LA PLAYA DE PORTO SANTO

Isla de Madeira, octubre de 1476

Su cabeza se hundía en el agua espesa y azul y salía a flote bajo un cielo encapotado. Volvía a sumergirse y de nuevo a flotar y a respirar. No le cabía suficiente aire en los pulmones, pero tampoco conseguía quedarse en la superficie el tiempo suficiente para coger todo el aire que necesitaba. No había nada de qué sujetarse ni alcanzaba a ver a lo lejos más que la masa de agua por encima de donde alcanzaban sus ojos. A cada inmersión sentía que nunca más volvería a respirar. Pero una luz dentro de su cabeza le decía que había algo allá afuera para él. Después de mucho tiempo, no supo si fueron horas o días, terminó por caer en un sueño donde no le dolía nada, ni tampoco le preocupaba. Abrió los ojos en una playa que no reconoció; arena dorada le raspaba la cara bajo un sol tibio. Los cabellos estaban llenos de algas y restos de porquería de la orilla. Se incorporó e intentó recordar. Un fogonazo. Eso fue lo último que vio antes de sentir que los maderos saltaban por los aires junto con él, envuelto en un calor que lo asfixiaba, respirando humo que lo quemaba por dentro, sin poder ver nada más que pólvora humeante. No sintió nada más que el agua helada cuando se hundió, intentando abrir los párpados aunque la fuerza que llevaba tiraba hacia abajo, hacia la negrura del fondo del mar. Le dolían los brazos, como si forcejeara con alguien, pero no podía soltarse, aunque lanzaba patadas y puñetazos. Intentó hablar pero tenía pegada la lengua a los labios, que se negaban a abrirse. No podía llorar. ¿Volvían de Madeira o iban a la isla? Ya no recordaba. Todo se había perdido bajo el agua. Movió la cabeza y vio que estaba solo. Ninguno de los más de cuarenta hombres que iban a bordo junto a él estaba sobre la arena.

Hine el yeshuati, iraj velo ijad, ki ozi v’zimrat ia Adonai… He aquí el Hashem de mi salvación; en él confiaré y nada temeré… —dijo en un susurro, poniendo dos dedos sobre el corazón, con los ojos cerrados. Lo repitió hasta quedarse dormido.

El sol quemaba cuando volvió a despertar, sintiendo que lo miraban. Un hombre delgado y rubio lo observaba con curiosidad, mientras le empujaba el cuerpo a la altura de las costillas con un pie. Se sentía muy cansado.

—¡Eh! ¡Vuestro nombre y asunto! —le gritó.

«Al menos no he quedado sordo», pensó el que estaba tendido, mientras intentaba incorporarse y abrir los ojos, que le dolían con tanta luz. Apenas podía distinguir algunas siluetas y no reconocía nada.

—¡Nombre y asunto, he dicho! ¿De dónde venís? ¿Qué hacéis aquí?

—Naufragio —atinó a decir el hombre. A pesar del calor, sintió mucho frío de repente.

—¿Naufragio? ¿Podéis andar? No ha bueno que restéis en la playa. Parece que lloverá otra vez.

Como pudo, el herido se levantó. Apoyado en el hombre que lo revisaba de pies a cabeza, anduvieron hacia el pueblo.

—¿Sabéis dónde estáis? —Los ojos del hombre parecían dos navajas bien afiladas, listas para herir. El náufrago negó con la cabeza.

—Porto Santo, en la Madeira. Os halláis en territorio portugués.

—Castilla, he de Castilla —contestó el otro—, de Huelva. ¿Sabéis dónde resta?

De camino por la playa se les acercaron varios curiosos, aunque a una distancia más que prudente. El herido vestía con harapos y era evidente que llegaba de lejos, de alguno de los barcos que apresaban las tormentas, bastante habituales por aquellos rumbos. El que lo ayudaba, un hombre joven y fuerte, vestía con sencillez, pero resultaba conocido en la isla, a juzgar por las inclinaciones de cabeza que recibía de cada persona con que se topaban. Anduvieron a paso lento hasta la iglesia de Nossa Senhora da Piedade, el edificio más grande de la isla. La rodearon y se adentraron en una casa baja de piedra y tejas rojas, adjunta a la iglesia —y, por lo que pudo ver el herido, la mejor casa de la villa—.

El náufrago se lavó, bebió y comió un poco de pan con aceite antes de caer en un sueño reparador de varios días. El dueño de la casa, distante pero muy atento, se encargó de ver que las criadas lo cuidaran para que se restableciera. Al primer día, la fiebre subió y el enfermo deliró, contando mil historias que el atento anfitrión no dejó de escuchar cada vez con mayor atención. El dueño de la casa en persona elaboró una infusión de hierbas que le daba de beber al enfermo cada cierto tiempo, y que a los pocos días lo fortaleció.

—¡Pero, Felipa, que se halla enfermo y podemos ayudarlo!

—Pero ¿no habéis visto cómo llegaron los otros náufragos? En todo el pueblo no se habla de otra cosa. El mar escupió muchos hombres con fiebres y pústulas. Todos hubieron muerto a los pocos días. ¡Qué sabéis vos de lo que tenga este hombre! Ha podido contagiaros o incluso a mí. Ya he perdido dos hijos vuestros… ¡la maldición caerá sobre nosotros! ¡Debéis echarlo de aquí!

El hombre sacudió la cabeza. ¿Maldiciones? Cuentos de viejas ignorantes.

—En cuanto se recupere. En sueños y con las fiebres ha dicho cosa muy interesante a mí, a nos. Y sabed que os prohíbo hablar de esto con nadie. Que no sepa yo que hubisteis, vos o las criadas, de andar contando cosas por ahí. ¡Os lo prohíbo!

Había alzado la mano, como para abofetearla. Ella se inclinó, esperando el golpe que no llegó. Se lo había buscado. ¿Qué había dicho el herido? Ella quería saber…

—¿Cosas interesantes? ¿Ha que ver con los papeles que resguarda mi padre de parte del rey de Portugal?

—Ha todo que ver —dijo el hombre, saliendo de la estancia y dando un portazo. No le gustaba que su mujer lo cuestionara. Era su esposa y le debía obediencia, no que lo cosiera a preguntas. No tenía ningún derecho a preguntar y menos, a saber. Una mujer… ¿Qué se había creído?

El marido salió a la calle y fue andando hasta el puerto, o lo que se pretendía que lo fuera. Algún día, tal vez.

—¡Ah! ¡Mis drassanes reials ! —suspiró en voz alta. No le importaba que lo escucharan.

Porque estaba seguro de que en todo el mundo no existían otras atarazanas ni tan siquiera semejantes a las de Barcelona, a las que volvería algún día, estaba seguro. Cerró los ojos para ver los arcos de piedra sosteniendo los techos abovedados de ladrillo rojo, grandes botarates de luz abiertos al mar, a los pies de la montaña de Montjuic. Él, que había visitado el Palazzo Ducale de Venecia, sabía con certeza que el recinto de Barcelona se había construido para rivalizar con aquel, desde luego, con el sello austero del carácter aragonés. Abrió los ojos y sobre la playa larga y dorada fue capaz de ver el edificio amurallado de planta cuadrada y las cuatro torres. Para la gente de mar, como él, aquellas atarazanas eran el templo sagrado de la marinería, el palacio marino que el rey Jaime había mandado a construir hacía más de ciento cincuenta años, con la conquista de Mallorca entre ceja y ceja. Anduvo unos pasos más y llegó al límite de la puebla de Vila Baleira, que no daba para más. Era un pueblo de pescadores y no de marineros, aunque poco porque no pescaban, menos viajaban. Le quedaba el consuelo de que su estancia en aquella isla abandonada duraría muy poco. Sonrió pensando en todo lo que había dicho el náufrago en sueños. Si algo de todo aquello fuera cierto, su suerte estaba en verdad a punto de cambiar. Gran idea la de casarse con la hija del gobernador de aquella isla maldita. Las campanas de la iglesia dieron la una de la tarde. Era hora de volver para el almuerzo.

Después de comer, el hombre volvió con el enfermo, para encontrarse con que estaba dormido de nuevo. Había estado a punto de morir y Joan no se explicaba cómo era que seguía vivo. A su paso por el mercado había preguntado, para recibir confirmación de lo que le había dicho su esposa. Sobre la playa, el mar había ido arrojando varios cuerpos, diez en total; algunos tan hinchados que flotaban hasta la orilla. Unos pocos sí que habían conseguido hablar, pero las fiebres y una enfermedad que les deformaba el cuerpo, cubierto de ampollas apestosas, los mató sin piedad uno a uno en pocos días. Su enfermo, puesto que lo consideraba de su propiedad, apenas había presentado unas pocas costras, que él mismo se había encargado de cuidar con un ungüento a base de aceite de oliva. Lo más extraño de todo había sido la aparición de unos cuerpos humanoides, extraños. Parecían hombres pero no podían serlo. Morenos, pequeños y delgados, con los ojos rasgados y los cabellos negros y tiesos cual crines de penco. Uno de aquellos seres llegó vivo, pero nadie supo entender lo que decía a gritos antes de morir. «Uragán», repetía mirando a los ojos a quien le escuchara, «uragán». Luego se había muerto ahí, tirado en la playa, sin que el cura se decidiera a darle la extremaunción, alegando que estaba seguro de que el animal con forma humana —porque eso debía ser— no estaba bautizado.

El hombre se sentía inquieto. Tenía muchos años navegando y estudiando los libros de la escuela de Sagres, cuya biblioteca secreta custodiaba su suegro, Bartolomeu Perestrello, en aquella isla que detestaba. Instintivamente, se llevó la mano al cuello, donde colgaba un saco de cuero marrón y donde escondía las llaves de los cofres que custodiaban los mapas, cartas e instrumentos del gran Enrique, el infante de Portugal. Era su sueño convertirse en un marinero como lo fue aquel gran príncipe. «Yo también seré un gran navegante», se dijo. Volvió despacio a su casa, sin dejar de pensar.

Para cenar, la criada había preparado bacalao tiznao con verduras de la huerta y una manzana con miel como postre. Se sentía satisfecho y con ganas de dormir temprano, pero tenía trabajo por hacer. La digestión se le cortó al ver al enfermo de pie bajo el dintel de la puerta del salón.

—¡Pasad! Acompañadnos, haced favor —dijo abriendo los brazos. La esposa se levantó y salió de la habitación—. ¿Os gusta el bacalao? ¡Haced que le traigan una escudilla a mi invitado!

El convaleciente sonrió. Lo que fuera comida le gustaría, y mucho. Hacía tiempo que su estómago no sabía lo que era un alimento servido en una mesa.

Alonso Sánchez, que así se llamaba, contó que había salido el marzo anterior de Palos hacia Inglaterra, llevando mercadería. El viaje había ido según lo planeado, pero contó a su anfitrión que a los pocos días de salir una tormenta los había desviado hacia el oriente, sin que pudieran hacer nada para evitarlo. Nunca, en sus años de marinería, lo había sorprendido una tormenta como aquella.

—Hacia Inglaterra, decís.

—Que sí, que lo recuerdo perfectamente. Llevábamos género a las Islas Afortunadas, que lo pagan muy bien porque los indios guanches aún arremeten contra los que llevan provisiones y vitualla al gobernador de las islas. De allí nos haríamos hasta Inglaterra, para bajar a Flandes de nuevo y volver a Castilla. Ha una ruta que deja muy buenos réditos. ¿Es vuestra señoría marinero? La tormenta fue muy mucho fuerte, horrible, y nos pilló entre las Afortunadas y las Azores, no sé bien a bien cuál de todas, y nos arrastró por aguas desconocidas, que no han registro en portulano alguno. Hubimos de cruzar por unas aguas muy calmas durante más de dos semanas, hasta que nos hicimos a unas islas verdísimas con agua cristalina como jamás nadie la hubiere visto. Las playas tienen arena que parece harina de trigo puro y los pájaros son de colores como no los conociese nadie. Los que allí habitan, unos indios que van apenas cubiertos por género, pero no todos, nos recibieron muy bien, aunque la comida es extraña al sabor y no conocen la carne, más que de unos pájaros gordos que apenas vuelan.

—Mmm… Y esos hombres, ¿han la piel oscura, pero no negra, los ojos rasgados y los cabellos negros y tiesos? —El anfitrión sirvió la copa de su invitado por tercera vez, mirándolo a los ojos.

—¿Les conocéis? No habíamos intérprete, pero por señas hubimos de entendernos.

—¿Os recibieron bien? ¿No os atacaron?

—Apenas van cubiertos en sus partes nobles y algunos ni eso. Las mujeres dellos llevan los pechos al aire, sin pudor ninguno. No ha viejos entre los pobladores y la villa que conocimos ha toda de palos y techos de paja. No conocen el hierro, excepto por algún cacharro que llegó antes que nos, pues no hemos sido los primeros en hacernos hasta allá. Nos dijeron, todo por señas, que nos recibían por haber los enviados de sus dioses: que hombres altos, blancos y con barbas llegarían del mar, en edificios flotantes y al amparo de la gran cruz roja, que dibujaron con una rama sobre la arena. Restaban prendados de nuestros utensilios de latón y de vidrio y a cambio nos dieron oro muy amarillo, perlas y otras baratijas. Aquellas tierras han mucho oro. Habremos estado cosa de dos semanas, lo justo para reparar averías y volvernos, trayendo unos mozos dellos con nosotros. Una pena que no haya llegado la carraca completa, para que pudierais ver lo que os digo. —Alonso Sánchez comía y el vino le había aflojado la lengua.

—¿Una cruz?

—La de San Andrés, roja patada. La portan varias órdenes, no sé si vuestra excelencia esté al tanto…

—Descansad. Debéis de reponer fuerzas. Lo que contáis resulta maravilloso, pero ha difícil de creer. Se han oído historias…

—¿Se dedica vuestra merced al mar? Habréis escuchado las historias de los templarios, que se dice ha tiempo tenían una ruta secreta hacia tierras que quedaban del otro lado del Mar Tenebroso, todo tieso desde la Gomera o Isla del Hierro. Ahora me consta que han verdad.

Joan abrió los ojos. ¡Su huésped era un nauta! Y uno que conocía los secretos de un puñado de personas, como él. De manera instintiva se llevó la mano al cuello, palpando las llaves, las de los cofres que le obsequiara su suegra al morir el esposo, gobernador de la isla. ¿Le habría su visitante robado papeles y portulanos? Lo que allí, en aquella casa, se custodiaba bajo orden de muerte de parte del rey de Portugal lo puso a temblar. ¿Qué más sabría aquel hombre?

—No irá a hablar vuestra merced de la fábula del rey Colobo y las posesiones templarias de la provincia de Columbo. Se sabe que la esfera terrestre mide doscientos cincuenta mil estadios…

Alonso lo miró despacio, bebiendo de su copa. La puso sobre la mesa y se inclinó hacia el dueño de la casa, hablando en un susurro.

—¿Os puedo confiar un secreto? Me habéis salvado la vida y además, parecéis saber de lo que os hablo. Perdonad, que os he escuchado hablar mientras dormitaba. Habéis sido mi salvador y os merecéis vuestra recompensa. La medida de Eratóstenes de Cyrene que mentáis no ha la correcta. Han ciento veinticinco mil estadios. Lo que han mal los que buscan aquellas tierras ha la derrota. ¡Si lo sabré yo, que he ido y vuelto de ellas!

—¿Ciento ochenta grados? ¿Es vuestra merced familiar con la medida de grados?

—Eso es asunto de los cartógrafos. Se ve que os las habéis con la escuela de Sagres. No. Pero unos doscientos o doscientos veinte. —El convaleciente se incorporó sobre la mesa.

El descanso, la comida y ahora la conversación le habían vuelto a la vida. El naufragio no había sido en balde. Era verdad que el Señor tenía planes para él, pensó el anfitrión con interés. Miró hacia la puerta y se levantó a cerrarla. Ni su mujer debía saber lo que allí se hablaría.

—Un grado contado a cincuenta y seis millas y dos tercios… en leguas de la mar… catorce y un sexto… —El hombre llamado Joan hablaba solo. El náufrago lo miraba abriendo los ojos.

—Ha verdad. Yo he estado allí. Y los indios del lugar no se extrañasen de vernos. Como si nos hubieran de esperar.

—Descansad. Insisto. Habréis de recuperaros. Seguiréis en mi casa hasta que os hayáis restablecido del todo. Y aquí nadie nos molestará. Podremos hablar de este tema muy mucho, vos y yo.

Lo que Joan deseaba era correr a encerrarse en el despacho del que fuera su suegro. Bartolomeu Perestrello, que fuera íntimo del rey Juan desde infante, miembro de la orden de Santiago y primer capitán donatario, señor y gobernador de la isla de Porto Santo, en realidad era el custodio de un archivo secreto de la Corona lusa. Ahora toda esa librería estaba en sus manos, y no pensaba compartirla con nadie más. Pero había llegado la hora de revisitar algunos documentos. El marino aceptó descansar, a regañadientes, y el dueño de la casa se encerró, sacando las llaves que portaba al cuello. Abrió los cofres y revisó que todo estuviera como lo había dejado. Con las manos en los riñones, se estiró hacia el cielo, a donde elevó una bendición.

Las velas se consumieron una tras otra. Pero allí estaba muy claro: había unas tierras del otro lado del Mar Tenebroso, exploradas por los caballeros templarios de la mar, pero según los mapas y cartas, mucho más al norte de lo que le había contado Alonso, que insistía en que el viento los había empujado muy al sur. ¿Qué más sabría? Lo de las velas con la cruz patada de San Andrés no era un secreto para nadie que dedicara su vida al mar, desde luego, pero los indios semidesnudos no estaban descritos más que en una sola de las cartas que tenía de Paolo dal Pozzo Toscanelli. El archivo que guardaba tan celosamente estaba más repleto de mediciones de la esfera terrestre que de otra cosa. Sacó sus mapas de Ptolomeo, de Henricus Martellus Germanus, de Pierre d’Ailly… Joan se levantó. Abrió un mueble lleno de frascos con tinturas. Preparó una poción, mezclando gotas de varios tarros. Era hora de poner a dormir toda la noche a su huésped. Fue a la cocina y preparó un té y fue a llevárselo a su huésped. Tal vez incluso dormiría todo el día siguiente, pero él necesitaba tiempo para pensar antes de dejarlo salir de su casa, sin que se diera cuenta de que estaba preso. No, no podía dejar que saliera a la calle, que la gente de la villa le hiciera preguntas. No podía permitir que hablara y menos que contara a alguien lo que le había dicho a él. Los indios que le describió acababan de ser enterrados en medio de la isla, por no poder reposar en la tierra sagrada anexa a la iglesia. En cuanto a los otros marinos, ya no quedaba ninguno con vida a quienes pudiera hacer preguntas que le confirmaran la historia de Alonso Sánchez. ¿Seguiría delirando? Algo le decía que lo que le había contado era verdad.

Cuando por fin Alonso dormía tan pesado que roncaba, Joan salió de la habitación y se fue a encerrar al despacho, previo paso por la despensa donde se guardaban las velas. Aquella noche necesitaría varias más, aparte de un fuego pequeño para mantenerse caliente. Abrió los cofres y fue disponiendo de todo el material sobre la mesa. Como el depositario de la custodia de su suegro y como no encontrara de qué vivir, se había dedicado a copiar mapas. Muchos se los quedaba, otros los vendía y a muy buen precio. Ya tenía cierta fama como cartógrafo de calidad en Lisboa, a donde enviaba la mayoría de sus trabajos pero, estaba convencido, lo mejor estaba por venir. O acababa de llegar de la mano de un náufrago. La paciencia siempre pagaba, le había dicho su padre hacía muchos años, mientras el agua azul del Mediterráneo les bañaba los pies. De repente, sintió prisa.

—Aquí, la Cola de Dragón, que se halla donde la parte más oriental de la Catay, desde luego, tomando la medición de ciento sesenta grados de Marino de Tiro. Latitud y longitud de occidente y mi medida de los grados. ¡Entonces ha cierto! La tierra no ha una esfera perfecta, sino ha la forma de una teta de hembra, de pera, aunque este punto habrá que confirmarlo. Ahora puedo ir. He de ir. Más ancha de en medio que por arriba y abajo. Navegar en línea lestegüeste desde la Gomera, a leguas de tres millas de Alfragano… Esdrás mencionaba por acá… lo mismo que Posidonio, Dulcert y Llull… —Joan deliraba más que hablaba, cotejando portulanos de muchos autores. Se los sabía de memoria de tanto revisarlos—. Aquí, en la table de Cresques, donde la illa Iana, la illa Trapobana… Necesito las tablas de transportación de Zacut. ¿Dónde están? —Unos golpes en la puerta lo sacaron de su labor.

El canto de los gallos cercanos le avisó del nuevo día. Nada más salir el sol, su esposa se asomó por la puerta con el ceño fruncido.

—¿Joan? ¡Pero si lleváis días encerrado! Además, que ya puede andar y desea salir de casa. Quizá sea hora de dejarlo volver en la primera nave que arribe con provisiones. —Felipa hablaba sin atreverse a entrar. Conocía a su esposo y sabía que tenía prohibido entrar al despacho cuando este cerraba la puerta.

La joven tenía miedo de su marido, que se ponía violento y llegaba a golpearla cuando se molestaba. Pero se sentía incómoda con un hombre, que no era familia, dentro de la casa. Quizá pudieran encontrarle acomodo en otro lugar, fuera de allí. Quizá si lo sugería, así, como si no le importara, Joan volvería a ser el esposo atento y no solo el guardián de los archivos del rey. Sí, sabía que se había casado con un estudioso, pero desde la llegada de aquel hombre a su casa su marido se había convertido en otra persona. Una luz que lo quemaba por dentro se había encendido en sus ojos; una fiebre lo consumía al parejo que las candelas bajo cuyo amparo trabajaba día y noche. Joan la miraba con los labios apretados y ella se retiró sin haber recibido respuesta. ¿Qué estaba pasando?

Las revelaciones de Alonso Sánchez le habían indicado el camino al cartógrafo. Conversaban todo el día encerrados en el despacho y revisaban y medían con artilugios que el marino de Huelva nunca había visto. Sí, había viajado mucho y la fortuna había querido que una tormenta lo llevara a las islas que ahora podía ver dibujadas en mapas que creía que no existían, en mitos que se desplegaban ante sus ojos y que aquel hombre que le había salvado la vida le mostraba. Junto a su benefactor ideó un viaje a las tierras del otro lado del Mar Tenebroso, a la provincia de Columbo que ya conocía, a rescatar el oro y las especias… y las perlas. Porque pasadas unas semanas, Alonso confió todos sus secretos a aquel hombre, al que consideró su camarada.

Una mañana, los hombres hablaban de perlas cuando el marino se llevó la mano al pecho, entrecerrando los ojos. Las paredes blancas y pelonas le animaban a seguir con lo que había pensado. Guardaba un secreto que era suyo y de nadie más, aunque le pesaba en el ánimo. Aquel hombre rubio y alto hablaba y le había demostrado su confianza. Le había abierto su casa, su mesa y sus baúles. Aspiró despacio: confiaría todo a ese hombre que no apartaba la vista de los mapas de la mesa.

—Mirad, aquí. Por lo que me habéis dicho, se puede hacer el viaje siguiendo por los veintiséis grados de la equinoccial. Para conocer la posición habremos de trazar un triángulo esférico rectángulo, y para eso tenemos el instrumento conocido como compás árabe, que compré en la universidad de Salamanca. ¿Habéis estado por allí?

No. Alonso Sánchez no había estado nunca en Salamanca y menos en la universidad. Aquello era otro mundo, y no el suyo. A él, su padre y otros parientes lo subieron a un barco para que aprendiera el oficio del mar desde niño. Sabía de cargas, trapo, cuerdas y reparto de peso. Sabía del oficio de maestre, contramaestre y era piloto. Sabía que debían llevar naranjas para evitar el terrible mal del escorbuto. Sabía que las sirenas eran peligrosas y que había mares de hierba que abrazaban a los navíos hasta hundirlos en la negrura para siempre. Sabía de los hielos en los mares del norte, que encerraban los barcos en un bloque de agua helada y los asfixiaban hasta que los maderos reventaban. Conocía las banderas de turcos y corsarios y sabía cargar y disparar un cañón. Sabía que el mar era traicionero, pero también sabía que no había nada comparado con dormir con el cielo por techo y saberse guiar por las estrellas que había sobre su cabeza. También sabía que la fortuna lo había llevado hasta allí porque grandes proyectos lo esperaban. Suspiró despacio y se llevó la mano por debajo de la camisa. Joan seguía hablando, moviendo folios y vitelas de un lado para el otro, sin fijarse en Alonso. La mesa, las sillas y hasta el suelo estaban cubiertos de portulanos.

—… la expedición de Jacq Ferré, en agosto del 1349, bien documentada sobre la arribada a unas islas como las que describís. Mmm… Helo aquí. ¿Lo veis?

—Vuestra merced ha muy generoso conmigo. No solo me habéis salvado, sino que habéis confiado en mí.

—Sabed que yo mismo llegué a las costas del reino de Portugal después de un combate contra unos corsarios. Hube de hacer de todo, hasta de agente comercial para los Centurione, que confiaron en mí. Entiendo bien claro lo de la confianza. Navegué por los mares del norte y supe de los viajes de las gentes que cruzaron por aquellos mares hasta unas tierras heladas de Vinland. Y también al sur, a la Macronesia, desde alguna vez que llegaron otros, como vos, de unas tierras que quedan del otro lado de la mar. Os creo. Sé que lleváis verdad. Y os digo, nadie os creerá más que yo.

—Os agradezco. Ahora me toca a mí confiar en vos. Mirad —dijo Alonso, sacando un objeto de debajo de su camisa.

Joan abrió los ojos y la boca. Enfrente tenía la perla más grande y perfecta que hubiera visto jamás. ¿Cómo no se había dado cuenta de que la llevaba? Alargó la mano para cogerla.

—Ha una costa llena de estas, aunque esta hubo la más grande y mejor que hallé. Solo ha falta recogerlas del suelo, están sobre la arena, cubierta por completo de ellas. Ha una playa plana, de una isla que os dibujaré, aunque no soy tan bueno como vuestra excelencia para trazar. Os diré lo que recuerdo de aquel viaje. Anduvimos a cabotaje de una isla a otra, donde han perlas por cientos, una junto a otra. Los indios no las valoran, las consideran vanas e inútiles. También se pueden coger de los lechos de los ríos, que apenas llevan fuerza. ¡Si los vierais! El agua ha como un cristal, limpia y transparente. El aire huele a algodón, a primavera… No soy capaz de describiros el lugar. Ha mucho calor, por ello los hombres y mujeres van como Dios los trajera al mundo. Ha oro amarillo, como el que os mostré. Mucho oro. Si nos podemos hacer allá de nuevo, será el mejor negocio que se pueda ofrecer a un príncipe magnífico. Os lo debo. Quizá vuestra excelencia tenga mejores contactos en la Corte de Aragón que yo en Castilla.

Joan abrió la boca, seca la lengua. ¿Aragón? ¿Por qué habría dicho eso? Estaba seguro que no había mencionado su origen, ni su lugar de nacimiento. Ya lo vería después. Ahora, no podía creer lo que tenía entre las manos. Miraba la perla, que era blanca y perfecta como una almendra grande. La acercó a la ventana y pudo ver que proyectaba luces rosadas, azules y amarillas, como un sol al mediodía. Sintió que la cabeza le daba vueltas. La devolvió a Alonso, que la guardó de nuevo bajo su cuello.

—Ahora, si os parece, haremos planes y venderemos el proyecto explorador al rey de Portugal, si os place. Si estáis aquí, el rey Juan os debe tener en buena estima y ahora que conocéis lo que allá podemos hallar, haremos de socios. Buscaremos el oro para ir allá, puesto que se requiere bastante. Unas diez naves y comenzaremos una vía mercante con aquellas islas.

—Y llegaremos hasta la Catay, el Cipango, las tierras del gran Kan. —Joan hablaba con la mirada fija en el suelo. Se sentía mal, como si fuera a volver del estómago—. Si me disculpáis, hemos de descansar. Más tarde seguiremos con los planes. Ahora sabemos que habemos mucho por hacer.

Alonso se fue a lavar, diciendo que deseaba salir a dar una vuelta por el pueblo y hasta la playa. Se sentía feliz. El peso del secreto que guardaba había desaparecido. Por fin había encontrado un amigo, un socio. El naufragio y el terror de la tormenta y de creer que moriría se habían esfumado. El futuro pintaba brillante.

Joan seguía encerrado en el despacho de su suegro. Columbo. Le gustaba el nombre. Era familiar, parecido al de sus antepasados. ¿Por qué no? Era una idea. Miró el retrato de la pared y recordó las palabras y vejaciones que Bartolomeu Perestrello le había dedicado, alegando que era poco menos que un don nadie y que solo porque Felipa era su hija favorita había accedido a aceptarlo como esposo para ella. Levantó la barbilla hacia el cuadro, desafiando la mirada del hombre calvo que lo miraba con desdén desde la pared.

—Ahora seré mucho más que alguien —dijo despacio—. Recuperaré lo que fue de mi familia: mi apellido, mi alcurnia.

Caminó hasta el mueble y abrió el cofre con los frascos de tinturas, sin dejar de hablar para sí. Con manos temblorosas, preparó una poción, que vació en su copa. La rellenó de agua y la bebió de golpe. Necesitaba serenarse.

—… y lo que me pertenece por sangre. Y lo daré a mi hijo y él al suyo. Ya no os debo nada, padre. Ahora todos me harán reverencia y gozaré del favor del rey y de la Corte.

 

 

La perla que le había mostrado su protegido lo tenía enfermo desde que la viera. Aquella mañana le dolía la cabeza y se sobó las sienes con ambas manos. Debía serenarse y pensar con calma. Lo urgente ahora era volver a Lisboa. Debía reunirse con Martín de Bohemia, el magíster Vizinho, Franco Nuño, Meneses, Fernándes, Bermúdez, Francés y con Juan de Umbría. También con Zacut para el asunto de las tablas y la transportación de las estrellas. Quizá lo tuviera ya traducido al latín, como había prometido. Pero eso a él le daba igual. En hebreo bien que podía leerlas. ¡El rey! Joao el segundo lo recibiría en su palacio. El proyecto que le presentaría no podía fallar, aunque sabía que al monarca le interesaba el negocio de los esclavos, como los del África negra. Ahora bien, si había indios dóciles en aquellas islas, también traería algunos, como había pretendido Alonso, para la venta. Tenía el negocio de su vida, ahora sí, entre sus manos. Sí, él conocía el movimiento de los vientos alisios y sabía que para volver de las tierras que hubiera del otro lado del Mar Tenebroso había de seguirlos, por debajo de la línea de la Guinea. Era hora de copiar los portulanos y las cartas de marear que pudiera, para llevarlos consigo. Porque ese archivo no le pertenecía. Era de la Corona y se lo exigirían. Abrió los ojos como platos. Nunca podría llevarse todo aquello allá donde fuera. Necesitaría copias que pudiera llevar encima. No encontraba la solución, hasta que fijó sus ojos en un punto de la pared. Su capa marrón lo miraba desde la silla. Una idea lo hizo sonreír. Abrió el cajón donde guardaba hilo y aguja. Aquel día la providencia definitivamente estaba de su lado. Abrió su libro de Il Millione de Marco Polo. Las tierras cubiertas de oro y gemas preciosas lo esperaban a él. Junto con la Historia rerum ubique gestarum de Eneas Silvio Piccolomini y el Imago Mundi de Pierre d’Ailly, constituían el tesoro más grande que poseía. Había dedicado su vida a leer de aquellos tomos, a hacer anotaciones al margen, a estudiar. Ahora podría ir donde aquellos libros decían. El pecho se le había ensanchado y sentía que no le cabía la felicidad dentro del cuerpo. Claro, estaba su mujer, a la que no podía llevar consigo. ¡Si al menos tuvieran un hijo! De momento, la dejaría donde estaba mientras él iba a perseguir la aventura de su vida. «Que me espere», susurró. «Total, yo ya tengo más de cuarenta años y he esperado lo suficiente».

 

 

Alonso Sánchez volvió después de un rato, para la hora de la cena. Se había acostumbrado a pasear hasta la playa cada tarde. Oscurecía cada vez más temprano y tenía hambre. La caminata hasta la playa le había devuelto la alegría. En el pueblo supo que el mar había arrojado más cuerpos, incluyendo los de los indios a los que nadie quiso enterrar en suelo santo. Supo que era el único sobreviviente. También sobre la playa encontró maderos y cacharros de metal que lo habían acompañado durante la travesía. De aquel navío solo quedaban sus memorias. Había recordado algo importante y deseaba comentarlo a su nuevo amigo. Lo encontró donde lo había dejado, revisando papeles, leyendo y haciendo trazos con artilugios que desconocía. Y seguía hablando solo.

—¡Helo aquí! Aquí otras referencias a viajeros que aseguraban haber llegado donde vos… y descripción de restos recogidos en medio de la mar, llevados por las corrientes marinas. Conociendo la verdadera medida de la esfera terrestre, he cierto que ha posible llegar a la India dando la vuelta por occidente. ¿Qué decís? ¿Verdad que ha posible? Habremos de consultar con un estrellero, para conocer el mejor momento de partir. No habremos de cruzarnos con otra tormenta, como las que vos habéis tropezado…

Alonso miró a su benefactor, desconcertado. ¿Llegar a la India dando la vuelta por occidente? Pensó en el mito de las islas atlánticas de San Barandiarán, Antilia y la isla de las Siete Ciudades que debían estar cerca de donde acababa de volver. No lo había pensado.

—Aquí, en las cartas del gran Paolo dal Pozzo Toscanelli a Alfonso el quinto de Portugal, le escribe, ved con vuestros ojos, con letra muy clara, que ha posible llegar a la India dando la vuelta por occidente. Pretendo lo hagamos nos. Vos y yo.

La India. Las minas de la Golconda y todas aquellas historias que los marineros escuchaban en los puertos donde recalaban. ¿Por qué no? Si él había llegado a unas islas detrás del Mar Tenebroso, todo era posible.

—Escuchad. Esto ha importante. En el viaje deberemos hacernos con cosas para intercambiar. Nada importante, pero la gente de allá y sus señores no regalan las perlas ni los objetos de oro que traen sobre del cuerpo, sino que los dan a cambio. Han especial interés por los dedales, tijeras y cacharros de metal, que no conocen. Y cuentas de vidrio. No usan la loza ni el vidrio como el de jarras y vasos, ni platos ni cucharas, por lo que habremos de llevar muchas, muchísimas para trocar. Habremos necesidad de gente de fiar, que guarde el secreto. Y mucho oro para comprar ese silencio. Yo conozco gente de allá de donde yo vengo, del Tinto y del Odiel, donde han los mejores marinos que ha dado la marinería.

Joan bufó. ¿Castellanos? Se irguió con desprecio. Los mejores marinos eran aragoneses y, si no, ahí estaba el Mar Mediterráneo para dar fe. Él nunca navegaría al amparo de Castilla. Además, no se lo permitirían. Pero a los suyos les estaba vetado navegar por otros mares, a menos que lo hiciera como lo había hecho durante muchos años, bajo velamen corsario. Sacudió la cabeza. No sería posible. Él trabajaba para el rey luso y sería él quien financiara la empresa. A cambio de muchas cosas que comenzaban a formarse en su cabeza. ¡Era lo menos que se merecía!

—El asunto, vuestra merced, no ha llegar. Es volver. Fijar una ruta para mercar. Yo he de volver a la costa de las perlas. Solo he necesidad de un navío, una carraca, para ser más precisos, porque aguanta la carga mejor en aquellas aguas. Y trapo con cruz templaria, para no ser comido por los naturales. Yo no hube ocasión de verlo con mis ojos, pero dicen que ha hombres allá que comen carne humana y niños de pecho. Que para eso las velas han de llevar las cruces de San Andrés. Para que sepan que se las han con gentes no enemigas.

El dueño de la casa no podía pensar ni comer ni dormir. Solo tenía en mente la empresa que estaba diseñando y que lo llevaría a donde nunca había imaginado. ¡Cumpliría su destino! Los días pasaban deprisa, con ambos hombres encerrados en el despacho, delante de mapas y objetos de mar, tablas astronómicas y textos de los antiguos.

—Desde luego. Leed aquí. Ptolomeo señala que la masa emergida cubre ciento ochenta grados, pero Marino de Tiro asegura que doscientos veinticinco. Me he permitido añadir otros veintiocho a la descripción de Marco Polo y otros treinta, que sería la distancia de la Catay y el Cipango… unos setenta y siete totales más…

—… el paraje del que os hablo y que visité hará por aquí, ved —dijo Alonso, señalando una marca en uno de los mapas. Se sentía cansado y se sentó. Las emociones también lo agotaban.

Joan llamó a una criada para que les llevara un vino caliente con especias. Él también se sentía nervioso. Conocía al rey de Portugal. No aceptaría un proyecto así nada más, con base en lo que acababa de aprender. Es más, no se lo daría a él, sino a Alonso, que había estado en aquellas tierras y describía todo como solo él podía hacerlo. Claro que su huésped nunca iría con el rey Joao, sino con la nueva reina, la joven Isabel, que aún no se había asentado en el trono y continuaba luchando contra los señores del reino y contra los moros. ¡Una mujer! No permitiría jamás que la empresa, su empresa, fuera a parar a manos de un reino como el de Castilla. Sorbió el vino caliente y tuvo una idea que le provocó temblor por todo el cuerpo. Como casi tirara el cuenco con el vino caliente, lo dejó sobre una silla, antes de arruinar los papeles que tenía sobre la mesa.

—¿Os puedo ofrecer más vino caliente? ¿De verdad ha estas especias en aquellas tierras? Sería mucho más redituable traerlas de allá que de la India, ya veis que el turco cerró el paso por Constantinopla… Esperad, que se enfría. Iré por más y continuamos hablando. —Joan se levantó y fue a las cocinas, a preparar más líquido. Alonso echó más leña al hogar, sintiéndose feliz y relajado. A la reina Isabel le daría gusto saber que había vuelto de la empresa que le encomendaran, y más, conocer que en aquellas tierras había oro y algunas especias. Y le gustaría la perla. La había recogido pensando en ella, la única persona digna en el mundo de portar una perla como aquella. Si la reina no lo recibía, vería la manera de hacerle llegar el obsequio. Con eso le creería y le ordenaría hacerse a la Corte. El futuro brillaba de una manera que lo cegaba.

El vino tenía un agradable olor y le fue calentando el cuerpo, despacio. Alonso se sentía relajado y con ganas de seguir hablando hasta que amaneciera. ¡Era tan fácil conversar con aquel salvador suyo! Joan no solo le había creído todo lo que le había contado, sino que le ayudaría a volver a su tierra, a Huelva, con los suyos. Le había dicho que el siguiente embarque con provisiones llegaría en pocos días a Porto Santo, por lo que se hallaban organizando la mejor manera de reunirse dentro de unos tres meses en algún punto cercano a la raya entre Castilla y Portugal para perseguir el proyecto. Él iría antes con la reina Isabel para conseguir el financiamiento. Luego vería qué hacer con Joan, que seguramente seguiría atado a la isla de Madeira durante mucho tiempo, con esposa y tal vez algún hijo. Se sentía contento y tan descansado que las piernas y hasta los brazos se le hicieron livianos, como si flotara. ¡Qué bueno que se había quitado un peso de encima! Volvió a sacar la perla de debajo de su camisa para verla a la luz de la vela.

—¿Conocéis el Odiel? Ha un río caudaloso que sube por una ribera hasta las tierras más hermosas que diera Castilla. Que Dios permita que los reyes, nuestros señores naturales, consigan recuperarlas del infiel, como han prometido.

Alonso Sánchez se quedó mirando la perla con una sonrisa de satisfacción mientras su piel se iba poniendo color azul pálido. Alcanzó a ver las venas de sus manos cuando sintió que le pesaban los párpados lo mismo que el resto del cuerpo. ¡Qué agradable sensación de ligereza! Era como si el mundo lo sostuviera y él ya no pesara ni media arroba de trigo. Después, ya no vio nada, porque todo era negro.