Necesito hacer otra parada en el baño, así que voy al de maestros, ubicado junto a la oficina principal: todos saben que los profesores no son cerdos asquerosos como el resto de nosotros. Es necesario pedirle la llave a la secretaria, pero la señora Barnes está casada con uno de los oficiales que trabaja con Tom. Ella siempre me deja pasar.

Como hay alguien en el baño de mujeres, me recargo contra la pared frente a la puerta mientras espero, viendo cómo los que llegaron tarde van entrando al edificio. Cuando llegas tarde a la escuela, tienes que firmar con el guar-dia de seguridad que está en el escritorio junto a la puerta.

Un tipo con cabello castaño está inclinado, escribiendo en la libreta del guardia y riéndose de algo que este dijo. No es un estudiante; es demasiado alto y no se ve muy preparatoriano.

«¿Qué demonios está haciendo aquí?».

Mis manos se cubren con una capa de sudor. Me volteo hacia la puerta del baño, dándole la espalda a él, pero es demasiado tarde. Echo un vistazo sobre mi hombro y sé que me vio.

Quiero derribar la puerta del baño de maestros de una patada, gritarle a quien esté tomándose su tiempo que me deje entrar. Pero lo que hago es darme la vuelta e irme por el pasillo, en dirección opuesta hacia donde va él, aunque me estoy alejando del área de Ciencias y del salón del señor Franken, mi maestro de Química.

Camino a toda velocidad, mordiéndome el interior del labio para distraerme de las punzadas en mi abdomen. Sigo derecho por el pasillo, hacia donde hay un par de baños para alumnos. «No te detengas...».

—¡Mónica! Espera.

No es la voz de Brandon. Claro que no es Brandon quien me llama. ¿Por qué aquí demostraría que me conoce?

Me doy la vuelta para encontrarme con un tipo que trae un suéter de cross-country de Sunnybrook. Es Jimmy Varney, uno de los mejores amigos de Matt. Me sonríe y me saluda levantando la cabeza.

—Hola. ¿Qué tal estuvo tu verano?

—Bien —murmuro, con miedo de vomitarle en la cara si abro la boca un poco más. Los ojos de Jimmy se enfocan en algo más, en alguien, por encima de mi hombro. Levanta una mano.

—¡Oiga! ¡Entrenador!

Jimmy me pone una mano en el brazo.

—¿Te veo después?

Asiento y Jimmy se va corriendo hasta acorralar a Brandon. Retomo mi camino y no me detengo hasta llegar al baño, donde me encierro en el primer cubículo.

Brandon es el nuevo entrenador de cross-country.

Ni siquiera alcanzo a ponerme de rodillas antes de vomitar en el escusado.

Nada de esto hubiera pasado si no fuera por ese vestido blanco.

Me dieron el trabajo en el club campestre de New Haven en junio. Cuando le dije a mi mamá que necesitaba un aventón para mi primer día de trabajo, ella hizo un gesto de sorpresa y me dijo: «Ay, Mónica, si querías dinero me lo hubieras pedido».

Pero, la verdad, no se trataba del dinero. Quería hacer algo más que simplemente pasar los días de verano en el patio trasero de Rachel, practicando pasos y movimientos aéreos en su trampolín. Quería escapar de las tardes en el lago, con el aliento a cerveza de Matt en mi oreja y su mano sobre mi muslo.

Los miembros del club campestre de New Haven tienen tanto dinero como para despilfarrar ochenta dólares para que alguien les cuide a los niños mientras juegan golf y se pasan todo el día en el sauna del spa. Mi puesto era el de consejera del Campamento Infantil, pero lo único que tenía que hacer era acompañar a los niños a la alberca y las canchas de tenis y asegurarme de que no se murieran en el proceso.

Durante mi primer día, vi a Brandon en la caseta de salvavidas, girando en su muñeca el cordón de su silbato. Sabía dónde lo había visto antes: en el campeonato de cross-country de Matt en Nueva Jersey durante el otoño. La familia de Matt me dejó ir en el carro con ellos para verlo competir. Laura, su hermana mayor, fue la primera en notar a Brandon.

—Guau —masculló, dándome unos golpecitos hasta que lo vi al final de las gradas. Tuve que voltear hacia otro lado por miedo a que Matt pudiera descubrirme observando al sexy entrenador del otro equipo.

Para el final de mi primer día de trabajo, ya tenía un nombre para él: Brandon.

Para el final de junio, Matt y yo habíamos terminado. Ambos sabíamos que iba a pasar; él se iría a la universidad de Binghamton a finales de agosto. Pero la idea de no verlo esperándome junto a mi casillero el primer día de clases era tan horrible que pedí turnos extra en el club solo para no tener que quedarme en casa pensando en eso.

Rachel y Alexa consideraron que la fiesta del cuatro de julio de Jimmy Varney era el lugar perfecto para presentar en sociedad a Mónica Soltera, pues Matt no estaría ahí; él y su familia pasarían el fin de semana en su casa del lago, al norte del estado. Rachel acababa de cumplir diecisiete y aprobó su examen de manejo, así que ella y Alexa quedaron de pasar por mí a las seis, hora en la que terminaba mi turno en el club campestre.

Esa mañana, cuando empaqué el vestido blanco que me pondría después del trabajo, pensé en Brandon.

Cuando salí del baño de empleados, lo vi recorriendo la superficie de la alberca con una red. Brandon me miró con la boca abierta. Su rostro enrojeció y yo sentí la piel caliente bajo el vestido.

Toda la noche, durante la fiesta, estuve pensando en la expresión de su rostro.

Ese gesto me hizo sentir como si pudiera hacer cualquier cosa. Así que comencé a hablar con él durante mis descansos. A la hora del almuerzo me sentaba en la silla vacía junto a la caseta de salvavidas, comiéndome la ensalada de pollo que me preparaba mi madre, mientras Brandon me contaba lo que me había perdido en mis días libres, como la niña de seis años que gritó y se negó a meterse al agua hasta que Brandon sacó un escarabajo muerto del fondo de la alberca.

Nunca me preguntó cuántos años tenía y yo nunca le pregunté cuántos años tenía él. Ambos entendíamos que eso arruinaría lo que fuera que había entre nosotros.

Una semana después, cuando dieron las seis de la tarde y era hora de cerrar, le envié a mi mamá un mensaje avisándole que me darían un aventón a casa. Me ofrecí a quedarme tarde para ayudar a Brandon a limpiar la alberca. Después, nos sentamos en la orilla con nuestros muslos casi tocándose, viendo a los meseros prepararlo todo para una boda dentro del club campestre.

—Fue genial que te hayas quedado a ayudarme —dijo—. Estoy seguro de que preferirías estar con tu novio.

Me dio un golpecito en la rodilla con la suya y yo mantuve la cabeza ligeramente agachada para que no pudiera ver el rubor en mis mejillas.

—¿Quién dijo que tengo novio?

—Perdón —se rio—. Estoy seguro de que preferirías estar con el chico para el que te pusiste ese vestido blanco la otra noche.

Metí cuidadosamente el pie al agua. No dije nada. No quería que supiera que él era el chico para el que me puse ese vestido. Pero debió darse cuenta, porque me preguntó si quería que me llevara a casa. Se levantó y extendió una mano para ayudarme a ponerme de pie.

Cuando encendió su Jeep, en las bocinas comenzó a sonar rock clásico a todo volumen. Algo sobre un chico de ojos azules y una chica de ojos cafés. Nosotros éramos lo opuesto.

De verdad iba a llevarme a mi casa. Fui yo quien le dijo dónde dar la vuelta y, cuando llegamos a mi calle, le pedí que continuara y así lo hizo. Siguió manejando hasta que llegamos al acantilado de Osprey.

—Mónica. —Tragó saliva y cerró los ojos. Yo me desabroché el cinturón y me subí a su regazo, de frente a él. Mantuve sus manos en mis mejillas por un rato, observando su rostro. Me miraba como Matt nunca lo hizo, acariciando mi mentón con su pulgar.

Brandon dijo mi nombre una vez más.

—Esto es mala idea.

—No le voy a decir a nadie.

No me alejó cuando lo besé. Él también lo deseaba, podía sentir lo mucho que lo deseaba, y cuando me preguntó si estaba segura, si realmente estaba segura, asentí. Se estiró para abrir su guantera, sin dejar de trazar besos rasposos en mi cuello.

Esto pasó otras dos veces antes de que iniciara la última semana de agosto, cuando mi mamá me llevó a mi visita ginecológica anual y el doctor preguntó cuándo había sido mi último periodo. Dije que no sabía porque la verdad no me acordaba; mi mamá frunció el ceño y me hizo orinar en un vasito.

Avisé que estaba enferma para lo que debió ser mi último turno en el club campestre, tres días antes de que comenzaran las clases. Brandon no me envió un mensaje para preguntarme qué había pasado o por qué no me despedí.

El viernes me tomé la primera pastilla en la oficina del doctor Bob. Pasé el sábado hecha bolita en mi cama, sollozando contra mi almohada y rezando para no vomitar la segunda pastilla, pues así no iba a funcionar.

Por la mañana tenía un mensaje de Brandon, preguntándome si podíamos hablar. Soy tan estúpida que pensé que quizás querría verme de nuevo.

En realidad, quería avisarme que había conseguido el trabajo en mi maldita preparatoria.

Mamá no me dice nada al recogerme en la enfermería, solo firma nuestra salida y me lleva al estacionamiento sin decir ni una sola palabra.

La lluvia ya se convirtió en un leve rocío. Echo la cabeza hacia atrás y dejo que me refresque la cara mientras mi mamá abre la puerta del auto.

Mantengo los ojos fijos en mi regazo mientras me abrocho el cinturón de seguridad.

—Perdón. Vomité.

La veo por el rabillo del ojo, buscando alguna señal para poder preguntarme si pasa algo más. Enciende el auto y activa los limpiaparabrisas.

—No puedes seguir tomándote los analgésicos con el estómago vacío.

La camioneta frente a nosotros se detiene de golpe. Mi mamá hunde los frenos y yo solo puedo pensar en el dolor. Estoy sudando y los oídos me zumban. Su voz me alcanza, está diciendo mi nombre una y otra vez. Sacudiéndome.

Parpadeo para deshacerme de los puntos negros que me nublan la vista. Estamos a un lado del camino y mi mamá me mira fijamente.

—¿Te desmayaste?

—No sé. —La presión va creciendo detrás de mis ojos—. Mamá. Solo quiero que se acabe.

—Lo sé. —Su mano se posa en mi hombro. El contacto es ligero. Imagino sus dedos fríos acomodándome el cabello detrás de la oreja como lo hacía cuando era niña, antes de que mi hermana muriera y mi mamá dejara de tocarme. Como si me hubiera vuelto quebradiza.

Retira su mano y no dice nada más hasta que llegamos a casa.

Mamá es gerente de un foro artístico, demasiado pequeño para llamarlo teatro, y necesita recaudar fondos para la próxima producción de La importancia de llamarse Ernesto, pero me deja primero en casa y me obliga a tomarme un Gatorade para elevar mis niveles de azúcar.

Desde mi habitación puedo escucharla al teléfono con el doctor Robert Smith. Me pregunto si en verdad se llama Bob Smith o se cambió el nombre a algo tan genérico para que nadie pudiera encontrarlo y bombardear su casa.

—El naproxeno puede hacer que algunas personas se sientan mal del estómago. Te mandó una medicina para las náuseas —anuncia mi madre, asomando la cabeza por mi puerta—. Debería estar lista para cuando salga del foro... La recogeré de regreso.

—¿Mamá? —la llamo mientras cierra mi puerta.

—Dime, Mónica.

Mi corazón sigue acelerado por haber visto a Brandon esta mañana. La adrenalina es la única explicación a este impulso de decirle a mi madre la razón real por la que le pedí que fuera por mí.

Mi mamá y yo no tenemos, lo que se dice, una relación muy franca; no se enteró de que Matt y yo terminamos sino hasta que se encontró a mi excuñada en Starbucks. Y, aunque le contara cosas, sería una locura admitir que tuve un amor de verano con el nuevo entrenador de cross-country.

Yo aún no cumplo los diecisiete y Brandon está en sus veinte. Tom es policía. Sepulto la idea en cuanto me llega.

—Gracias —digo.

—No tienes que agradecerme.

Me observa por un rato antes de cerrar la puerta. Casi me duele lo sorprendida que parece por mi gratitud. Me hace preguntarme por qué alguien podría querer hijos. No se me ocurre un trabajo más ingrato.

Cuando escucho que la puerta principal se cierra, me incorporo en la cama. Me encojo ante el nuevo ataque de dolor en la parte baja de mi cuerpo. No he tomado analgésicos desde la mañana, antes de ir a la oficina de Demarco.

Cada segundo que mi mamá no está se siente como una eternidad. Cuando ya no puedo soportarlo más, me levanto trabajosamente de la cama y bajo las escaleras.

El frasco de naproxeno no está en la barra de la cocina donde mi mamá lo dejó esta mañana. No conozco ni la mitad de los lugares de esta casa donde lo pudo haber escondido.

Me detengo afuera del baño de abajo, echándole un vistazo a la puerta de la oficina de Tom. Desde su accidente de carro, el año pasado, ha tenido la espalda lastimada; un chico estúpido robó una cuatrimoto y provocó que Tom y Mike, su compañero, se lanzaran en una persecución por todo Sunnybrook. El chico se pasó un alto y chocó con un BMW que luego chocó con Tom y Mike.

Mi madre obligó a Tom a dejar de posponer su cirugía en primavera. El doctor le dio Vicodin para su recuperación; durante un periodo de dolor este verano, vi a Tom sacar un par de pastillas del frasco que guarda en el cajón de su escritorio.

El dolor ha destruido mi capacidad de pensar con claridad. Debe ser eso, porque me convencí de que, si el bote aún tiene pastillas, Tom no notará que falta una. Solo necesito una.

Tom no cierra su oficina con llave. Él y mi mamá compartían una en nuestra antigua casa. Sus escritorios estaban prácticamente uno encima del otro y, cuando sus días de trabajar en casa coincidían, se la pasaban criticándose mutuamente. Ahora la oficina de Tom se ve como si no supiera qué hacer con tanto espacio.

Voy discretamente hacia su escritorio y jalo la manija del primer cajón. Rebusco entre los escombros: post-its, una caja de clips y tachuelas volteada, correctores en pluma secos.

Cierro el cajón y paso al que está debajo. Cuando lo jalo, lo que hay adentro hace ruido. Mango comienza a ladrar y entra a la oficina para ver qué pasa.

—No. Perro malo. —Lo alejo con mi pie y reviso a tientas lo que hay adentro del cajón. Ninguna receta de Vicodin.

Un montón de sobres atados con una liga de plástico llama mi atención.

Cada uno tiene una etiqueta impresa, todos con «Tom Carlino» como destinatario y nuestra antigua dirección: calle Norwood número 13, Sunnybrook, Nueva York.

Cuento los sobres pasando un dedo por sus orillas. Son cuatro. Todos tienen la misma fecha en el matasellos, 7 de noviembre, cada uno con un año de diferencia respecto al anterior.

Dejo los sobres en mi regazo, temblando. El 7 de noviembre es el día en que mi hermana se quitó la vida.

Echo un vistazo sobre mi hombro. Mango está acostado afuera de la puerta de la oficina de Tom, observándome.

Desdoblo el pedazo de papel que está en el primer sobre, que resulta ser una fotografía en blanco y negro. La calidad es muy mala, como si fuera una impresión de internet. Me toma un momento procesar lo que estoy viendo. Es la fotografía de mi hermana y sus amigas, la misma que está en la vitrina de trofeos de la escuela.

Reviso la hoja y mis manos tiemblan al leer las palabras escritas al final de la hoja. Hago a un lado la fotografía y volteo el siguiente sobre hasta sacar el contenido.

Todos tienen lo mismo. Cuatro fotografías en total, cada una con el mismo mensaje abajo.

SÉ QUE NO FUE ÉL.
UNE LOS PUNTOS.