Estas Mis flores, en su original precedidas por un Some solo aparentemente fácil de traducir, son las flores de Vita Sackville-West: 25 flores que ella define como “flores de pintor”, y con las que da forma a un jardín ideal que es, a su vez, un compendio de su vida como jardinera, deseos y frustraciones incluidos.
Vita Sackville-West (1892-1962), como poeta y novelista, jardinera y columnista para The Observer y otros periódicos, aristócrata, rica de cuna y a la vez nieta de una bailarina española, y además mito lésbico, bisexual y andrógino, dejó sus semillas no solo en sus obras, sino también en dos de los libros más importantes del siglo XX: Un cuarto propio y Orlando. En los dos títulos de Virginia Woolf (su nombre ha tardado en salir apenas 100 palabras: ¡perdón!), Vita fue más que amante y dedicatoria, más que musa o inspiración; fue el motivo, el modelo. Como Vita nos cuenta en este libro, puede haber flor sin abono, sin sol, incluso sin tierra, pero no hay belleza sin intención, germen o brote que la inspire. Y aunque sea la casualidad —en forma de pájaro, insecto o brisa— la que ponga esa semilla, es el buen jardinero el que sabe dónde enterrar el bulbo, la raíz o el esqueje, el que sabe cuánto sol o agua, cuántos nutrientes, cuánto cuidado o abandono merece y necesita cada planta para que crezca, florezca, se abra y exhiba y la podamos cortar y llevárnosla a casa para que adorne la estantería y llene nuestros ojos.
Como pasa con los libros, cada flor tiene su intrahistoria. Por eso a los dueños de jardines les gusta contar su jardín y no solo dejarlo ver. Enseñarlo, en este caso, no es solo contar el qué, sino también el cómo y el porqué. Vita Sackville-West nos dejó dos jardines: el de su casa de campo de Sissinghurst, gestionado hoy en día por el National Trust, y el que habita en estas páginas, universal, personal y a la vez imposible, ya que en realidad no pertenece al mundo terrenal, sino al de la literatura y el arte (no es casualidad que, como ocurre con esta edición, este libro siempre se haya publicado acompañado de fotografías o hermosos dibujos e ilustraciones de flores).
Parafraseando la nota con la que Sackeville-West abría su novela tal vez más famosa, Los eduardianos, podemos decir que ninguna de las flores de este libro es solo flor. En primer lugar, las flores de Sackville-West son de pintor porque son obras de arte, porque se contemplan y sacan de su contexto original, porque son únicas en tanto que la forma de mirarlas y contarlas de la autora las revela originales. Sackeville-West, en cada descripción —que funciona como una cartela de museo— aporta datos sobre el origen de las flores, su morfología y cómo cuidarlas, pero también nuevas capas conceptuales, entreveradas con metáforas, símiles e incluso versos (versículos bíblicos, versos de Robert Bridges y referencias a Homero, Tennyson, D. H. Lawrence, Walter Pater y otros escritores), que apelan a una belleza que va más allá de la belleza botánica, de modo que, ya sea en forma de bulbo o cuando reluzca cortada en un jarrón, la flor adquiere más significado que el meramente taxonómico.
Sus flores también son personajes, destacan del fondo, no solo por la composición floral, y tienen vida e historia propias. Se nos cuentan sus caprichos, sus amistades, sus gustos y disgustos, y se nos describen las formas y colores de sus pétalos, tallos y limbos como si fueran sus uniformes o vestimentas o los rasgos del carácter que esperaríamos en personas originales y únicas. Cada flor es descrita a través de la voz de Vita que, en varias ocasiones, nos cuenta su relación íntima con la planta, más importante que su morfología o tratamiento, lo que nos hace sospechar que no esté hablando de flores. Por otro lado, también hallamos un estilo distinto para describir cada flor, reflejo de su personalidad y forma de ser, de tal modo que es como si las flores de este libro hablaran por sí mismas: así, por ejemplo, el Hamamelis mollis es excéntrico, pero no por ello menos desprendido y agradecido; la Salpiglossis, una amante difícil, cuya belleza compensa todos sus caprichos; y la Gerbera jamesonii, una callada incomprendida.
Para terminar, aunque no quiero aburrir aquí al lector ni excusarme por mis errores, me gustaría explicar breve e imperfectamente algunas decisiones de traducción. Varias han sido las dificultades: desde los nombres comunes y de las variedades de las flores hasta las referencias culturales. Respecto a los primeros, se han mantenido las taxonomías del original (por mucho que se desviaran de la norma actual o pretérita) y, siempre que se ha podido, se ha buscado el equivalente en español más común, valga la redundancia, para los nombres vulgaresde las flores; cuando no ha sido posible, por lo que significan, no siempre equivalente, se ha mantenido el nombre inglés en traducción literal o entre comillas. Se ha hecho todo lo posible, pese a los casi 100 años de distancia, por respetar el deseo de la autora: huir de la pomposidad y del léxico ultraespecializado de los libros de botánica, para que lo que quede sean 25 hermosas semblanzas acompañadas de útiles y cercanos consejos para reproducir en nuestras terrazas y jardines lo que cuentan las palabras de Vita. Por otro lado, traduciendo estas flores, me he acordado de mis abuelas y sus macetas, del léxico de la sierra, de subir las suertes por el Nogal y de bajar por los cortijillos hasta lo del Duende; he intentado contenerme, pero no he querido evitar (algún que otro “nublo” me delata) el homenaje agradecido.
Miguel Cisneros Perales