en una discusión, cuando se dio cuenta de que no tenía público. Héctor me miraba a mí y, aunque fuese una locura mayor que la anterior, por un instante tuve la sensación de que era lo único que quería mirar.

—Pero habíamos quedado —gimoteó ella.

—Iré a buscarte en un rato —le ofreció.

—Quiero que vengas conmigo ahora —suplicó con una ensayada dulzura—, por favor.

Contuve el aliento. Estaba claro que él llevaría su vista hasta Vicky y le diría que sí, que se marchaba con ella. Ese tono mitad suplica, mitad dulzura, mitad «te dejaré hacerme todo lo que quieras» (y sí, soy consciente de que sobra una mitad, pero es que es un tono que da para mucho) funcionaba a la perfección con los chicos.

—Márchate, Vicky —repitió Héctor, inmisericorde, y no levantó sus ojos de mí.

Ésta farfulló algo que no logré entender y se largó en dirección opuesta a la pista de baile.

Y ahí nos dejó, frente a frente, solos a pesar de estar en una discoteca llena de gente.

—¿Por qué no te has defendido? —preguntó Héctor.

No había una cuestión más certera en aquel momento ni que asustara más. No quería tener que responderla, porque implicaba contarle o, lo que era más probable y daba todavía más miedo, confirmarle que yo no era como me empeñaba en mostrar que era. Así que hice lo que, invariable y erróneamente, parece el camino fácil: mentí.

—Sí, lo he hecho —contesté.

—No, no lo has hecho —replicó, y no dudó en llevar razón—. No como lo haces siempre.

—Héctor...

No quería hablar. No quería tener que decirle que en realidad todo era una pose, que no sabía ser así de manera natural y había tenido que aprender para que la gente me respetase y conseguir quitarle una preocupación de la cabeza a Rico.

—¿Por qué? —me presionó.

Lo miré. Estaba claro que no iba a rendirse y no sé si eso me gustó o me enfadó aún más, pero una cosa sí estaba clara: no iba a desnudar mi interior delante de él. No quería, aunque una parte de mí supo que sí podría. El miedo volvió, porque no sabía por qué me sentía justamente así, justamente con él, e hice lo que sabía a ciencia cierta que terminaría con el tema.

—No es tu problema —me obligué a pronunciar, segura.

Mi frase pareció ser un balazo. Héctor me mantuvo la mirada y pude ver cómo la rabia se iba apoderando de sus iris verdes mientras yo me sentía terriblemente culpable. Él no estaba preguntándome para fastidiarme ni para obtener información que llevarle a Rico como un regalo. Puede que Héctor no fuese mi persona favorita, pero sabía que se estaba interesando de corazón, por mí, por nadie más.

Sin replicar, asintió con una masculina dureza, sólo una vez, giró sobre sus pies y se dirigió de vuelta a la barra.

Lo más sensato era hacer lo mismo y simplemente marcharme.

—Héctor —lo llamé, saliendo tras él—, espera.

Al cuerno lo más sensato.

Imitando su propio gesto, lo agarré de la muñeca, llamando su atención. Él se volvió. Me preparé para disculparme, pero entonces dio un paso hacia mí. La sorpresa me dejó con los pies clavados al suelo. Su olor me sacudió, alcé la cabeza para mantenerle la mirada y su cuerpo tan cerca del mío hizo el resto para que el corazón volviese a latirme deprisa.

A pesar de que, en contra de mi voluntad, estaba a punto de suspirar, me apremié a hacer lo que debía y abrí la boca dispuesta a pedir perdón, pero, otra vez, él se me adelantó.

—Yo no me complico la vida, Aitana —dijo con la misma rotunda y masculina seguridad, una sensación casi salvaje—, y no pienso empezar contigo.

No levantó sus ojos de los míos mientras pronunciaba cada palabra. Estaba siendo sincero y yo necesitaba un segundo para saber en qué posición me dejaba semejante declaración de intenciones... en todos los sentidos. ¿Qué se suponía que debía contestar?

De todas formas, él no pensaba dejarme tiempo para ordenar mis ideas, creo que ni siquiera dijo aquella frase con la posibilidad de obtener una respuesta y simplemente echó a andar. Sólo se detuvo en la barra un instante y habló con uno de los hombres de seguridad que la custodiaban. El tipo, de dos metros de alto por dos de ancho, me miró mientras escuchaba, atento, lo que Héctor le decía, para volver su vista a él y asentir. Estaba claro que acababa de subcontratar la tarea de vigilarme. La idea me enfadó y, me gustase o no, me entristeció.

Héctor se giró para mirarme una vez más; por un momento pensé que iba a caminar hacia mí, sonreírme de esa manera que ya no me parecía odiosa y decirme que, si pensaba que iba a dejar que otro cuidara de mí, estaba muy equivocada. «Yo me encargo de ella»; la frase que había pronunciado hacía poco menos de una hora parecía aún más valiosa. «Te conozco, Aitana, y sé que no has dicho lo que pensabas.» «Te conozco, Aitana»; esa frase tenía tanto valor que incluso siendo imaginaria parecía un tesoro. Pero no cumplió ninguna de aquellas hipótesis. Sólo llevó su vista al frente, continuó su camino y se marchó.

No podía explicar por qué me sentía como lo hacía, pero sabía que algo había cambiado, que Héctor y yo habíamos cambiado.

Por suerte las chicas no tardaron en llegar, pero, aunque traté de distraerme, no podía parar de pensar en lo que había ocurrido.

—¿Qué mosca te ha picado? —indagó Anita, dejando de bailar, si a eso se le podía llamar bailar, ya que más bien era mover los hombros al ritmo de la música sin que sus labios dejasen de sostener la cañita de su copa, y deteniéndose frente a mí.

A pesar de que la tenía delante, su pregunta me pilló por sorpresa. Tenía mucho en lo que reflexionar.

—Estoy bien —me obligué a decir.

—Estás mintiendo —replicó.

—Mentira total —añadió Ada a su lado, aunque ella no había dejado de bailar.

—Estoy bien, de verdad.

Podría haber sido sincera y mencionar la discusión con Héctor, pero es muy difícil explicar cómo te sientes respecto a algo cuando no entiendes ni ese «algo» ni tus propios sentimientos.

Anita enarcó una ceja, dándome a entender que estaba muy lejos de creerme.

Yo me preparé para volver a mentir, aunque no me sentía demasiado orgullosa. Eran mis amigas.

—Chicas, chicas, chicas —me salvó, pletórica, Natalia, caminando hasta nosotras con una sonrisa de oreja a oreja.

¿Dónde se había metido? Eso tampoco me hizo sentir orgullosa. Una de ellas se había marchado y yo ni siquiera me había dado cuenta.

—¿Dónde estabas? —inquirió Anita.

Parecía que yo no era la única que le había perdido la pista.

—Adrián Costa está aquí y me ha preguntado por ti —me dijo, ignorando las palabras de Anita, soltando cada sílaba muy despacio y extendiendo suavemente las manos.

Anita y Ada sonrieron y se unieron a la felicidad de Natalia.

—¡Tía, Adrián Costa! —repitió Ada, sin poder contenerse.

No podía negar que la entendiese. Adrián era muy guapo y uno de los bailarines del grupo de street dance de El Circo. Teniendo en cuenta que la disco no podía estar más de moda, bailar en ella «oficialmente» te hacía entrar en un selecto y muy popular club. Habíamos hablado un par de veces y siempre nos habíamos despedido con un «ya nos veremos», la clave mundial para «puede que me gustes».

—¿Le digo que tú también quieres verlo? —planteó Natalia, eufórica.

La primera respuesta que se me vino a los labios fue no, pero las miradas esperanzadas de mis amigas me hicieron replanteármelo. Tenía que aterrizar en la tierra de una vez y dejar de darle vueltas a las cosas. Con Héctor no había pasado nada, sólo una discusión más. Sólo necesitaba olvidar el enfado, bailar.

Negué con la cabeza, autoconvenciéndome de que sólo lo hacía para contestar a mi amiga y no a mí misma con eso de que lo de Héctor no era nada fuera de lo común.

—No te preocupes —respondí—. Yo misma iré.

Las chicas sonrieron de oreja a oreja. Ada incluso dio unas palmaditas. Anita empezó a jalearme; eran dos estilos diferentes.

Me alejé de la pista y, a través de unas escaleras de metal, cuya barandilla habían adornado con guirnaldas de luces, bajé hasta el sótano abierto, donde los chicos del grupo de baile ensayaban de lunes a jueves y utilizaban como reservado los viernes y fines de semana.

No tardé en ver a Adrián hablando con otros dos chicos. Me obligué a observarlo con más detenimiento, a fijarme en cada detalle hasta que algo me llamase la atención. Llevaba unos pitillos negros y una camiseta con un estampado geométrico muy chulo, y el pelo, rubio, echado hacia atrás. Uno de sus amigos dijo algo y él sonrió. Su sonrisa no estaba mal... ¿No estaba mal? ¡Qué demonios me pasaba! Se suponía que aquel chico, en vías de ser «mi chico», me gustaba. ¿Por qué tenía que forzarme a repasarlo como quien hace una lista de la compra para terminar con un «no está mal»? Aquello no era lo que quería sentir.

Adrián reparó en mí.

—¿Qué pasa, guapísima? —me saludó, acercándose.

Cuando la distancia no fue un problema, rodeó mi cintura con su brazo y me besó en la mejilla, muy cerca de la comisura de los labios.

Me separé un pelín más rápido de lo que habría sido normal, pero nada que resultara sospechoso. Para compensar, me obligué a sonreír.

—Hola —contesté—. Natalia me ha dicho que me estabas buscando.

Su expresión cambió casi imperceptiblemente y por un momento tuve la sensación de que prestaba atención por si sus amigos me habían oído. Su actitud me hizo fruncir el ceño. ¿Acaso le importaba que ellos se enteraran de que había preguntado por mí?

—¿Todo bien? —pregunté, y no pude evitar sonar perspicaz.

Él me mantuvo la mirada, en silencio, un segundo, antes de responder.

—Sí —soltó al fin, pero sonó falso—. ¿Quieres beber algo?

Estaba a punto de contestar que sí, pero me contuve. Adrián podía pedir la copa por mí y nadie se enteraría, pero prefería no correr riesgos. Lo último que quería era otra discusión con Héctor, aunque, para que eso sucediera, él tendría que estar cuidando de mí, cosa que no ocurría porque le había pedido al forzudo del guardia de seguridad que se encargara él antes de marcharse, con toda probabilidad, a buscar a Vicky. Resoplé mentalmente. Detestaba todas las partes de aquella idea.

—No —le indiqué.

—Yo sí quiero una copa —replicó—. Espérame aquí. Enseguida vuelvo.

Me dio un apretón en la cintura, casi en la cadera, y se largó seguido de sus dos amigos.

No tardó en regresar. Yo esperaba que pudiéramos hablar y, no sé, conocernos mejor, pero, cuando se lo dije a Adrián, me pidió que le diera cinco minutos para terminar de resolver un asunto con sus colegas..., cinco minutos que se transformaron en cuarenta. Después me pidió «sólo un momento» cuando otros dos chicos se acercaron; también eran del grupo de baile, y querían enseñarle unos pasos. Cuando terminó, casi otra hora después, fue a por otra copa. Esa vez ni siquiera me dijo cuánto tardaría.

Cansada y, la verdad, bastante confusa, decidí largarme. Me levanté del viejo sofá donde había estado sentada con otras chicas y otros chicos, aunque no los conocía y no había cruzado más de dos palabras con ellos, y busqué a Adrián con la mirada. Seguía hablando con sus amigos. Pensé en despedirme, pero descarté la idea. Sólo quería irme a casa.

Eché a andar hacia las escaleras de metal, pero, cuando alcé la cabeza, por un momento, mis pies se quedaron clavados al suelo. Sonaba Underwater, de Rüfüs du Sol, y Héctor estaba en la planta de arriba, con los brazos apoyados en la barandilla que daba al piso inferior y el cuerpo inclinado sobre ella, observándome, con la mirada y la actitud indomables. Nuestros ojos conectaron a pesar de la distancia que nos separaba y esa idea que se había empezado a fabricar junto a su coche, a los pies de mi casa, de que estábamos conectados, aunque ninguno de los dos lo hubiese buscado, se hizo un poco más grande, más tangible, más real.

¿Cuánto tiempo llevaba allí? No me preocupaba. ¿Lo hacía por mí, por él, por Rico? Eso tampoco o, al menos, no en ese momento. Sé que suena estúpido, pero nunca había experimentado que nada más importase. En el mejor de los casos, era una cursilada, en el peor, asustaba, pero sentía que sólo él me conocía de verdad.

Sin embargo, él era Héctor y yo no quería que fuese él.

Me obligué a apartar mi vista de la suya, subí las escaleras a toda velocidad y me entremezclé con los centenares de personas que bailaban en la pista tan rápido como pude.

—¿Me llevas a casa? —le pedí a Anita, acelerada.

Ella tardó un segundo de más en prestarme atención y, cuando por fin asimiló mis palabras, me observó, extrañada.

—¿Todo bien? —preguntó.

—Sólo estoy cansada —mentí—. ¿Me llevas?

—¿Seguro?

Asentí sin dudar; ni siquiera sentía remordimientos por colarle semejante trola. Quería marcharme. Lo necesitaba. Héctor sólo sabía ponerme las cosas difíciles. No nos soportábamos y acabábamos discutiendo con una intensidad que ni siquiera entendía. Estaba enredado con Vicky. Y, por si todo eso no fuera suficiente, era el mejor amigo de mi hermano. Además, él lo había dejado muy claro, ¿no? No estaba dispuesto a complicarse la vida por nadie.

—Como quieras —respondió al fin.

Nos despedimos de las chicas. Le pedí a Ada que cuidara de Natalia y salimos de El Circo.

—¿Ya te marchas, Aitana? —preguntó Nicolai con ese acento tan particular, mezcla del ruso y el madrileño.

—Sí, gracias por preocuparte —añadí con una sonrisa—. Ya puedes avisar a León.

Él asintió, profesional, y sacó el móvil del bolsillo interior de su chaqueta, dispuesto a mandarle un mensaje a Rico. Hacía mucho tiempo que me había rendido ante el hecho de que los porteros le enviaban un mensaje a mi hermano cuando llegaba y cuando me marchaba de allí. No tenía ningún sentido resistirse. Había batallas que no iba a ganar.

Anita me dejó en casa y yo esquivé con maestría todos sus intentos por sacarme información sobre Adrián. Ella tenía muchas ganas de regresar a El Circo y seguir con la fiesta, así que no me costó mucho trabajo convencerla de que, efectivamente, sólo estaba cansada.

 

* * *

 

El sábado no tenía ninguna intención de salir, pero, tras tres llamadas de Ada, no tuve más remedio que rendirme. Sin embargo, cuando me disponía a marcharme, oí risas en la cocina y la voz de Suso contando algo que le había pasado en una de sus aventuras por el barrio. Daniela, una amiga de Rico, y Pablo, el hermano de ésta, se habían quedado a pasar la tarde y luego a cenar. Las risas se repitieron y sonaron geniales, como si la palabra hogar tuviese su propio sonido.

No dudé. Le mandé un mensaje a mi amiga diciéndole que al final me quedaba en casa, abandoné mi bolso en el mueble junto a la puerta del vestíbulo y me dirigí a la cocina. Esa noche sólo quería estar con ellos.

 

* * *

 

Desde que me bajé de la cama el lunes, me concentré en entregar todos los trabajos que tenía pendientes y estudiar como una condenada para la siguiente tanda de exámenes. Necesitaba adelantar todo lo que me fuese posible. El viernes tenía dos entrevistas de trabajo y, si quería convencer a Rico de que podía currar, en el caso de que alguno de mis potenciales jefes me diese el puesto, tenía que demostrarle que llevaba los estudios más que al día.

Convencí a Natalia de que nos apuntáramos al grupo de alumnos tutores que ayudan a los compañeros que lo necesitan con clases de refuerzo. Me parecía una bonita iniciativa y tenía como punto extra que debíamos entrar una hora antes al instituto, lo que me ahorraba ver a Héctor, que venía a ver a Rico todas las mañanas

El miércoles por la tarde seguía dándole vueltas a cómo contarle a Rico lo del trabajo. Una de las entrevistas era para cajera en un supermercado; la otra, como recepcionista en un pequeño salón de peluquería y estética. Los dos locales estaban en la propia Villa de Vallecas. Yo sólo quería ayudarlo. Tenía que encontrar la manera de convencerlo.

Entré en casa por la puerta de atrás, repitiendo en mi cabeza los argumentos que me parecían más válidos: nos serviría para traer más dinero a casa; podríamos ayudar al abuelo con más facturas, así no tendría que participar en tantas carreras. Torcí los labios. Odiaba que corriera. Las carreras eran demasiado peligrosas.

Atravesé la cocina y, cuando el salón entró en mi campo de visión, me detuve en seco. Héctor estaba sentado en el sofá, con la pequeña Mati acomodada contra su costado mientras él le pasaba el brazo por los hombros. Estaban leyendo El libro de la selva, pero no la versión de Disney, sino la obra de Kipling. Ella leía y él la ayudaba con las palabras difíciles. Los dos parecían muy concentrados, aunque era algo más que eso. Estaban sumidos de lleno en un universo fantástico, repleto de aventuras, como si el autor hubiese escrito aquella historia sólo para ellos.

—¡El tigre va a comerse a Mowgli! —soltó de pronto Mati, alarmada, levantando la mirada del libro y centrándola en Héctor.

—No tengas miedo —respondió él—. Ni Bagheera ni Baloo dejarán que le pase nada.

No le contestó condescendiente, ni siquiera con ese tono de burla que los adultos usan con los niños cuando éstos se preocupan por cosas que no son importantes. Héctor realmente entendía el temor de Mati, porque los libros significaban para él tanto como para ella. Cada vez que Héctor le daba una novela a mi hermana, estaba construyendo un mundo mágico sólo para ella.

—¿Me lo prometes? —preguntó, todavía preocupada.

—Te lo prometo —contestó sin dudar.

Ella respiró aliviada y volvió a concentrarse en el libro. Héctor sonrió, observándola, y yo no pude evitar que el mismo gesto se contagiase en mis labios. Era genial verlos juntos.

Mi móvil comenzó a sonar, delatándome. Lo apagué deprisa, pero, cuando volví a mirarlos, ellos ya me observaban a mí.

—Hola, Tana —me saludo, risueña, Mati. Es la única que me llama así. Al empezar a hablar, no era capaz de pronunciar Aitana y, con el paso de tiempo, Tana se convirtió en una costumbre entre nosotras.

—Hola, peque —dije.

En silencio, esperé el saludo de Héctor y mi mente dibujó un montón de posibilidades: que me saludara y acto seguido empezara a fastidiarme; que tras diez segundos estuviésemos discutiendo... o quizá esa vez podríamos sencillamente hablar. El simple hecho de imaginar esa probabilidad me resultó desconcertante, pero no tanto cómo me sentí cuando Héctor bajó la cabeza de vuelta al libro al tiempo que pronunciaba un lacónico «hola».

Seguía molesto. Era más que obvio. Yo quería enfadarme como respuesta, pero no era capaz. Estaba triste y eso lo volvía todo aún más frustrante. Debería estar dando saltos de alegría porque se limitara a saludarme y listos, pero, como pasó en la disco, lo que debía sentir y lo que sentía eran cosas muy diferentes.

Torcí los labios y eché a andar hacia mi habitación. Supongo que me tocaba fingir las emociones que me llenaban por dentro, como siempre.

El viernes llegó antes de lo que esperaba. No iba a negarlo, había pensado en lo sucedido con Héctor en el club y en aquel frío «hola» en mi salón un centenar de veces. Seguía queriendo sentirme enfadada, pero continuaba sin lograrlo.

Me inventé una mentirijilla piadosa sobre un trabajo en la biblioteca con Natalia para poder ir a las entrevistas después de clase sin levantar las sospechas de Rico.

Tras media hora contestando preguntas, me informaron de que no cumplía el perfil que necesitaban para recepcionista del salón de belleza. Buscaban a alguien que pudiera trabajar tres días a la semana en horario de mañana, algo imposible de compatibilizar con el instituto.

Por suerte, en el supermercado me fue mucho mejor. El sueldo no era gran cosa, pero sólo tendría turno de tarde o fines de semana y me hacían descuento en la compra. ¡Había encontrado curro!

En el ajado porche de madera blanca, delante de la puerta principal de casa, respiré hondo y me ajusté el asa de la mochila al hombro. En el camino, había repasado cada argumento para convencer a Rico de que me dejase trabajar; sólo esperaba que alguno funcionara. Hacerlo sin su permiso resultaba completamente inviable. Más tarde o más temprano, y conociéndolo sería muy temprano, acabaría enterándose y me obligaría a dejarlo.

Tomé aire una vez más. Tocaba echarle valor.

—Hola, peque —saludé a Mati mientras sacaba la llave de la cerradura.

Cerré la puerta y me acerqué al sofá, donde estaba sentada leyendo, y le di un beso en la coronilla.

—Hola, Tana —respondió, sin levantar la vista de la novela.

Seguía inmersa en El libro de la selva y, sin quererlo, recordé a Héctor y, sin quererlo también, sonreí.

—¿Dónde está Rico? —inquirí, reconduciéndome.

—En la cocina.

—¡Joder! —gritó precisamente mi hermano desde la mencionada estancia.

—La caldera se ha vuelto a estropear —me explicó Mati.

—Genial —murmuré con una sonrisa al tiempo que me incorporaba.

No tenía la costumbre de alegrarme por la muerte de nuestros electrodomésticos, pero arreglar la caldera, en el mejor de los casos, o cambiarla, en el peor, costaría dinero, algo que claramente jugaba a mi favor para convencer a Rico de las múltiples ventajas de traer otro sueldo a casa.

Me autoinfundí valor, otra vez, tomé aire, otra vez, y al fin me dirigí a la cocina.

—Hola —saludé algo nerviosa, entrando.

Rico estaba subido al mueble del fregadero, con medio cuerpo fuera de la ventana para poder alcanzar la caldera, trabajando en ella con una llave inglesa.

—¿Has podido terminar el trabajo? —preguntó.

Eso siempre me asombraba de mi hermano. Daba igual lo agobiado que estuviera por las facturas o el trabajo, siempre encontraba un momento para interesarse por nosotros y por cómo nos había ido el día.

Me mordisqueé el labio inferior. Seguía demasiado nerviosa.

—Sí, ya lo tengo todo listo.

Asintió.

—Tienes macedonia de frutas en la nevera por si te apetece merendar algo —me informó, concentrado en el viejo calentador.

—Gracias —contesté, aunque comer era en lo último en lo que estaba pensando.

Lo observé un par de segundos. Sabía lo que tenía que decir, sólo tenía que decirlo.

—¿Crees que podrás arreglar la caldera? —planteé.

—Eso espero —respondió—, aunque está claro que lo que está pidiendo a gritos es que la dejemos en un punto limpio y compremos una nueva.

—Pero deben de ser carísimas... —dejé en el aire como quien no quiere la cosa.

—Más caras de lo que nos podemos permitir seguro.

—Entonces, lo que también es seguro es que nos vendría de perlas tener más dinero.

Rico detuvo la llave inglesa en seco. Despacio, movió la vista del electrodoméstico hasta mí, suspicaz, en guardia..., la mirada que ponía siempre cuando algo no le cuadraba.

—¿Qué pasa, Aitana? —indagó con una intimidante calma.

Yo negué veloz con la cabeza.

—No pasa nada —me apresuré a poner en palabras—. Es sólo que sé que tenemos que pagar muchas facturas, que el colegio te cuesta mucho dinero y que también ayudas al abuelo, así que he decidido aportar mi grano de arena y he conseguido un trabajo en...

—No —se negó antes de que pudiera terminar la frase.

—No deseches la idea tan rápido —señalé, tratando de sonar muy segura. Parecer muy convencida y tan madura como me sentía era una parte imprescindible de mi plan. Si quería convencerlo, Rico tenía que verme como una adulta, no como una niña pidiendo caramelos con la consiguiente rabieta cuando no se los compran—. Me he esforzado mucho en el instituto y he conseguido ir adelantada en todas las asignaturas. El trabajo es aquí, en el barrio, en uno de los supermercados de la Villa.

Ágil, Rico volvió a entrar en la cocina, cogió un trapo que había dejado junto a la caja de herramientas abierta en la encimera y comenzó a limpiarse las manos con él.

—Sólo tendré que ir por las tardes y algunos fines de semanas —añadí.

—La respuesta sigue siendo no.

Resoplé mentalmente. No debía rendirme. Sabía que no me lo pondría fácil.

—No descuidaré mis estudios y el dinero nos vendrá muy bien para imprevistos como la caldera.

—Claro que descuidarás el instituto —replicó—. Trabajarás por las tardes y algunos fines de semana, que en un mes serán todos. ¿Cuándo piensas estudiar?

—Me organizaré. Quiero ayudar —sentencié.

—Si quieres ayudarme —dijo Rico al tiempo que tiraba el trapo sobre la encimera, se apoyaba con una mano en el mueble y se llevaba la otra a la cadera. Tenía una mancha de grasa en la mejilla y otra en los vaqueros gastados—, estudia, saca buenas notas y échame un cable con Suso y con Mati.

—Ya hago todo eso —perseveré—, y puedo seguir haciéndolo y además traer un sueldo a casa.

—No insistas, Aitana —gruñó.

—Quiero hacerlo por ti —traté de hacerle entender, exasperada.

Todo eso de sonar segura y madura comenzaba a fallar; mi paciencia, también.

—Pero es que yo no quiero que lo hagas.

—¡¿Y qué quieres?! ¡¿Matarte en una carrera?!

La cocina se quedó en el más absoluto silencio de golpe y yo resoplé, malhumorada. Mi plan acababa de irse al diablo y, por si eso no fuera suficiente, había soltado delante de Rico algo que debería haberme guardado para mí. No quería ponerle en la cabeza más problemas. Él no corría por gusto, lo hacía para sacarnos adelante; saber que eso me preocupaba automáticamente sería una preocupación para él.

—Aitana... —empezó a decir, dando un paso en mi dirección.

—Olvídalo —me forcé a pronunciar rápido, obviando las lágrimas que empezaban a quemarme detrás de los ojos.

—Siento muchísimo que te preocupen esas carreras, pero te prometo que no va a pasarme nada.

Asentí vehemente, no sé si para convencerlo a él o a mí, y tragué saliva para frenar el llanto.

—Comprendo que necesitamos el dinero que ganas en las carreras, pero déjame ayudarte.

Rico dejó sus ojos sobre los míos. Tuve la sensación de que sabía que no era un capricho para mí, que entendía por qué quería hacerlo, y una punzada de esperanza saturó mi cuerpo.

—No —contestó.

La esperanza se transformó en decepción y, antes de que pudiera controlarlo, estaba demasiado enfadada y las lágrimas comenzaban a caer.

—Sólo me faltan un par de semanas para cumplir los dieciocho —le espeté, secándome las mejillas con el reverso de las manos.

—Puede ser, pero, mientras no termines el instituto y sigas viviendo aquí, hay unas reglas que cumplir.

—No es justo.

—Lo sé, pero es lo mejor para ti y eso es lo único que me importa.

Le mantuve la mirada, tratando de buscar la manera de convencerlo, un último argumento, pero algo dentro de mí sabía que la partida ya estaba perdida.

Giré sobre mis talones y eché a andar acelerada, prácticamente corriendo, hacia la puerta de atrás. Salí y cerré de un portazo.

Cuando el aire fresco me golpeó, me di cuenta de que, en realidad, no tenía dónde ir. Abatida, me dejé caer hasta sentarme en el primero de los tres escalones que separaban la puerta del jardín, me cubrí la cara con las palmas de las manos y comencé a llorar desconsolada. Sólo quería ayudarlo, ¿por qué no podía entenderlo? Ya no era ninguna niña.

—¿Por qué estás llorando?

Su voz me sorprendió. Separé las palmas de mi cara y sus deportivas entraron en mi campo de visión. Levanté despacio la mirada y continuaron sus vaqueros, sus manos en los bolsillos, su camiseta gris con tres botones en el cuello, que llevaba desabrochados, y su cazadora vaquera. Parecía James Dean en una de sus míticas sesiones de fotos o, aún más acertado, James Dean después de aquellas sesiones, cuando podía ser él sin poses, sin trampa ni cartón, y por esa misma razón su rebeldía crecía hasta el infinito, real y sin censuras, mágica.

No sabía cuánto tiempo llevaba llorando, pero ya había anochecido.

—He discutido con Rico —respondí, sincera.

Héctor se tomó un segundo para meditar mis palabras y uno más para asentir lentamente.

—¿Por qué?

—He conseguido un trabajo en un supermercado. —Al oír mis palabras, su expresión cambió. No necesitaba más para entender dónde estaba el problema—. Él se ha pasado toda la vida cuidando de nosotros y yo sólo quiero ayudarlo —añadí, tan desesperada como me sentía.

Un sollozo atravesó mi cuerpo e hinchó mi pecho con violencia y, aunque quise controlarlo, fracasé estrepitosamente.

—Aunque ya da todo igual —me resigné, sin poder dejar de llorar, bajando la cabeza y clavando mi mirada en mis propios pies.

Héctor volvió a quedarse callado y me sentí todavía peor por ni siquiera poder frenar las lágrimas. Nuestros padres nos habían dejado tirados, Rico se había ocupado de nosotros desde que tenía dieciséis años, cuando aún era un niño... Yo sólo quería ponerle las cosas más fáciles. ¿Por qué no me dejaba? ¿Por qué no confiaba en mí?

—Vamos —me dijo.

Esa única palabra y, sobre todo, la seguridad que empleó al pronunciarla me hicieron volver a alzar la vista y buscar sus ojos, que ya me esperaban.

Héctor no añadió nada más, sólo me tendió la mano. Yo acepté sin cuestionarme por qué lo hacía, pero sabiendo que quería hacerlo. Bajé el escalón y el césped húmedo recibió mis pies, dejándome más cerca de él. ¿Es posible que entre dos personas que apenas se conocen exista esa clase de intimidad que dan las largas conversaciones, los abrazos sin tiempo límite, las sonrisas? Porque así era exactamente cómo me sentía con él... Daba igual si era en una discusión sin fin o al notar su mano sobre la mía, como en ese instante.

Tiro suavemente de mí, sin levantar sus ojos de los míos, al tiempo que echaba a andar. Caminamos hasta su coche. Me abrió la puerta, pero esa vez no protesté.

—¿A dónde vamos? —pregunté cuando él ocupó su puesto tras el volante.

Héctor me miró y sonrió.

—Vas a tener que dejarte llevar.

—Héctor... —gemí, sin saber muy bien cómo continuar la frase.

Estaba demasiado triste por lo que había pasado con Rico, y él era él, Héctor; nuestra historia decía que no éramos amigos, que no nos gustaba estar juntos, y en aquel momento no tenía fuerzas para una nueva discusión.

—Tienes que confiar en mí —continuó sin dudar.

—¿Y por qué tendría que hacerlo?

Él era el mejor amigo de mi hermano, nada mío, y yo, nada de él, sólo el favor del que se encargaba a veces.

Se encogió ligeramente de hombros y su gesto me tomó por sorpresa.

—No lo sé —contestó sin esconderse—, pero quiero que tengas claro que nunca te haría daño.

Sus palabras lograron que una cálida llamarada se prendiese dentro de mí. Yo tampoco conocía la respuesta; tenía la sensación de que había dejado de tenerlas desde que discutimos junto a su coche, frente a mi casa, pero sabía que me estaba diciendo la verdad.

—¿Por qué? —inquirí.

—No lo sé —repitió—. No tengo ni la más jodida idea.

Sonó tan sincero que de alguna manera la luz de mi interior brilló un poco más porque, aunque seamos personas sinceras, todos, sin excepción, siempre nos quedamos con un poquito de nosotros, cosas que no contamos porque no sabemos cómo otros reaccionarán, porque tenemos miedo o, simplemente, son muy nuestras, y, sin embargo, en aquel Polo de color rojo, en mi calle, en el centro de nuestro barrio, él no se estaba quedando con nada, me estaba dando todo lo que era y yo sólo podía pensar en corresponderle de la misma forma.

Asentí porque no sabía cómo poner en palabras todo lo que estaba sintiendo en ese momento.

Héctor se lo tomó como el sí que era, arrancó y nos fuimos comiendo las calles de Vallecas una o una.

Fruncí el ceño cuando nos detuvimos y apagó el motor en mitad de la calle del Tranvía de Arganda. Héctor se bajó sin dudar y lo imité. Todavía sosteniendo la puerta abierta, planteé con demasiada curiosidad:

—¿A dónde vamos?

Héctor, con su puerta también abierta y una mano sobre el techo del coche, volvió a sonreír de esa manera que se le daba tan bien.

—Allí —dijo ladeando el cuerpo hasta tenerme de frente, sólo separados por su Polo, señalando a mi espalda.

Aún más curiosa, me giré y el centro deportivo municipal Palomeras entró en mi campo de visión.

—¿Allí? —vocalicé a modo de pregunta, sin poder creérmelo del todo, sonriendo... Sonriendo. No llevaba con él más de veinte minutos y ya había conseguido que sonriera de verdad.

—Sí, allí —respondió, cerrando su puerta y rodeando la carrocería, y otra vez no había dudas ni en sus palabras ni en sus actos.

Yo hice lo mismo con la mía y lo observé mientras caminaba hasta mí, cogía mi mano y tiraba para que lo siguiera.

—¿Cómo pretendes que entremos? —indagué—. Cierra a las nueve y ya son más de las diez.

—Habrá que ser creativos.

¿Creativos? Estaba reflexionando sobre sus palabras cuando Héctor se encaramó a la gruesa valla metálica, que rodeaba el recinto, con una habilidad pasmosa y saltó al otro lado.

Lo miré completamente atónita y unas burbujitas se despertaron en el fondo de mi estómago, dejándome al borde de sonrojarme; por suerte, las controlé a tiempo. Saltar una valla era una cualidad de chico malo que, unida a esa seguridad que demostraba que no era la primera vez que lo hacía, consiguió que su atractivo resplandeciera. ¿Por qué los chicos malos siempre tenían ese efecto?

—¿Qué haces? —pregunté, reconduciéndome, aunque también lo hice al borde de la risa de boba encantada con la situación.

—Lo que tienes que hacer tú —replicó, guiñándome un ojo.

Alcé la vista y seguí la valla con la mirada. No era muy alta, aunque sí debía de llegar a los dos metros. No había saltado una en mi vida. Para ser franca, nunca me había colado en ningún sitio. Yo no era de esa clase de chicas. Jamás me metía en líos, y eso no tenía nada que ver con la vigilancia constante de Rico; simplemente, yo no era así. Me gustaba ir a El Circo con mis amigas, escuchar música, bailar. Lo más emocionante, e ilegal, que había hecho era beber alcohol sin tener la edad.

—¿Acaso la señorita León no se atreve?

Abrí la boca, indignadísima. Puede que nunca hubiese hecho algo así, ¡pero claro que me atrevía!

—Claro que me atrevo —verbalicé mis pensamientos, levantando la barbilla, altanera.

Un brillo divertido asomó en sus ojos verdes.

—Demuéstramelo —me desafió.

Apreté los labios hasta convertirlos en una fina línea. Una parte de mí, sabiamente, me recordó que no tenía por qué demostrarle nada; la otra ya se estaba poniendo sus pinturas de guerra.

—No tengo por qué —contraataqué.

—Las chicas cobardes, ya se sabe.

—No soy ninguna cobarde —respondí con los puños apretados junto a mis costados.

—Eso son sólo palabras.

—Así te comportas tú la mayor parte del tiempo —le recriminé, insolente—. Perro ladrador, poco mordedor —me burlé.

Héctor me mantuvo la mirada y supe que él sabía la frase exacta con la que quería rebatirme aquel argumento.

—Cree el ladrón que todos son de su condición —contestó.

Fruncí el ceño. Algo dentro de mí me dijo que eso no era lo que pensaba decir.

—No eres capaz, Aitanita —sentenció.

Y la manera en la que pronunció Aitanita no sólo me trajo de vuelta a la realidad, sino que hizo que la sangre me ardiese, como cada vez que me llamaba así.

—Yo nunca me echo atrás —le dejé claro, dando el último paso que me separaba de la valla.

Él sonrió, canalla, engreído y divertido. Héctor Cruz en toda su extensión.

De-mués-tra-me-lo —repitió, saboreando cada letra, cargado de alevosía.

Lo maldije mentalmente al tiempo que lo fulminaba con la mirada y su sonrisa se ensanchó un poco más.

Se iba a enterar.

Volví a observar la valla, respiré hondo y la agarré con fuerza. La falda a tablas del uniforme me lo puso un poco complicado, pero conseguí llegar arriba. Pasé una pierna, luego otra y me deslicé con cuidado hasta que sólo me faltaba el salto final. Por un momento tuve la sensación de que la valla medía veinte metros en lugar de dos. Los ojos se me cerraron de golpe y mi respiración se agitó. Pero, cuando volví a abrirlos, como si sencillamente me hubiese dejado llevar, me encontré con los suyos. Héctor me observaba divertido, pero había algo más en su mirada: ternura, respeto, orgullo. Sentí que le gustaba lo que estaba viendo y, antes de que pudiera entenderlo del todo, me di cuenta de que él era mi recompensa en esa especie de reto.

Sonrió, y esa misma parte de mí que parecía saber lo que Héctor pensaba, una vez más, se puso en marcha para decirme que en ese momento era él quien conocía lo que me estaba pasando por la cabeza.

Salté y, frente a frente, en el mismo lado de la valla y el peligro, pareció que nuestros universos, aparentemente tan separados, habían colisionado para convertirse en uno solo, y nunca, a pesar de todo lo que vino después, he dejado de sentirlo.

—Lo has hecho —comentó, satisfecho.

Una lucecita se encendió en el fondo de mi cerebro.

—La discusión que acabamos de tener... —planteé con una sonrisa.

—Digamos que quería provocar algo —señaló sin el más mínimo arrepentimiento.

Enfadarme. Hacerme dejar de pensar. Lograr que saltara.

—Has sido muy osado —repliqué—. Podría no haberte funcionado.

—Estás a este lado de la valla, ¿no?

Me mordisqueé el labio inferior. No podía negar que tuviese razón. Pero esa reflexión me llevo de inmediato a otra.

—¿Tan transparente soy? —le pregunté.

Él negó con la cabeza, pero no fue algo desdeñoso ni tenía un solo gramo de burla. Me estaba tomando en serio, y la sensación, como cada vez que lo hacía, me emborrachó.

—No —pronunció—, y cada día que pasa tengo más claro que conocerte de verdad es un tesoro.

Las burbujitas volvieron, poniéndome muy complicado prestar atención a algo que no fuera él.

Bajé la cabeza y en un segundo repasé mi propia historia. Yonny Ruso, primero, Adrián Costa, después. Todos los chicos que se habían interesado en mí se habían quedado con la Aitana que fingía ser, ninguno se había dado cuenta de que había más y, aunque, de noche, en mi cama, en mi habitación, dándole vueltas y más vueltas, me convencía de que era porque yo no se lo permitía, que así era mejor para mí, sabía que no veían más allá porque no tenían ningún interés en hacerlo.

Por eso las palabras de Héctor estaban llenas de valor. Para mí, sencillamente eran mágicas.

—Creo que eres la primera persona que quiere hacerlo —me sinceré.

Él dio un paso hacia mí; su cercanía me pilló por sorpresa y todo me dio vueltas.

—Los tesoros no son para todo el mundo —dijo—, si no, dejarían de serlo.

Más valor. Más magia.

Volvió a agarrar mi mano, a entrelazar nuestros dedos y tiró una vez más para que lo siguiera. Obedecí sin que ninguno de los dos dijera nada y una sonrisa se coló en mis labios cuando nosotros lo hicimos en el edificio por la puerta de atrás.

—¿Pretendes que nos bañemos? —inquirí, y no pude evitar que mi voz sonase divertida, incluso feliz.

La piscina cubierta climatizada del complejo deportivo se extendía ante nosotros con el agua tranquila, en paz, y una decena de banderines de colores colgados de lado a lado, preparados para una futura competición. El sonido de la depuradora irrumpía en la enorme sala, transformado en un suave ronroneo, y el ambiente era cálido, húmedo y con olor a cloro. Todo se conjugaba para hacerte creer que entrabas en un universo aparte, como dos pececitos en un acuario que nadie vigila y que saben que, por un momento, podrán ser ellos mismos y nada más importará.

—Exactamente... —dejó en el aire, grandilocuente, deteniéndonos a unos metros de la piscina—... sí —sentenció con una sonrisa.

Fruncí los labios, conteniendo otra al tiempo que lo miraba.

—Pero, como veo que necesitas reunir valor —continuó y, tomándome por sorpresa, se quitó la cazadora vaquera y empezó a descalzarse—, podemos empezar por algo más sencillo, como sentarnos en el bordillo y mojarnos los pies.

Hábil, se remangó los vaqueros y echó a andar hacia la piscina. Como si no estuviese incumpliendo una decena de normas municipales, se sentó tranquilo en el borde y sumergió los pies.

—Vamos —me animó, apremiándome con la mano a que me acercara.

—Nos hemos colado fuera de horario —le recordé.

—Ya lo sé —susurró sin rastro de vergüenza—. Por eso es más divertido

—Está prohibido —traté de hacerle entender.

—A veces es agradable hacer una tontería —replicó, encogiéndose de hombros.

Torcí los labios.

—Esa frase no es tuya, es de Séneca.

—Un tipo listo —añadió.

Yo resoplé, no porque no quisiera estar allí, más bien todo lo contrario, me estaba convenciendo y me estaba gustando, y mucho, que lo hiciera.

—Si nos pillan... —intenté resistirme una última vez.

—Si nos pillan, tendremos que correr más que el guardia, sólo eso.

Sonrió y fue lo único que necesité para subirme a ese tren.

Me deshice de mis zapatos y de los calcetines altos del uniforme y, veloz, como si pudiesen pillarme en el camino y el borde de la piscina fuese sitio seguro, llegué hasta allí y me senté. Observé con una sonrisa cómo mis pies se sumergían en el agua perfectamente atemperada y mi gesto se transformó en una suave risa.

Héctor se inclinó sobre mí, su cálido aliento casi rozó mi mejilla y, por un segundo, el agua me pareció helada en comparación con como ardía mi piel.

—Sienta bien, ¿verdad? —susurró.

Se separó y mis ojos se dejaron atrapar por los suyos.

—Sí —respondí sin romper el contacto.

Él tampoco lo hizo y una sonrisa volvió a sus labios, sólo que no era como las otras. Aquel gesto era más suave, pero también más bonito, más sincero, y parecía estar cargado de muchas más cosas.

Le devolví la sonrisa y, como si los dos cumpliésemos un acuerdo tácito, llevamos nuestra vista al frente.

El siguiente puñado de minutos pasó en silencio, con el murmullo de la depuradora y la serenidad del agua sólo interrumpidos por el suave movimiento de nuestros pies. Héctor había apoyado las palmas de sus manos en el suelo a su espalda y se había recostado, consiguiendo que su camiseta gris se estirara contra su armónico torso.

Mi móvil, a mi lado, empezó a reproducir una lista de canciones al azar en Spotify.

—Gracias por hacer esto por mí —­dije de pronto.

Esas palabras me quemaban en la punta de la lengua y necesitaba darles voz.

—No tienes por qué dármelas —contestó.

—¿Crees que Rico cambiará de opinión sobre dejarme trabajar? —inquirí, y no sé por qué lo hice, los dos sabíamos la respuesta a esa pregunta.

—¿Tú crees que lo hará? —planteó a su vez.

Torcí los labios. Ni siquiera merecía la pena mentirme a mí misma.

—No ­—musité con la voz apagada.

La idea de que Rico no me permitiese ayudarlo me entristecía y eso también estaba demasiado claro como para intentar disimularlo.

Héctor lo notó. Se echó hacia delante y volvimos a estar el uno junto al otro, con nuestros hombros casi rozándose.

—A Rico le importas muchísimo —pronunció con una seguridad absoluta—. Sólo quiere lo mejor para ti.

—Y yo sólo quiero lo mejor para él.

—Tu hermano sólo necesita que estés bien, que seas feliz.

—¿Cómo voy a serlo si él no deja de sacrificarse por todos nosotros? —repliqué con vehemencia, ladeando el cuerpo para tenerlo de frente. Inconscientemente, albergué la estúpida idea de que, si Héctor entendía por qué necesitaba hacer eso por Rico, él también acabaría aceptándolo—. Podría llevar otra clase de vida infinitamente más cómoda, podría olvidarse de las carreras. Ser feliz —sentencié.

Héctor dejó escapar todo el aire de sus pulmones sin levantar sus ojos de los míos. Había sabido ver que eso era lo que, en el fondo, más me preocupaba de todo. Si debía elegir, Rico siempre nos elegía a nosotros y eso incluía cualquier cosa que sintiese por cualquier chica.

—Yo sólo quiero cuidar de Rico —continué—, igual que él cuida de todos nosotros.

Su mirada se oscureció y, con el reflejo de las luces en el agua, el color de sus ojos otra vez volvió a jugar y a posicionarse entre el verde, el azul, el aguamarina y de vuelta a un pardo, a un castaño, a un marrón.

—Eres increíble —susurró, y hubo veneración en su voz.

—No es verdad —repliqué en un murmullo—. Sólo hago lo que siento.

Y noté cómo el hechizo se hizo aún mayor. No podía ponerlo en palabras, pero Héctor, todas las emociones que se despertaban en mí cuando me miraba, cuando estaba cerca... Nunca había experimentado algo así, era como si mi cuerpo fuera más mío que nunca y al mismo tiempo menos, porque estaba aprendiendo que necesitaba de otro para estar completo, como si cada palabra tuviese más valor y cada latido sonase mejor.

Sin embargo, todos aquellos sentimientos eran demasiado intensos y, abrumada, bajé la cabeza.

—Sé que es una estupidez —dije, porque necesitaba romper ese silencio lleno de tantas cosas—. Supongo que nadie se deja guiar por su corazón sin pensar en nada más. Tal vez debería ser un poco más como Hugo, aprovechar todo lo que Rico me da y preocuparme sólo por mí, pero es que no soy capaz. Creo que no podría ser feliz así. —Callé un segundo, agobiada porque la mente me estaba funcionando a mil kilómetros por hora—. ¿A que es la mayor tontería que has oído nunca?

Lancé una sonrisa triste, con la mirada fija hacia delante; una sonrisa que en cierta manera era un escudo para luchar contra la idea de que, una vez más, nunca había sido más sincera, que poner lo que nos da miedo en voz alta, por un segundo, hace que asuste más.

—Yo escribo libros que después guardo en un cajón sin dejar que ninguna persona los lea —replico Héctor con la voz ronca— porque tengo demasiado miedo de que a nadie le gusten.

Mi corazón se aceleró, deprisa, y a cada latido me sentía más y más cerca de él.

—Yo sigo queriendo a mi padre —pronuncié.

La mayor verdad de todas, la que más miedo daba. Bosco era una persona horrible, nos había abandonado a nuestra suerte hacía mucho tiempo y, aun así, no podía no pensar en él, echarlo de menos, desear que cambiara y nos quisiera como yo lo quería a él.

—Yo ya no recuerdo al mío.

Sus palabras y, sobre todo, el tono que usó al pronunciarlas me hizo girarme y buscarlo con la mirada. Él tenía la suya perdida en el agua, un poco desolado, un poco desahuciado, y, por primera vez desde que lo había conocido, un poco decepcionado con la vida que le había tocado vivir. Su confesión lo hizo vulnerable como a mí la mía y también nos unió un poco más. Dos personas tristes, sentadas en el bordillo de una piscina, que acababan de entender que de alguna manera ya no estaban solas.

Las primeras notas de Con las ganas, de Zahara, comenzaron a sonar.

No lo dudé y dejé caer mi cabeza sobre su hombro. Estábamos juntos en eso.

—Necesitamos un momento catártico —anuncié de pronto, levantando la cabeza y buscando su mirada.

Héctor frunció el ceño, sin entender a qué me refería.

—Somos como esos nativos americanos que hacen la ceremonia del té purificador y después tienen que salir a cazar un oso —improvisé un rito.

—¿Quiere que cacemos un oso, señorita León? —planteó, burlón, entrecerrando los ojos al tiempo que se inclinaba suavemente hacia mí, sabiendo a la perfección que ése no era el quid de mi argumento.

—No se quede en las simples palabras, señor Cruz —respondí, imitando su gesto y su movimiento.

—¿Quieres entonces que vivamos una experiencia revitalizadora después de haber contado nuestras historias más tristes?

—Exactamente —respondí con una sonrisa, señalándolo con el índice.

Sin dudarlo, me levanté bajo su atenta mirada y una de sus preciosas sonrisas.

Me quité la corbata y la camisa, me desprendí de la falda y me lancé a la piscina en ropa interior, sin pensarlo. El agua me recibió a la misma temperatura perfecta y, cuando saqué la cabeza de ella, la sonrisa volvió a mis labios. La sensación era increíble, con el peligro moviendo deprisa la sangre en mis venas, con la idea de aventura llenándome de endorfinas, con la sensación de haberme abierto en canal y no guardarme nada.

—Sienta bien, ¿verdad? —repitió, casi en un grito, desde el borde.

Sentaba de maravilla, y él era mi recompensa.

Héctor se deshizo de su ropa y, en bóxers, se lanzó a la piscina. Sonreí como una niña cuando su cuerpo se sumergió en el agua y el gesto se transformó en uno inmenso cuando emergió del líquido elemento justo frente a mí.

—Una idea cojonuda —sentenció.

—No me felicites a mí. Es cosa de los nativos americanos.

Héctor asintió con una sonrisa cómplice en los labios.

—Sabes qué va a pasar, ¿no? —pronunció, pero no me cogió por sorpresa, estábamos en mitad de algo intenso que en aquel momento nos mantenía unidos, tirando del uno contra el otro, y por eso no necesitaba especificar, no necesitaba decir que dejaría de sentirme mal por no poder ayudar a mi hermano porque al final encontraría la manera de hacerlo y, aunque nunca dejase de querer a mi padre, algún día dejaría de doler.

—¿Y si no?

Héctor fingió sopesar mis palabras.

—Si no, nos quedan muchos chapuzones por darnos en esta piscina.

Y otra vez no le hizo falta concretar, porque ese algo dentro de mí supo que esa frase terminaba con un «yo siempre estaré aquí».

Nos buscamos con la mirada.

—Gracias —murmuré sin romper el contacto.

—No hay de qué —susurró.

Su voz se volvió más ronca y, de repente, sentí que no había nada más que decir que pudiera valer más que la manera en la que nos estábamos mirando. Flotamos por el agua hasta acercarnos un poco más.

Su mano rodeó mi cintura suavemente, haciéndonos girar. Las mías se instalaron, tímidas, en sus hombros. El agua nos mecía lentamente mientras nuestra respiración se aceleraba y las gotitas que nos caían del pelo resbalaban por nuestras mejillas hasta perderse en nuestros labios.

Sus labios.

No podía pensar en otra cosa. No quería.

—Aitana... —me llamó, y noté en mi cuerpo cada letra que susurró.

—¿Qué? —musité, alzando la vista hasta volver a sus ojos verdes.

Mi respiración se volvió más caótica y sus manos se hicieron más posesivas en mi cintura.

Otro «¿qué?» lleno aún de más curiosidad se deshizo en la punta de mi lengua.

Nunca me había sentido así.

—Será mejor que regresemos —dijo, soltándose.

Mi piel sin sus manos se quedó huérfana de golpe. Héctor me miró un segundo más y en ese instante tuve la kamikaze sensación de que él se sentía igual.

Sin embargo, no tuve oportunidad de comprobarlo ni tampoco de preguntar. Héctor se movió hasta alcanzar el borde de la piscina y, apoyando las dos manos, salió con un movimiento hábil y masculino.

Se giró, buscándome, y me tendió la mano para hacerme subir, pero no volvió a centrar su vista en mí. Llamadme tarada o cursi, no lo sé, pero juraría que se estaba conteniendo para no hacerlo.

En cuanto estuve fuera de la piscina, Héctor caminó hasta una estantería de metal llena de toallas de distintos colores y tamaños, aunque estoy convencida de que la idea original era que todas fueran iguales.

—Vistámonos —me ordenó al tiempo que me tendía una.

Se separó unos pasos y se volvió para darme intimidad. Por el contrario, yo no pude dejar de observarlo con curiosidad mientras me secaba la cara con la mullida toalla. Quería ponerle un nombre a lo que estaba sintiendo, a lo que veía cuando lo miraba, pero no sabía. La idea no me frustraba, pero sí me hacía querer preguntármelo una y otra vez hasta dar con las palabras adecuadas.

Lanzó la toalla al suelo cuando se hubo secado. Se enfundó los vaqueros y se los ajustó sobre la piel con unos saltitos. Tan pronto como se puso la camiseta, se abrochó los tejanos y se echó el pelo hacia atrás, como si todo formara parte del mismo fluido movimiento.

Rescató la toalla del suelo y se giró. Supongo que esperaba encontrarme ya vestida, pero no lo estaba. No se volvió de nuevo. Su mirada me recorrió de arriba abajo, deteniéndose en cada centímetro de piel mojada, apretando con fuerza y rabia la toalla que aún conservaba en la mano.

Yo podría haber hecho muchas cosas: decir algo, marcharme, pedirle que se girara, pero no lo hice y me quedé de pie, quieta, sintiendo sus ojos sobre mí.

De pronto los sentimientos adquirieron un nombre y las burbujitas una forma: eran mariposas.