El tema de este libro es la filosofía «moderna»; de acuerdo con la opinión corriente, creo que la filosofía moderna comienza con Descartes y que su manifestación reciente más relevante se encuentra en los escritos de Ludwig Wittgenstein. Espero justificar estos extremos, si bien mi objetivo principal consiste en presentar la historia de la filosofía moderna occidental con la mayor brevedad posible.
Mi intención es que el contenido de este libro sea comprensible incluso para quienes no disponen de un conocimiento específico de la filosofía analítica contemporánea. Desgraciadamente, resulta muy difícil describir la naturaleza de la filosofía con la concisión que sería deseable; la única satisfacción de quien tal pretenda consiste en saber que cualquier solución al problema de qué es la filosofía solo será convincente si alcanza esa ansiada brevedad. Cuanto más se matizan los elementos de una explicación prolija, más nos vemos obligados a concluir que el solo planteamiento del problema en cuestión es ya, por sí mismo, el tema principal de toda investigación filosófica. No hace falta decir que mi exposición de la naturaleza de la filosofía ha de reflejar el punto de vista filosófico particular por el que me siento personalmente atraído; a los ojos del lector, su único mérito consiste en hallarse inspirada por la obra de un filósofo que es además un contemporáneo suyo.
La naturaleza de la filosofía puede derivarse de una doble oposición: respecto de la ciencia por un lado, y respecto de la teología por el otro. Dicho con sencillez, la ciencia es el reino de la investigación empírica, y surge del esfuerzo por comprender el mundo tal y como lo percibimos, con el fin de predecir y explicar hechos observables y formular las «leyes de la naturaleza» (en caso de que existan) de acuerdo con las cuales ha de explicarse el decurso de la experiencia humana. Ahora bien, toda ciencia genera cierto número de interrogantes que están fuera del alcance de sus propios métodos de investigación y que, en consecuencia, es incapaz de resolver. Considérese, a propósito de tal o cual acontecimiento puntual, el problema de la causa. La solución científica tendrá que formularse según los hechos y las condiciones anteriores, junto con ciertas leyes o hipótesis, que relacionen el hecho que se ha de explicar con los hechos que lo explican. No obstante, podría plantearse el mismo problema respecto de estos otros hechos y, si se diera el mismo tipo de solución, la serie de causas —al menos potencialmente— continuaría eternamente, retrocediendo en la infinitud del tiempo. Advertida esta posibilidad, cabría plantearse un nuevo problema: la pregunta por la causa misma de la serie o, de un modo aún más abstracto, la pregunta por la existencia misma de los hechos; no solo por este o aquel, sino por el hecho de que existan. En la naturaleza del hecho, la investigación científica —que nos lleva de lo dado a lo que lo explica— presupone la existencia de las cosas. De ahí que no pueda solucionar nuestro problema más abstracto y embarazoso, que parece quedar fuera del ámbito propio de la investigación científica y, al mismo tiempo, surgir naturalmente de él. No será, pues, la ciencia quien aporte la solución y, sin embargo, no es absurdo sugerir que tiene que haberla.
Una y otra vez nos encontramos con que la ciencia genera problemas que escapan a su capacidad de solucionarlos. Estos problemas se han denominado metafísicos y forman parte característica e inexcusable del objeto de la filosofía. Ahora bien, al considerar el problema metafísico concreto aludido más arriba, podría recurrirse a algún sistema crediticio de teología. Quien tal hiciera, encontraría la solución adecuada en la invocación de Dios como causa primera y fin último de todo. Pero si la invocación se apoyara únicamente en la fe, no encontraría más base racional que la que quepa atribuir a la revelación. Quien deja el problema en manos de la fe y no se sigue cuestionando su validez dispone ya —en cierto sentido— de una filosofía. Ha afirmado su postulado con una doctrina metafísica, pero ha afirmado esta dogmáticamente: no será para el individuo en cuestión ni la conclusión de un argumento razonado ni el resultado de especulación metafísica alguna. Se tratará, simplemente, de una idea normalmente admitida cuyo mérito intelectual es dar soluciones a enigmas metafísicos, pero con la peculiar desventaja de no añadir solidez alguna a las soluciones que no estuvieran ya contenidas en la suposición dogmática de principio.
Cualquier intento de dar un fundamento racional a la teología constituirá por sí mismo —puesto que la teología da soluciones a problemas metafísicos— una forma de pensamiento filosófico. No es sorprendente, pues, que, si bien la teología por sí sola no es filosofía, la cuestión de su posibili dad haya sido, y en cierta medida siga siendo, el problema principal de la filosofía.
Al margen de los problemas metafísicos del tipo ya mencionado, existen otros que tienen prima facie cierto derecho a ser considerados filosóficos. En particular, los problemas de método, tipificados en dos disciplinas: la epistemología (o teoría del conocimiento) y la lógica. Del mismo modo que la investigación científica puede remontarse hasta el punto en que se convierte en metafísica, cabe también cuestionar su propio método inquiriendo reiteradamente las razones que respaldan sus afirmaciones particulares. La ciencia da lugar, así, a los estudios de lógica y epistemología, y la tentación de estimar vacías y carentes de sentido las conclusiones obtenidas por tales disciplinas, o de considerar insolubles sus problemas, es ya una opinión filosófica, tan necesitada de pruebas como las alternativas menos escépticas.
A la metafísica, la lógica y la epistemología hay que añadir la ética, la estética y la filosofía política, pues, también aquí, nada más indagar las bases de nuestro pensamiento, escalamos niveles de abstracción donde la investigación empírica no puede proporcionarnos ninguna solución satisfactoria. Por ejemplo, si bien todo el mundo admite que el principio moral que prohíbe el robo comporta abstenerse de robar en cualquier caso, nadie negará que el robo de un trozo de pan, a quien no tiene necesidad de él, por parte de un mendigo, es un acto que debe considerarse de manera distinta al del robo de un objeto valioso por parte de un hombre rico. Ahora bien, ¿por qué consideramos estos dos actos de manera diferente?, ¿cómo conciliar esta actitud —en caso de hacerlo— con la admisión del principio moral y cómo justificar este? Todos estos interrogantes nos conducen a disciplinas filosóficas bien diferenciadas; la esfera de la moralidad, del derecho y de la política van quedando atrás y nos descubrimos en pos de abstracciones, desconfiando a menudo de su capacidad de sostener un sistema de creencias y, con frecuencia, con la tentación de refugiarnos de nuevo en los dogmas de la teología.
¿Qué distingue, pues, el pensamiento filosófico? Las cuestiones que se plantean los filósofos poseen dos rasgos distintivos que podrían servirnos para una caracterización de partida: la abstracción y el interés por la verdad. Al referirme a la abstracción quiero decir, en líneas generales, que los problemas filosóficos surgen al final de las restantes investigaciones, cuando los problemas relativos a cosas, acontecimientos y dificultades prácticas particulares ya se han resuelto según los métodos usuales, y cuando se cuestionan o bien esos mismos métodos o bien la doctrina metafísica que parece presuponer su aplicación. De aquí que los problemas de la filosofía y los sistemas concebidos para resolverlos se formulen en términos acordes, no con el reino de lo real, sino con el de lo posible y lo necesario: de lo que puede ser y de lo que debe ser, en lugar de lo que es.
El segundo rasgo —el interés por la verdad— se diría demasiado evidente para ser mencionado. Pero se lo olvida con demasiada frecuencia y, cuando esto ocurre, la filosofía corre el peligro de degenerar en retórica. Los interrogantes que la filosofía se plantea pueden caracterizarse por carecer de solución; de hecho, algunos filósofos han llegado a creerlo así. Sin embargo, son problemas, y sus soluciones han de evaluarse junto con las pruebas aducidas para determinar si son verdaderas o falsas. Si no hay soluciones, todas las soluciones supuestas son falsas. Pero si alguien propone una solución, debe aportar razones que permitan creer en ella.
A lo largo de este libro repasaremos autores y escuelas basados en lo que cabría llamar «metafilosofía», esto es, en una teoría relativa a la naturaleza del pensamiento filosófico, consagrada a explicar la posibilidad de una disciplina intelectual que es, a un tiempo, completamente abstracta y, sin embargo, está dedicada a la consecución de la verdad. Tales metafilosofías suelen ser de dos tipos, según sea la especulación o el análisis el objetivo que atribuyan al pensamiento filosófico.
Algunos sostienen —siguiendo la tradición platónica y pitagórica— que la filosofía es de carácter abstracto porque consiste en el estudio especulativo de cosas abstractas, en particular de ciertos objetos o ciertos mundos, inaccesibles a la experiencia. Tales filosofías tienden sin duda a denigrar la investigación empírica, aduciendo que esta aspira a verdades a medias, ya que se limita a estudiar la apariencia, en tanto que la filosofía especulativa posee la superior virtud de pertenecer al reino de la necesidad, donde se le revelan los verdaderos contenidos del mundo (o los contenidos del mundo verdadero). Otros consideran que la filosofía alcanza la abstracción no porque especule sobre otro mundo más elevado, sino debido a que se ocupa de la tarea, mucho más pedestre, de la crítica intelectual, estudiando los métodos y fines de nuestras formas específicas de pensamiento, con objeto de elaborar conclusiones relativas a sus límites y a su validez. La abstracción es, pura y simplemente, abstracción a partir de lo particular; no abstracción hacia otra cosa, en particular hacia algún otro reino del ser. Por lo que respecta a la búsqueda de la verdad, la explicación es bien sencilla: no es más que una consecuencia del deseo de determinar lo que puede conocerse, lo que puede probarse; la verdad filosófica es simplemente la verdad sobre los límites del entendimiento humano.
Esta filosofía analítica o crítica, que alcanzó su más alto magisterio con los escritos de Kant, ha dominado también la filosofía anglosajona del siglo XX bajo la forma concreta de análisis «lingüístico» o «conceptual». Pero la historia del tema sugiere que, por lo que respecta a los problemas de la filosofía, el análisis —con independencia del nivel al que sea practicado— acarrea siempre una cierta aspiración hacia la síntesis y la especulación. Al margen de la estrechez de miras que parezca tener a primera vista una determinada filosofía, al margen de que pueda parecemos un juego meramente verbal o un artificio lógico, no hay duda de que conducirá, de manera convincente, a conclusiones de implicaciones metafísicas tan vastas como las de cualquiera de los grandes sistemas especulativos.
Se apuntó anteriormente que un rasgo esencial del pensamiento filosófico era tener la verdad por objetivo último. Pero ante la desconcertante variedad de conclusiones, el carácter contradictorio de los métodos y la oscuridad de las premisas de los filósofos, el lector profano podría muy bien pensar o que dicho objetivo es inalcanzable o que se trata más de un buen propósito que de una intención seria. Sin duda —diría—, si hay algo que se llama investigación filosófica, algo que se propone y produce la verdad, entonces tiene que haber progreso en filosofía, premisas aceptadas, conclusiones sólidas; en resumen, tiene que darse esa superación escalonada que observamos en las ciencias naturales, cuando se consagran los nuevos resultados y se descartan los antiguos. Y, sin embargo, no vemos tal cosa; las obras de Platón y de Aristóteles se estudian hoy con la misma devoción de siempre, y el filósofo moderno tiene la misma necesidad de conocer sus razonamientos que sus contemporáneos. Por el contrario, el hombre de ciencia, si bien puede sentirse atraído por la historia de su disciplina, se permite a menudo ignorarla impunemente. Un físico moderno que nunca haya oído hablar de Arquímedes puede muy bien estar al corriente de los conocimientos comúnmente aceptados en el ámbito de su especialidad.
Una posible respuesta a este escepticismo sería afirmar que hay progreso en filosofía, pero que se trata de una disciplina particularmente difícil. Se encuentra en el límite del entendimiento humano; en consecuencia, el progreso es lento. También lo sería aducir que su naturaleza es tal que todo intento constituye un nuevo comienzo, que no puede dar nada por sentado y que raramente alcanza conclusiones que no hayan sido ya enunciadas de otra forma, revestidas con el lenguaje de algún otro sistema. Llegados a este punto, sería útil comparar la filosofía con la ciencia por un lado y con la literatura por el otro. Tal como apuntábamos, el científico puede ignorar con la mayor impunidad todo lo relativo a su disciplina, excepto su más reciente historia y, a pesar de ello, ser una autoridad en ella. Por el contrario, cualquier individuo con una muy pequeña preparación en el campo de la física (de ese campo que normalmente se da por verdadero) puede, sin embargo, revelarse como un historiador competente de la materia, capaz de explorar y exponer los presupuestos intelectuales y la significación histórica de muchas hipótesis periclitadas y muchas formas de pensamiento caducas. (Así, vemos que la ciencia y la historia de la ciencia comienzan a ser disciplinas académicas separables, sin que apenas se entrecrucen ni sus problemas ni sus resultados.)
No obstante, si nos fijamos en la literatura nos encontramos con una situación del todo diferente. En primer lugar, no cabe aquí en modo alguno hablar de progreso; puesto que ni siquiera sabemos en qué sentido podría progresarse. La ciencia, que tiende a la verdad, se basa en lo ya establecido y disfruta del inalienable derecho a destruir los más ingeniosos y bellos sistemas establecidos. Así, Copérnico y Galileo demolieron la cosmología ptolemaica y aristotélica. De donde se deduce que un hombre puede ser el especialista más ilustre en este tema sin haber oído hablar nunca de Ptolomeo y ni siquiera de Aristóteles. Por el contrario, la literatura tiene sus altibajos, pero en absoluto nos produce la impresión de un progreso necesario entre momentos distintos de su historia. La perspectiva del paisaje cambia con el tiempo: lo que descollaba se minimiza y —con menor frecuencia— lo que ahora nos parece insignificante quizá no lo sea cuando se considera a la distancia adecuada. Pero no hay progreso más allá de Homero o de Shakespeare, ni tampoco cabe esperar que hombre alguno, sea cual sea su inteligencia, por haberse nutrido de toda la literatura producida con anterioridad a él, esté en condiciones de escribir tan bien o mejor que aquellos, ni siquiera de entender lo que ha leído. Los estudios literarios presentan dos rasgos relevantes, aparte de esta evidente falta de dirección: primero, es imposible introducirse en la historia de la literatura sin una cabal comprensión de esta; segundo, no cabe esperar que del estudio exclusivo de las obras contemporáneas se derive una comprensión plena de la literatura. Historia y crítica se entrecruzan y dependen aquí una de otra; en la ciencia son independientes.
La filosofía parece ocupar un espacio intermedio entre la ciencia y la literatura. Por una parte, es posible afrontarla con un espíritu completamente ahistórico —como Wittgenstein—, ignorando los resultados de los filósofos anteriores y presentando los problemas filosóficos en términos no relacionados directamente con la tradición de la disciplina. Gran parte de la filosofía contemporánea es ahistórica en este sentido y no suele ser peor por ello. Los filósofos han sabido aislar toda una serie de problemas que abordan de un modo que afecta intensamente al último pensamiento, con la intención de mejorarlo. Con ello, aparece la imagen de unos «resultados establecidos» y de un movimiento que, como es progresivo, puede permitirse ser ahistórico. Pero, con una pequeña dosis de ingenio, no es difícil descubrir, en la obra de algún filósofo anterior, no solo la opinión aceptada más reciente, sino también alguna sorprendente imitación de los argumentos aducidos para sostenerla. El descubrimiento de que los últimos hallazgos ya habían sido anticipados por Aristóteles, por ejemplo, se ha producido en multitud de ocasiones a lo largo de la historia de la filosofía y siempre de manera que ha propiciado la instauración de nuevas líneas de investigación, de nuevas dificultades y objeciones en torno a la posición adoptada, fuera esta la teología escolástica de Tomás de Aquino, la metafísica romántica de Hegel o el frío análisis de la filosofía lingüística contemporánea.
Por lo demás, resulta incuestionable que el acercamiento a las obras de los filósofos clásicos, sin la adquisición previa de una competencia filosófica independiente desemboca en malentendidos. Un enfoque meramente «histórico» desfigura tanto la filosofía de Descartes o de Leibniz como las obras de Shakespeare o la poesía de Dante. Comprender el pensamiento de estos filósofos es enfrentarse a los mismos problemas a que ellos se enfrentaron, problemas que siguen siendo, hoy como ayer, objeto de la investigación filosófica. No considerar «clausurados» o superados los temas tratados por los filósofos tradicionales constituye casi una condición previa para comprender su pensamiento. Cuanto más se les considera de este modo, tanto más se les desplaza del lugar central que ocupan en la historia de la disciplina. (De la misma manera que el poeta cuyos intereses son estrictamente personales no alcanza a figurar en la nómina de los grandes autores.) Desde ese punto de vista, muy pronto se llega a la conclusión de que dos filósofos pueden alcanzar resultados parecidos, pero con exposiciones tan diferentes que merecen un tratamiento equivalente en la historia de la filosofía. Este es el caso de Guillermo de Ockham y Hume, de Hegel y Sartre. En las páginas siguientes nos encontraremos repetidamente con este fenómeno.
Nos hallamos ya en condiciones de hacer una distinción preliminar de suma importancia entre historia de la filosofía e «historia de las ideas». Una idea puede tener una historia compleja e interesante, aun cuando carezca de valor para cualquier filósofo. (Por ejemplo, la idea de que hay más de un dios.) De la misma manera, una idea puede tener un denso contenido filosófico pero no deber su influencia a su verdad, sino al deseo de los hombres de creer en ella. (Cf. la idea de redención.) Para formar parte de la historia de la filosofía, una idea debe poseer una significación filosófica intrínseca, capaz de despertar el interés del hombre contemporáneo y de representar algo discutible y hasta verdadero. Para formar parte de la historia de las ideas solo se requiere que la idea en cuestión tenga influencia histórica en los asuntos humanos. La historia de la filosofía debe considerar toda idea en relación con el razonamiento que la sustenta, y es caer en veleidades prestar demasiada atención a sus manifestaciones más vulgares o buscar antecedentes en sistemas que no tienen valor filosófico. Sin duda, procede adecuadamente el historiador de la filosofía que se ocupa de la ética de Kant e ignora La voluntad determinada de Lutero, aun cuando, desde el punto de vista histórico, la primera habría sido imposible si no se hubiera escrito la segunda. Una vez admitido esto, debemos reconocer que el mejor método para la reconstrucción de la historia de la filosofía puede estar en desacuerdo con las prácticas del historiador de las ideas. Puede resultarle conveniente al filósofo extraer una idea del contexto en que se concibiera para enunciarla de nuevo con un lenguaje más directo y accesible con el único fin de evaluar su verdad. La historia de la filosofía se convierte entonces en una disciplina de carácter filosófico y no histórico.
Si el historiador de la filosofía se deja influir, debe procurar que no se trate de influencias derivadas del atractivo práctico o emocional, sino de la fuerza lógica de las ideas. De ahí que la influencia de Hume o de Kant fuera de gran importancia filosófica, mientras que la de Voltaire o la de Diderot fuera relativamente insignificante. Para el historiador de las ideas estos cuatro pensadores pertenecen a un único movimiento, denominado Ilustración, y, por lo que se refiere a los asuntos humanos —donde lo que cuenta no es la fuerza lógica sino el impacto social de las ideas—, resulta extraordinariamente difícil establecer su influencia.
Puede ocurrir que el historiador de las ideas y el historiador de la filosofía se ocupen de un mismo sistema de pensamiento; pero lo harán con intereses contrapuestos, necesitando dotes intelectuales diferentes. La influencia histórica de El contrato social de Rousseau fue enorme; para estudiarla no se requiere mayor bagaje filosófico que el de aquellos en quienes se dejó sentir con más profundidad esa influencia: hombres de letras, soberanos ilustrados, agitadores sociales. Sin embargo, el problema de su interés filosófico es otro y, para acercarse a él desde una perspectiva filosófica, se deben comprender y enunciar sus conclusiones con la intención exclusiva de determinar su verdad. Para ello se precisa una formación diferente de la de los afectados por la doctrina. Cabe llegar a la conclusión —no precisamente en el caso que comentamos, pero sí, por ejemplo, en el de Los derechos del hombre de Tom Paine— de que una obra filosófica de extraordinaria importancia histórica no tiene un puesto de relieve en la historia de la filosofía.
El lector deberá tener presente esta distinción entre historia de la filosofía e historia de las ideas al recorrer las páginas de este libro y recordar que la historia que aquí se le ofrece es a un tiempo el resultado y el origen del estado actual de la reflexión filosófica. Sin embargo, mi método no consistirá en exponer con detalle los razonamientos de los filósofos, sino en bosquejar sus principales conclusiones, su significación filosófica y las diversas razones que llevaron a los autores a adoptarlas.