Hay una pequeña multitud reunida afuera de la oficina principal, donde la entrenadora dijo que publicaría la lista. Mientras nos acercamos al tablón de anuncios, unas cuantas chicas de segundo se retiran, decepcionadas.
Junto a mí, Rach contiene la respiración. Nos plantamos frente al tablón. Reviso los coloridos papeles pegados con tachuelas: una lista de personas que consiguieron llamado para la obra de otoño, un volante de publicidad del equipo de futbol femenino para el lavado de autos, información sobre un curso de preparación para los exámenes de admisión a la universidad en fin de semana.
—Aquí no hay nada —dice Alexa.
—Claro que sí —interviene una voz conocida. Me doy la vuelta: las Kesleys están detrás de nosotras, con unos lattes helados de Dunkin’ Donuts en mano. Kelsey Butler hace sonar los hielos de su bebida y señala. Sus uñas color durazno resaltan en su piel oscura.
Miro hacia donde Kelsey está señalando: una hoja de papel pegada al tablón. En ella solo hay una frase:
LA LISTA DEL EQUIPO DE BAILE
SE PUBLICARÁ POR LA TARDE
La mejor amiga de Kelsey Butler, Kelsey Gabriel, se acomoda junto a ella para ver mejor. Kelsey G tiene la piel cubierta de pecas y su cabello, que suele ser claro, está aún más decolorado por el sol.
—¡Ay! ¿Por qué?
—Hubo más postulantes este año —dice Kelsey B—. Quizás necesitaba más tiempo para decidir.
Las Kelseys se van juntas. Estarán en la lista; son de último año y ambas estaban en clase conmigo en el Estudio de Danza Royal Hudson cuando éramos más chicas. Las Kelseys, con sus saltos inhumanamente altos y sus ágiles piruetas, son lo más cercano a favoritas que tiene la entrenadora.
Mis amigas y yo permanecemos juntas y vamos al segundo piso; somos Rayburn, Santiago y Steiger, y los salones se asignan en orden alfabético. Mientras nos enfilamos hacia las escaleras, veo de reojo a Rachel. Se está rascando la comisura de los labios, donde la pintura ya comenzó a caerse.
—Está bien —le aseguro, con voz tan baja que solo ella puede escucharme—. Tú puedes.
Sin duda está pensando en lo que dijo Kelsey B. A Rachel le atormenta el giro triple que no ha logrado dominar, el que la entrenadora amenazó con poner en nuestra rutina para las competencias de este año.
Antes de que pueda encontrar mi lugar en el salón, el maestro dice mi nombre.
—Te esperan en la dirección.
Siento que el estómago se me va a los pies.
—¿Por qué?
—Yo qué sé. No soy tu secretaria —responde con desgano.
Tomo el papel que trae en la mano y veo los garabatos casi ilegibles de mi consejero escolar.
Elijo la ruta más larga hacia la dirección para poder pasar por el baño. Saco la bolsita de plástico con naproxeno que mi madre dejó esta mañana en la barra de la cocina junto a mi Tupperware con vegetales y aderezo. Me raciona las pastillas como si fueran Oxi o algo así. Abro la bolsita y me las paso con un trago de agua de mi botella.
El señor Demarco está sentado de espaldas a mí cuando toco en el marco de la puerta de su oficina. Se gira en su silla y su rostro se ilumina al verme. Trae una camisa polo azul cielo que hace resaltar sus ojos del mismo color. Rachel y Alexa dicen que es un galán maduro.
—Ahí estás. —El señor Demarco deja su vaso de Starbucks con las iniciales PSL sobre su escritorio—. Siéntate, siéntate.
Jala una silla junto a su escritorio. Cuando quita la caja de panfletos del asiento, alcanzo a ver el patio de un campus lleno de hojas otoñales. Me siento, con mi libro de Química presionado contra el estómago.
—Entonces... —Demarco sonríe sin mostrar los dientes—. ¿Cómo estás?
—Bien. —Me aferro al libro de Química. Lo aprieto con más fuerza. ¿Ya lo sabe? No hay forma de que se haya enterado. A menos que mi madre se lo haya dicho, pero la hice jurar, con mis uñas marcando medios círculos en su brazo, que no se lo diría ni a Tom.
Demarco le da un trago a su café.
—Iré directo al grano. La señora Coughlin está intentando organizar un homenaje póstumo en el patio.
La señora Coughlin es la maestra de Salud Física y Mental. La madre de Colleen Coughlin.
El señor Demarco no da más explicación; no hace falta. Colleen Coughlin iba en el asiento del pasajero en el auto de Bethany Steiger cuando este derrapó durante una tormenta y chocó contra un árbol. El auto quedó tan maltrecho que se dice que al forense le costó trabajo identificar a cada chica. Uno de los paramédicos que llegó al lugar vomitó.
Las dos primeras porristas que fueron asesinadas ese año.
—Un homenaje. —Me quito la liga que traigo en la muñeca y me envuelvo los dedos con ella, con lo que corto la circulación de las yemas—. ¿Como algo religioso?
—Para nada —responde Demarco—. Solo una pequeña ceremonia en el patio. La señora Coughlin pregunta si querrías participar. —Al ver mi expresión de sufrimiento, Demarco levanta su vaso vacío y golpetea la base de este contra el escritorio—. Obviamente, no tienes que aceptar. Aunque la señora Coughlin eligió algunos poemas que cree que sería bueno que leyeras.
Me entrega un montón de papeles sostenidos por un clip de mariposa. No los miro.
—Es que... —mascullo—. Me sentiría rara. Ni siquiera conocía a Colleen y Bethany.
—Ah, no, el homenaje será para todas las chicas. Nos pareció que sería mejor así.
En otras palabras, quieren quitar del camino lo del homenaje antes de la fiesta de bienvenida, porque las dos mejores amigas de mi hermana murieron hace cinco años, durante la noche previa a su fiesta. No sería muy agradable recordarle a la gente la forma horrible en que Juliana Ruiz y Susan Berry fueron asesinadas cuando lo que todos quieren es futbol.
—Vaya. Está bien. Gracias. De hecho, creo que tengo un examen en la próxima clase.
—Claro. Te haré una nota.
Mientras Demarco busca en su cajón para encontrar sus notas, dejo que mis ojos revisen el lugar. Hay un banderín de los Guerreros de Sunnybrook sobre su escritorio, junto a un calendario de los Gigantes de Nueva York. Arriba está una foto del equipo de futbol de Sunnybrook de hace seis años, posando con el trofeo del campeonato estatal. No hemos ganado desde entonces.
Si ves fotografías de mi familia, podrías preguntarte si mi hermana era adoptada. Mamá, Petey y yo tenemos cabello oscuro y ojos azules. Jennifer era rubia, como nuestro padre biológico, y, como él, tenía los ojos verdes.
Recuerdo un tiempo en el que yo le caía bien. Hay pruebas: fotografías de nosotras en Halloween vestidas como princesas de Disney y videos de las obras de teatro que presentábamos en el patio trasero y cuyas protagonistas éramos nosotras y Mango, nuestra cruza de Jack Russell y terrier ratonero.
Pero Jen me llevaba cuatro años y cuando comenzó la secundaria fue como si mi existencia la ofendiera.
—Así pasa con las hermanas —me aseguraba mamá cuando yo aún era lo suficientemente pequeña para acomodarme en su regazo con la cara bañada en lágrimas después de pelear con Jen. Sentía sus dedos rozando mi oreja mientras jugaba con mi cabello—. La tía Ellen y yo no nos hicimos amigas hasta la universidad.
Antes de la fiesta de bienvenida en su segundo año, contagié de amigdalitis a Jen. Y resultó que le salvé la vida. Al menos por un tiempo. Los padres de Susan estaban en Vermont por la boda de su prima la noche antes del partido, y Juliana y Jen iban a quedarse con ella en su casa. Susan no quiso perderse la fiesta, ni siquiera por la boda y, además, alguien tenía que estar en casa con Beethoven, el adorado san bernardo de los Berry.
El señor Ruiz iba a recogerlas por la mañana para que desayunaran en el merendero antes del partido de bienvenida. Era una tradición de Juliana y su familia: hot cakes antes de su presentación.
No sería gran cosa, solo unas quinceañeras que pasarían la noche sin supervisión adulta. Sunnybrook era uno de los pueblos más seguros del país y en nuestra calle todos se cuidaban unos a otros. Pero cuando el padre de Juliana llegó a recoger a las chicas a la mañana siguiente, ambas estaban muertas.
Las habían estrangulado. Juliana tenía las manos llenas de cortes y en una aún llevaba un trozo del espejo que colgaba en el recibidor. Había luchado hasta el último momento.
Susan no lo vio venir. Estaba tirada de espaldas en lo alto de las escaleras, mirando al techo. Al otro lado del pasillo, la regadera seguía abierta. Debió salir corriendo cuando escuchó los gritos de Juliana.
Si mi hermana no hubiera estado demasiado enferma para ir a dormir a casa de Susan Berry esa noche, el vecino loco de Susan la habría matado a ella también.
Todos decían que era «afortunada». «Bendecida». Pero al final, eso no marcó la diferencia.
Algunas personas dicen que hace cinco años cayó una maldición sobre nuestro pueblo. ¿De qué otro modo podrían explicarse las trágicas muertes de cinco chicas, en tres incidentes distintos, en menos de dos meses?
Algunas personas consideran que la muerte de Jen fue la más trágica de todas.
Jen estaba entre las tres mejores de su clase y todos los que tenían la suerte de conocerla la adoraban. Quería pasar el verano previo a la universidad en Sudamérica, como voluntaria en Habitat for Humanity. Planeaba estudiar veterinaria, porque por mucho que le gustara ayudar a la gente, su corazón pertenecía a los animales, especialmente a los caballos que solía montar de niña.
Jen no lo habría hecho. Eso es lo que no entienden. Mi hermana, con sus páginas y páginas de todo lo que quería hacer en la vida, jamás se habría suicidado. Quizás para ellos, poniéndose en los zapatos de Jen, tiene sentido que lo hiciera. ¿Vivir todos los días teniendo que imaginar lo que Jack Canning le hubiera hecho en esa casa sería realmente vida? ¿Valía la pena vivir si todas sus amigas estaban muertas?
Yo no sé si tenemos una maldición. Solo sé que mi hermana no se habría suicidado. Y, si lo hizo, ¿por qué no dejó una nota explicando sus razones?