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El periodo paleolítico: la mitología
de los cazadores (
c. 20000-8000 a. C.)

El periodo en que los seres humanos completaron su evolución biológica es uno de los más largos y más formativos de su historia. En muchos aspectos fue una época de miedo y apremios. Aquellos hombres primitivos todavía no habían desarrollado la agricultura. No podían cultivar su propio alimento, sino que dependían por completo de la caza y la recolección. La mitología era tan esencial para su supervivencia como las armas y las técnicas de caza que inventaron para matar a sus presas y lograr cierto control sobre su entorno. Al igual que los neandertales, los hombres y las mujeres del Paleolítico no podían registrar sus mitos por escrito; pero esas historias, cruciales para que los seres humanos se entendieran a sí mismos y entendieran las penurias que soportaban, sobrevivieron de forma fragmentaria en las mitologías de culturas posteriores, más evolucionadas. También podemos obtener información sobre la experiencia y las preocupaciones de aquellos hombres primitivos estudiando a pueblos indígenas como los pigmeos o los aborígenes australianos, quienes, al igual que los pueblos de la época paleolítica, viven en sociedades cazadoras y no han realizado ninguna revolución agrícola.

Es natural que esos pueblos indígenas piensen en términos de mitos y símbolos, porque, como nos explican los etnólogos y antropólogos, tienen plena conciencia de la dimensión espiritual de su vida cotidiana. La experiencia de lo que denominamos lo sagrado o lo divino se ha convertido, como mucho, en una realidad distante para los hombres y mujeres de las sociedades urbanas industrializadas, pero para los aborígenes australianos, por ejemplo, no solo es obvio sino también más real que el mundo material. La «Época del Sueño» —que los australianos experimentan cuando duermen y también en momentos de trance— es eterna y «continua». Forma un telón de fondo estable para la vida de cada día, que está dominada por la muerte, los cambios constantes, la interminable sucesión de acontecimientos y el ciclo de las estaciones. La Época del Sueño está habitada por los Antepasados, poderosos seres arquetípicos que enseñaron a los humanos las técnicas esenciales para vivir, como la caza, la guerra, el sexo, el tejido y la cestería. De ahí que esas actividades no sean profanas, sino sagradas, y que pongan en contacto a los mortales con la Época del Sueño. Cuando un australiano sale a cazar, por ejemplo, su comportamiento imita con tanta exactitud el del Primer Cazador que se siente en plena armonía con él, inmerso en ese poderoso mundo arquetípico. Su vida solo tiene significado cuando él experimenta esa unión mística con la Época del Sueño. Después se aleja de esa riqueza primaria y vuelve al mundo del tiempo, del cual teme que lo devore y reduzca a la nada cuanto él hace.3

El mundo espiritual es una realidad tan inmediata y cautivadora que los pueblos aborígenes creen que en otro tiempo era más accesible para los seres humanos. En todas las culturas encontramos el mito de un paraíso perdido en el que los humanos vivían en contacto directo y diario con lo divino. Eran inmortales y vivían en armonía unos con otros, con los animales y la naturaleza. En el centro del mundo había un árbol, una montaña o un poste que unía la tierra y el cielo y al que las personas podían trepar fácilmente para alcanzar el reino de los dioses. Luego hubo una catástrofe: la montaña se derrumbó, o talaron el árbol, y se hizo más difícil alcanzar el cielo. La historia de la Edad de Oro, un mito muy temprano y casi universal, nunca pretendió ser histórica. Surge de una intensa experiencia de lo sagrado que es intrínseca a los seres humanos, y expresa su tentador sentido de una realidad casi tangible que está fuera de su alcance por muy poco. Casi todas las religiones y mitologías de las sociedades arcaicas están imbuidas de nostalgia por el paraíso perdido.4 Sin embargo, el mito no era simplemente un ejercicio de añoranza. Su propósito primordial consistía en mostrar a la gente cómo podía regresar a ese mundo arquetípico, no solo en momentos de éxtasis e iluminación, sino también en el desempeño de sus responsabilidades cotidianas.

Actualmente separamos lo religioso de lo secular. Eso habría sido incomprensible para los cazadores paleolíticos, para quienes nada era profano. Todo cuanto veían o experimentaban tenía un claro equivalente en el mundo divino. Cualquier cosa, por modesta que fuera, podía encarnar lo sagrado.5 Todo cuanto hacían era un sacramento que los ponía en contacto con los dioses. Hasta los actos más corrientes eran ceremonias que permitían a los mortales participar en el mundo eterno de lo «continuo». Para los humanos modernos, un símbolo está esencialmente separado de la realidad invisible hacia la que dirige nuestra atención, pero la palabra griega symballein significa «reunir»: dos objetos dispares se vuelven inseparables, como la ginebra y la tónica en un cóctel. Cuando contemplabas un objeto terrenal, te encontrabas, por tanto, ante su equivalente celestial. Este sentido de participación en lo divino era esencial para la visión mítica del mundo: el propósito de los mitos era lograr que las personas fueran más plenamente conscientes de la dimensión espiritual que las rodeaba y que constituía un componente natural de la vida.

Las primeras mitologías enseñaban a ver, a través del mundo tangible, una realidad que parecía encarnar algo más.6 Pero eso no requería actos de fe, porque en esa etapa no había brecha alguna entre lo sagrado y lo profano. Cuando aquellos hombres primitivos miraban una piedra, no veían un mineral inerte y anodino. La piedra encarnaba fuerza, permanencia, solidez y un carácter absoluto muy diferente de las características de los vulnerables humanos. Y era precisamente ese contraste, esa disparidad, lo que la convertía en algo sagrado. En la Antigüedad, una piedra era, sencillamente, una hierofanía, una manifestación de lo sagrado. Y un árbol, que tenía el poder de renovarse sin ningún esfuerzo, representaba y manifestaba una milagrosa vitalidad de la que no disponían las personas. Cuando observaban las fases de la luna, nuestros antepasados veían otro ejemplo de los poderes sagrados de la regeneración,7 una evidencia de una ley severa y piadosa, aterradora y consoladora al mismo tiempo. Los árboles, las piedras y los cuerpos celestes nunca eran objetos de culto en sí mismos, pero se los veneraba como revelaciones de una fuerza oculta cuyas portentosas obras podían verse en todos los fenómenos naturales, haciendo intuir a la gente otra realidad más poderosa.

Algunos de los mitos más antiguos, que se remontan al Paleolítico, estaban relacionados con el cielo, el elemento que dio al género humano su primera noción de lo divino. Cuando contemplaban el cielo —infinito, remoto y con una existencia ajena por completo a sus penosas vidas—, aquellos individuos vivían una experiencia religiosa.8 El cielo estaba muy por encima de ellos, y era inconcebiblemente inmenso, inaccesible y eterno. Era la pura esencia de la trascendencia y la otredad. Los seres humanos no podían hacer nada para alterarlo. El interminable drama de sus rayos, eclipses, tormentas, crepúsculos, arcoíris y meteoritos hablaban de otra dimensión, interminablemente activa y con vida propia. Cuando contemplaba el cielo, la gente sentía pavor y placer, respeto y miedo. El cielo los atraía y los repelía. Era intrínsecamente «numinoso», es decir, revelador de una presencia divina, como describe el gran historiador de las religiones Rudolf Otto. En sí mismo, sin deidad imaginaria alguna detrás de él, el cielo era mysterium tremendum, terribile et fascinans.9

Esto nos lleva a un elemento esencial tanto de la conciencia mítica como de la religiosa. En nuestra escéptica época, suele darse por sentado que la gente es religiosa porque espera obtener algo de los dioses a los que adora. Intenta ganarse el apoyo de los que detentan el poder. Quiere vivir muchos años, no padecer enfermedades y conseguir la inmortalidad, y cree que puede persuadir a los dioses para que le concedan esos favores. Pero lo cierto es que esta temprana hierofanía demuestra que la adoración no tiene que ser necesariamente interesada. La gente no esperaba nada del cielo, y sabía que no podía alterarlo de ningún modo. Desde muy antiguo, hemos experimentado nuestro mundo como algo profundamente misterioso; nos mantiene en una actitud de respeto y asombro que es la esencia del culto. Más tarde, el pueblo de Israel utilizó la palabra qaddosh («separado», «otro») para designar lo sagrado. La experiencia de la pura trascendencia resultaba profundamente satisfactoria en sí misma. Extasiaba a la gente revelándole una existencia que trascendía por completo la suya, y la elevaba emocional e imaginativamente más allá de sus limitadas circunstancias. Era inconcebible que alguien pudiera «persuadir» al cielo para que complaciera a los pobres y débiles seres humanos.

El cielo siguió siendo un símbolo de lo sagrado hasta mucho después del periodo paleolítico. Pero un suceso muy temprano demostró que la mitología fracasa si solo habla de realidades lejanas y trascendentes. Si un mito no permite a la gente participar de algún modo en lo sagrado, se convierte en algo remoto y desaparece de su conciencia. En algún momento, los pueblos de diversas y distantes regiones del mundo empezaron a personificar el cielo. Empezaron a contar historias sobre un «dios del cielo» o «Dios Supremo» que, sin ayuda de nadie y a partir de la nada, había creado el cielo y la tierra. Este monoteísmo primitivo se remonta, casi con toda seguridad, al Paleolítico. Antes de empezar a adorar a diversas deidades, los pueblos de muchas partes del mundo solo reconocían a un único Dios Supremo que había creado el mundo y gobernaba los asuntos de los humanos desde la lejanía.

Casi todos los panteones tienen su dios del cielo. Los antropólogos también lo han encontrado entre pueblos tribales como los pigmeos, los australianos y los fueguinos.10 Él es la Causa Primera de todas las cosas y Señor del Cielo y la Tierra. Nunca se lo representa mediante imágenes y no tiene santuario ni sacerdotes, porque es demasiado elevado para ser objeto del culto de los humanos. Los humanos se dirigen a su Dios Supremo mediante la oración, creen que él los vigila y que castigará sus malas obras. Sin embargo, ese dios no está presente en su vida cotidiana. Los miembros de la tribu dicen que es indescriptible y que no puede tener tratos con el mundo de los hombres. Estos pueden acudir a él en momentos de crisis, pero, por lo demás, el dios está ausente y suele decirse que «se ha marchado» o «ha desaparecido».

Fue así como los dioses del cielo desaparecieron de los antiguos pueblos de Mesopotamia, la India védica, Grecia y Canaán. En sus respectivas mitologías, el Dios Supremo se convirtió, en el mejor de los casos, en una figura imprecisa, sin poder y con un papel poco relevante en el panteón de los dioses, y ya destacaban deidades más dinámicas, interesantes y accesibles como Indra, Enlil y Baal. Hay historias que explican cómo fue destronado el Dios Supremo: por ejemplo, a Urano, dios del cielo de los griegos, lo castraba su hijo Cronos en un mito que ilustra de forma espeluznante la impotencia de esos Creadores que, al alejarse tanto de la vida cotidiana de los humanos, ya no eran más que personajes secundarios. Los hombres experimentaban el poder sagrado de Baal en cada temporal de lluvias; sentían la fuerza de Indra cada vez que los poseía la embriagadora furia de la batalla. En cambio, los viejos dioses del cielo no ejercían ninguna influencia en la vida de la gente. Esta temprana evolución demuestra que la mitología fracasa si se concentra en lo sobrenatural; solo tiene vitalidad si su principal preocupación es la humanidad.

El destino de los dioses del cielo nos recuerda otro error muy extendido. Suele suponerse que los primeros mitos ofrecían al mundo precientífico información sobre el origen del cosmos. La historia del dios del cielo representaba exactamente este tipo de especulación, pero el mito fue un fracaso, porque no afectaba a la vida cotidiana de las personas, no les explicaba nada sobre su naturaleza humana y no las ayudaba a resolver sus eternos problemas. La desaparición de los dioses del cielo permite entender por qué en Occidente el Dios Creador venerado por judíos, cristianos y musulmanes ha desaparecido de la vida de muchas personas. Como hemos dicho, el mito no proporciona información objetiva, sino que es básicamente una guía de comportamiento. Su verdad solo será revelada si se pone en práctica, ya sea ritual o éticamente. Si se lo examina como si fuera una pura hipótesis intelectual, se convierte en algo remoto e increíble.

Los dioses supremos quizá hayan bajado de categoría, pero el cielo nunca perdió su poder de recordarle lo sagrado a los humanos. La altura ha seguido siendo un símbolo mítico de lo divino, un vestigio de la espiritualidad del Paleolítico. Tanto en la mitología como en el misticismo, los hombres intentan regularmente alcanzar el cielo, e inventan rituales y técnicas de trance y concentración para poner en práctica esas historias de exaltación y, de ese modo, «ascender» a un estado «más elevado» de conciencia. Los sabios aseguran haber remontado los diferentes niveles del mundo celestial hasta llegar a la esfera divina: los maestros de yoga vuelan, los místicos levitan, los profetas escalan altísimas montañas para alcanzar un estado sublime.11 Cuando los mortales aspiraban a la trascendencia que representaba el cielo, tenían la impresión de que podían huir de la frágil condición humana y acceder a aquello que había más allá. Por eso, en mitología, las montañas son tan a menudo sagradas: estaban a medio camino entre el cielo y la tierra, y eran un lugar donde personajes como Moisés podían encontrarse con su dios. Los mitos sobre el vuelo y la ascensión se hallan en todas las culturas, expresando un deseo universal de trascendencia y liberación de las limitaciones humanas. No deberíamos interpretar literalmente esos mitos. Cuando leemos sobre cómo Jesús ascendió a los cielos, no debemos imaginarlo girando sobre sí mismo y atravesando la estratosfera. Cuando el profeta Mahoma vuela de La Meca a Jerusalén y luego sube por una escalera que conduce al Trono Divino, hemos de entender que ha pasado a un nivel superior de realización espiritual. Cuando el profeta Elías asciende al cielo en un carro de fuego, deja atrás la fragilidad del género humano para acceder al reino sagrado que hay más allá de la experiencia terrenal.

Los expertos creen que los primeros mitos de ascensión se remontan al periodo paleolítico, vinculados al chamán, jefe religioso de las sociedades de cazadores. El chamán era un especialista en trances y éxtasis cuyas visiones y sueños condensaban el espíritu de la caza y le daban un significado espiritual. La caza era una actividad sumamente peligrosa. Los cazadores tenían que abandonar su tribu durante días, renunciar a la seguridad que les ofrecía su cueva y arriesgar la vida para volver con comida para su gente. Pero, como veremos, no se trataba únicamente de una empresa práctica, sino que, como todas sus actividades, tenía una dimensión trascendente. El chamán también se embarcaba en una búsqueda, pero la suya era una expedición espiritual. Se creía que el chamán tenía poder para abandonar su cuerpo y viajar en espíritu al mundo celestial. Cuando entraba en trance, volaba por los aires y estaba en íntima comunión con los dioses por el bien de su pueblo.

En los santuarios de las cuevas paleolíticas de Lascaux y Altamira encontramos pinturas que representan la caza; junto a los animales y los cazadores hay hombres con máscaras de animales y en posturas que sugieren el vuelo, seguramente chamanes. Incluso hoy en día, en sociedades de cazadores desde Siberia hasta Tierra del Fuego, los chamanes creen que cuando entran en trance suben al cielo y hablan con los dioses, como antaño, en la Edad de Oro, podían hacer todos los humanos. Los chamanes reciben capacitación especial en las técnicas del éxtasis. A veces sufren una crisis psicótica durante la adolescencia, lo que representa una ruptura con su antigua conciencia profana y la recuperación de unos poderes que, si bien les eran concedidos a los primeros seres humanos, aún no se han perdido. En sesiones rituales especiales, el chamán entra en trance con el acompañamiento de tambores y danzas. Muchas veces trepa a un árbol o a un poste que simboliza el Árbol, la Montaña o la Escalera que antiguamente unía el cielo y la tierra.12

Un chamán moderno describe así su viaje por las profundidades de la tierra hasta el cielo:

 

Cuando la gente canta, yo bailo. Entro en la tierra. Entro por un sitio parecido a esos sitios donde la gente bebe agua. Viajo mucho tiempo, hasta muy lejos... Cuando salgo, ya estoy trepando. Trepo por unos hilos, esos hilos que hay allí en el sur... y cuando llegas al sitio donde está Dios, te vuelves pequeño... Allí haces lo que tienes que hacer. Y luego vuelves a donde están todos.13

 

Al igual que la peligrosa expedición del cazador, la búsqueda del chamán es una confrontación con la muerte. Cuando regresa a su comunidad, su alma todavía está fuera de su cuerpo y sus colegas tienen que reanimarlo: «Te sujetan la cabeza y te soplan en los lados de la cara. Así es como vuelves a la vida. Si tus amigos no hacen eso, te mueres... te mueres y ya estás muerto».14

El ascenso espiritual no implica un viaje físico, sino un éxtasis durante el cual el alma abandona el cuerpo. No puede haber ascenso a un cielo elevado sin un previo descenso a las profundidades de la tierra. No puede haber vida sin muerte. Los temas de esta espiritualidad primitiva vuelven a aparecer en los viajes espirituales realizados por místicos y yoguis de todas las culturas. Es muy relevante que esos mitos y rituales de ascensión se remonten al periodo más antiguo de la historia de la humanidad. Significa que uno de los anhelos esenciales del género humano es el deseo de «sobrepasar» la condición humana. En cuanto los seres humanos hubieron completado el proceso evolutivo, se dieron cuenta de que el ansia de trascendencia era intrínseco a su condición.

Los chamanes solo actúan en las sociedades de cazadores, y los animales representan un papel muy importante en su espiritualidad. En algunos casos, durante su periodo de aprendizaje, el chamán moderno pasa una temporada viviendo con los animales, lejos de la tribu. Se supone que encontrará un animal que le revelará los secretos del éxtasis, le enseñará el lenguaje de los animales y se convertirá en su compañero inseparable. Eso no se considera una regresión. En las sociedades de cazadores, los animales no se consideran seres inferiores, sino que se les atribuye una sabiduría superior. Ellos conocen los secretos de la longevidad y la inmortalidad, y conviviendo con ellos el chamán enriquece su existencia. Creen que en la Edad de Oro, antes de la caída del paraíso, los seres humanos podían hablar con los animales, y mientras no recupere esa habilidad original el chamán no podrá ascender al mundo divino.15 Pero su viaje también tiene un objetivo práctico. Al igual que el cazador, él también lleva comida a su pueblo. En Groenlandia, por ejemplo, los esquimales creen que las focas pertenecen a una diosa, a la que llaman Señora de los Animales. Cuando escasea la caza, envían al chamán a apaciguarla para poner fin a la hambruna.16

Es probable que los pueblos paleolíticos tuvieran mitos y ritos similares. Es muy significativo que el Homo sapiens fuera también «el primate cazador» que perseguía a otros animales y los mataba para alimentarse.17 La mitología del Paleolítico también parece haberse caracterizado por un gran respeto por los animales que los hombres se veían obligados a matar. Los humanos estaban poco preparados para la caza, porque eran más débiles y más pequeños que la mayoría de sus presas, y tenían que compensar esa desventaja desarrollando nuevas armas y técnicas. Pero lo más problemático era la ambivalencia psicológica. Los antropólogos señalan que los modernos pueblos primitivos se refieren con frecuencia a los animales y los pájaros como «pueblos», situándolos al mismo nivel que ellos mismos. Cuentan historias sobre seres humanos que se convierten en animales y viceversa; matar a un animal equivale a matar a un amigo, de modo que muchas veces los miembros de la tribu se sienten culpables después de una incursión exitosa. Como es una actividad sagrada y conlleva una fuerte carga de ansiedad, a la caza se le confiere una solemnidad ceremonial y se la rodea de ritos y tabúes. Antes de una expedición, los cazadores deben abstenerse de relaciones sexuales y han de mantenerse en un estado de pureza ritual; después de la caza, se arranca la carne de los huesos de la presa, y el esqueleto, el cráneo y la piel del animal se disponen cuidadosamente, en un intento de reconstruirlo y devolverlo a la vida.18

Los primeros cazadores sentían una ambigüedad parecida y tuvieron que aprender una dura lección. La conservación de su propia vida implicaba el exterminio de otras criaturas a las que se sentían muy unidos. Sus principales presas eran los grandes mamíferos, cuyos cuerpos y expresiones faciales se parecían a los suyos. Los cazadores veían el miedo reflejado en sus caras y se identificaban con sus gritos de terror. Su sangre brotaba como brota la sangre humana. Enfrentados a este difícil dilema, crearon mitos y rituales que les permitían aceptar la matanza de esas criaturas con las que convivían, y algunos han sobrevivido en las mitologías de culturas posteriores. El hombre siguió sintiéndose incómodo con la matanza y el consumo de animales hasta mucho después del Paleolítico. Uno de los elementos centrales de todos los sistemas religiosos de la Antigüedad era el ritual del sacrificio animal, que preservaba las viejas ceremonias de caza y honraba a las bestias que ofrecían su vida por el bien de los seres humanos.

De ahí que el primer gran florecimiento de la mitología se produjera en el momento en que el Homo sapiens se convirtió en Homo necans, «hombre asesino», y encontró muy difícil aceptar las condiciones de su existencia en un mundo regido por la violencia. Muchas veces la mitología surge de una profunda angustia respecto a problemas prácticos esenciales que no pueden aliviarse mediante argumentos puramente lógicos. Los seres humanos habían sabido compensar sus desventajas físicas desarrollando las capacidades racionales de su cerebro, extraordinariamente grande, cuando idearon sus técnicas de caza. Inventaron armas y aprendieron a organizar su sociedad con la máxima eficacia y a trabajar en equipo. Ya en esta temprana etapa, el Homo sapiens estaba desarrollando lo que más tarde los griegos llamarían logos, un modo de pensamiento lógico, pragmático y científico que le permitía desenvolverse satisfactoriamente en el mundo.

El logos es muy distinto del pensamiento mítico. A diferencia del mito, el logos debe corresponderse con exactitud a los hechos objetivos. Es la actividad mental que utilizamos cuando queremos hacer que pasen cosas en el mundo externo: cuando organizamos la sociedad o desarrollamos cierta tecnología. A diferencia del mito, es fundamentalmente pragmático. Mientras que el mito mira hacia atrás y busca en el mundo imaginario del arquetipo sagrado o en un paraíso perdido, el logos mira hacia delante, en un constante intento de descubrir algo nuevo, de perfeccionar antiguos conceptos, crear inventos asombrosos y lograr un mayor control del entorno. Sin embargo, tanto el mito como el logos tienen sus limitaciones. Ya en el mundo premoderno se comprendió que el mito y la razón eran complementarios; cada uno tenía su esfera propia, su área particular de aplicación, y el ser humano necesitaba ambos modos de pensamiento. Un mito no podía explicarle a un cazador cómo matar a su presa ni cómo organizar con eficacia una expedición, pero le ayudaba a sobrellevar sus encontradas emociones respecto a la matanza de los animales. El logos era eficiente, práctico y racional, pero no podía responder a las preguntas sobre el verdadero valor de la vida humana ni aliviar el dolor y la pena de los humanos.19 Desde el principio, por tanto, el Homo sapiens supo de forma instintiva que el mito y el logos tenían funciones separadas. Utilizó el logos para desarrollar nuevas armas, y el mito, con las ceremonias que lo acompañaban, para aceptar los hechos trágicos de la vida que amenazaban con abrumarlo e impedirle actuar eficazmente.

Las extraordinarias cuevas subterráneas de Altamira y Lascaux ofrecen una visión fascinante de la espiritualidad del Paleolítico.20 Las enigmáticas representaciones pictóricas de ciervos, bisontes y ponis lanudos, de chamanes disfrazados de animales y de cazadores con sus lanzas fueron realizadas con sumo cuidado y habilidad en profundas cavernas subterráneas cuyo acceso era en extremo difícil. Seguramente, esas grutas fueron los primeros templos y catedrales de la historia. Se ha discutido mucho sobre su significado; es probable que los dibujos representen leyendas locales que nunca conoceremos, pero no cabe duda de que constituían el escenario adecuado para un profundo encuentro entre los hombres y los animales arquetípicos y divinos que adornan sus paredes y techos. Los peregrinos tenían que arrastrarse por húmedos y peligrosos túneles subterráneos para llegar a las grutas, y adentrarse en lo más profundo de la oscuridad hasta encontrarse por fin cara a cara con las bestias pintadas. Aquí hallamos la misma serie de imágenes e ideas que en la búsqueda del chamán. Al igual que en los rituales chamánicos, seguramente en las cuevas había música, danzas y cantos; había un viaje a otro mundo que empezaba con el descenso a las profundidades de la tierra, así como una comunión con los animales en una dimensión mágica, ajena a la rutina cotidiana.

La experiencia debía de ser muy intensa para los primerizos que nunca se habían aventurado en las cavernas, que probablemente se utilizaban para celebrar los ritos de iniciación que transformaban a los jóvenes de la comunidad en cazadores. Las ceremonias de iniciación eran fundamentales en las religiones de la Antigüedad, y aún lo son en las sociedades tradicionales de hoy en día.21 En las comunidades tribales, los varones adolescentes todavía son arrebatados a sus madres, separados de la comunidad y obligados a pasar por una dura prueba cuyo objeto es transformarlos en hombres. Como el viaje del chamán, este es un proceso de muerte y renacimiento: el niño tiene que morir para entrar en el mundo adulto, el de las responsabilidades. Los iniciados son enterrados en el suelo o en una tumba y se les dice que van a ser devorados por un monstruo o muertos por un espíritu. Se los somete a la oscuridad y a un agudo dolor físico; generalmente los circuncidan o los tatúan. La experiencia es tan intensa y tan traumática que el iniciado sale de ella cambiado para siempre. Los psicólogos explican que esta clase de aislamiento y privación, aparte de provocar una desorganización de la personalidad, si se controla correctamente puede fomentar una reorganización constructiva de las pulsiones internas más profundas del individuo. Al final de ese suplicio, el niño ha aprendido que la muerte es un nuevo comienzo. Regresa a su poblado con el cuerpo y el alma de un hombre. Al enfrentarse a la perspectiva de una muerte inminente, y al comprender que esta es solo un rito de tránsito a una nueva forma de existencia, está preparado para arriesgar su vida por su pueblo convirtiéndose en cazador o guerrero.

Suele ser durante el trauma de la iniciación cuando el neófito oye los mitos más sagrados de su tribu por primera vez. Este es un detalle importante. Un mito no es una historia que pueda contarse en un marco profano o trivial. Como transmite un conocimiento sagrado, ha de narrarse en un marco ritual que lo separa de la experiencia profana corriente, y solo puede entenderse en el contexto solemne de la transformación espiritual y psicológica.22 La mitología es el discurso que necesitamos en las situaciones extremas. Tenemos que estar preparados para dejar que un mito nos cambie para siempre. Junto con los rituales, cuya función es romper la barrera que separa al oyente de la historia y ayudarlo a integrarse en ella, la narración mítica busca empujarnos más allá de las seguras certezas del mundo conocido, hacia lo desconocido. Leer un mito sin el ritual transformador que lo acompaña es una experiencia tan incompleta como leer la letra de una ópera sin escuchar la música. La mitología no tiene sentido si no se la concibe como parte de un proceso de regeneración, de muerte y renacimiento.

Casi con toda seguridad, el mito del héroe nació a partir de la experiencia del ritual en santuarios como los de Lascaux, así como de la experiencia del chamán y la caza. El cazador, el chamán y el neófito tenían que dar la espalda a lo conocido y soportar terribles pruebas. Los tres tenían que enfrentarse a la posibilidad de una muerte violenta antes de volver con sus ofrendas para alimentar a la comunidad. Todas las culturas han desarrollado una mitología similar sobre el viaje heroico. El héroe tiene la sensación de que en su vida o en su sociedad falta algo. Las viejas ideas que han alimentado a su comunidad durante generaciones ya no le interesan. Por eso abandona el hogar y emprende peligrosas aventuras. Lucha contra monstruos, escala montañas inaccesibles y atraviesa oscuros bosques, y mientras lo hace su antiguo yo muere y el héroe descubre algo o aprende alguna habilidad, que después transmite a su pueblo. Prometeo robó el fuego a los dioses para entregárselo a la humanidad, y por eso tuvo que soportar un terrible castigo durante siglos; Eneas se vio obligado a abandonar la vida que había llevado hasta entonces, ver arder su tierra natal y descender al infierno antes de encontrar la nueva ciudad de Roma. El mito del héroe está tan arraigado que hasta la vida de figuras históricas como Buda, Jesús o Mahoma se cuenta siguiendo ese esquema arquetípico probablemente forjado en la era paleolítica.

Me gustaría insistir en que cuando nuestros antepasados relataban esas historias sobre los héroes de su tribu, no pretendían únicamente ofrecer solaz a los oyentes. El mito nos explica qué tenemos que hacer si queremos convertirnos en seres humanos completos. Cada uno de nosotros tiene que ser un héroe en algún momento de su vida. Cada recién nacido, obligado a recorrer el estrecho canal del parto, que podría compararse con los túneles laberínticos de Lascaux, tiene que dejar la seguridad del vientre materno y enfrentarse al trauma de salir a un mundo desconocido y aterrador. Cada madre que da a luz poniendo en peligro su vida por su hijo es también una heroína.23 No se puede ser un héroe si no se está preparado para darlo todo; no hay ascenso a las alturas sin previo descenso a la oscuridad, no hay nueva vida sin alguna forma de muerte. A lo largo de la vida, en algún momento todos nos encontramos en situaciones que nos enfrentan cara a cara con lo desconocido, y el mito del héroe nos enseña cómo debemos comportarnos en tales circunstancias. Todos hemos de enfrentarnos al rito de tránsito por excelencia, que es la muerte.

Algunos héroes paleolíticos sobrevivieron en la literatura mítica posterior. El héroe griego Heracles es casi con toda seguridad un vestigio de las sociedades de cazadores.24 Hasta se viste con pieles de animales, como los hombres de las cavernas, y lleva un garrote. Heracles es un chamán, famoso por su habilidad con los animales; visita el infierno en busca del fruto de la inmortalidad y luego asciende al reino de los dioses, el monte Olimpo. Y la diosa griega Artemisa, conocida como «Señora de los Animales»,25 cazadora y a la vez protectora de los animales salvajes, también podría ser una figura paleolítica.26

La caza era una actividad exclusivamente masculina, y sin embargo uno de los cazadores más poderosos del Paleolítico era una hembra. Las más antiguas estatuillas que representan a una mujer embarazada, encontradas por toda África, Europa y Oriente Medio, datan de ese periodo. Artemisa no es más que una personificación de la Gran Diosa, una temida deidad que era no solo la Señora de los Animales, sino también la fuente de la vida. Sin embargo, no es una Madre Tierra que alimenta, sino un personaje implacable, vengativo y exigente. Artemisa es bien conocida por exigir sacrificios y derramamientos de sangre cuando se infringen los rituales de la caza. Esta formidable diosa también sobrevivió al periodo paleolítico. En la ciudad turca de Catal Huyuk, que data del séptimo o sexto milenio a. C., los arqueólogos han desenterrado grandes relieves de piedra que representan a la diosa dando a luz. A veces está flanqueada por animales, cuernos de toro o cráneos de jabalíes, vestigios de una caza satisfactoria, y también símbolos de lo masculino.

¿Por qué se volvería tan dominante una diosa en una sociedad tan agresivamente masculina? Quizá por un resentimiento inconsciente de las hembras. La diosa de Catal Huyuk da a luz eternamente, pero su compañero, el toro, debe morir. Los cazadores arriesgaban su vida para alimentar a sus mujeres e hijos. El sentimiento de culpa y la angustia provocados por la caza, combinados con la frustración causada por el celibato ritual, podrían haberse proyectado en la imagen de una mujer poderosa que exige continuos derramamientos de sangre.27 Los cazadores veían que las mujeres eran la fuente de la nueva vida; eran ellas —y no los varones, de los que se podía prescindir— quienes aseguraban la continuidad de la tribu. De ese modo la hembra se convirtió en un icono imponente de la vida en sí, una vida que requería el incesante sacrificio de hombres y animales.

Esas imágenes fragmentarias de nuestro pasado paleolítico demuestran que la mitología no era una panacea autocomplaciente. Obligaba a hombres y mujeres a afrontar las realidades inexorables de la vida y la muerte. Los seres humanos tenían una visión trágica. Anhelaban alcanzar el cielo, pero sabían que solo podrían conseguirlo si hacían frente a su mortalidad, dejaban atrás la seguridad del mundo conocido, descendían a las profundidades y se desprendían de su antiguo yo. La mitología y sus correspondientes rituales ayudaban a los habitantes del Paleolítico a pasar de una etapa a otra de la vida, de modo que cuando al final llegaba la muerte se la consideraba la última y definitiva transición hacia otra forma de existencia totalmente desconocida. Esa temprana idea nunca se perdió, sino que siguió guiando a los seres humanos cuando se embarcaron en la siguiente gran revolución de la historia de la humanidad.