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REFUNDACIÓN

1965 - 1969

En septiembre de 1970, Salvador Allende Gossens —«el Chicho» Allende, como le llamaban en su familia y en la vida política—, era candidato a la presidencia de la República por cuarta vez.

Su primera candidatura, en 1952, fue testimonial y salió último. En 1958 casi casi lo logró: resultó segundo frente al derechista Jorge Alessandri Rodríguez, por apenas treinta mil votos (menos del tres por ciento del total de los sufragios).

En 1964 Allende lo intentó por tercera vez. Tampoco ganó. Pero esa vez fue distinto. Los votos de la derecha, seguros de la derrota de su candidato, se volcaron en masa al democratacristiano Eduardo Frei Montalva. Allende, aunque obtuvo casi tres veces más votos que en la elección anterior, salió de nuevo segundo: 38% contra el 56% de Frei. Ambos candidatos se presentaban con proyectos que pretendían transformar radicalmente a la sociedad chilena. La derecha apoyó al político DC solamente porque lo consideraba el «mal menor» frente a la alianza entre el Partido Comunista (PC) y el Socialista (PS) llamada Frente de Acción Popular, o «FRAP». Frei, seguro de su triunfo y sin mucho aprecio hacia sus no buscados socios en la diestra, advirtió que no cambiaría una sola coma de su programa «ni por un millón de votos».

En la elección de 1964 había aparecido un factor nuevo: la revolución cubana. Por primera vez en la historia, surgía en América Latina una interpretación local de una sociedad marxista. La «revolución», es decir, el nuevo Estado cubano, enfrentaba todos los desafíos con los que la izquierda latinoamericana había venido lidiando por lo menos desde hacía setenta años. No se trataba solo de los aspectos sociales —terminar con la miseria, la pobreza y la desigualdad típicas de Latinoamérica— sino también de una interpretación política del lugar del continente en el mundo, en contraposición al dominio económico de Estados Unidos. Los cubanos, con mano de hierro y un gobierno militarista de partido único, ya habían lanzado, en unos pocos años, programas para conseguir algunos de los objetivos más preciados de la izquierda continental: educación y salud universal, por ejemplo. En contraparte, acabaron con derechos civiles básicos, como los de reunión y libertad de expresión, sin mencionar la vida de opositores fusilados por tribunales exprés.

Desde los años treinta que la democracia chilena intentaba salir de sus atascaderos sociales y económicos. Luego de un anárquico periodo que incluyó una dictadura de derecha populista y una breve —doce días— República Socialista, hacia el final de esa década Chile abrazaba un proyecto «desarrollista», de industrialización pesada (carbón, acero, hidroelectricidad), sustitución de importaciones y ampliación de la escolarización. El Partido Radical (PR), representante de la clase media, actuaba como eje del sistema.

La izquierda chilena no tuvo, hasta 1965, mayores complicaciones con este modelo. El PC tenía una política de «unión nacional» desde la época de la gran unión antifascista de la Segunda Guerra Mundial. Contaba con la autorización explícita de Moscú para conformar alianzas electorales y políticas con los partidos socialdemócratas.

El PC había formado parte del gobierno dos veces. Primero, con Pedro Aguirre Cerda, entre 1938 y 1941, y después, durante los primeros meses del gobierno de Gabriel González Videla, en 1946. Ambos presidentes representaban el «ala izquierda» del radicalismo. Pero la convivencia no fue fácil. Los comunistas no fueron parte del gabinete de Aguirre Cerda, pero su sola presencia en la alianza gubernamental detonó complots y un intento serio de golpe de Estado por parte de la derecha fascista: el «Ariostazo», en 1938. González Videla, que al ganar la elección en 1946 había declarado que la alianza entre el radicalismo y el PC era «indestructible», enfrentó las presiones sindicales comunistas —una paralización de todas las minas de carbón— y las de Estados Unidos tomando bando: para 1948, la «Ley de Defensa Permanente de la Democracia», impulsada por el presidente, proscribió al PC.

Pero los comunistas no conformaron guerrilla alguna para rebelarse. Tal vez no era necesario. La ley que los proscribió — conocida como la «ley maldita»— se convirtió en un abismo que separó y tensionó a todo el sistema político. El PC no renegó de su postura: su lugar estaba dentro de las instituciones, y en los diez años de vigencia de la ley participó con otros nombres y contó con la solidaridad incluso de políticos de derecha que repudiaban la norma.

En el 58, con la ley ya derogada, el PC se unió con el Partido Socialista (PS). Así apareció la primera gran alianza electoral de la izquierda: el Frente de Acción Popular (FRAP).

No fue una asociación fácil ni evidente. La mayoría de los socialistas aprobó la proscripción del PC diez años antes. Fundado en la década del treinta, el PS fue una respuesta marxista, pero no soviética, a los temas sociales que para entonces llevaban al menos medio siglo orbitando sobre la política chilena. Esta primera versión del socialismo chileno avanzó rápido (quizás demasiado). De la mano de su primera generación de políticos, en los agitados meses que siguieron a la gran crisis económica mundial de 1929, conquistó el poder y proclamó la República socialista de junio de 1932, pero doce días después los militares cancelaron el experimento.

Con el transcurso de los años, el PS privilegió las estrategias electorales por sobre la ideología. Era formalmente marxista, pero se trataba de un marxismo «revisado» o «interpretado» a la luz de las experiencias mundiales y latinoamericanas. Estas disquisiciones, sin embargo, no pasaban del papel y los congresos partidarios: hasta 1957 los socialistas fueron engranajes fundamentales de la democracia desarrollista, y se arrimaron a ella como mejor pudieron: con los radicales o incluso con el derechista-populista Ibáñez del Campo.

La estrategia dividió al socialismo. Para 1957 había dos grandes PS: uno ibañista y otro no. Eventualmente, volvió a primar el espíritu electoralista y aquel año se pusieron de acuerdo para actuar en conjunto bajo la segunda candidatura de Salvador Allende —uno de los pocos socialistas que estuvo en contra de la proscripción comunista—, que casi, casi, alcanzó la presidencia.

En sus seis años de gobierno, entre 1958 y 1964, Jorge Alessandri no logró hacer fuerte a su sector. Intentó una tímida reforma capitalista de apertura de mercados, freno del gasto fiscal y liberalización de la economía, pero pronto la máquina política devoró las intenciones liberales, y el resto de la derecha concurrió alegremente a cancelar este experimento. Alessandri no derrotó a las dos bestias negras de la política chilena: la inflación y el déficit fiscal. La miseria y la desigualdad seguían a la orden del día.

Considerando que Allende había perdido apenas frente a Alessandri, la izquierda se entusiasmó con la posibilidad de llegar a La Moneda en 1964. Los grandes temas para ella entonces eran la estatización de grandes empresas privadas —sobre todo de la gran minería del cobre—, y la reforma agraria. Esta última era una aspiración consensuada en lo técnico y en lo teórico: la sabiduría económica dominante ponía buena parte de la culpa del escuálido desarrollo económico de Chile en el gran latifundio, porque —se decía— imposibilitaba la aparición de un mercado dinámico de productos agrícolas y obligaba a que Chile fuera un país importador de alimentos.1 Tanto era así que Estados Unidos, of all people, como condición para entregar dinero de ayuda al desarrollo pedía a los gobiernos de América Latina que efectuaran... ¡una reforma agraria! Quien primero tomó nota fue la Iglesia Católica: en el 62, en Talca y Santiago, entregó tierras a campesinos pobres. El gobierno de Jorge Alessandri la siguió con algunas propiedades fiscales. Pero el alcance de aquella reforma fue ridiculizado casi por todo el mundo. Se trataba, decía el humor de entonces, de una reforma «de macetero».

El otro punto de la izquierda, una participación del Estado en la propiedad de todas las grandes empresas, era rechazado por la derecha y matizado por la Democracia Cristiana. Pero aún así era una idea bastante extendida. Sin perjuicio de que el modelo desarrollista había creado empresas del Estado a partir de la Corporación de Fomento de la Producción (CORFO), la idea clásica de Marx —la de que la propiedad de los medios de producción debía ser de los trabajadores— resonaba y no solo en el marxismo, también en la Democracia Cristiana.

De modo que en 1964 tanto Eduardo Frei Montalva como Salvador Allende Gossens proponían reforma agraria y estatizaciones. La diferencia era una cuestión de grado. Cuando al final la derecha decidió abrazar a Frei, lo hizo considerándolo el «mal menor»: un cristiano reformista, que en su juventud militó en el Partido Conservador, era mejor que un marxista como Allende que amenazaba con un cambio demasiado radical. Y así votó la derecha y con esos votos —y por paliza— Frei Montalva resultó electo.

El impacto en la izquierda del triunfo democratacristiano fue brutal. Aunque en perspectiva los programas del FRAP y de la DC de 1964 se diferenciaban poco, un entendimiento entonces fue imposible. Para la izquierda, la Democracia Cristiana nunca sería un partido «popular». Se trataba de una agrupación que no iba a poder dejar atrás su condición «burguesa» ni sus «intereses imperialistas».2 Por otra parte, Frei Montalva compartía con la derecha la idea de que un gobierno de Allende llevaría a la captura total del poder en algún tipo de forma no democrática, como había ocurrido en Cuba y Hungría y, durante su gobierno, en Checoslovaquia. La DC se veía a sí misma como la respuesta a la izquierda: haría el trabajo, pero sin revolución marxista.

En 1964 la derecha ni siquiera tuvo «luna de miel» con el gobierno de Frei: entendió, de inmediato, que este reformismo socialcristiano —el comunitarismo— era apenas menor que el cambio absoluto que proponía la izquierda. No le quedó otra que asumir la pérdida y dedicarse a combatir fieramente al candidato que había apoyado.

En la izquierda, las consecuencias del triunfo DC serían múltiples y absolutas.

Ya en 1962, el Partido Comunista chileno zanjó el tema de su relación con la democracia «burguesa» y el afán revolucionario que soplaba desde Cuba optando por seguir la línea moderada de la Unión Soviética. La estrategia política para el PC local seguiría siendo el entendimiento con los sectores progresistas burgueses, con el fin de alcanzar el poder por la vía electoral.

Aunque golpeado, el PC interpretó la derrota de 1964 como una oportunidad: un trabajo de convencimiento hacia los sectores populares que se identificaron con la Democracia Cristiana. El triunfo vendría si la izquierda era capaz de establecer una alianza con todas las fuerzas progresistas. Así, la DC no era un sector al que despreciar sino al que atraer: las contradicciones internas del gobierno —desde ese punto de vista al mismo tiempo aliado del «imperialismo» y representante de los trabajadores y sectores populares— terminarían jugando para la izquierda.3

En el Partido Socialista la lectura del fracaso del FRAP de 1964 fue más dramática. Al contrario de lo que ocurría en el comunismo, en el socialismo las corrientes rupturistas y clasistas —en el sentido marxista de «clase», «clase obrera»— gozaban de buena salud y confirmaron sus diagnósticos previos. Desde 1956 que ellas venían desahuciando el modelo colaborativo. Y tenían un punto: la deriva del PS al ibañismo (es decir, ¡a la derecha!), y la consiguiente pérdida electoral los había hecho casi desaparecer.

Para su congreso de 1965, en Linares, los socialistas comenzaron a mirar la «vía electoral» de una forma nueva. Sostenían que el eje socialista-comunista seguía siendo válido, pero tenía que entrar en una nueva etapa: una no solo de la «unidad por la unidad», sino «unidad para preparar el camino de la revolución y consumarla». La tesis consideraba relativa la vía electoral: «Es un dilema falso plantear si debemos ir por la “vía electoral” o la “vía insurreccional”. El partido tiene un objetivo, y para alcanzarlo deberá usar los métodos y los medios que la lucha revolucionaria haga necesarios».4

El propio Salvador Allende regresó al tema, y lo hizo en el ojo del huracán: Cuba. Para entonces, los cubanos habían pasado de la solidaridad retórica entre gobiernos y movimientos de izquierda, a la militar. Habían intervenido en Panamá, República Dominicana, Argelia y Congo: esta última fue la frustrada aventura africana del guerrillero Ernesto «Che» Guevara. En términos casi personales, Guevara apoyó la guerrilla argentina «Ejército Revolucionario del Pueblo», que operó en la provincia de Salta, en el 63 y 64. En el 66 el gobierno de Cuba organizó una conferencia de «solidaridad revolucionaria» que agrupó a más de quinientos delegados de movimientos, partidos y gobiernos revolucionarios de tres continentes. En chiste, se la llamó la «ONU de los guerrilleros», pero los cubanos la bautizaron como «la Tricontinental». El principal político de la delegación chilena fue Salvador Allende. Pero la vieja tradición socialista de arreglos y pactos dentro del sistema democrático «burgués» era difícil de abandonar. Allende, ante la asamblea en La Habana, dejó abierta la puerta:

«Será el propio pueblo de Chile y las condiciones de nuestro país, los que determinen que hagamos uso de tal o cual método, para derrotar al enemigo imperialista y sus aliados».5

La declaración, aunque ambigua, no fue, precisamente, un cheque en blanco para el camino cubano.

Ese mismo 1966, a su definición de marxista, el Partido Socialista añadió la de «leninista». Entró así, a fines de noviembre de 1967, en Chillán, a su vigésimo segundo congreso general. Poco antes, el Partido Radical había hecho su flamante ingreso al FRAP.

La incorporación del PR, bajo el punto de vista comunista, era apropiada. A ojos socialistas, no. «Es la descomposición de los partidos Radical y Demócrata-cristiano, y no su artificial supervivencia, el objetivo que busca la izquierda revolucionaria», sentenciaron los delegados. Buena parte del socialismo chileno veía en esta alianza una «patente de corso» para que falsos revolucionarios alimentasen «en el seno de la izquierda ilusiones reformistas y electoreras».

El congreso en Chillán llevó la idea revolucionaria, al menos en forma retórica, al extremo:

«La violencia revolucionaria es inevitable y legítima. Resulta necesariamente del carácter represivo y armado del Estado de clase. Constituye la única vía (cursivas mías) que conduce a la toma del poder político y económico y a su ulterior defensa y fortalecimiento. Solo destruyendo el aparato burocrático y militar del Estado burgués, puede consolidarse la revolución socialista».

Las viejas «formas pacíficas y legales de lucha» no quedaban descartadas, pero estaba claro que «no conducen por sí mismas al poder». «El Partido Socialista las considera elementos limitados de acción, incorporados al proceso político que nos lleva a la lucha armada».6

Pese a que estas declaraciones han sido usadas durante décadas como una de las explicaciones sobre la violencia política que antecedió al golpe de Estado de 1973 y un ejemplo de la responsabilidad en ella de la izquierda, en los hechos los socialistas fueron muchísimo menos decididos que en las palabras. No salieron de su congreso en Chillán blandiendo fusiles, ni enfundados en sudadas ropas verde oliva, sino, en abierta contradicción a sus propios acuerdos, directo a preparar candidatos, pactos, componendas y negocios con sus socios del PC en vista a las elecciones legislativas de marzo de 1969.

En el comunismo, la disputa chino-soviética había ya generado la aparición de un grupo de tendencia maoísta, los «Espartaco». Pero a diferencia del PS, el PC cortaba estas «desviaciones» de raíz y expulsaba a los rebeldes. Hacia 1965 los Espartaco se transformaron en un «Partido Comunista Revolucionario» que desarrolló actividad en la zona mapuche de la Araucanía y Biobío.7

El PS había tenido su hégira de militantes jóvenes radicalizados a partir de 1963, sobre todo en Concepción.

Dos años más tarde, comunistas revolucionarios, jóvenes escindidos del PS y algunos veteranos de la «izquierda comunista» —un sector trotskista expulsado del PC en la década de 1930 que participó como fundador, junto a otros grupos, del PS—, confluyeron para conformar el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR). Al principio, el movimiento fue dirigido por «viejos»: entre otros, el médico Enrique Sepúlveda y el dirigente sindical Clotario Blest, que venía de la época de la república parlamentaria. Pero ya en 1967 esta dirigencia fue desplazada por los jóvenes de Concepción: entre ellos los médicos Miguel Enríquez, Bautista van Schouwen y también el sociólogo santiaguino Andrés Pascal Allende (sobrino del candidato socialista Salvador Allende).

El MIR, de acuerdo a su declaración de principios, sería una vanguardia marxista-leninista, y lucharía por una «emancipación nacional y social» que conduciría al «socialismo y al comunismo». El método: «Una audaz política revolucionaria capaz de oponer a esta cínica violencia imperialista una viril y altiva respuesta de las masas armadas».8

Con el cambio de dirigencia, el MIR pasó de la retórica a la acción. Consideraba al gobierno de Frei un régimen burgués al que había que combatir. Sus primeras acciones consistieron en «expropiaciones»: asaltos a supermercados y robos a bancos. El grupo comenzó a hacer activismo en las universidades, sobre todo en el Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile. En mayo del 68 atentó contra un banco en Santiago. En junio, en una operación que sería la más mediática, los miristas secuestraron en Concepción al periodista Hernán Osses, director del diario Noticias de la tarde y luego lo liberaron, desnudo, en el campus de la universidad. Durante todo 1969, el grupo aumentó la frecuencia de sus acciones contra bancos en el Biobío y Santiago, y añadiría asaltos a armerías. La más sonada de estas acciones fue un robo al supermercado Portofino, en Santiago, que dejó un herido. Una grieta entre el MIR y el PC no tardó en aparecer: El Siglo, el diario del PC, calificó a los hechores como un «grupúsculo anti-comunista de ultraizquierda», y a la acción como «gangsteril». Para marzo de 1970 los dirigentes del MIR estaban en la clandestinidad.

La «vía armada» a veces se salía de madre al punto de llegar a los secuestros de aviones, como ocurrió en noviembre de 1969 con dos niños, de catorce y dieciséis años, que intentaron secuestrar un avión «en nombre del MIR», pero terminaron controlados por los pilotos. La organización no reconoció vínculos con los jovencitos.9 Al mes siguiente, un hombre ya más crecido, militante del MIR, de cuyas ropas colgaban cables y que portaba dinamita y un cuchillo, logró desviar un avión de la Línea Aérea Nacional (LAN) que tenía como destino Arica, y llevarlo a Cuba.10 Pero estos casos parecen haber sido más «inspirados» por el MIR que planificados.

El MIR no estaba solo en la radicalización y la opción por la acción armada. Una serie de otros grupos más pequeños apareció en los últimos años del gobierno de Frei Montalva, también con la idea de rechazar la vía electoral. Represiones de las Fuerzas Armadas y Carabineros a obreros y campesinos, como la huelga en el mineral de El Salvador (1966), que terminó en una masacre, y sobre todo los sucesos en Pampa Irigoin, en Puerto Montt, que culminaron con ocho campesinos muertos (1969), determinaron el alejamiento de varios militantes de las Juventudes Comunistas, entre ellos los hermanos Ronald y Arturo Rivera Calderón, que tras la expulsión terminaron en el MIR, pero a los pocos meses también fueron expulsados. Luego formaron un grupo armado llamado Vanguardia Organizada del Pueblo (VOP), con una característica diferente: «La inmensa mayoría de sus miembros ha sido reclutado entre aquellos sectores de más bajo nivel social».11 Las actividades armadas consistirán, durante este periodo, en asaltos a bancos y a negocios menores como fiambrerías y carnicerías. Este pequeño grupo sería de una importancia fundamental en los siguientes meses.

En las elecciones legislativas de marzo de 1969, comunistas y socialistas, juntos, obtuvieron 38% de los votos. La Democracia Cristiana, sola, 29,7%. La derecha, el 20%.12

La izquierda podía ser optimista o pesimista. El PS aún estaba sujeto a la idea de que la ampliación electoral hacia la «burguesía» era un despropósito ideológico. El PC, en tanto, miraba a algunos nuevos parlamentarios «progresistas» en la DC que podían adherir a la tesis de una unión marxista-burguesa.

En la Democracia Cristiana las tesis de la izquierda comenzaban a ser escuchadas por un grupo que consideraba que lo que alguna vez fue un proyecto comunitarista de trabajadores, había capitulado en favor de las grandes empresas y la derecha.

¿Había ocurrido así? El gobierno de Frei Montalva tuvo un periodo de oro hasta 1967, en el que efectivamente consiguió controlar la inflación aún con un elevado gasto fiscal. Ese dinero fue empleado en una serie de políticas públicas —tal vez la más importante de ellas fue la de viviendas sociales— que incluyeron promoción de los sindicatos, de las juntas de vecinos, centros de mujeres y otras organizaciones comunitarias. Hasta el 67, el programa de la DC parecía cumplirse, y el país avanzar hacia la promesa de su propia ciudad brillante en la colina: una revolución no-marxista, sin violencia. Pero a partir del 67 el gobierno tuvo que hacer caja para cumplir con sus obligaciones (entre ellas, los sueldos de una planta de funcionarios públicos que había crecido sobre una base de militancia DC), y comenzó a emitir moneda. Ello detonó una inflación cercana al 30%. Los sucesos en El Salvador y Puerto Montt terminaron con el crédito político que el gobierno tenía en la izquierda, e incluso (y acaso con aún más fuerza) en esa izquierda de su propio partido.

Tal como lo supusieron los comunistas en el 65, el ala izquierda de la DC terminó aislada del gobierno. A partir de mayo de 1969, dos senadores, Rafael Agustín Gumucio y Alberto Jerez, y otros militantes como el ingeniero agrónomo Jacques Chonchol —que dirigió la reforma agraria de Frei— se salieron del partido y conformaron una nueva agrupación: el Movimiento de Acción Popular Unitaria, un título un tanto excesivo que dio paso a un acrónimo más expedito, «Mapu».

El radicalismo experimentaba aún más tensiones. Su viraje a la derecha (no se había hecho problema para integrar el gobierno de Jorge Alessandri) fue resistido sobre todo por la juventud. En julio de 1969 esta vieja y algo destartalada olla a presión en la que cabía el centro, la derecha y la izquierda, estalló. Una convención le dio el triunfo a los sectores de izquierda, que terminaron expulsando a los de derecha, entre ellos al ex candidato presidencial Julio Durán. La postura mayoritaria del PR, ahora, coincidía con la tesis comunista de una gran alianza «progresista», sin excepción.

La realidad había hablado, sobre todo porque la izquierda, súbitamente, aumentaba sus parlamentarios con las nuevas y algo inesperadas incorporaciones del MAPU y el PR.

Esto hizo que el PS entrara en un conflicto. En junio de 1969 la postura de Chillán fue revisada. Se aprobó la tesis de la alianza amplia, pero el sector «chillanejo», aún fuerte, no se disolvió: «Esta unidad no dependerá tanto de acuerdos formales de congresos o de convenciones como de la conducta rupturista frente a la institucionalidad burguesa, del compromiso con las luchas revolucionarias del pueblo chileno».13

La solución no había sido un ejemplo de elegancia o coherencia política. En la mejor tradición socialista, fue una negociación electoral interna, entre aquellos que no compraban totalmente la vía revolucionaria (como Allende) y quienes representaban a los nuevos vientos (como Carlos Altamirano).

Pero el resultado despejaba el panorama de la izquierda. Participaría en las elecciones presidenciales de 1970 y lo haría con una nueva alianza de partidos cuya misión electoral era, además de ganar, erosionar la «base social de la derecha», eufemismo para denominar a los sectores obreros, estudiantiles, campesinos y de jóvenes que se habían encantado con la propuesta democratacristiana de 1964. En octubre de 1969, el PC, el PS, el PR, el MAPU, la «Acción Popular Independiente» —un movimiento que giraba en torno al senador ex-ibañista Rafael Tarud—, y el pequeño Partido Social Demócrata, firmaron el documento que los establecía como un nuevo referente político.

Se llamaría, en coincidencia con la tesis comunista, «Unidad Popular».

Este acuerdo tenía que transformarse en dos cosas: un programa de gobierno y un candidato. Lo primero fue relativamente fácil. El diagnóstico de la situación chilena, y de lo que había que hacer en caso de llegar al gobierno, existía desde hacía años en la izquierda. El programa del FRAP de 1964 ya contenía las ideas de nacionalización de la gran minería del cobre, una reforma agraria, la nacionalización de los grandes bancos y una reforma sustancial de la estructura del Estado. Pero a la luz de la derrota de ese año y de la escisión, al menos retórica, entre la «vía pacífica» y la «vía revolucionaria» que se produjo entre los principales socios, para 1970 ese documento resultaba de una tibieza inaceptable. La meta esta vez debía ser la implantación de un estado socialista en Chile, y no podía ser aminorada con guiños de moderación.

Por todo lo «electoral» que el comportamiento político del PC pudiera ser hasta ese momento, el gobierno que emergiera de aquel documento iba a tener la característica de «revolucionario» en el sentido de que crearía un nuevo Estado, unas nuevas relaciones económicas, y hasta un «nuevo hombre». Era el programa más radical formulado por alianza alguna en todas las elecciones de la historia de Chile.

El documento partía con un análisis sobre el país que despertaba a la década de los setenta. Había una crisis, señalaba, que daba cuenta de un «estancamiento económico y social», una pobreza generalizada y «postergaciones de todo orden que sufren obreros, campesinos y demás capas explotadas». La causa de esto era el fracaso de un sistema que, de acuerdo al documento, no correspondía a las necesidades contemporáneas: el capitalismo, aliado con el imperialismo, «dominado por sectores de la burguesía estructuralmente ligados al capital extranjero», jamás iba a resolver los problemas «fundamentales del país, los que se derivan justamente de sus privilegios de clase a los que jamás renunciarán voluntariamente». Este punto era fundamental. La inversión extranjera en minería, bancos, industrias y comercio era considerada una forma de explotación y una amenaza a la democracia.

Los grandes empresarios chilenos eran vistos como un grupo que había capturado el Estado, y que terminaba siempre legislando a favor de sí mismo. Por eso el —nuevo— Estado desarrollaría tres áreas en la economía: una privada, una mixta y un «área de la propiedad social» a la que pasaría un gran grupo de grandes empresas privadas estratégicas y monopólicas que existían en Chile.

El programa hacía hincapié en la desnutrición. Según el documento, que citaba cifras oficiales, ella llegaba a la mitad de los chilenos menores de 15 años. Esto, se señalaba, era responsabilidad directa del latifundio —las gigantescas propiedades agrícolas—. Estas propiedades, subexplotadas, eran incapaces de alimentar al país.

La pobreza como tal comenzó a ser medida técnicamente en Chile durante la dictadura de Pinochet, de modo que no es posible establecer una «línea de pobreza», como la que se usa actualmente, para comparar la situación en los albores de la década. Pero aquí hay que poner algunos pasos de distancia. La Unidad Popular no fue una versión aumentada del Hogar de Cristo. La disminución de la pobreza, si bien era moralmente un deber, no era un objeto político per se. La UP fue un asunto de los trabajadores: los obreros y los campesinos, hacia quienes la coalición pretendía traspasar la riqueza del país. Esta crítica social que hace el programa de la UP está alineada con una percepción que era común a la centro-izquierda: que el modelo de industrialización iba muy lento en relación a las expectativas. De hecho, en 1970, Chile es el mismo «alumno aplicado» del vecindario en índices sociales.14 Es más complejo atribuir grados de responsabilidad al «imperialismo» sobre esta idea del fracaso del modelo desarrollista. El consenso de la época, que venía del modelo de sustitución de importaciones y crecimiento autárquico basado en la industria pesada, tendía a desconfiar de lo que hoy se conoce como «globalización», y buena parte del empresariado industrial chileno —la «burguesía»— creció a partir del apoyo y protección del Estado. Pero la gran minería era distinta. Las minas de cobre porfírico, con piedras que contenían menos de 2% de cobre, desde siempre, en razón del gran capital que era necesario para extraer el metal, se habían relacionado con empresas estadounidenses. La compañía Braden comenzó a explotar el mineral de El Teniente en 1905; hacia 1915, los hermanos Guggenheim harían lo mismo con Chuquicamata. Las ganancias motivaron al gobierno de Frei Montalva a llevar adelante la «chilenización» del cobre: es decir, que la propiedad de las grandes mineras quedara, en su mayoría, en manos del Estado. El programa de la UP postulaba la nacionalización: que el fisco se hiciera del 100% de la propiedad.

La elección del candidato fue mucho, muchísimo, menos consensual.

En el PS competían el incombustible senador Salvador Allende —veterano de tres derrotas presidenciales previas— y el entonces jefe del partido, y también senador, Aniceto Rodríguez.

Salvador Allende era una criatura del sistema. Generacionalmente venía después de Marmaduke Grove, el líder de la República Socialista de 1932. Médico de profesión, se relacionó tempranamente con el doctor viñamarino Eduardo Grove, hermano de «don Marma», y pagó con relegación la aventura de 1932. Para el 41 el partido lo puso como ministro de salud de Pedro Aguirre Cerda.

Desde 1945, Allende nunca había dejado de ser senador. Sorprendentemente, había sobrevivido a todas las peleas internas, que fueron muchas. Salvo un breve periodo como secretario general en 1943, no había ocupado cargos internos en el PS.

Durante un cuarto de siglo había sido, en estricto rigor, un político profesional, y uno con dos almas: acaso una en el s. XIX y otra en el XX. En 1952 se había ¡batido a duelo! con el senador radical Raúl Rettig (sí, el mismo del «Informe Rettig» de 199015), por un lío de faldas que ambos disfrazaron de asunto político. Fuera de lo extemporáneo del caso, el episodio revela que Allende era un socialista distinto: un «pije», como se decía en esa época, un miembro de la clase alta que mantenía las costumbres decimonónicas de su condición: vestuario impecable, trato caballeroso, encantador con las damas —tuvo, durante su matrimonio con Hortensia Bussi, varias amantes— y degustador de whisky, brebaje entonces de muy poca distribución en Chile.

Su marca, como parlamentario, estuvo en los temas sanitarios: buena parte de la legislación que impulsó llevó a la creación del Servicio Nacional de Salud, el antecesor de FONASA. También emergió la idea de que era dueño de una gran «muñeca» política, es decir, que tenía una gran capacidad tanto para la amenaza como para la negociación con sus adversarios. Pero su vida política no había sido un paseo por la pradera. Su gran rival en el partido era el senador Raúl Ampuero, acaso su reverso: un serio abogado chilote que tuvo muchas veces cargos internos. En 1961 Ampuero desplazó a Allende como candidato a senador por el Norte Grande —una zona «fija» para los candidatos de la izquierda—. Allende, que ya venía de las derrotas presidenciales del 52 y el 58, tuvo que ir a competir en serio por un escaño por Valparaíso. Para sorpresa de todos, ganó.

En los sesenta el senador Allende hizo de Cuba una causa. Cuando el Che Guevara murió en Bolivia, en 1968, Allende dio un sentido discurso en el Senado que le granjeó la reputación, entre sus adversarios, de no ser un verdadero demócrata. Luego, movería sus influencias como presidente del Senado para sacar por Chile a los sobrevivientes del grupo guerrillero del Che. En una entrevista televisiva, Allende descartó la violencia para Chile, pero la defendió como respuesta a la «violencia reaccionaria». En mayo del 69 hizo una gira que incluyó la Unión Soviética, China, Corea del Norte, Vietnam del Norte (¡en plena guerra!) y, por cuarta vez, Cuba.16

Y sin embargo, en el PS Allende no era de los revolucionarios, sino de los moderados.

La jefatura de Rodríguez venía desde 1965. En Chillán había sido reelecto tras una dura votación en la que se enfrentó a los «revolucionarios» del partido, liderados por Carlos Altamirano. La diferencia entre Allende y Rodríguez no era sustantiva. El desacuerdo provenía, en realidad, de una desconfianza ante una ¡cuarta! aventura presidencial de Allende. Pero parece que esta tesis no estaba en consonancia con los militantes socialistas: un sondeo interno arrojó que 33 de los 35 comités provinciales apoyaban a Allende.17 Rodríguez bajó su candidatura antes de la votación en el Comité Central, pero esta, en agosto de 1969, fue rarísima: aunque corría Allende solo, triunfó por 13 votos a favor y... 14 abstenciones, entre ellas las de los pesos pesados del partido: el propio Rodríguez, Altamirano y Clodomiro Almeyda.

El camino de Allende, ahora en la Unidad Popular, también fue difícil.

La «mesa redonda» de la que saldría el candidato del pacto quedó armada por el poeta universal Pablo Neruda, del Partido Comunista; el senador Alberto Baltra, del Partido Radical; Jacques Chonchol por el MAPU, y el senador Rafael Tarud por la Acción Popular Independiente y el Partido Social Demócrata.

Allende no juntaba una adhesión automática entre los partidos. Su adversario más directo era Baltra, un abogado y economista que venía del centro intelectual de la UP: la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL).

El MAPU, que era un partido en general de militantes mucho más jóvenes que el PS, veía en Allende un ejemplo de la «vieja escuela», así que inició de inmediato negociaciones con el ala izquierda del PS para botar a Allende y subir (entre todos los posibles) a Rodríguez, que tampoco era un lirio.

Ese era el panorama. Lo que debía haber sido la expresión de una unidad sin fracturas reflejaba las delgadas líneas de una trizadura en el vidrio. A fines de 1969, Allende decidió retirar su candidatura. Fue la movida que terminó precipitando la decisión. Baltra se retiró de la contienda. El PC bajó a Neruda sin problemas: el poeta realmente tampoco tenía ambiciones presidenciales y Allende siempre había mantenido la más estrecha relación con el PC.

El PS, por último, rechazó la renuncia de su candidato. Así las cosas, los participantes de la «mesa redonda» de postulantes a la presidencia giraron la cabeza en la misma dirección. Salvador Allende sería el hombre de la Unidad Popular.