El 7 de noviembre fue el peor día de nuestras vidas. Y, aparentemente, cada año desde el primer aniversario luctuoso de Jen, alguien le ha estado enviando a mi padrastro cartas anónimas.

¿Lo sabe mi mamá? ¿Estas cartas son la razón por la que ella y Tom estaban tan desesperados por vender la casa, para escapar de ellas?

«Sé que no fue él. Une los puntos».

Volteo las cartas, inspeccionando cada sobre por dentro y por fuera. Todos tienen matasellos de Newton, el pueblo de al lado. No hay remitente y nuestra antigua dirección está escrita a máquina en una etiqueta.

Dejo las cartas exactamente como las encontré. De pronto el Vicodin ya no es tan importante. El siguiente cajón no se abre cuando jalo la manija. Le doy otro tirón para confirmar: está cerrado, no atorado.

«Llave, llave». Busco en los demás cajones. Hay un aro con llavecitas en el de arriba. Ni siquiera sé qué estoy buscando. Debe haber algo más que explique las cartas. ¿Por qué Tom las guarda y qué diablos significan?

Mi teléfono me avisa que me ha llegado un mensaje de Rachel:

RACHEL:

lo logramos

¿dónde estás? Hay junta hoy a las 2:30

Le envío una respuesta apresurada:

MÓNICA:

me enfermé y volví a casa.
Dile a la entrenadora que lo siento

En la puerta, Mango se incorpora y gruñe. Un instante después escucho el sonido de una puerta de auto que se cierra. Mi mamá ya volvió a casa.

Cierro el cajón del escritorio de Tom. Me levanto rápidamente y saco a Mango de la oficina. Él se va corriendo, ladrando y se resbala en la madera, pues aún no está acostumbrado a no tener alfombra. Cierro la puerta de la oficina de Tom y subo las escaleras antes de que la llave de mi mamá abra la cerradura.

Ya es casi medianoche y la lluvia arreció de nuevo. Suena como si estuvieran lanzando monedas en el techo. Estoy en mi cama, mirando las miles de gotitas caer y deslizarse por el cristal del tragaluz contra el cielo nocturno. Junto a mí está un ejemplar maltrecho de la novela que debería estar leyendo para la clase de Literatura. Casi no lo he tocado.

Un loco pudo haberle mandado esas cartas a Tom. Un enfermo desconocido. Los asesinatos de Juliana y Susan salieron brevemente en las noticias nacionales, antes de que los titulares fueran consumidos por una trifecta: el escándalo sexual de un diputado, un ataque terrorista en Europa y un incendio brutal en California. El suicidio de Jen pasó inadvertido por el radar de los medios de comunicación. Todos los días alguien se suicida.

Abro mi navegador y escribo «muertes en Sunnybrook NY». El primer resultado es un artículo del Westchester Courier fechado en enero, después de los asesinatos de Juliana y Susan.

OFICIAL LIBRE DE CARGOS POR SOSPECHA DE ASESINATO

Una investigación interna determinó que un oficial de policía de Sunnybrook actuó de forma razonable al dispararle a Jack Canning, de treinta y ocho años, sospechoso del asesinato de dos adolescentes en octubre del año pasado. El señor Canning murió en su casa tras el enfrentamiento con dos policías de Sunnybrook, Thomas Carlino y Michael Mejía.

Aun después de todos estos años, ver el nombre de Jack Canning hace que se me revuelva el estómago. Tom y Mike acababan de comenzar su turno matutino cuando el señor Ruiz encontró a las chicas y llamó a la policía. Ellos fueron los primeros oficiales en llegar al lugar.

Mientras llegaban los refuerzos y las ambulancias, Jack Canning salió a su porche. Al ver a Tom se puso pálido, corrió hacia el interior de su casa y azotó la puerta.

Tom y Mike fueron tras él; cuando lo acorralaron, Jack sacó un arma. Tom disparó primero. Mientras estaba desangrándose sobre su alfombra, Jack Canning tomó a Mike por la manga de su camisa y masculló las palabras «lo siento».

Luego, mientras la policía revisaba la escena del crimen, entraron a la habitación de Jack Canning y encontraron varias fotografías de Susan tomando el sol junto a su alberca.

Mi cabeza vuelve a los meses después de los asesinatos, cuando la investigación seguía en curso. Fueron los peores de nuestras vidas; Jen estaba muerta y no sabíamos si Tom enfrentaría cargos por el tiroteo. Aún puedo ver a Tom sentado en la sala todas las noches, a oscuras, con una cerveza entre las rodillas. Cuando mató a Jack Canning, había sido la primera vez que mi padrastro disparaba su arma.

Me obligo a leer el resto de la historia.

Jack Canning vivía en la casa contigua a la de Susan Berry, de quince años, una de las víctimas adolescentes. Los registros de la corte muestran que cuando el señor Canning tenía veinte años, fue arrestado por un acto lascivo con una menor. Dado que la víctima se negó a cooperar con la policía, la fiscalía decidió levantar todos los cargos.

Muchas personas en Sunnybrook consideran que esta omisión les costó la vida a las dos jóvenes. «Esta tragedia se pudo haber evitado», dijo Diana Shaw, quien vivía en la casa de enfrente a la del señor Canning y su madre. «Debimos saber que teníamos un depredador viviendo en nuestro vecindario. El sistema de justicia falló y ahora dos hermosas chicas están muertas».

De acuerdo con los oficiales Carlino y Mejía, ellos siguieron al señor Canning hasta su casa tras verlo comportarse de forma sospechosa cerca de la escena del crimen. Los oficiales declararon que el señor Canning se atrincheró en su habitación. Tras derribar la puerta, el oficial Carlino encontró a Canning sacando algo del cajón de su tocador. Cuando el señor Canning se negó a mostrarle las manos, el señor Carlino disparó. El señor Canning murió en el lugar. Más tarde, los investigadores encontraron un revólver en el cajón del tocador de Canning, así como distintas fotos de Susan Berry, incluyendo algunas en las que estaba tomando el sol junto a su alberca.

Me reclino en la silla, con un extraño temblor en mi cuerpo. Algo no anda bien. Este artículo dice que Jack Canning estaba buscando algo en su cajón antes de que Tom le disparara.

Leo el párrafo una vez más, buscando cualquier mención de que Jack Canning haya apuntado con un arma a Tom y Mike. Al no encontrarla, vuelvo a los resultados de mi búsqueda y me limito a revisar los que mencionen los nombres de Tom y Mike.

«No puede ser». Todos dicen lo mismo: que Jack Canning estaba buscando algo en su tocador, donde tenía un arma, cuando Tom lo mató.

Entonces, ¿por qué en la versión de los hechos que tengo en mi cabeza, Jack Canning le apuntaba con su arma a Tom y Mike?

En las semanas que siguieron, mi madre no me dejó ver las noticias. Dijo que Tom tuvo que dispararle a Jack Canning porque si no él les habría disparado a ellos. El resto del pueblo lo decía también: Jack Canning mató a dos chicas y habría matado a dos policías también si Tom no lo hubiera detenido. En público, y especialmente cuando las cámaras estaban grabando, todos hablaban de lo trágica que había sido esa noche. En privado, escuché a algunos susurrar sobre lo felices que estaban de que mi padrastro matara a ese pervertido y que esperaban que Jack Canning hubiera sufrido en sus últimos momentos.

Subo los pies a la silla y abrazo las rodillas contra mi pecho. Si Jack Canning en realidad no estaba buscando su arma...

Mi puerta se abre con un rechinido y se me sube el estómago a la garganta.

Cierro mi laptop de golpe. Tom está en el umbral, con su silueta iluminada por el resplandor de la lámpara del pasillo.

—¡Por Dios! —exclamo—. ¿No puedes tocar?

Tom me mira con gesto intrigado. Mango pasa corriendo junto a él y se agazapa al pie de mi cama. Intenta saltar, pero no está acostumbrado a la altura de mi nueva cama. Lo único que logra es rebotar lastimosamente sobre sus patas traseras.

—Pensé que estabas dormida —dice Tom—. El perro estaba rascando tu puerta para que lo dejaras entrar.

Me alejo de mi escritorio y levanto a Mango para ponerlo en mi cama. Tom no deja de mirarme.

—¿Qué haces despierta?

—Nada. No podía dormir.

Tom le echa un vistazo a mi laptop.

—Estar viendo la pantalla solamente lo va a empeorar.

Intento imaginarme cuál sería su reacción si supiera lo que estaba leyendo.

«Sé que no fue él. Une los puntos».

Quiero preguntarle qué significa, pero no puedo decirle que vi las cartas. «Oye, Tom, encontré algo raro mientras hurgaba en tu escritorio buscando drogas». Ni siquiera logro armar una frase.

—Ya sé. Quizás tome melatonina.

—Es buena idea —comenta. Mientras cierra mi puerta, me parece que alcanzo a ver que le da un último vistazo a mi computadora.

Tengo que hacer el examen de Química que me perdí ayer. Lo respondo durante la hora del almuerzo y termino con diez minutos de sobra. De camino a la cafetería, un guardia de seguridad me ve.

—¿A dónde vas, linda?

—A comer —respondo; él asiente y no pregunta más. Nunca nadie me dice nada. Ni por estar en el pasillo después del timbre ni por estar en la oficina del periódico sin un pase. He visto cómo los guardias molestan a otros: a los grupos de chicas negras, a los que hablan español entre ellos, a los futbolistas revoltosos. Probablemente, yo he hecho cosas peores durante un verano que lo que todos ellos juntos en toda su vida.

Rachel me ve desde el otro lado de la cafetería; me saluda agitando una mano y con la otra sacude a Alexa por el hombro. Alexa me mira y de inmediato cierra la boca. Una oleada de paranoia me recorre. No pueden haberlo descubierto. Ni siquiera saben que estuve con un chico desde que Matt y yo cortamos.

Rachel quita su mochila del asiento junto a ella para que yo pueda sentarme. Disimulo un gesto de preocupación.

—Estábamos hablando sobre las del último año —comenta Rachel con un tono que sugiere que para nada estaban hablando sobre las del último año—. La entrenadora aún no ha elegido a las capitanas.

—¿No van a ser las Kelseys?

—Ese es el punto —interviene Alexa—. Ayer llegaron tarde a la junta porque fueron a Dunkin’ Donuts.

—Yo ni siquiera llegué a la junta —señalo.

La expresión de Alexa se ensombrece.

—Bueno, tú tenías una excusa. Estabas enferma.

—¿Quién más entró? —pregunto, ansiosa por desterrar las ideas de lo que hará la entrenadora para castigarme por faltar a la junta.

Alexa da un ruidoso sorbo a los restos de su té helado.

—Todas las del año pasado, más dos de primero.

—Y esa chica, Ginny o como se llame —añade Rachel—. La que está en nuestro grado.

Es obvio que Rachel sabe exactamente quién es Ginny Cordero; solo somos doscientos chicos en nuestra generación, así que es virtualmente imposible pasar diez años sin aprenderse el nombre de todos. Pero fingir que no sabemos nos hace sentir importantes.

—Ella —aclara Alexa, señalándola.

Echo un vistazo hacia la fila de la comida. Ginny está comprando un jugo de frutas. Mantiene la mirada baja al recibir el cambio e intenta escabullirse del lugar. Joe Gabriel, el hermano gemelo de Kelsey, se tropieza intentando atrapar una pelota de futbol americano y casi la derriba.

Ginny Cordero no es una perdedora ni una inadaptada, nada de eso. Es solo que la gente no piensa mucho en ella. Es bonita sin más: piel pálida con pecas, cabello rubio con reflejos rojizos, algo aclarado por el sol y que nunca se corta. A veces yo pienso en ella.

Cuando Jen tenía trece años aún no estaba en la preparatoria ni en el equipo de porristas, así que seguía tomando clases de tumbling en el gimnasio de Jessie tres noches por semana. Siempre que Tom trabajaba hasta tarde, mi hermano y yo teníamos que ir en el auto con mi mamá a recogerla.

Jen se la pasaba hablando de lo mucho que Jessie se enojaba con la madre de Ginny Cordero, pues siempre la recogía tarde. La clase terminaba a las siete en punto y a veces la madre de Ginny no se aparecía sino hasta cuarenta minutos después, y Jessie tenía que esperar hasta que llegara para cerrar el gimnasio.

Una noche, mi madre llegó al estacionamiento y Jen no estaba esperándola afuera con las demás niñas. Petey estaba junto a mí en el asiento trasero, retorciéndose en su sillita, de mal humor porque ya se acercaba su hora de dormir.

Por la ventana del frente del gimnasio vi a mi hermana junto a Ginny en la sala de espera. Jen se negaba a salir hasta que la madre de Ginny llegara, a las siete y veinte.

Ahora Ginny me mira a los ojos por un instante antes de salir de la cafetería. Me pregunto si recuerda esa noche, si por eso siempre evita mirarme a la cara.

—Lo hizo muy bien —comenta Rachel. Yo ni siquiera recuerdo haberla visto el lunes en las pruebas.

—Tú lo haces muy bien —digo, pero sé que está pensando en ese giro triple, su talón de Aquiles.

Cuando Alexa se levanta, anunciando que va a comprar una galleta, Rachel se voltea hacia mí.

—¿Por qué te llamaron de la dirección? —pregunta en voz baja.

—Coughlin quiere que la ayude con un homenaje para las porristas.

—A mí también me lo pidió —añade ella—. Ayer, después de la clase de Salud Física y Mental.

Bethany Steiger era prima de Rachel. Rach la odiaba; Bethany solo quería estar con Sarah, la hermana mayor de Rachel, y se burlaba de la separación que Rachel tiene entre los dientes de enfrente.

Clavo la mirada en mi sándwich de mermelada y crema de cacahuate que casi ni he tocado. Le arranco un trozo de corteza.

—¿Y aceptaste?

—No podía negarme. No me dejó otra opción. —Rachel me mira—. ¿Tú lo harás?

No respondo. Parte de mí muere por contarle a Rachel sobre las cartas, así como quería contarle sobre Brandon este verano. Ella y yo nos decimos todo; hace dos veranos, cuando por primera vez Matt me dijo que me amaba, bajo la luz del porche de mi antigua casa, de inmediato le llamé a Rachel, aunque era casi medianoche. Soy la única de nuestro grupo de amigas que sabe que sus padres estuvieron separados durante un año cuando éramos niñas y que ella no recuerda cuando perdió la virginidad con un futbolista de tercero el año pasado en una de las fiestas de Kelsey Gabriel. Me hizo jurar que nunca se lo diría a nadie y sé que ella haría lo mismo por mí.

Pero cuando pienso en contarle por qué estaba husmeando en el escritorio de Tom, y lo que encontré ahí y lo que leí en internet anoche, algo dentro de mí me grita que no lo haga. Y no sé por qué.

—Mónica —Rach sacude una mano frente a mi cara—, ¿me escuchaste? ¿Vas a ayudar en el homenaje?

—No sé. —Tras un momento, agrego—: ¿Alguna vez te has preguntado si sabemos todo lo que pasó en el año en que ellas murieron?

Rachel me mira, sorprendida.

—¿A qué te refieres?

—No sé. —Tomo mi sándwich—. Olvídalo.

—No, en serio. Dime a qué te refieres.

—Es que... el accidente y los asesinatos... —Tengo que tragar saliva—. Y Jen. A veces siento como si fueran puntos que nunca nadie ha intentado unir.

Rachel casi parece asustada.

—¿De qué estás hablando, Mónica?

—Nada. Olvídalo, ¿de acuerdo? —Tomo mi botella de agua vacía y me levanto, consciente de que ella no me quita la mirada de encima en todo mi camino hacia el bote de reciclaje al otro lado de la cafetería.

Rachel no vuelve a hablar de lo que pasó en el almuerzo durante el resto del día. En los primeros quince minutos de la práctica de baile, queda claro que tiene problemas más graves.

Nuestro calentamiento consiste en una serie de estiramientos, saltos en el suelo, fouettés y piruetas. Momentos antes de que la canción termine, la música de pronto se detiene. Todas volteamos a ver a la entrenadora, intentando contener nuestros jadeos. Está parada junto a las bocinas, con los brazos cruzados frente a su pecho. La entrenadora apenas mide un metro con sesenta centímetros, pero de algún modo eso hace que dé más miedo.

En la fila de enfrente, las chicas de segundo se miran entre ellas. «¿Quién de nosotras fue?». Siento un nudo en el estómago: yo sé quién fue.

—Steiger —ladra la entrenadora—. Domina el triple para el lunes.

La entrenadora pone la canción desde el principio. Veo a Rachel parpadeando rápidamente mientras volvemos a nuestros lugares. En la fila de adelante, Ginny Cordero lanza una mirada por encima del hombro. Cuando nuestros ojos se encuentran, ella mira hacia otra parte.

En el descanso para rehidratarnos, las Kelseys se tiran a los pies de la entrenadora. «¿Qué hará el fin de semana, entrenadora? ¿Irá al partido?».

Han pasado tres años y ellas aún no han renunciado a sus intentos de encontrar señales de que la entrenadora es realmente humana. En su escritorio hay una foto de su hijo, un rubio regordete de kínder, pero aún nos falta confirmar que realmente existe.

Tiene cuatro años siendo la entrenadora y cada año, en febrero, lleva al equipo a las nacionales. Antes de que ella llegara, el equipo de baile consistía solamente en menear el culo con el tipo de canciones de rap que las chicas blancas suburbanas no deberían bailar. Cualquiera con talento era porrista hasta que las chicas murieron y su entrenadora renunció, y el director Heinz pensó que sería demasiado doloroso conservar el equipo.

La entrenadora ignora a las Kelseys y se voltea hacia el resto de nosotras, que estamos charlando en nuestros grupos. Ginny Cordero está alejada, con los ojos clavados en su botella de agua.

—Odio interrumpir sus fascinantes conversaciones, pero ya llegaron sus nuevos uniformes —anuncia la entrenadora.

Se escuchan algunos grititos emocionados mientras vamos hacia la caja que la entrenadora pone a sus pies. Alexa saca un paquete que dice CHICO. Se mira el pecho y suspira, cambiando el uniforme por uno mediano. Cada una toma su talla correspondiente y nos vamos al vestidor.

Los uniformes del año pasado tenían cuellos en «V» y, aparentemente, eran demasiado escandalosos, porque ahora tenemos cuellos altos sin manga que cubren todo menos nuestros brazos y hombros.

Asomándose al vestidor, la entrenadora nos pregunta a gritos por qué tardamos tanto y salimos inmediatamente, jaloneándonos los pantalones y acomodándonos la licra en las nalgas. Los uniformes, suaves como piel de foca, muestran cada gordo y cada lonja, pero nadie quiere verse obligada a probarse la talla que le sigue.

Al final del pasillo se escucha una serie de golpeteos y rechinidos de plástico sobre linóleo. Una manada de chicos de cross-country viene corriendo hacia nosotras; no pueden entrenar afuera por la tormenta, así que Brandon debe haberlos obligado a dar vueltas dentro del edificio.

El estómago se me revuelve. Me acomodo detrás de Rach mientras el grupo de chicos pasa volando. Kelsey G se arregla y estira sus brazos sobre la cabeza. Algunos de los de último año silban; Joe Gabriel le da un zape a uno de ellos.

—Es mi hermana, tarado.

—Avancen. No se queden mirando a las señoritas. —Brandon va detrás de los chicos con una sonrisita divertida en el rostro.

—¡Hola! —grita Alexa, y me dan ganas de estrangularla.

Brandon no levanta la vista del cronómetro que lleva en la mano.

—Hola, niñas. Más les vale que no hagan esperar a su entrenadora.

Cuando él ya no puede escucharnos, Alexa se quita el cabello de la nuca, formando una coleta.

—Es tan sexy.

—Tiene novia —dice Kelsey B, harta de nosotras.

Mis tenis se pegan al piso y casi me caigo. Alexa le lanza una miradita a Kelsey.

—¿Y tú cómo sabes?

—Los vi en el centro comercial —aclara Kelsey G—. Él y una chica estaban viendo cafeteras en Macy’s.

Logro pronunciar una sola palabra.

—¿Cuándo?

—Este fin de semana —responde, encogiéndose de hombros—. Kels estaba conmigo.

Todas volteamos a ver a Kelsey B, que asiente como diciendo: «Es verdad».

Este fin de semana, mientras yo estaba bajo las cobijas, con la almohadilla térmica plantada en el abdomen y la almohada contra mi boca, para que Tom y Petey no me escucharan llorar, Brandon estaba jugando a la casita con su novia.

«Novia. Brandon tiene novia».

Después de la práctica, le digo a Rachel que tengo que sacar algo de mi casillero y que las veré a ella y a Alexa en el carro. Cuando todos los atletas que entrenan después de clases abandonan los pasillos, me detengo afuera de la oficina de Brandon. Inhalo. Toco en el marco de la puerta.

Sus ojos se desorbitan al verme.

—Hola.

—Necesito hablar contigo.

—De acuerdo. Pasa. —Brandon se hace a un lado. Está por cerrar la puerta, pero rápidamente baja la mano al darse cuenta de que sería una mala idea.

Lanzo una mirada hacia el pasillo. No hay nadie, pero igual hablo en susurros.

—¿Tienes novia?

Los labios de Brandon se separan, pero de inmediato cierra la boca.

—De acuerdo —digo—. Genial. Es bueno saberlo.

—Espera, Mónica —pide, aunque no he mostrado ninguna intención de irme—. Ella y yo no estábamos juntos en el verano. Te lo juro.

«Ella». La palabra me cae como una patada en las entrañas. «Ella» confirma que existe. Una novia. Brandon tiene novia.

—Lamento nunca haberte preguntado por qué dejaste de escribirme —continúa con voz suave—. Volvió de Boston hace un par de semanas. Cortamos cuando aceptó un trabajo allá hace un año. Solo pasó.

—Está bien. Lo que fuera que estuviéramos haciendo ya ha terminado. —Siento cómo la presión crece detrás de mis ojos—. Ya me voy.

Dice mi nombre, pero no volteo. Dos parpadeos intensos y un vistazo hacia la lámpara en el techo del pasillo: mi técnica infalible para reprimir las lágrimas.

Ginny Cordero está sentada en el suelo con las piernas cruzadas y la espalda recargada en su casillero. Levanta la vista de su ejemplar de Las uvas de la ira cuando Brandon sale de su oficina.

Siento un hueco en el estómago. Ginny pasa la mirada de Brandon a mí y luego a su libro. Está sonrojada. Brandon vuelve a su oficina y cierra la puerta, pero ya no importa; es demasiado tarde. Ginny sabe que yo estaba ahí, a solas, con él.

—Se me pasó el camión —dice—. Estoy esperando a que mi mamá venga por mí.

No digo nada. Solo salgo corriendo de ahí y por alguna razón estoy demasiado avergonzada para mirarla.

El cajón con llave en el escritorio de Tom me ha estado atormentando.

Mi hermano tiene futbol los miércoles por la tarde, así que la casa está vacía cuando Rachel me deja después de la práctica.

Cierro la puerta principal con seguro. Mango corre en círculos a mis pies. Lo esquivo y llego a la cocina. El perro se para sobre sus patas traseras y me rasca las pantorrillas hasta que cedo y le saco un premio de la alacena.

Mango amaba a Jen más de lo que nos ama a cualquiera de nosotros. Dormía todas las noches en su cama y todas las tardes se sentaba en el respaldo del sillón, y miraba por la ventana esperando a que ella volviera de las prácticas del equipo de porristas.

Mientras el perro se desparrama en el suelo de la cocina masticando su premio, le echo un vistazo al oscuro pasillo que lleva a la oficina de Tom.

La práctica de Petey comenzó a las cinco, así que mamá y él no volverán a casa al menos hasta dentro de una hora, y el turno de Tom termina a las siete. Voy a mi cuarto, me quito las mallas sudadas y las reemplazo con los pantalones de algodón de una pijama.

De vuelta en la planta baja, Mango está rascando la puerta trasera. Abro para que salga al patio, dejo la puerta abierta para que pueda entrar cuando termine y recorro discretamente el pasillo hacia la oficina de Tom.

Como siempre, su puerta no está cerrada con seguro. La abro y voy directo al escritorio. Jalo de nuevo el segundo cajón antes de volver al primero. No hay llave. La bandeja deslizable bajo el teclado de Tom está vacía, salvo por una pluma y unas cuantas ligas y clips desbalagados.

He visto cómo Alexa abre el mueble de los vinos de sus papás con menos herramientas. Tomo un clip y lo doblo para darle forma de gancho. Me muerdo el labio y hundo el clip en la cerradura.

Puedo sentir dónde se une el cerrojo con el escritorio. Solo necesito meter algo entre ellos. El teléfono de la casa timbra; lo ignoro y me limpio el sudor que se está formando en mi frente. Por ahí de mi centésimo intento, Mango entra a la oficina y me toca con su pata, pidiendo que lo suba a mi regazo. Lo alejo con un empujoncito.

—No. Perro malo.

Otro clip. Lo desarmo hasta que queda recto como una aguja. Mientras ese está entre el cerrojo y la cerradura, meto el que tiene forma de gancho y le doy la vuelta. Casi me caigo de la silla de Tom cuando el cerrojo cede con un clic.

El interior del cajón se ve bastante inocente. Hay varias carpetas; las reviso de reojo: recibos de la compañía de luz, la hipoteca de la casa.

Reacomodo las carpetas; algo brilla al fondo del cajón y llama mi atención. Es la pantalla de un celular. Siento algo amargo en la boca. He visto películas sobre infieles. Sé lo que significa tener un segundo celular.

Es un modelo viejo, como el que yo tenía hace algunos años. Más pequeño que la versión que toda mi familia tiene ahora. Lo tomo y le doy la vuelta. Los rostros de Juliana, Susan y mi hermana me reciben con una sonrisa.

Siento que los dedos se me entumen. Juliana mandó hacer esta funda para mi hermana como regalo de Navidad; la foto fue tomada en su primer partido de futbol americano. Las chicas están muy juntas, con los brazos colgados de los hombros de la otra y el cabello recogido hacia atrás con brillantes listones azules en sus coletas.

Presiono el botón de encendido, pero no ocurre nada. Obviamente no está cargado; mi hermana lleva casi cinco años muerta.

Entonces, ¿por qué diablos Tom tiene su celular?

En el pasillo, Mango está como loco, ladrando y enterrando las uñas en el piso de madera. Cierro el cajón en el mismo instante en que se azota la puerta de un carro en la cochera.

Mi pie se atora en la alfombra cuando me levanto. «El cajón». No tengo la llave para cerrarlo de nuevo. Reviso la oficina, llena de pánico, mientras escucho la voz de Tom.

—¿Mónica?

Salgo de la oficina y cierro la puerta silenciosamente mientras los latidos de mi corazón me retumban en los oídos. Doblo la esquina del pasillo al mismo tiempo que entra Tom.

—Volviste temprano —apunto.

Tom arruga la frente en un gesto intrigado.

—El tipo que viene a arreglar el aire acondicionado llegará antes. Tu mamá me dijo que te llamaría para avisarte que venía en camino.

—Mi teléfono está arriba. —Siento el peso del celular de Jen en el delgado material del bolsillo de mi pijama. Le pongo una mano encima. Si Tom sabe que mi mamá también llamó a la casa, no lo demuestra.

Me mira con curiosidad antes de echarle un vistazo a la puerta de su oficina. Mi pulso se detiene; la mirada de Tom recorre la puerta y no distingue nada interesante, así que se va a la cocina.

—Haré unos panecillos de pizza, por si tienes hambre.

Tengo lo contrario al hambre. Pensar en el celular de Jen guardado en el cajón de Tom todos estos años me tiene profundamente intranquila.

—Estoy bien. Tengo que empezar mi tarea. —Subo a mi cuarto sin mirarlo.

No me gusta dudar de Tom. Siempre ha sido más padre para mí que mi padre biológico, quien solo me llama en Navidad y en mi cumpleaños. Yo tenía tres años cuando él se fue de la casa para luego irse a vivir con la profesora de su universidad, con quien estaba teniendo un amorío. Compraron una casa en Iowa cuando él aceptó un puesto académico en una universidad de allá y poco después mi mamá conoció a Tom.

Tom ha estado presente desde que tengo memoria. Instalado en su sillón de las nueve de la noche en adelante, mirando esos programas que mi mamá odia, sobre gente que busca tesoros en almacenes abandonados. Es Tom quien aparece en las fotos familiares de nuestros viajes a Disney World, quien fue a mis presentaciones de baile con un ramo de rosas entre los brazos. En la época en que Jen murió, Tom le estaba enseñando a conducir.

Aunque no era su hija biológica, Tom quedó tan devastado por la muerte de Jen como nosotros. A veces pienso que es posible que haya sido peor para él que para los demás. Él vio los cuerpos de Colleen y Bethany en el lugar del choque y los de Juliana y Susan en la escena del crimen; cuando Jen no contestó el teléfono la mañana de su muerte, Tom fue a buscarla y tuvo que derribar su puerta cerrada.

Tom amaba a mi hermana como a una hija. Tiene sentido que quisiera revisar su teléfono tras su muerte; Jen no dejó ninguna nota. Cuando alguien joven se quita la vida, todos los padres se sienten desesperados por saber la razón, ¿no?

Pero no se me ocurre una buena razón por la que él se aferraría a su teléfono durante todos estos años.

Busco entre los contenedores en mi habitación con el teléfono de Jen moviéndose dentro de mi bolsillo. En algún lugar de todo este desastre hay una caja de tiliches que estaban en mi antiguo buró. Sé que ahí podré encontrar un cargador viejo que le quede al teléfono de Jen.

Levanto una caja con ropa de invierno; en el contenedor de abajo puedo ver un cargador, enredado y maltrecho. Lo saco y me incorporo con el corazón latiendo a toda velocidad.

«Sé que no fue él. Une los puntos».

¿Por eso Tom tiene su teléfono? ¿Intentó unir los puntos? El escenario alternativo hace que me den escalofríos. Tom fue el oficial que acudió al lugar del accidente de Bethany y Colleen. Él le disparó al asesino de Juliana y Susan.

Tom encontró el cadáver de Jen. Tom es eso que une los puntos.

Voy hacia mi buró y conecto el cargador en el enchufe que está detrás. Me tiro en la cama y me siento con las piernas cruzadas y el teléfono en mi regazo. Cuando meto el cargador en el puerto del celular, la pantalla permanece negra, y creo que quizás el teléfono no solo está descargado, sino muerto.

Luego, un movimiento. En la pantalla aparece el icono de un rayo.

Espero durante lo que se siente como una eternidad, pero, cuando la pantalla cobra vida, el reloj muestra que solo han pasado dos minutos. El fondo de pantalla de Jen se carga; es una foto de ella con Mango entre sus brazos, con sus horribles dientes chuecos en primer plano mientras disfruta de una buena rascada de panza.

Algo no está bien. No debería poder ver la pantalla de inicio de Jen. Mi hermana siempre tenía su celular bloqueado; lo sé porque yo era muy metiche y siempre que dejaba el celular a mi alcance intentaba adivinar su código.

Tom debe haber encontrado la forma de burlar el código y desactivarlo. Respiro y el aire me lastima la nariz antes de abrir los mensajes de Jen.

No hay nada. ¿Borró todos sus mensajes? ¿Tom lo hizo?

Paso a su registro de llamadas y exhalo. Está intacto. Las llamadas terminan el 7 de noviembre.

Esa mañana, mi mamá la llamó cada hora desde su trabajo para ver si estaba bien. Aún recuerdo que solo iba a trabajar medio turno. Jen había despertado con náuseas y mi mamá la dejó quedarse en casa.

Entre dos de esas llamadas aparece un número que no reconozco. No está guardado en la agenda de su teléfono. Siento cómo se me eriza la piel debajo de la nuca. Reviso el resto del registro de llamadas.

El número no vuelve a aparecer. Quien quiera que sea el dueño de este número, solo llamó a Jen una vez, y lo hizo el día de su muerte. La conversación duró diecisiete minutos, demasiado para ser una llamada de publicidad o un número equivocado.

La conversación terminó cerca de las diez y veinte de la mañana. No mucho después, mi mamá llamó a Jen tres veces. Después de eso debió haber enviado a Tom a la casa para ver cómo estaba.

Mi habitación está ardiendo. Me quito la sudadera y me quedo jadeando con mi top de baile. Luego, copio el número en mi teléfono y le envío un mensaje. Miro la pantalla con mis dedos gordos moviéndose sobre el teclado.

Esto es absurdo. No hay nada que le pueda decir al dueño de este número que no suene totalmente absurdo.

MÓNICA:

Hola, encontré tu número en el teléfono de mi hermana y me preguntaba si sabías que estaba a punto de morir cuando habló contigo esa mañana.

Le doy enviar, trago saliva y vuelvo a escribir:

MÓNICA:

¿Quién eres?

Todo mi cuerpo se tensa y presiono enviar una vez más. Miro mi pantalla con las manos sudorosas. El aviso de recepción cambia a LEÍDO. Luego aparecen unos puntos suspensivos. Segundos después, llega el mensaje de respuesta:

NÚMERO DESCONOCIDO:

Eh... ¿quién eres TÚ?

Puedo escuchar mi pulso en los oídos. Respondo:

MÓNICA:

La hermana de Jen Rayburn.

Cuando aparece la confirmación de leído, miro fijamente la pantalla esperando los puntos suspensivos que avisan que él o ella está escribiendo. Mi estómago se revuelve más y más con cada instante que pasa con la pantalla en blanco.

Me estiro hacia mi buró y en cuanto dejo el teléfono, la pantalla se enciende.

NÚMERO DESCONOCIDO:

¿Cómo conseguiste este número?

MÓNICA:

En su teléfono. ¿Quién eres?

Mis dedos vuelan sobre el teclado a tal velocidad que me equivoco dos veces y tengo que volver a escribir el mensaje.

MÓNICA:

Tú fuiste la última persona
que habló con ella.

Lo envío. Me recargo en la cabecera, sostengo el teléfono frente a mí con una mano y me cubro la boca con la otra.

Pasan cinco minutos sin respuesta. Parpadeo, conteniendo las lágrimas de frustración, y le envío otro mensaje.

MÓNICA:

Por favor, dime quién eres.

Observo la pantalla con desesperación, pero esta vez la respuesta llega rápidamente.

NÚMERO DESCONOCIDO:

Eso no importa.

Ten cuidado.