CIVITA VECCHIA

Roma, 29 de mayo de 1672

—La princesa no atenderá —anunció un criado con librea en sinople y gules, como todo en el palazzo. Traía peluca empolvada y mucha prisa, porque cuando Jacob levantó los ojos, la puerta estaba cerrada y él seguía en soledad. ¿Querría decir que llegaría tarde, otra vez? ¿Posaría al día siguiente? ¿O debería esperar una semana, por si la princesa deseaba descansar de su última mascarada? No, no debería pensar mal. Quizá su alteza estuviera indispuesta en verdad o, mejor aún, de encargo y con las molestias propias de las mujeres preñadas. Jacob arrugó la boca. No sería raro, puesto que la princesa aún era joven. Suspiró y arrugó también la nariz. Detestaba las maneras de los palacios, pero los necesitaba para vivir. Y vivía muy bien. Un viento tibio que apenas entraba por las ventanas abiertas hacía bailar los visillos o eso le pareció. El hombre se limpió la frente con un paño y se concentró en la mujer que lo veía desde el lienzo.

Los ojos de la princesa lo miraron con desinterés, casi con aburrimiento. La había pintado tantas veces y, sin embargo, no lograba descifrarla. No era hermosa; al menos no para él. Cabello oscuro, tez tostada, ojos marrones y unos labios que desdeñaban hasta una sonrisa. Demasiado… italiana, le pareció. Jacob disfrutaba pintar la belleza de mujeres jóvenes, con largos rizos de oro cubriendo apenas retazos de piel, ojos azules y cejas oscuras, diosas en la Tierra. Anna Maria Colonna debía tener al menos una conversación interesante o quizá fueran ciertos los rumores de que consultaba las estrellas, preparaba pócimas y otras cosas que no quería ni pensar. Demasiados escándalos en la Corte vecina por brujería y venenos. Por lo demás, a él la mujer le parecía aburrida: hablaba poco, aunque sabía que era muy instruida, lo cual no hacía sino aumentar el desagrado que sentía hacia ella y las de su especie. ¿En qué cabeza cabría creer que las mujeres eran algo más que un objeto para lucir y admirar, cuya misión en el orden del mundo era engendrar hijos? Ni para dar placer servían adecuadamente, como bien sabía. Se limpió el dedo con el pañuelo, después de hurgarse la nariz. Lo dobló en cuatro partes exactas y lo metió dentro de su manga. ¿Sería verdad que el rey francés se había enamorado de ella? La historia incluía embrujos y hechicería, pero hacía tanto tiempo de aquellos amores que de seguro ya nadie lo recordaba. Aquella mujer tan, ¿cómo decirlo? ¿Extraña? ¿Aquella simplona en el trono del reino más poderoso del mundo? Jacob había escuchado chismes, aquí y allá, en las cortes donde había trabajado. Las parientes de Maria, las Colonna y las Odescalchi, se habían explayado en confidencias delante de él acerca de la supuesta primera amante del rey Louis XIV, aunque ninguna de aquellas damas había estado siquiera cerca de la frontera para hablar de primera mano. Las hermanas y las primas Martinozzi sí que habían vivido en la Corte francesa y debía ser por algo que ninguna de ellas hablara de aquellos días. Quizá fuera parte de los contratos matrimoniales, pensó Jacob, mientras acariciaba el lienzo con el pincel. Dio dos pasos hacia atrás y pensó en la reina de Suecia, Christina Alexandra, la misma que un día lo sorprendió con la confesión que se supone hiciera el príncipe Colonna después de la noche de bodas, asegurando haber encontrado pura a su mujer. ¿Quién lo diría? ¡Una inocente en las manos del rey francés! Desde luego, había que conceder que entonces el rey era joven y tal vez fuera verdad. ¿Un joven rey enamorado? Eso tendría gracia. Y eso que a él le constaba que la antigua reina de Suecia no se sorprendía con nada, se dijo dando otro par de pinceladas sobre la tela. Ella, precisamente, que se dedicaba a escandalizar al mundo.

El pintor se quitó el cuello de encaje, desamarrándolo por delante de su pecho. El calor del mes de mayo en Roma comenzaba a volverse desagradable, puesto que no soplaba viento para refrescar y menos a aquella hora del día. Agradecía en privado que no le exigieran trabajar con peluca ni aderezos. Ya era una distinción que le permitieran trabajar en aquel palacio y para esa familia a la que Roma debía tanto desde hacía siglos. Resopló. Las otras cortes que había pisado eran mucho más formales y, para su gusto, la francesa alcanzaba el grado de insoportable. La gente debía disfrazarse y maquillarse para poder siquiera caminar por un pasillo, por un jardín, ya no dijéramos para trabajar: peluca, polvos blancos, zapatillas con tacones y puños tan largos y con tanto encaje que se arruinaban en tintas y solventes. El príncipe no estaba en palacio, le había dicho el criado nada más llegar. Apenas si había visto al príncipe Lorenzo Onofrio Colonna en un par de ocasiones. Era de ese tipo de nobles que pagaba y fingía apreciar un arte que no comprendía, solo porque lo hacía lucir como un gran mecenas sin desmerecer lo que significaba su apellido. Pero pagaba bien.

La luz que se filtraba por los visillos comenzaba a brillar, señal de que se acercaba la hora del almuerzo. Jacob no tenía tiempo para perder; con princesa o sin ella. El retrato del heredero de los Chigi aún lo esperaba en su estudio en el barrio de la Garbatella, junto a los viñedos extramuros de San Pablo. Pronto se le terminarían las bellas de su galleria y aunque pintar la fealdad de los Chigi era todo un reto, él, Jacob Voët, sabía bien cómo enderezar un mentón, alisar unas arrugas, levantar unos párpados… y lo hacía mientras aplicaba la presión de sus pinceles sobre la tela. Creyó escuchar un ruido en el pasillo y esperó.

Golpeó el suelo con el tacón del zapato. Las tripas le crujían. Se colaría por las galerías, incluyendo la de baile y la de la fuente, su preferida. ¿A quién se le habría ocurrido poner una fuente en medio de un salón grande, rodearla de palmas exóticas traídas de América, techos pintados como bosque encantado y llenarla de esculturas hermosas? Un jardín dentro de un palacio. ¡Era genial! La princesa desde luego tenía un gusto exquisito. Aplicó un poco de su mezcla en la columna que había trazado con carboncillo en una esquina del lienzo. El símbolo de los Colonna.

Mezcló un poco de ceniza con la pasta blanca que había traído preparada aquella mañana. El tono de gris que buscaba le rehuía. Con la misma mezcla de la columna atacó la redondez de las perlas, obligando a su pincel a ensartar cada aljófar, como si se tratara de un cordel invisible que las mantuviera en su lugar, bien sujetas una al lado de otra y contra el cuello de la pequeña y flacucha mujer. En cuanto a los pendientes, los dejaría entrever debajo del arreglo de los cabellos, sin que se lograra ver lo que, a sus ojos, era una flor de lis modificada. Aquellos pendientes eran más grandes que un par de almendras árabes. Prácticamente iguales, excepto por una pequeña curvatura en uno que no hacía sino añadir belleza al aderezo, como una cicatriz en la piel de un amante. Cogió el pincel más fino que tenía, con las cerdas largas y delgadas. ¿Sería verdad que el rey francés le había regalado aquellas joyas a la princesa como prueba de amor, como ajuar de matrimonio? Sacudió la cabeza. Un rey nunca se habría rebajado a cometer un acto tan ordinario como casarse por amor.

Se alejó del caballete, contando diez pasos, y levantó la vista: seguiría pintando aunque la princesa Anna Maria Colonna no colaborara, pues necesitaba cobrarlo terminado. Alzó la vista al techo, divinamente decorado con frescos y pan de oro. Nadie que pasara por la calle adivinaría jamás lo que había dentro del palazzo Colonna. ¿La princesa estaría de acuerdo con la camisa blanca o querría posar con un pierrot? ¿Querría su alteza dejar un pecho de su mujer al descubierto, como era la moda? Era raro el príncipe Colonna, Jacob no tenía duda. Parecía un bruto de guerra, de esos que a él tanto le gustaban.

Los pechos de la princesa eran pequeños y tenían los pezones recogidos y levantados, lo que hizo endurecer su entrepierna. Pensó en su querido Leonardo, en sus pezones, y se convenció de que era hora de ir a visitarlos y, de ser posible, a morderlos. Sacudió unas motas de polvo de su camisa, intentando sacudir sus pensamientos y la rabia que le crecía en el cuerpo. Por hacerlo esperar, cobraría una bolsa adicional de oro. Jacob Voët, el creador de les précieuses, merecía respeto.

 

 

Anna Maria entrecerró los ojos para buscar el navío que las llevaría a Marsella y que no lograba ver por ningún lado. El muelle y la playa estaban vacíos. De repente, ya no sentía ganas de reír. ¿Y si algo salía mal? El príncipe Colonna había ido un día antes a una de sus casas de campo para revisar un semental que deseaba comprar para la fiesta de la chinea, a la que, estaba segura, su esposo solo faltaría el día que estuviera muerto. Así que al menos tendría un par de días para escapar, porque, en cuanto el cochero volviera a Roma, mandarían aviso a Lorenzo. Ahora dos días le parecían muy pocos. Al cochero lo azotaría, estaba segura. Pero no era asunto suyo. Miró a su hermana y a las dos criadas que la seguían, y vio que tampoco reían. Miró hacia adelante pero no vio a nadie. ¿Dónde estaba el valet de su hermano Phillipe? Tampoco había sombras en el suelo y el calor le calentaba la cabeza. Llevaban los ropajes de hombre debajo de los vestidos, aunque Morena, su criada, estaba segura de que no engañarían a nadie. Encontraron al criado de Phillipe y se internaron en el bosque, donde sería menos probable que alguien las reconociera. No tenían nada de comer y a Anna Maria comenzaba a dolerle la cabeza. Se puso nerviosa y recordó que no había comido nada desde la noche anterior.

El cochero entrecerró los ojos, intrigado. No veía a las señoras por ningún lado, aunque con el sol que estaba cayendo tampoco veía nada. No era asunto suyo si a su señora le apetecía freírse caminando por la orilla del mar. Agitó el látigo y los caballos comenzaron a andar hacia el fuerte Michelangelo. Recordó que primero le dijeron que irían a Frascati, y ya andando, le ordenaron ir a Civita Vecchia, el lado opuesto. El corazón le comenzó a latir con fuerza.

Anna Maria miró las calzas marrón que envolvían sus piernas, sorprendida de la agradable sensación de andar libre de sus faldas, y sorprendió a su hermana mirándola. Llevaban un rato sentadas una frente a la otra, en silencio; el mismo lapso desde que enviaran al valet de su hermano para ver si encontraba el falucho. Pero no se escuchaba nada y desde donde estaban no alcanzaban a ver ni un solo mástil ni vela. La risa había dado paso al silencio y este a la angustia. Las sombras de las copas de los árboles se hicieron largas. Pronto oscurecería y no había señales ni del criado ni del barco. Sin luz no podrían salir del puerto, por lo que tendrían que buscar un lugar donde pasar la noche. Escucharon un ruido y Ortensia se puso de pie, cargando las pistolas que traía a cada lado de la cadera.

—Aquí no podemos quedarnos. Pronto estaremos rodeadas de animales —dijo Anna Maria, poniéndose de pie.

—Será fácil hallar una habitación para dos jóvenes mozos y sus criados —dijo Ortensia, ajustándose el sombrero. Quería aparentar calma, pero su voz era muy aguda.

Anna Maria se mordió los labios. A esa hora, el cochero ya habría vuelto a Roma y su marido no tardaría en enterarse de que se había escapado. ¡Menuda escapada! Seguían allí, sin barco ni habitación para pasar la noche, y sin comer. Conocía a su marido. Lorenzo Onofrio Colonna tampoco tardaría en ordenar al alguacil y a toda la guardia de Roma y Civita Vecchia que las buscaran. Hizo el movimiento de recoger sus faldas, cuando se dio cuenta de que no las traía. Sonrió. Usar calzas era una agradable novedad. Se caló el sombrero cuidando que no se escapara ninguno de sus rizos por las orillas y echó a andar detrás de su hermana. Una cosa era ser fugitiva y otra dormir en un bosque lleno de animales. Dos jóvenes mozos vestidos del color del atardecer y envueltos en sendas capas no llamaron la atención de ninguno de los escasos paseantes que aún rondaban las calles a la hora en la que se encendían las primeras teas en las casas principales del puerto.

 

 

La princesa Colonna no apartaba la vista de la Rocca, que se iba haciendo pequeña, lo mismo que la torre de la chiesa de San Francisco de Asís. Ambos puntos ya eran más pequeños que sus uñas, pero no podía mirar hacia otro lado, como si un hilo invisible la sujetara. Tampoco separaba las manos de su pecho, porque sentía una piedra oprimiéndole las costillas. O tal vez fueran las joyas que traía cosidas dentro del jubón y debajo de la camisa, que además de disimular la preciosa carga le daba un cuerpo plano, fornido y una cintura ancha de varón. O eso quería creer.

La mujer miraba hacia el suelo de la embarcación, pensando en los años felices en los que había crecido junto a sus hermanos y sus padres en aquellas tierras que volvía a dejar a su espalda. Quizá no volvería nunca. Atrás quedaban su esposo, sus hijos, su palacio, sus trajes y sus criados, lo mismo que sus fiestas, sus disfraces, sus joyas, sus caballos y sus retratos. Retratos. Pensó en Jacob Voët y sonrió. Imaginó al pintor en medio de una rabieta por la mala sorpresa de que la princesa no llegaría para terminar el cuadro. Sí, había dejado atrás casi todo, excepto unas pocas joyas y unos escudos. ¿De qué tenía miedo? La vez anterior había llegado a París con nada, una niña llena de dudas que casi había conseguido convertirse en la reina de Francia. ¡Estuvo tan cerca! Louis seguía siendo rey y seguía casado, pero ella estaba decidida a convertirse en lo que él quisiera. Levantó la barbilla. Antes amante viva que esposa muerta. Sintió un chorro de agua helada recorrerla desde la cabeza hasta las piernas. La última vez que vio a Louis, recién casado con la infanta, había estado ajeno y cortante con ella, como si no la conociera. Como si la odiara. Fue el día que la presentaron, junto con el resto de damas, a la reina Maria Teresa. Y luego todo había pasado muy rápido. ¿Podría por fin convertirse en la mujer de Louis? ¿Habría cambiado en estos años? Resopló. Desde luego que todos habían cambiado con los años, pero lo de adentro tenía que ser de la misma materia que antes. Abrió los ojos y vio a su alrededor: el mar, el falucho, el puerto que ya no veía pero que ahí estaba. Roma nunca estuvo tan lejos como para que no le llegaran los rumores de las muchas amantes del rey. ¿Louis, un mujeriego? Lo dudaba. Louis, su Louis, no era así. Era un hombre dulce y amable y mucho mejor, estaba convencida, que Lorenzo, con sus manos torpes y su aliento cálido y alcohólico, que detestaba. Por eso después de tres hijos varones cerró la puerta de sus habitaciones para siempre. Tampoco entendía que Lorenzo hubiera estado de acuerdo al principio, quizá porque tenía suficientes amantes e hijos. Alegó —y tenía razón— que Anna Maria, como todas las esposas, era propiedad de su marido y debía obedecer. Lorenzo había jurado matarla, ¡su miedo era legítimo! Ya lo había intentado una vez con un veneno. ¿Por qué nadie quería creer que Colonna deseaba matarla para casarse de nuevo?

La costa se alejaba, lo mismo que la traición, el engaño y el aburrimiento. Roma y su vida en la ciudad palidecían mientras el falucho se internaba en el Mediterráneo. Anna Maria estaba decidida a vivir y solo ella decidiría cómo lo haría, porque era su vida, aunque la tacharan de excéntrica o peor, de loca. Desde ese momento dejaba de ser Anna Maria Colonna para convertirse de nuevo en Marie Mancini. Apretó el puño contra su pecho. ¿Y si la acusaba de robo? No, no podría. Solo se había llevado sus perlas queridas y los diamantes que Lorenzo le regalara por el matrimonio. Esas joyas eran suyas y le pertenecían. El resto de alhajas pertenecían a la familia, a sus hijos, por lo que no eran suyas. Sintió que le castañeteaban los dientes y eso a pesar del calor que las asfixiaba dentro de aquel falucho. ¿Y si Lorenzo quería encerrarla en un convento? ¿Podría obligarla? No en Francia, estaba segura, porque allí Louis la protegería, como había jurado un día que no quería recordar. Sacudió la cabeza y unos rizos se escaparon por debajo del sombrero, que no podía quitarse. Conventos. Su ración de prisiones religiosas estaba clausurada. Ya había estado encerrada en el convento de la Visitación de París, en La Rochelle y en Brouage. No había pasado un día en el que no se arrepintiera de haber dejado ir a Louis, de haberle dejado de contestar sus cartas llenas de amor y de promesas… y de haberlas quemado. Entonces él la había amado y había sido feliz. Se había privado ella misma del consuelo de aquellas palabras, escritas de la mano de él. Si lo viera ahora, ¿la miraría como la había mirado tantas veces? Marie cerró los ojos y aspiró aire de aquellos tiempos, de su juventud y de sus recuerdos. Recordó los ojos tiernos de Louis: las manos torpes debajo de su corpiño y los besos inocentes. El punto que marcaba tierra se borró. Hortense —quien ya tampoco sería Ortensia— hablaba.

—¿Sabías que el capitán preguntó si habíamos matado al papa y por eso huíamos? Costó trabajo convencerlo de que, precisamente, huíamos porque querían matarnos. Al menos sigue pensando que somos dos jóvenes con sus criados. Te lo dije. Disfrazarnos de hombre siempre funciona. A mí me ha funcionado en otras dos ocasiones, la del convento y aquella otra… ¿te la conté? ¿Marie? El capitán dijo que no iremos a Marsella.

Marie miró a su hermana. ¿Cómo que no las llevaría a Marsella?

—El capitán dijo que si nos buscaban, Marsella sería el primer lugar. Tiene buen criterio, hay que reconocerle. Nos acercará a Mónaco, donde de cualquier forma se han de obtener los permisos sanitarios. Ya Dios dirá.

El viento de la noche era tibio, pero era mejor no pillar un resfrío. Se metieron en el habitáculo del capitán, que se los cedió para descansar. Las criadas bajarían a buscar algo para comer. Se sentaron sobre el camastro. Marie miró a su hermana, concentrada en sus manos, acariciando los guantes. ¿Qué pensaría? No parecía nerviosa y, sin embargo, debía estarlo. Llevaba meses huyendo del desequilibrado y rabioso marido que la encerrara en un convento frío y aburrido. Hasta Roma habían llegado los rumores de los amoríos entre su hermana y una tal Marie Sidonie. ¿Su hermana con una amante? Sería indiscreto preguntar. Llevaban meses juntas y ello le había supuesto volver a sentirse feliz. Su hermana pequeña seguía siendo bellísima y por donde caminaba la gente se enamoraba de ella, de su sonrisa, de sus maneras, de su alegría. Marie respiró despacio, sintiendo cómo se le llenaban los pulmones de aire tibio. Sí. La libertad era la joya más valiosa que pudiera poseer, aunque le iba a resultar tan cara como viajar vestida de hombre. En aquel momento, y como cuando fueron niñas y murió su madre, se tenían una a la otra. Ambas escapaban de maridos furibundos y de la prisión del matrimonio. Se sacudió para no pensar en el pasado. París las esperaba. ¿Conservaría el palacio de su tío la bonita fuente en el centro del patio de entrada? Lorenzo Onofrio Colonna era bruto, como la mayoría de los nobles que había conocido, pero el duque Mazarino era una bestia salvaje. ¿Con qué clase de hombres había casado el cardenal Mazarino a sus sobrinas? El futuro le guardaba los mejores años de su vida, estaba segura.

Ambas mujeres se tendieron, una junto a la otra. Afuera oscurecía, y como Marie estaba segura de que nadie las molestaría durante un buen rato, abrió su camisa y de su pecho extrajo una bolsa de cuero viejo. Hortense, quien la miraba de reojo, se incorporó apoyándose sobre un codo. ¿Serían el collar y los pendientes de perlas que el rey regalara a su hermana? ¿Sería verdad que el joven rey le había jurado amor eterno a su hermana? Marie nunca le había confiado lo que guardaba en su corazón de aquellos días y quizá fuera muy doloroso recordarlo. Y era precisamente aquella promesa lo que ambas se disponían a averiguar.

Marie se enderezó y acarició las perlas una por una, depositando un beso en ellas. Pensaba que tal vez tuviera que deshacerse de ellas, venderlas si acaso las cosas no salían como lo había imaginado cuando decidieron huir. Susurró una oración en voz baja. Traía consigo suficiente oro como para vivir muy bien durante mucho tiempo y en sus planes estaba llegar hasta Louis para ponerse bajo su protección. Se hincaría delante de él si hacía falta. En el peor de los casos, escribiría a Lorenzo para que le enviara letras de cambio, si no le quedaba más remedio. Juntó las palmas como si rezara y cerró los ojos. Se imaginó sola, vieja y sin dientes y no pudo evitar que un temblor le recorriera el cuerpo.

—¿Dices que las compró a su tía, la vieja viuda? —Hortense intentaba animar a su hermana.

—Henriette-Marie, reina viuda de Inglaterra. Ella las recibió de su madre, la viuda Marie de Medici, como regalo de boda. O eso fue lo que me dijo nuestro tío. —Marie hablaba en un susurro. Pensaba que era de mala suerte profanar la memoria de gente que ya no estaba.

—¿Al que le cortaron la cabeza? —Hortense podía ser despiadada.

Una lágrima escurrió por la mejilla de la princesa Colonna. ¿Por qué se sentía tan triste? Tenían el futuro por delante. Del saco de cuero tomó una miniatura del rey y vio que este le sonreía. Sintió un hueco en el estómago. Henriette-Marie había sido viuda, la reina Marie de Medici también… y a saber quién más. Parecía que las anteriores dueñas de aquellas perlas habían sufrido mucho, según se acababa de dar cuenta. Sintió que un hilo invisible la amarraba a un dolor muy viejo, a una tristeza oscura. Agachó la cabeza y abrazó a su hermana mientras esta envolvía el collar y los pendientes de perlas en un pedazo de seda para devolverlas de nuevo al fondo del saco de cuero viejo. Marie apretó el paquete contra su pecho, que subía y bajaba al ritmo de sus sollozos. Ahora que se sentía a salvo por fin podía llorar.

Hortense acariciaba la cabeza de su hermana. Había visto las perlas en la tía del joven rey, una viuda flacucha y miserable pero, al mismo tiempo, altiva y tan digna que le había causado lástima, por unos pocos instantes. Luego se había olvidado de ella, como de todos los adultos que había conocido cuando era joven. En aquel entonces, Hortense creía que siempre se mantendrían jóvenes y felices, vestidas para fiestas y disfrutando de bailes y mascaradas y veladas con fuegos artificiales. ¡Qué corta era la juventud! Aquella reina, viuda de un rey decapitado por su pueblo, se le apareció una vez en sueños. ¿De verdad habría una maldición para quien poseyera aquellas perlas? Si fuera así, Marie debía deshacerse de ellas nada más llegar a Francia. Y ella, Hortense, tenía suficientes contactos en la Corte como para lograr venderlas a buen precio. ¿Tal vez el rey Louis las quisiera para la Montespan? Solo sería cuestión de que la duquesa las viera, ya que el rey no le negaba nada. Besó la cabeza de su hermana, que lloraba como nunca la había visto llorar. Marie era fuerte. ¿Sabría Marie que el rey tenía muchas mujeres y no solo la maîtresse-en-titre? Claro, para eso era el rey. Y además, la Montespan se había transformado en una masa deforme y gruesa con tanto embarazo, sin contar con lo que comía y bebía. Marie no estaba mal, pero algo le decía que el rey nunca la tomaría como amante. Demasiados años, sin duda. Y era de todos sabido que el rey detestaba todo lo que le recordara el pasado. «¡Pobre hermana mía!».

El capitán se acercó a la puerta del habitáculo para informar a sus pasajeros que por barlovento se les acercaba una embarcación enemiga, seguramente turca, porque no le veían la bandera. Haría maniobras para despistar la nave, pero no podía asegurar que lo conseguiría, para que estuvieran prevenidos. Si lo conseguía, irían de cala en cala rodeando la costa hasta Mónaco. El piloto se sabía suficientemente experto para despistar banderas enemigas y tampoco era la primera vez que lo hacía. Levantó las cejas cuando abrió la puerta, porque la vista lo sorprendió. Lo único que le faltaba era un par de afeminados haciéndose carantoñas.