Prólogo

EN MEMORIA DE SIR ROGER VERNON SCRUTON,

RENOVADOR DEL CONSERVADURISMO

I

Sir Roger Vernon Scruton (27 de febrero de 1944-12 de enero de 2020) fue tantas cosas que es imposible detenernos en todas. Su mera enumeración tiene algo de alud: editor y catedrático de estética; colaborador habitual del Times, The Spectator y The New Statesman; militante contra los regímenes comunistas europeos, conferenciante, agricultor, empresario, músico, pianista, autor de obras de ficción, compositor de dos óperas y varias canciones; autor de numerosos libros sobre filosofía política, moral, derecho, sexualidad, ecología, estética, antropología, religión, urbanismo, ópera, arquitectura, vino, caza, etc. Probablemente los libros más conocidos sean The Meaning of Conservatism (1980) y Cómo ser conservador (2014).

Si la polimatía es el saber que abarca conocimientos diversos, Scruton fue un polimatés que descolló en todo aquello en lo que se interesó. Su claridad epigramática, ágil y elegante —para algunos, ha sido el mejor escritor inglés desde Orwell— nos permite sospechar que en él se cumplía el aforismo de Buffon: «Le style c’est l’homme même». Quizá por eso lo que sus amigos resaltaban de él no era ni la profundidad ni la extensión de sus conocimientos, sino algo que puede parecer contradictorio: su facilidad para hacer amistades y su valentía dialéctica, que no rehuía ningún problema.

A Scruton también se le pueden aplicar, sin menoscabo alguno de la verdad, aquellas hermosas palabras que Posidio dedicó a San Agustín: «Fue un hombre de los que se han ganado su fin». En una ocasión, el propio Scruton describió su trayectoria vital como un progreso constante hacia la conformidad. No es una meta ni mediocre ni contentadiza, lo que pretendía era ganarse una aceptación serena de su propia biografía.

Él sabía bien —lo había descubierto en Husserl— que no habitamos el mundo de la ciencia, sino el de la vida; que cada ciencia es, de hecho, una reducción específica de la vida. En el mundo de la ciencia hay causas eficientes y consecuencias necesarias; en el de la vida hay razones polémicas. Como seres naturales estamos sometidos a leyes naturales, pero como personas necesitamos razones que nos expliquen nuestro mundo y nos proporcionen valores para orientar nuestros actos. La experiencia humana es mucho más rica en matices e intensidades que la ciencia. Es el mundo de nuestra sangre, de nuestra existencia como agentes personales que actúan libremente; buscan, rechazan, aceptan, niegan, valoran, culpan, aman, odian… En el mundo de la vida, el sentido cuaja y toma forma de manera parecida a como lo hace el rostro de una persona sobre la materialidad estricta de la puntura de un lienzo. En la vida, nadie es su cerebro, aunque no se pueda ser alguien sin cerebro. En Sobre la naturaleza humana, Scruton explica esto gráficamente: «Lo personal elude la biología de la misma manera que la cara de una persona en un cuadro elude la teoría de los pigmentos».

Sus últimos años fueron una especie de retirada a una vida serena en su granja, a la que llamó Scrutopía, porque efectivamente hay una utopía en la pretensión de llegar a ser lo que se quiso ser. Digamos, pues, que fue filósofo, en el sentido más puro del término: alguien que buscó en el saber el camino de regreso a casa, a lo vitalmente real. Si, como dijo alguna vez, «el papel de un pensador conservador es confirmar a la gente que sus prejuicios son verdaderos», la vida del pensador conservador ha de ser sin aspavientos.

Esta es una actitud que con frecuencia resulta incomprensible para los progresistas. Por eso Scruton sufrió varias veces su desprecio. Pero perseveró en su querer ser y regresó a la Iglesia de Inglaterra, a la vida familiar, el pueblo, la música, la amistad... Quizá, a los ojos de extraños, aquello que puede proporcionar consuelo puede ser imaginario, pero no podrán negar que, si consuela, el consuelo es real.

No creo que haya alguien que pueda acusar a Scruton de haber vivido una vida anodina. Creo que tampoco nadie le negará haber conseguido hacerse con una vida activa. Tal vez en el saber mirar se resuma su conservadurismo. A mi modo de ver, fue el tipo de pensador inconformista del que toda sociedad libre debiera sentirse orgullosa, siempre que sea capaz de distinguir entre inconformismo y estridencia.

En mayo de 2019 viajó a Brasil para dar una conferencia sobre el sentido de la vida. Se sintió varias veces indispuesto y, al volver a Inglaterra y visitar al médico, le descubrieron el cáncer que consumiría fatalmente su vida en pocos meses. Siempre supo que era un condenado a muerte al que se le ocultaba el día de ejecución de la sentencia. «Nada puede planearse como una meta, sino solo como una posibilidad», escribió. Compaginó la quimioterapia con la lectura intensiva para intentar que la muerte lo pillara aprendiendo.

En sus últimas navidades, cuando tenía no los días sino las horas contadas, escribió en The Spectator: «Al acercarse a la muerte comienzas a saber lo que significa la vida, y lo que significa es gratitud». Esto es ganarse el propio fin.

II

Scruton se hizo conservador en el barrio latino de París, en medio de las algaradas de mayo del 68. Observó cómo los estudiantes volcaban coches, rompían ventanas y lanzaban adoquines dejándose guiar por la ira política que sentían por primera vez en su vida, y creyó entender lo que todo aquello significaba.

En octubre de 2000, en unas declaraciones a The Guardian, contó así lo que le había ocurrido en aquel momento: «De repente me di cuenta de que estaba en el otro lado. Lo que vi fue una multitud ingobernable de hooligans de clase media autoindulgentes. Cuando les pregunté a mis amigos qué querían, qué intentaban lograr, me respondieron con una ridícula retahíla de eslóganes marxistas. Eso me disgustó y pensé que debía haber un camino de regreso a la defensa de la civilización occidental contra esas cosas. Fue entonces cuando me convertí en un conservador. Sabía que quería conservar las cosas en lugar de derribarlas». ¿Qué es para Roger Scruton ser conservador?

Es ser más partidario de la difícil creación de la verdad y la belleza que de su fácil y tentadora destrucción. Por eso escribe en Cómo ser conservador «las cosas buenas se destruyen fácilmente, pero no se crean fácilmente».

Es apreciar el valor de las instituciones, las tradiciones y los hábitos que se han ido desarrollando a través de los siglos porque es de suponer que, si se han ido haciendo con la sabiduría práctica de quienes nos han precedido, merecen nuestra confianza. Reemplazar lo viejo que funciona por lo nuevo que creemos que se ajusta a algún principio general abstracto es poco sensato, incluso si el principio general parece recomendado por una razón altruista.

Es sentirse heredero de los ideales de Burke: el respeto a la tradición y a las asociaciones que intermedian entre el individuo y el Estado; la precaución, la aceptación de los cambios incrementales, el compromiso pacífico y la búsqueda de consenso; la visión de la sociedad como un contrato entre los vivos, los muertos y los que aún no han nacido. Scruton ha sido, probablemente, el mayor defensor de la tradición burkeana en nuestro tiempo.

Es tener más confianza en la capacidad del gobierno para defender nuestros derechos que en la de las instituciones internacionales para hacer respetar los derechos que proclaman. La proclamación de un derecho no garantiza su ejercicio. Solo lo garantizan los procedimientos que lo protegen.

Es aderezar las propias convicciones con unas gotas de escepticismo y un chorro del liberalismo de Adam Smith.

Es amar el valor intrínseco de lo propio (lugares, tradiciones, derecho consuetudinario, gentes…), porque ese amor fortalece las comunidades reales y sus lazos orgánicos. Scruton ha insistido en que «el conservadurismo es la filosofía del amor». Sin amor no se valora adecuadamente lo que se ha recibido y no se está dispuesto a comprometerse con su preservación. Ser conservador en nuestro tiempo significaba para él alimentar constantemente la llama del hogar. No se puede ser conservador si se ignora el valor intrínseco de esa llama, sin el apego espontáneo y directo a la familia, los amigos, la religión, el entorno inmediato… El conservador sabe que estas cosas preservan su seguridad y serenidad.

Es poseer la mirada clara para constatar que todo lo bueno en la sociedad fluye ascensionalmente, de abajo hacia arriba, y da lugar a un orden espontáneo.

Es rechazar una idea de progreso aislada de las nociones de lo bueno, lo verdadero y lo bello tal como nos han sido legadas por el pasado, como dones. No los hemos adquirido nosotros y tenemos el privilegio y el deber de transmitirlos.

Es ser plenamente conscientes de la fragilidad de nuestra herencia cultural.

Sobre este sustrato de convicciones, que podrían firmar la mayor parte de los conservadores modernos, Scruton intenta articular un conservadurismo dinámico, propositivo y actual. Parte de la convicción de que el mundo de la vida y el de la ciencia son diferentes. Las respuestas de la ciencia no nos satisfacen cuando se trata de explicar el significado de nuestras vidas o, simplemente, de comprender ciertas actividades humanas cargadas de sentido. Para preservar la diferencia específica de lo humano en tanto que reino del significado y el valor, es necesario reencantar el mundo sin por ello negar el valor de la ciencia.

El mundo de las cosas humanas es el mundo del reconocimiento mutuo de lo humano. Por la importancia que concede a la interacción social, Scruton se encuentra más cerca de los comunitaristas que del neoliberalismo; se toma en serio la tesis aristotélica del animal político. Pero su comunitarismo es singular porque lleva en su seno una defensa de la capacidad clarividente del amor que es de raíz platónico-agustiniana. Un conservador ha de ser, ante todo, un amante de lo común y lo propio para descubrir lo que tienen de bueno incluso bajo la apariencia de malo.

Scruton llama el amor a lo nuestro oikofilia, y su desprecio, oikofobia. Si el conservadurismo es una oikofilia, es un ecologismo. El amor al propio hogar es la motivación fundamental para el cuidado del medio ambiente. Esta es la idea que desarrolla en Green Philosophy, el intento más interesante y riguroso de dar forma a un pensamiento ambiental conservador. La oikofilia es la manifestación de un amor hacia lo nuestro que busca el respeto, no su explotación, y que ve el medio ambiente como un fin en sí mismo, no como un medio. En Scruton es perceptible una concepción sacralizada de la naturaleza, a la que ve como «creación» y, por eso mismo, como objeto de apreciación estética, ética y espiritual.

Si el conservador debe amar lo propio, debe amarlo con motivo. Por eso a Scruton le duele tanto la degradación de la arquitectura y, en general, del paisaje urbano en el que nos movemos habitualmente. Me atrevo a decir que los argumentos más apasionados que escribe son los que proponen la defensa de la estética cotidiana del medio ambiente. Si desapareciera la belleza del mundo, desaparecerían también los motivos para ser conservador. Intuye que «la belleza se está desvaneciendo» sin demasiado escándalo. La defensa estética de la vida cotidiana no es un adorno de su conservadurismo, sino consustancial al mismo. Si hay una idea que ha repetido incesantemente es que el amor a la belleza es lo que lo empujó hacia el conservadurismo, pues es noble intentar rescatarla de las garras del mercantilismo. De ahí La urgencia de ser conservador.

Apreciar la belleza es apreciarla viva, es decir, en movimiento. El cambio no es solo un fenómeno inevitable. Es un proceso deseable cuando se lleva a cabo armónicamente, porque pone a disposición de los jóvenes, junto a un mundo nuevo, la posibilidad de recrear un legado. Al conservador le interesa el progreso que avanza a la medida del hombre.

En el amor a lo nuestro y a su belleza enraíza también el patriotismo de Scruton, que es un canto a la lealtad nacional sin caer por ello en un nacionalismo exclusivista. Cree que la democracia necesita de la experiencia de esta lealtad para asentarse. Si no, ¿por qué otra razón debería respetarse a la oposición? ¿Cuál sería el espacio común que permitiría que los desacuerdos políticos se dirimiesen pacíficamente? Entiende también que el mismo fenómeno de la emigración se explica por el flujo de las poblaciones desde regiones donde la nacionalidad es débil o inexistente a los estados nacionales bien asentados. Quienes migran buscan una ciudadanía que, junto con la paz, la ley, la estabilidad y la prosperidad, es lo que puede ofrecer una nación.

Todas estas ideas deben ser articuladas por una filosofía política coherente. Podemos discutir si Scruton era consciente de que su filosofía política renqueaba un tanto en la parte económica, pero lo relevante es su voluntad de elevar teóricamente el conservadurismo por encima del pragmatismo dominante en las últimas décadas del siglo pasado. Esta articulación es imprescindible: el conservadurismo ha de estar seguro de que ofrece soluciones eficaces a los descontentos de la cultura.

Para llevar adelante este proyecto, contaba con una visión clara de la filosofía occidental, cuyas descripciones son siempre brillantes y claras. Sus aliados en este proyecto van de San Agustín a Hegel, pasando por Kant, Spinoza... Toda su obra se encuentra impregnada de la influencia hegeliana. Él se veía a sí mismo como un pensador continental que se enfrentaba a una parte de esa tradición que llamaba «oscurantista», a cuya cabeza va Heidegger, seguido de cerca por los «monstruos del sinsentido», de los que, según él, lo único que se puede entender es su odio al capitalismo: Althusser, Lacan, Deleuze y Badiou. Anduvo dándole vueltas a la idea de escribir un libro titulado Tonterías francesas contemporáneas. No entendía por qué tantos intelectuales abrazaban el radicalismo y se mostraban resentidos con sus propias sociedades, que son el tipo de sociedades en las que desearía vivir buena parte de la humanidad.

A la visión radical del mundo le gusta regodearse con la exhibición decepcionada de lo imperfecto, lo normal y lo ordinario. El radicalismo, llegó a decir, es «un grito contra lo real en nombre de lo incognoscible». No hay duda de que sus tesis no fueron bien aceptadas. Su libro Pensadores de la nueva izquierda (1985), corregido y reeditado en 2015 como Fools, Frauds and Firebrands, supuso para él «el principio del fin» de su carrera universitaria. Pero siempre sostuvo que los pensadores de izquierda, en su defensa de supuestos grandes ideales (emancipación, justicia social, etc.), desprestigiaban las instituciones mediadoras. Pretendiendo sustituir todo lo imperfecto por lo perfecto, persiguen el ideal abstracto mientras pisotean la realidad, y lo que nos dejan al final es una comunidad debilitada y frustrada ante unos ideales irrealizables. Scruton no tenía ningún aprecio por los negadores de la verdad. Como afirmó en Modern Philosophy: «Un escritor que dice que no hay verdades, o que toda la verdad es “meramente relativa”, te está pidiendo que no lo creas. Por lo tanto, no lo hagas».

III

Roger Scruton fue un compositor aficionado. Escribió un par de óperas y varias canciones. En Three Lorca Songs puso música a tres poemas de Lorca: «Casida de la rosa», «Canción del jinete» y «Despedida». En su último cumpleaños, el 27 de mayo de 2019, la soprano Emily van Evera interpretó para él estas tres canciones. La más emotiva fue, como es fácil de entender, «Despedida», cuya melodía acompañó a Scruton durante los siguientes meses. Estos son los versos de Lorca:

Si muero,

dejad el balcón abierto.

El niño come naranjas.

(Desde mi balcón lo veo.)

El segador siega el trigo.

(Desde mi balcón lo siento.)

¡Si muero,

dejad el balcón abierto!

G. L.