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El voluminoso cuerpo yacía boca arriba sobre la hierba alta con los talones en el borde del agua. La sangre fresca oscurecía la parte delantera de la saya empapada. Le había indicado a Caronte que nos dejase un buen trecho más arriba en la desierta ribera norte del río, entre los juncos, y ahora nos hallábamos reunidos en torno al cadáver.

—¿Dices que este hombre ha liderado durante el último mes la misión en la que estuvisteis involucrados Ravn Hijo de Bue y tú? —preguntó Bella.

—Exacto —respondí.

—El eparca de Constantinopla —constató Sigurd Ojo de Serpiente, que se encontraba detrás de su esposa—. El tercer hombre más poderoso del reino.

—Una acertada observación —bufó Halfdan Camisa Blanca, y se inclinó sobre el muerto—. Una magnífica obra de artesanía, por lo demás. Un corte limpio de oreja a oreja.

Sigurd Ojo de Serpiente no se había inmutado por el sarcasmo de su hermano pequeño, pero le causaba desazón el interés que mostraba por el cadáver.

—Debemos entregar el muerto al comandante de la fortaleza.

En opinión de Sigurd Ojo de Serpiente, era obvio que debíamos dejar el cadáver en manos de las autoridades competentes. Alguien tenía que explicarle que no resultaba así de simple.

—Nos harán preguntas —dije.

—¿Qué preguntas?

—Por ejemplo, cómo es que venimos con un funcionario muerto, caracol —le espetó Halfdan Camisa Blanca de modo escarnecedor.

—¿Qué quieres decir con «caracol», hermano? ¿Insinúas que soy de comprensión lenta?

—¿Y no lo eres?

Sorprendido, miraba yo a uno y a otro. Por lo general, la relación de los dos hijos de Lodbrog era respetuosa, e incluso a veces cariñosa. En ese momento, Halfdan Camisa Blanca buscaba intencionadamente la confrontación. Sigurd Ojo de Serpiente lo miraba ceñudo mientras pensaba una réplica audaz.

—Nos preguntarán qué hacíamos en el río en mitad de la noche —le expliqué—. Querrán saber si nos dirigíamos a la ciudad para quebrantar el toque de queda, o si regresábamos después de haberlo quebrantado. Además, ya podéis suponer quiénes serían los principales sospechosos del asesinato.

—Pero él puede atestiguar que somos inocentes —dijo Sigurd Ojo de Serpiente señalando a Caronte, que se hallaba unos pasos más allá, junto a su barco, con los hombros encogidos hasta las orejas.

—¿Quién iba a prestarle oídos a ese pobretón? —preguntó Halfdan Camisa Blanca.

Llevaba razón. En Constantinopla la riqueza valía más que la verdad. Si el asesino del eparca era alguno de los otros poderosos jerarcas de la metrópoli, el testimonio de un barquero no iba a tener demasiado peso.

—¿Hablan de mí? —preguntó Caronte.

Le expliqué lo que estábamos discutiendo.

—Lo único que podré testimoniar será que llevé a los dos jóvenes señores al otro lado del río después del toque de queda —dijo mientras cambiaba la mirada de mí a Khalid— y que regresé con todo un grupo a altas horas de la noche, ¿no es cierto? Y eso será suficiente para crearnos serios problemas tanto a los señores como a mí.

Traduje sus reparos al resto.

—Dile que se vaya —prorrumpió Halfdan Camisa Blanca—. No necesitamos a ese alfeñique.

—Eso —coincidió Sigurd Ojo de Serpiente, e hizo señas para despedir al barquero—. Lárgate, perro cristiano.

Fue Caronte quien me había enseñado griego. En las festividades cristianas, durante las cuales se restringía el tráfico en el río, me llevaba a navegar fuera, y sus clases consistían en señalar los edificios y otras marcas visibles desde el río, relatarme sus respectivas historias y hacerme repetir las enrevesadas frases griegas hasta que yo conseguía entenderlas y pronunciarlas de forma medianamente correcta. Aunque ninguno de los dos podíamos afirmar que conociésemos bien al otro, durante sus lecciones se había generado una corriente de simpatía entre nosotros. Seguro que ése fue el motivo que le impulsó a hacerme una confidencia en voz baja antes de partir.

—Eche de nuevo el eparca al agua, joven señor, y no diga nada. A lo mejor así podremos salir todos bien parados de este asunto.

Mientras el barco de fondo plano desaparecía en la oscuridad tras los juncos, Khalid vino a mi lado.

—Es un buen consejo —dijo, ya que también entendía un poco el griego—. Pienso que deberíamos hacerle caso si logramos convencer a los otros.

Me volví para ver a los hijos de Lodbrog, quienes, en silencio, se miraban con desprecio.

—¿Están así de enfadados desde que los dejé? —pregunté.

—Eso no es nada. Últimamente riñen de forma constante.

—¿Por qué razón?

—Por cualquier cosa. Parece como si buscaran provocar al otro.

Regresamos junto a ellos y les contamos el consejo que nos había dado el barquero.

—Si descubren que hemos vuelto a tirar el cadáver —objetó Sigurd Ojo de Serpiente—, entonces sí que va a parecer que somos culpables.

—¡Pues dinos tú un plan mejor —bufó Halfdan Camisa Blanca— ya que eres tan jodidamente listo!

Decididamente, la equilibrada relación entre los hermanos se había roto.

—Ocultemos al perro cristiano —exclamó Ojo de Serpiente— y dejemos que Rolf encuentre al asesino. Ya lo ha hecho antes.

Era cierto. En dos ocasiones anteriores había tenido la fortuna de aclarar algunas muertes. La primera vez tuvo lugar en Inglaterra, cuando hallé al asesino de Ragnar Lodbrog, y la segunda fue al final de la expedición por el mar Mediterráneo, cuando desvelé la identidad del que estaba quitando la vida a los tripulantes de la nave larga uno tras otro. En ambos casos, el asesino salió impune, y tampoco había garantía alguna de que yo fuera a ser capaz de repetir la jugada.

—Cuando Rolf haya encontrado al culpable —prosiguió Sigurd Ojo de Serpiente—, denunciaremos a ese hijo de puta a las autoridades.

—Bueno, eso si es un pobretón —intervino Halfdan Camisa Blanca—. ¡Si tiene dinero, le haremos chantaje!

Ningún conde vikingo dejaría pasar por delante de sus narices la oportunidad de obtener un poco de plata, así que exprimir a un asesino no iba en contra del sentido de la justicia de Ojo de Serpiente. En ese punto, los dos hermanos estaban de acuerdo.

—En realidad, es una pésima idea —me susurró Khalid mientras buscábamos a lo largo de la ribera del río un lugar donde esconder el cadáver.

—Ya lo creo, pero ¿eres capaz de convencerlos tú de que es una mala idea?

—Tu hermana podría hacerlo.

Bella tenía a los dos hermanos Lodbrog comiendo de la palma de su mano, pero no parecía dispuesta a inmiscuirse. En ese momento, se oyó a Halfdan Camisa Blanca llamar en la oscuridad, haciéndonos señas para que nos acercásemos. Había encontrado un cobertizo de madera, blanqueado y medio caído, entre la tupida vegetación. Una vez que hubimos arrastrado el cadáver a su interior, bloqueó la puerta con una pesada piedra para que los perros y otros animales no pudieran devorarlo.

—Aquí el gordinflas descansará en paz hasta que Rolf encuentre al asesino. Y si el culpable se niega a pagar, volvemos a por el cadáver y lo arrojamos sobre el umbral de su puerta.

A pesar de las dudas que me generaba dicho plan, seguí a los demás en silencio colina arriba hasta el sinuoso camino que, paralelo a la orilla, se perdía en dirección a la oscura silueta de la fortaleza de Gálata que se alzaba al final del Cuerno de Oro.