Cuando además materia en abundancia

Está dispuesta, y un espacio pronto

A recibirla, ni su movimiento

Impide algún estorbo, es claro deben

Formarse seres; y hay tan grande copia

De principios, que no pueden contarlos

Aunque se junten mil generaciones:

Y si para juntarse en otra parte

Tienen la fuerza y la naturaleza

Igual a los principios de este mundo,

Es preciso confieses que las otras

Regiones del espacio también tienen

Sus mundos, varios hombres y animales.

Tito Lucrecio Caro,

De Rerum Natura, Libro II

En el siglo IV antes de nuestra era, el filósofo griego Epicuro de Samos, seguidor de la corriente atomista de Demócrito de Abdera e inspirado también por las ideas previas de Anaximandro de Mileto, dirigió una epístola a su discípulo Heródoto. En ella, entre otras cosas le decía: «Hay un número infinito de mundos, algunos como éste, otros diferentes. Los átomos de los que se forman no se acaban en un mundo o en un número finito de mundos, sean o no parecidos al nuestro. Por lo tanto, no habrá nada que impida una infinidad de mundos».

Tres siglos después de Epicuro, el poeta y filósofo romano Lucrecio retomó tales ideas en el poema De la naturaleza de las cosas, dividido en seis libros, del que hemos extraído los versos que encabezan este capítulo. En lo que se considera el primer ejemplo conocido de «poesía científica», su autor asume que en el Universo puede haber un gran número de mundos y que, además, el movimiento y las agrupaciones de los átomos que componen todo lo que existe en la naturaleza deberían generar otras vidas allá donde fuera posible, en los lugares que compartieran unas condiciones similares a las de la Tierra. Por tanto, allí podría haber seres vivos, incluso humanos como nosotros.

La idea de que existen otros planetas, probablemente habitados, ha prevalecido a lo largo de la historia y ha sido reformulada por distintos pensadores y científicos, como veremos en el penúltimo capítulo del libro. En 1995 se descubrió el primer planeta en torno a otra estrella de tipo solar y desde entonces se han detectado muchos más, hasta superar los cuatro mil. Pero seguimos sin saber si alguno de ellos puede contener seres vivos, una duda que también planea sobre varios cuerpos del Sistema Solar. Por el momento, estamos solos. Para comprender si realmente habitamos en un lugar especial del Universo, que disfruta de unas condiciones irrepetibles para que se haya originado la vida, era necesario vernos desde fuera del planeta: algo que los avances de la tecnología hicieron posible hace poco más de medio siglo.

NUESTRO LUGAR EN EL COSMOS

El día de Navidad de 1968, los astronautas del Apolo 8 Frank Borman, James Lovell y William A. Anders habían descrito su cuarta órbita alrededor de la Luna, en lo que estaba suponiendo un hito para el programa espacial norteamericano. Al superar su cara oculta terminó otro período de unos 20 minutos en el que no habían tenido conexión con la Red de Espacio Profundo de la NASA («Deep Space Network», DSN), formada desde pocos años antes por tres complejos de antenas situados en Estados Unidos, Australia y España. Así, pudieron restablecer el contacto con nuestro planeta. Pero, a la vez que aquí se celebraba una nueva conexión exitosa, ellos estaban disfrutando de una vista incomparable, porque la inclinación de esa órbita les había hecho salir justo en línea de visión a nuestro planeta.

Frente a ellos, la Tierra en cuarto creciente se elevaba sobre el horizonte gris de nuestro satélite. Ese Earthrise o «amanecer terrestre», nunca hasta entonces observado en directo por unos ojos humanos, era sobrecogedor: el planeta azul y blanco que compartían todos los seres vivos, incluida la humanidad al completo excepto a ellos tres, aparecía como un cuerpo de gran belleza y a la vez de extrema fragilidad, que flotaba en un espacio negro e inmenso. Anders afirmó, conmovido: «Hicimos todo este camino para explorar la Luna y lo más importante que descubrimos fue la Tierra». Cuando poco después se difundió su fotografía, era evidente que se iba a convertir en una de las más icónicas de la historia. Y en un año como aquél, marcado por las revoluciones sociales y el deseo de paz en el mundo, vernos desde fuera supuso el inicio de la conciencia planetaria que luego estaría en la base del movimiento ecologista. Nunca hasta ese momento una imagen astronómica había tenido tal repercusión científica, filosófica, sociológica y política.

De hecho, pocos meses después comenzó a trabajar en su «hipótesis Gaia» el químico James Lovelock, que pronto sería apoyado por la bióloga Lynn Margulis. Según esta provocativa idea, la biosfera terrestre en su conjunto (superficies emergidas, océanos, atmósfera y los seres que la habitamos) se comporta como un organismo vivo y autorregulado. Para referirse de forma global a este «planeta vivo» el escritor William Golding, amigo de Lovelock, le propuso denominarlo Gaia, uno de los nombres de la Madre Tierra en el panteón griego.

Durante el último viaje de los humanos a la Luna hasta el momento, el 7 de diciembre de 1972 los tripulantes del Apolo 17 obtuvieron la primera fotografía del disco de nuestro planeta completamente iluminado por el Sol: una «Tierra llena» en la que África, la península Arábiga y la Antártida aparecían rodeadas por el azul de los océanos, bajo blancos jirones de nubes que cubrían buena parte del hemisferio sur. En esa imagen, que comenzó a conocerse como «la canica azul», estaba la mitad del hogar que compartimos.

Casi dos décadas después, el 14 de febrero de 1990, la sonda Voyager 1 se encontraba más allá de la órbita de Plutón, a unos 6.000 millones de km del Sol (cuarenta veces más lejos que la Tierra de nuestra estrella, es decir, a 40 «unidades astronómicas», ua), y aproximadamente 32 grados por encima del plano de la eclíptica, en el que se desplazan los planetas. Había sido lanzada el 5 de septiembre de 1977, un año después de la llegada de las Viking a Marte, con un objetivo muy ambicioso: sobrevolar Júpiter, Saturno y varios de los satélites de estos dos gigantes de gas, y tomar también imágenes de Urano y Neptuno. Llevaba un curioso disco de cobre bañado en oro, con dibujos, sonidos e imágenes, del que hablaremos en el último capítulo. La Voyager 1 había cumplido con éxito su misión. Pero aquel día de San Valentín, mientras se alejaba de nosotros a 65.000 km/h, recibió un comando que materializaba la idea propuesta años antes por el astrofísico y divulgador Carl Sagan, miembro del equipo científico de la misión: debía girar las cámaras y apuntar hacia el interior del sistema planetario del que se estaba alejando, para intentar fotografiar todos los planetas de nuestro vecindario cósmico. Obediente, ese viajero de 722 kg «miró hacia atrás» y realizó un barrido de 64 fotografías que incluían las posiciones ocupadas por ellos. Cada imagen, de formato cuadrado y con 800 píxeles de lado, fue almacenada en la memoria de la sonda y el conjunto se envió a la Tierra durante los tres meses siguientes.

Cuando las antenas de la DSN (entre ellas las situadas en Robledo de Chavela, cerca de Madrid) terminaron de recibir aquel gigantesco «retrato de familia» del Sistema Solar, el único jamás obtenido, se comprobó que tal mosaico de fotografías contenía imágenes claramente identificables de seis planetas: Venus, la Tierra, Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno. Estos dos últimos recibían tan poca luz del Sol que para captarlos fue necesario utilizar un tiempo de exposición de quince segundos mientras la sonda seguía moviéndose, por lo que sus imágenes aparecen borrosas. Por su parte, el diminuto Mercurio no podía distinguirse en ninguna de las imágenes al estar demasiado cerca de la deslumbrante luz del Sol, mientras que Marte no era visible con los filtros utilizados y Plutón (entonces considerado un planeta) aparecía tan poco iluminado que apenas se podía intuir.

Retrato de familia del Sistema Solar tomado por la Voyager 1 el 14 de febrero de 1990, con la propia sonda superpuesta en la imagen. Figura de Wikimedia Commons, modificada por el autor.

La fotografía más deseada era, lógicamente, la de nuestro planeta. Lo habíamos visto ya desde fuera gracias a las imágenes tomadas por las misiones con destino a la Luna que hemos comentado. Pero en ellas la Tierra estaba muy cerca en términos astronómicos: a unos 400.000 km la del Apolo 8 y a 60.000 km la del Apolo 17. Por tanto, había gran curiosidad por comprobar qué aspecto tendría nuestro planeta desde una distancia cien mil veces mayor a aquella del Apolo 17. Como el propio Sagan escribió: «Los científicos y filósofos de la antigüedad clásica comprendieron correctamente que la Tierra es un mero punto en la inmensidad del Cosmos, pero nadie la había visto nunca como tal. Ésa era nuestra primera oportunidad, y quizá también la última en décadas y décadas».

La espera tuvo su recompensa. En la famosa imagen, resultante de la composición de las fotografías tomadas usando tres filtros diferentes (violeta, azul y verde) y tiempos de exposición menores de un segundo con cada una, la Tierra aparece efectivamente como un único píxel azul claro: de hecho, su señal únicamente equivale a 0,12 píxeles, porque desde la perspectiva de la Voyager 1 se nos veía en cuarto creciente. Por casualidad, ese punto quedó situado en el interior de un rayo difuso y amarillento, que era un artefacto producido en el objetivo de la cámara por la luz del Sol. En vez de quitarle valor a la imagen, este efecto óptico parecía dar más relevancia a la posición ocupada por la Tierra sobre la oscuridad del fondo. En muy poco tiempo, dicha fotografía se convirtió en una de las más reproducidas de la historia de la exploración espacial. Su significado icónico quedó fijado para siempre en nuestra cultura y conciencia común como especie, gracias a las inspiradoras palabras con las que Sagan se refirió a ella al final del primer capítulo de un libro publicado en 1994 y titulado, muy acertadamente, Un punto azul pálido. Una visión del futuro humano en el espacio.

Merece la pena reproducir parte de esas frases, que resultan emocionantes cada vez que se leen: «Mira de nuevo ese punto. Eso es aquí. Eso es nuestro hogar. Eso somos nosotros. En él, todas las personas que amas, todas las que conoces, todas de las que alguna vez escuchaste hablar, cada ser humano que ha existido, vivieron su vida. La suma de todas nuestras alegrías y sufrimientos, miles de religiones seguras de sí mismas, ideologías y doctrinas económicas, cada cazador y recolector, cada héroe y cobarde, cada creador y destructor de civilizaciones, cada rey y campesino, cada joven pareja enamorada, cada madre y padre, niño esperanzado, inventor y explorador, cada profesor de moral, cada político corrupto, cada “superestrella”, cada “líder supremo”, cada santo y pecador en la historia de nuestra especie, vivió ahí —en una mota de polvo suspendida en un rayo de luz solar». Unas líneas más adelante, Sagan añadía algo que sigue resultando válido para el tema que nos ocupa: «Nuestro planeta no es más que una solitaria mota de polvo en la gran envoltura de la oscuridad cósmica. Y en nuestra oscuridad, en medio de esa inmensidad, no hay ningún indicio de que vaya a llegar ayuda desde algún lugar capaz de salvarnos de nosotros mismos. La Tierra es el único mundo conocido hasta ahora que alberga vida. No existen otros lugares a donde pueda emigrar nuestra especie, al menos en un futuro próximo. Visitarlos sí, pero establecernos en ellos aún no. Nos guste o no, la Tierra es por el momento nuestro único hábitat».

Aquella fotografía de la Tierra y el resto de la serie fueron las últimas imágenes tomadas por la Voyager 1: tras enviárnoslas, se procedió a la desconexión de sus cámaras para ahorrar energía y no se han vuelto a encender desde entonces. En agosto de 2012 esta histórica sonda fue la primera en abandonar el Sistema Solar y comenzar a viajar por el espacio interestelar. Actualmente se encuentra a unas 142 ua del Sol y es el objeto construido por los humanos más distante de nosotros. Por tanto, cada día define el radio de la esfera que engloba nuestra presencia robótica en el Universo. Si hoy pudiera volver a encender sus cámaras y mirar hacia atrás, el lugar en el que vivimos, la suma de todas nuestras alegrías y sufrimientos, sería diez veces más pálido: un punto ya imperceptible sobre el fondo de estrellas de esta galaxia.

¿QUÉ ES LA VIDA ?

Hasta donde sabemos, sólo en este punto azul pálido existen seres vivos. Pero nos hemos visto desde fuera y somos conscientes de que no ocupamos ningún lugar especial en el Cosmos. En nuestro propio Sistema Solar hay otros planetas y satélites en los que la química podría haber dado el salto a la biología, como iremos repasando a lo largo de las siguientes páginas. Y en el penúltimo capítulo de este libro nos asomaremos fuera de los límites de este vecindario cósmico, para tratar de imaginar la cantidad de planetas que puede contener el Universo: sin duda, es muy probable que existan otras formas de vida ahí afuera.

Pero ¿a qué nos referimos al hablar de vida? ¿Es posible definir científicamente este concepto, habitualmente utilizado en contextos tan diferentes como se comprueba al buscar la entrada «vida» en un diccionario? De hecho, ¿merece la pena consensuar una definición, o para estudiar la vida no es necesario hacerlo? Desde la época de Aristóteles (que nos decía: «Vida es aquello por lo cual un ser se nutre, crece y perece por sí mismo»), numerosos filósofos han reflexionado sobre el fenómeno vital, observando las características que diferencian a los seres vivos del mundo inanimado. Siglos después, a partir del Renacimiento, científicos de distintos campos (con aportaciones posteriores de ingenieros e informáticos) comenzaron a estudiar la vida de forma sistemática, tratando de explicar en qué consistía. Entre otras cosas, se fue descubriendo que los elementos químicos que constituyen los seres vivos no son exclusivos de ellos: como mostraremos en el capítulo 5, también están presentes en la materia inerte, si bien en proporciones muy diferentes y con una organización radicalmente distinta. Además, pese al auge del «vitalismo» durante el siglo XVIII, con los trabajos de Friedrich Wöhler (que en 1828 logró sintetizar una molécula orgánica, la urea, a partir de compuestos inorgánicos) se demostró que la materia viva no posee ninguna fuerza o «impulso vital» que la diferencie de la inanimada.

Definir la vida (o un ser vivo) no es tarea fácil, pues supone identificar un conjunto limitado de propiedades que han de ser a la vez necesarias y suficientes para distinguir lo viviente de lo inerte. En tal definición debería quedar incluida toda la vida que nos rodea (asombrosamente diversa pero derivada, como veremos en el siguiente capítulo, de un antepasado común) y además tendría que ser tan abierta como para poder acomodar otras formas de vida que quizá lleguen a descubrirse (y que tal vez sean radicalmente distintas a las que conocemos en nuestro planeta). De hecho, algunos científicos y filósofos argumentan que es imposible definir la vida ya que en realidad sólo conocemos un ejemplo de ella.

En cualquier caso, si proponemos definiciones, no es adecuado que estén ligadas a los componentes moleculares concretos de los organismos que nos rodean (por ejemplo, proteínas, ácidos nucleicos o azúcares) ya que otros tipos de vida podrían no utilizarlos. Una opción mejor es pensar en las propiedades generales de los seres vivos, que van ligadas a los procesos que realizan y no están presentes (o no todas ellas simultáneamente) en la materia inanimada: i) requieren un cierto grado de complejidad, tanto en su composición química como en cuanto a su organización interna: ii) están compartimentados, gracias a la existencia de una estructura (como la membrana plasmática en el caso de las células conocidas) que diferencia el ser vivo de su entorno y garantiza la homeostasis (el mantenimiento de su composición interna), pero a la vez le permite funcionar como un «sistema abierto» desde el punto de vista termodinámico e intercambiar materia y energía con el exterior; iii) ese intercambio permite al sistema funcionar alejado del equilibrio de la termodinámica, con lo que va construyendo sus propios componentes (aumentando por tanto su orden interno y disminuyendo su entropía a costa de aumentar la del entorno), y está acoplado a una serie de reacciones (fundamentalmente catalizadas por proteínas en la biología terrestre) que constituyen su metabolismo; iv) almacenan y procesan información codificada (en forma de un genoma de ácido desoxirribonucleico, DNA, en la vida que conocemos), que coordina el funcionamiento del ser vivo y es transmitida a la descendencia; v) se reproducen, dando lugar a copias de sí mismos con un cierto grado de diversidad; y vi) gracias a ello, su progenie puede adaptarse a las condiciones cambiantes del entorno... y por tanto evolucionar.

Teniendo esto en cuenta, durante las últimas décadas se han ido proponiendo numerosas definiciones de vida o de seres vivos, que son de utilidad en diferentes ámbitos de investigación. En astrobiología, una de las «definiciones operativas» más utilizadas fue acuñada por el bioquímico Gerald F. Joyce a principios de la década de 1990: «Un ser vivo es un sistema químico y automantenido que puede realizar evolución darwiniana». En este enunciado tan sintético quedan incluidas las principales propiedades listadas en el párrafo anterior, y su referencia a la evolución por selección natural engloba la reproducción del sistema y la adaptación al medio en el que se desarrolla. Dado que además no menciona ningún componente molecular concreto de los seres vivos, esta definición fue adoptada por el Instituto de Astrobiología de la NASA (del que más tarde se hablará) para consensuar a qué nos referimos al ir en busca de vida en el Universo.

Los tres sistemas fundamentales de los seres vivos: compartimento, metabolismo y replicación. Ilustración de María Lamprecht.

En cualquier caso, aunque tal definición es muy genérica e incluye todos los seres vivos, en nuestra biosfera existen otras entidades replicativas que se situarían dentro de la escala de grises que separa los sistemas vivos de los inanimados, como son los virus o los viroides. Dado que estos parásitos celulares contienen información genética (en forma de DNA o de ácido ribonucleico, RNA, como más tarde veremos) pero no un metabolismo propio, la mayoría de los investigadores no los consideran seres vivos. No obstante, sabemos que resultan fundamentales para la vida en nuestro planeta... y quizá versiones análogas a ellos puedan existir en otros mundos habitados. Por otra parte, pensando en la búsqueda de vida extraterrestre, algunos científicos (entre ellos, el químico Steven A. Benner) han argumentado que la definición operativa de la NASA resulta poco útil, pues para poder considerar «vivo» un sistema molecular que encontremos (por ejemplo, empleando un biosensor embarcado en un robot de exploración) sería necesario esperar a verlo evolucionar.

En este sentido, merece la pena destacar que la morfología nunca debería ser un criterio suficiente para definir la vida, ya que ciertos procesos geológicos y reacciones químicas pueden originar estructuras con formas y tamaños similares a las células, pero que nada tienen que ver con la biología. La posibilidad de encontrar tales «biomorfos abióticos» (como los producidos y estudiados por el grupo del geólogo Juan Manuel García-Ruiz en su laboratorio del CSIC y la Universidad de Granada) nos obliga a ser muy cautelosos al proponer que se han descubierto «evidencias de vida» en rocas muy antiguas, en entornos extremos de nuestro planeta... o por supuesto en muestras extraterrestres. El capítulo 7 nos mostrará un ejemplo concreto de la magnitud de este problema.

Terminemos con una definición de vida muy sugerente, entre la ciencia y la poesía, que nos regaló la bióloga Lynn Margulis: «La vida es un proceso físico que cabalga sobre la materia como una ola extraña y lenta. Es un caos controlado y artístico, un conjunto de reacciones químicas abrumadoramente complejas». Aunque, si buscamos reflexiones poéticas, hemos de recordar que tres siglos antes Pedro Calderón de la Barca ya nos había dicho que es un frenesí... pero también «que toda la vida es sueño, / y los sueños, sueños son».

LA ASTROBIOLOGÍA: EN BUSCA DE OTRAS VIDAS

La astrobiología es una disciplina científica relativamente joven, cuyo objetivo principal es el estudio del origen, evolución y distribución de la vida en el Universo. Dentro de este planteamiento general se incluyen numerosas preguntas relevantes, entre ellas en qué contexto astroquímico puede aparecer la vida, cuál pudo ser la secuencia de procesos que permitieron la emergencia de seres vivos en la Tierra, cómo han coevolucionado la vida y nuestro planeta, hasta dónde llega su capacidad de adaptación y cuáles son sus límites, qué tipos de seres vivos podrían existir en entornos extraterrestres, qué hace habitables algunos cuerpos que forman parte de los sistemas planetarios, cuáles serían las tecnologías necesarias para detectar actividades biológicas fuera de la Tierra, o cómo nos enfrentamos al reto de las futuras misiones tripuladas a lugares donde la vida podría estar desarrollándose.

Para intentar responder a cuestiones tan complejas, la astrobiología realiza una investigación interdisciplinar o transdisciplinar en la que colaboran distintas ramas de las matemáticas, la física, la geología, la química, la biología, la ingeniería y la filosofía. Esto requiere la participación de decenas de instituciones públicas en todo el mundo, incluidos centros de investigación, universidades, observatorios, sociedades científicas y empresas privadas. Por su relación cada vez más estrecha con la exploración del Universo, también implica a agencias espaciales nacionales [como es el caso de la de Estados Unidos (NASA), Rusia (Roscosmos), China (CNSA), Japón (JAXA), India (ISRO), Israel (IAI) o Corea del Sur (KARI), entre otras] y a una de carácter internacional, la agencia espacial europea (ESA).

Recientemente, este entorno se ha dinamizado debido al interés de empresas como SpaceX, Blue Origin, Virgin Galactic o Boeing en las misiones espaciales, lo que añade nuevos actores a esta obra colectiva. Gracias a ello, por ejemplo, hemos podido contemplar en nuestras pantallas imágenes tan espectaculares como aquella del 6 de febrero de 2018: el aterrizaje vertical y simultáneo, en las plataformas previstas en Cabo Cañaveral, de los dos propulsores laterales que acababa de utilizar el cohete Falcon Heavy de SpaceX en su lanzamiento inaugural. Mientras tanto, un Tesla Roadster conducido por el maniquí Starman (ataviado con su traje espacial de diseño), llevando en la guantera una copia de la Guía del autoestopista galáctico de Douglas Adams y una toalla, con el mensaje «DON’T PANIC!» escrito en la pantalla de su navegador, y con Space Oddity de David Bowie (no) sonando en su equipo de alta fidelidad... volaba hacia más allá de Marte. Tras el coche rojo, nuestro planeta azul nos recordaba a aquel que había aparecido por encima del horizonte de la Luna exactamente cincuenta años antes. Centenares de millones de personas (incluidos los decepcionados terraplanistas) lo vimos en directo. Y volvimos a soñar con viajes espaciales y con la búsqueda de vida en otros mundos.

Aunque las principales preguntas de la astrobiología son tan antiguas como la propia humanidad, y buena parte de sus temas de investigación ya estaban estudiándose en diferentes países desde mediados del siglo XX, la fundación del NASA Astrobiology Institute (NAI) en 1998 supuso un gran estímulo en este campo. El NAI se planteó como un instituto virtual que agrupaba diferentes centros y universidades norteamericanas con gran experiencia en sus respectivos ámbitos científico-técnicos. En nuestro país, el Centro de Astrobiología (CAB) fue fundado por el físico Juan Pérez Mercader en 1999 como un centro mixto del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) y el Instituto Nacional de Técnica Aeroespacial (INTA), siendo el primero fuera de Estados Unidos en conseguir el estatus de Centro Asociado al NAI. Desde entonces, un número creciente de científicos e ingenieros realizamos en el CAB una investigación interdisciplinar sobre los aspectos más básicos y aplicados de la astrobiología (incluidos entre estos últimos la robótica, la ciencia de materiales, la biotecnología o la biomedicina). En 2019, cuando el NAI estimó que había cumplido sus objetivos de crear el necesario tejido científico y tecnológico, se reconvirtió en el NASA Astrobiology Program (NAP), organizándose en forma de redes de colaboración o Research Coordination Networks (RCN) centradas en temas de investigación concretos a los que diferentes grupos e institutos aportamos nuestra experiencia.

Primavera en el Centro de Astrobiología, centro mixto CSIC-INTA asociado al NASA Astrobiology Program. Fotografía del autor.

Paralelamente, en 2019 se fundó el European Astrobiology Institute (EAI), que recoge la tradición de lo que en Europa se denominaba «exobiología» durante las últimas décadas del siglo XX. Su núcleo central está formado por instituciones como el Centro Nacional de Investigaciones Científicas (CNRS, Francia), el Fondo de Investigación Científica (Bélgica), el Instituto Nacional de Astrofísica (Italia), el Centro Nacional de Estudios Espaciales (Francia), el Centro Aeroespacial Alemán (DLR) y el CAB. Los grupos de trabajo constituidos en el EAI reflejan bien las inquietudes científicas de sus integrantes: i) formación y evolución de sistemas planetarios, y detección de mundos habitables; ii) el camino a la complejidad, de las moléculas simples a las primeras formas de vida; iii) ambientes planetarios y habitabilidad; iv) evolución y huellas de la vida temprana, y vida en condiciones extremas; y v) biomarcadores y detección de vida fuera de la Tierra. Además, el EAI está coordinado con otras plataformas de investigación europeas como la European Astrobiology Network Association (EANA) y la red Europlanet.

LA DIMENSIÓN SOCIAL DE LA ASTROBIOLOGÍA

En conjunto, el trabajo que realizamos en astrobiología se plasma, como el de cualquier otro ámbito científico-tecnológico, en proyectos, artículos de investigación, documentación técnica, libros, patentes, instrumentos, trabajo de campo, congresos, actividades de docencia y divulgación científica. Pero la astrobiología está también profundamente conectada con la sociedad, ya que trata de responder a las grandes preguntas que los humanos nos hemos hecho desde que comenzamos a observar el cielo estrellado. Tal como escribía el poeta Ernesto Cardenal en su sugerente libro Cántico cósmico: «La finísima retina del universo mirándose a sí mismo, / eso somos». Por ello, con frecuencia se tienden lazos a la filosofía y a otros ámbitos de la cultura como la literatura, el cine, la música o la pintura.

Los aspectos éticos de la astrobiología son también relevantes, pues ya se están planteando cuestiones como la forma en que deberíamos comportarnos con otra potencial vida que pueda descubrirse, qué obligaciones morales tendríamos con esos seres vivos, las limitaciones a la propagación de nuestra vida fuera de la Tierra, bajo qué condiciones podría ser permitida la eventual terraformación de otro cuerpo planetario, o cuáles son los retos ambientales y políticos de la minería espacial en entornos extraterrestres. Estos temas irán apareciendo a lo largo de los próximos capítulos.

Desde el punto de vista epistemológico, la astrobiología supone la última frontera del conocimiento humano, ya que en cierta medida representa el deseo de llegar hasta donde nadie lo ha hecho antes: ¿qué sabemos?, ¿qué podemos saber?, ¿qué tipos de experimentos o modelos computacionales podrían permitirnos conocer todo lo que sea posible?, ¿qué procesos pueden (o alguna vez pudieron) ocurrir y cuáles no?, ¿cómo nos enfrentamos a lo que nunca llegaremos a saber? La astrobiología, como suma del trabajo de miles de profesionales que sin duda será continuado por las siguientes generaciones, es una forma científica de aproximarnos a los límites del conocimiento. Supone un reto a nuestra propia imaginación. Y va en busca de otras vidas para poder entender mejor el origen y los límites de la nuestra.

Por último, una reflexión desde el ámbito de la economía. Como hemos comentado, las empresas privadas están espoleando este sector y continuarán haciéndolo. Pero la financiación pública siempre va a ser necesaria en todos los países realmente interesados en el avance de la exploración espacial y la búsqueda de vida fuera de la Tierra. A veces se nos pregunta si es necesario invertir en ello (aunque en cualquier caso es un porcentaje mínimo del PIB, incluso en países como Estados Unidos) y si de ahí se obtiene algún beneficio real para la humanidad. Es tentador responder a esta cuestión, que con toda legitimidad se plantea cualquiera que pague sus impuestos, en función de las aplicaciones prácticas que se han derivado de la ciencia básica relacionada con estos temas y de la investigación espacial durante el último medio siglo. En tal caso hablaríamos de los miles de productos y desarrollos tecnológicos que tuvieron ese origen y hoy en día forman parte de nuestras vidas: sistemas de comunicaciones, avances en electrónica y en óptica, nuevos combustibles y pilas, nanotecnología, materiales más resistentes y ligeros, tejidos con propiedades novedosas, el famoso velcro, desarrollos en medicina y en sistemas de soporte vital, biosensores y dispositivos de diagnóstico clínico, nuevos fármacos y un largo etcétera. Como ejemplo, en el capítulo 4 conoceremos una tecnología revolucionaria y muy rentable surgida de algo tan aparentemente «poco aplicado» como el estudio de microorganismos que viven en ambientes extremos.

Pero la respuesta a esa pregunta que se nos hace va mucho más allá: históricamente, la investigación básica y la exploración del Cosmos nos han proporcionado conocimiento, nos han llevado a plantearnos grandes interrogantes, nos han hecho más críticos y por tanto más libres, nos han permitido viajar en el tiempo y en el espacio hasta más lejos de lo que soñábamos. Gracias a ello hemos podido convertir una herramienta de hueso en una nave espacial.

 

Un café con... Muriel Gargaud

Doctora en Astrofísica. Directora de Investigación en el Laboratorio de Astrofísica de Burdeos, del Centre National de la Recherche Scientifique (CNRS, Francia).

Hace ya bastante tiempo que nos conocemos y desde entonces hemos compartido muchas iniciativas en el ámbito de la astrobiología. ¿Por qué crees que este campo de investigación, y en concreto lo relativo a la búsqueda de vida extraterrestre, es tan atractivo para el público?

Sin duda lo es. La astrobiología es un ámbito muy interdisciplinar que comprende desde la investigación sobre la formación de estrellas y planetas hasta el análisis de la biodiversidad actual, pasando por el estudio de la Tierra primitiva, la transición de los sistemas no vivos a los vivos, y la aparición de los primeros rastros de vida. Las preguntas sobre cómo se inició la biología en nuestro planeta y si hay vida fuera de él no son nuevas: de hecho, los antiguos griegos ya estaban tratando de responderlas. Y ambas son sin duda fascinantes para todos nosotros, desde los jóvenes hasta los más mayores. Si estamos solos en el Universo da miedo imaginar nuestro pequeño planeta perdido entre miles de millones de estrellas y galaxias sin vida. Y si no lo estamos, también puede ser aterrador imaginar cómo y por qué esas otras «criaturas» podrían venir a visitarnos. Esto produce una mezcla de fascinación, inquietud y excitación que desata la imaginación y las creencias de todo tipo.

Teniendo esto en cuenta, ¿es la ciencia ficción una buena herramienta para aumentar el interés de los jóvenes (y de los que no lo son tanto) en la exploración espacial y la astrobiología? ¿Podrías recomendar algunos libros y películas de ficción relacionados con estos temas que te parezcan relevantes y estén bien fundamentados científicamente?

La ciencia ficción (y la ficción en general) es sin duda una gran herramienta, aunque por supuesto ciertos libros y películas son mejores que otros desde el punto de vista estrictamente científico. No es fácil recomendar sólo algunas de estas obras. Pero dado que, como profesora, suelo utilizar películas con mis estudiantes y tras visionarlas tenemos debates acerca de ellas, enumeraría cuatro que nunca faltan en estos cine-fórums: Contact (1997), Solaris (la original soviética, de 1972), La llegada (2016) y La amenaza de Andrómeda (1971).

Entre los libros de ciencia ficción, recomendaría aquellos que han inspirado las películas que acabo de mencionarte: Contacto de Carl Sagan, Solaris de Stanislaw Lem (del que también me gusta mucho la novela La voz de su amo), La historia de tu vida de Ted Chiang, y La amenaza de Andrómeda de Michael Crichton (cuya obra más famosa es Parque Jurásico, también muy interesante). Además, no puedo dejar de recomendar la Trilogía de Marte de Kim Stanley Robinson. ¡Pero está claro que hay otras muchas novelas de ciencia ficción también muy sugerentes!

Durante más de una década has estado involucrada en la formación de las nuevas generaciones de astrobiólogos. ¿Por qué es esto tan importante? ¿Podrías resumir las principales iniciativas transdisciplinares que actualmente están disponibles a nivel internacional para quienes tengan interés por formarse en la búsqueda de otras vidas en el Universo?

Creo en el valor de la educación, sea cual sea el ámbito del que estemos hablando. La astrobiología es un campo muy amplio, y para entenderla es necesario tener una sólida formación en muchas disciplinas: desde la astronomía hasta la biología, pasando por la química y la geología, pero también en historia y filosofía. Yo diría que uno en realidad no puede llegar a «ser un astrobiólogo», pero ciertamente nos podemos formar para entender cuáles son las grandes preguntas a las que nos enfrentamos.

Desde mi punto de vista, un estudiante que quiera trabajar en astrobiología primero tiene que adquirir una sólida formación (a través de un Grado y un Máster) en uno de los grandes campos ya mencionados, y después aprender los fundamentos de otras disciplinas para poder comprender dónde están las principales cuestiones interdisciplinares relacionadas con los orígenes y la posible distribución de la vida. Esto generalmente requiere diez años, por no decir una vida entera, así que cuanto antes se empiece, mejor. ¡En ese sentido es parecido al aprendizaje de un idioma extranjero! Por tanto, formar a las generaciones más jóvenes desde el principio (incluso en la escuela primaria) es sin duda nuestro deber, con el fin de disponer en el futuro de científicos capaces de proponer escenarios originales basados en el conocimiento actual y en los últimos descubrimientos que se vayan produciendo en estos campos.

Como decías, se están llevando a cabo muchas iniciativas en todo el mundo, por científicos individuales o por grupos de ellos, y sin duda necesitamos la participación de todos. Por supuesto, puedo mencionar a la Unión Astronómica Internacional (IAU), que ha liderado numerosos proyectos y ha desarrollado herramientas educativas a disposición de todos los países, en especial de los menos favorecidos económicamente. Además cada país, a nivel individual, también está haciendo mucho por la astrobiología. El recientemente fundado Instituto Europeo de Astrobiología (EAI) va a dedicar mucho tiempo y energía a la educación y formación de estudiantes, pero también a la divulgación enfocada al público general.

En tu opinión, Mu, ¿deberían la ESA, la NASA y otras agencias espaciales participar más en la investigación enfocada hacia la astrobiología?

Muchas agencias espaciales nacionales, y en particular el Centre National d’Etudes Spatiales (CNES) en Francia, participan en investigaciones centradas en la astrobiología y las están apoyando. La NASA solía fomentar esa investigación a través de su Instituto de Astrobiología (NAI), que está ahora mismo en reconfiguración. Por su parte, la ESA se involucra profundamente en misiones espaciales, pero en menor medida en la ciencia astrobiológica. Esperemos que el nuevo EAI mejore esta situación, ya que ciertamente necesitamos que las agencias espaciales apoyen la investigación y la educación en astrobiología.

En mayo de 2019 fuiste elegida vicepresidenta del EAI, que ya has mencionado. Se fundó como una nueva estructura europea para agrupar a la creciente comunidad de científicos, ingenieros y otros profesionales interesados en el origen, evolución y distribución de la vida en el Universo. ¿Cuáles son los principales objetivos de esta institución y qué retos tiene por delante?

Como bien sabes, Carlos, el EAI aspira a convertirse en el principal foro para el desarrollo de la astrobiología en Europa y tratará de que este campo de investigación se establezca en todo nuestro continente. Entre sus muchos objetivos, el Instituto llevará a cabo investigaciones innovadoras sobre cuestiones científicas clave en astrobiología, a través de un enfoque interdisciplinar y cooperativo. En segundo lugar, difundirá los resultados de dichos esfuerzos en investigación de manera efectiva y para toda la comunidad científica. Además, proporcionará educación y formación interdisciplinar desde las escuelas hasta nivel universitario, y también coordinará las actividades de divulgación enfocadas al público general.

Pasando ahora a tu experiencia como astrofísica, ¿eres optimista sobre la posibilidad de encontrar signos de vida en otros sistemas planetarios utilizando la tecnología actual? ¿Cuáles son los enfoques más prometedores y por qué?

El campo de los planetas extrasolares «explotó» durante la última década, y desde entonces ya no te despiertas ningún día sin que se haya descubierto un nuevo exoplaneta. Pero encontrar vida en alguno de ellos requiere haber definido previamente lo que estamos buscando: «¿Qué es la vida?» es una pregunta que toda nuestra comunidad de científicos y también de filósofos trata de responder. Además, debemos ponernos de acuerdo sobre cuáles son las evidencias de vida (o, en nuestro argot, las «biofirmas») que sería necesario encontrar en un planeta para considerarlo «vivo». Hasta ahora creo que sólo podemos buscar vida tal como la conocemos porque, aunque probablemente haya otras muchas formas de originar sistemas químicos autorreplicativos distintos, no resulta fácil saber cómo identificarlos. Por el momento sólo nos es posible ir en busca de «pistas de la vida», de forma que si en un lugar acumulamos un número suficiente de ellas podremos sospechar que contiene seres vivos.

¿Crees que debería redefinirse el concepto de «zona de habitabilidad» alrededor de una estrella, dado lo que actualmente conocemos sobre los microorganismos extremófilos y teniendo también en cuenta el potencial de algunas lunas heladas para albergar vida extraterrestre en los océanos de agua líquida que existen bajo sus superficies?

El concepto de «zona de habitabilidad» o «zona habitable» realmente tiene que ser reformulado o, al menos, mejorado. La vida, tal como la conocemos, requiere la presencia de agua líquida. Pero esto no quiere decir que un planeta con agua líquida necesariamente albergue vida. Por tanto, si uno encuentra un exoplaneta a una distancia de su estrella adecuada para que en su superficie haya agua líquida, esto por supuesto no implica que esté habitado: sólo significa que su probabilidad de estarlo es mayor que si no contuviera agua en estado líquido. Por otro lado, no podemos excluir la posibilidad de encontrar vida en el océano subsuperficial de un satélite helado que esté lejos de su estrella. Con el descubrimiento de miles de sistemas planetarios, toda una comunidad de planetólogos está trabajando en este concepto de «zona habitable», que a primera vista es simple... pero en realidad resulta bastante más complicado.

De todos modos, para muchos (tanto científicos como no científicos), el verdadero descubrimiento no sería encontrar vida microbiana en otros lugares (por ejemplo, en Marte, Europa o un planeta extrasolar), sino detectar una vida inteligente fuera de la Tierra, con la cual pudiéramos comunicarnos de alguna manera. ¿Qué opinas sobre esa posibilidad, y también sobre los programas que tratan de encontrar inteligencias extraterrestres mediante el análisis de las señales electromagnéticas que podrían llegarnos desde diferentes regiones del cielo?

Esta pregunta es bastante personal y lo que voy a responderte sólo refleja mi opinión. Encontrar vida microbiana en Marte, en Europa o en un exoplaneta me parece estadísticamente posible, y como investigadora profundamente involucrada en la astrobiología creo que sería un descubrimiento fantástico. Por su parte, detectar «vida inteligente» más allá de nuestro planeta es algo que puedo imaginar, aunque a la ya esquiva definición de vida estamos añadiendo la de «inteligencia», que es algo tan difícil de definir como la propia vida. En cualquier caso, me parece muy improbable que nos podamos comunicar con una civilización extraterrestre. Te daré dos ejemplos. Supongamos que en algún lugar de otro planeta viven hormigas. Como todos sabemos, las hormigas son extremadamente «inteligentes» y sus comunidades están muy organizadas, pero ¿cómo podríamos comunicarnos con ellas, empleando señales electromagnéticas o de cualquier otro tipo, si no sabemos cómo hacerlo con las hormigas terrestres?

Por otro lado, nuestro Sol tiene unos 4.600 millones de años y en esta u otras galaxias podemos encontrar miles de millones de estrellas más jóvenes o más antiguas que el Sol, si tenemos en cuenta que el Universo surgió hace unos 13.800 millones de años. Si asumimos (¡pero qué suposición es ésta!) que la vida se hubiera desarrollado en otro lugar siguiendo el mismo proceso que en la Tierra (lo que para mí es bastante improbable, ya que seguramente la vida emergió tras miles de intentos, fracasos y caminos frustrados), ¿cuál sería la probabilidad de encontrar una civilización que esté exactamente en el mismo nivel de desarrollo tecnológico que nosotros, y que por tanto sea capaz de responder a nuestras señales electromagnéticas?

Esa es la clave...

Claro que sí. Estamos hablando de miles de millones de años de evolución de la vida en un planeta, y a la vez vamos buscando civilizaciones que deberían ser tecnológicamente equivalentes a la nuestra, lo que requiere coincidir en un margen de unos cien años... Siempre me he preguntado cómo podría comunicarme con una civilización que vive en un planeta más joven que la Tierra, de forma que ellos sólo hubieran llegado por ejemplo a un tiempo equivalente a nuestro Jurásico, o incluso análogo a nuestro siglo XVIII, con un desarrollo tecnológico aún muy limitado. A pesar de esta mínima diferencia temporal en comparación con la edad del Universo, no podríamos establecer ningún contacto. Por el contrario, puede que nos lleguen todos los días señales de una civilización que vive en un planeta más antiguo que el nuestro, y que por tanto esté un siglo (o muchos) más adelantado tecnológicamente que nosotros. No seremos capaces de descifrar su mensaje y nunca recibirían nuestra respuesta. Todo esto podemos imaginarlo, y de hecho es emocionante... pero a tal actividad se le suele llamar ciencia ficción y no ciencia.