Cientos de lápidas, que en su conjunto me hacen pensar en una pequeña ciudad de grises edificios de cemento, pueblan el cementerio de la Comunidad Sefaradí de Chile de la calle Unión, en pleno barrio Recoleta. Ninguna de ellas supera el metro de altura y todas resumen en dos líneas las vidas de sus propietarios:
Nació en...
Murió en...
En ciertos casos, la placa conmemora a uno o más de los cargos filiales que ocupó el inquilino de la pequeña parcela, precedido por un adjetivo exclamativo: «amado esposo», «abnegada madre», «adorado hijo». En eso es igual a cualquier otro cementerio. Lo que diferencia a un cementerio judío es que en la mayoría de las azoteas de estos edificios mortuorios, en lugar de flores, hay piedras11: las tumbas con más visitas presumen su popularidad amontonándolas a destajo. Pequeñas rocas o piedras redondas y suaves, trozos de cemento y algunos terrones incluso. Pero hay otras peladas, que solo acumulan polvo y que han ido perdiendo la tinta de sus inscripciones, dejando nombres apenas legibles. Son los olvidados, los abandonados, o los que no tuvieron descendencia que pudiera velarlos.
Al fondo, a la sombra del muro que separa el cementerio judío del cristiano, en una de las calles más angostas del mausoleo, la tierra —que hasta hace unos días cubría la tumba de mi abuelo Yakov— está apilada a un costado del hoyo esperando volver a su lugar original, una vez que haya sucedido el reencuentro final, luego de más de treinta y cinco años de espera. En el suelo, esperando ser repuesta en su lugar original, la placa de mármol blanco que le dedicó Dezi a su marido:
EL TIEMPO VUELA ;
EL SOL SE APAGA ;
EL AMOR QUEDA ;
PRONTO LLEGARÁ ESE DÍA ;
QUE VOLVAMOS A ENCONTRARNOS;
Y SEREMOS DIFERENTES ;
PERO EL AMOR SEGUIRÁ IGUAL
«Hoy ha llegado ese día», pienso mientras entro junto a Camila, mi novia, por las puertas cubiertas de grafitis sobre equipos de fútbol y sus rivales. Ya hay gente conglomerada en el pequeño salón de ceremonias donde se realizarán las primeras plegarias antes de llevar a Dezi a su morada final. Supongo que el lugar es feo a propósito, para evitar cualquier tipo de superficialidad. Son básicamente cuatro paredes blancas corroídas y un puñado de asientos insuficientes, donde nos apiñamos alrededor del cajón de madera cubierto por un talit de terciopelo azul y una estrella dorada bordada al centro12. Recojo una kipá sucia del canasto de mimbre y me siento en primera fila junto al resto de mi familia; si estirase la mano podría tocar el ataúd. Queda poco espacio: los Alvo vinieron en masa. Los Kalderon son menos. Hay amigos, familiares y varios desconocidos. Hace calor. El rabino hace un gesto de silencio. El murmullo baja:
—Estamos aquí, hoy reunidos —dice con voz ceremonial de rabino—, para despedirnos de Dezi.
El discurso suena reiterado, como sacado del manual para rabinos en un funeral. Complementa con algunos cánticos en hebreo y pregunta si alguien quiere decir algunas palabras. Al igual que cuando un mago busca voluntarios, el público se repliega en sí mismo evitando sostenerle la mirada. Hay tristeza en el ambiente. Levanto la mano. Estoy más conmovido de lo que pensaba. Tengo la voz entrecortada. Comienzo a hablar en automático pero me sale un sonido apenas perceptible. Se supone que por antonomasia ocupo el lugar del portavoz de la familia, sin embargo, ahora no sé qué decir y me parece que no le estoy haciendo justicia a mi abuelita, pero ya es muy tarde para volverme a sentar. Miles de pensamientos se me vienen a la mente. Parto de nuevo.
»La primera imagen que se me viene a la memoria cuando pienso en ella es cuando los pacos —no debí decir pacos— nos pararon por algún motivo y ella, para sacarse el parte, empieza a cantarles lo que suponía debió haber sido el jingle de la institución, “un amigo en tu camino”, solo que nunca existió ese arreglo: lo improvisaba acompañado de una pequeña coreografía de manos. —Hago el gesto—. El carabinero sonríe y le devuelve los documentos con un “siga por favor” y una sonrisa. Esa era ella. La que no se dejaba amedrentar por nada. La que me dijo: “Hazlo. Y si te da miedo, hazlo con miedo”. La que sacaba palabras nuevas del sombrero y se extrañaba de que nadie más las entendiera. La que usaba dichos extraños en las circunstancias precisas.
»Si uno se aparecía de sorpresa por su casa, te traía un plato cocinado hace horas pero que era “especialmente para ti”, haciendo gala de su clarividencia. Ella, la abuelita, que había pasado por el infierno, fue capaz de reconstruir una vida, no donde estaba, sino de nuevo. Formó una familia, tuvo tres hijos, nueve nietos y varios bisnietos. Pero nunca, nunca, se dejó victimizar por su pasado. Transformó el dolor en su fuerza motora para superarse y salir fortalecida.
»Esa era ella.
»Las personas más lindas son las que se han enfrentado a grandes derrotas, que han conocido el sufrimiento, han conocido la lucha, la pérdida, y han encontrado su camino desde lo más hondo. Esas personas tienen una apreciación, una sensibilidad y un entendimiento de la vida que las llena de compasión, amabilidad y una profunda preocupación. Las personas más lindas no surgen de la nada. Ella, la abuelita, la Dezika, no surgió de la nada. Y es una de las personas más lindas que conocí.»
Me vuelvo a sentar.
Se me ocurren demasiado tarde un par de anécdotas que tal vez hubiesen causado gracia. Un pequeño chillido, casi inaudible, desvía mi atención. Es Pepito que intenta reprimir el llanto, pero el resultado es peor: está deshecho. Sigue el turno de mi tía de subir al podio. Lo hace maravillosamente y logra conmovernos a todos diciendo «ella sobrevivió para nosotros. Por nosotros». Hay lágrimas, pero no tristeza.
El rabino toma la posta y dice algunas brajot13. Amén, amén. Nuevamente pide voluntarios, esta vez para llevar el cajón a su última morada. Las manos llueven. No pueden ser ni los hijos ni mujeres. Muchas manos bajan. Tomo parte de la procesión y al levantar el cajón hago un sobreesfuerzo, como cuando se calcula mal el peso de un vaso y se derrama su contenido por la fuerza desmedida. «¿Cómo puede ser que alguien que ha vivido tanto pueda pesar tan poco?», es lo único que logro pensar. Las lágrimas aún no llegan. Muy despacio nos acercamos hacia el sepulcro, con las pilas de tierra puestas a cada lado del foso que desde hacía más de tres décadas encerraba dos corazones en un mismo ataúd.
El rabino dice unas últimas palabras en hebreo, sin preocuparse por traducirlas. Con una hoja de afeitar rasga las vestiduras de los tres hijos, emulando el gesto bíblico de Yaacov al enterarse de la muerte de Yosef. Es nuestra manera de obligarnos a sufrir, a vivir la pena y no eludirla. Me parece que si hay algo de lo que el judaísmo sabe es de la relación con la muerte: para que todos sepan que estamos de duelo exteriorizamos las emociones rompiendo la ropa que llevamos puesta. Primero con un cuchillo y luego con las manos, introduciendo los dedos en el corte para hacerla propia. El rabino va en orden: primero mi mamá, la mayor, luego mi tía, que alcanzó a llegar desde Israel para escuchar su último suspiro. La camisa de mi tío Pepe es más resistente. «Lino lino, 100% traído de Egipto», se habría jactado en otras circunstancias. Es tragicómico el esfuerzo del rabino por romperla, pero el exabrupto surgido cuando rasga más allá de lo prudente, raya en lo absurdo. «Cresta», estoy casi seguro de haberlo escuchado decir. La camisa está prácticamente partida en dos y es la que deberá llevar Pepito durante los siete días que dure la shivá. Me da hipo: es la respuesta de mi cuerpo para camuflar la risa con un sonido que puede pasar por llanto. Me recuerda que hay matices, que todo tiene su tiempo, «un tiempo para llorar y un tiempo para reír», como había dicho hace instantes el rabino, salvo que aquí ocurren ambos a la vez y aparece el gruñido de la risa ahogada. Para evitar el contagio histérico, el rabino da la orden y el féretro comienza a descender. Ahora debemos turnarnos la pala y depositar toda la tierra de vuelta en la fosa, hasta cubrir los dos cajones.
En once meses más, cuando se erija oficialmente la lápida, esta dirá:
JAKOV KALDERON ARUESTI
18-09-1924 24-04-1978
DEZI BARSILAI HERRERA
19-07-1925 11-01-2014
Mi mamá mira a mi papá, le susurra «ya no tengo padres». El rabino comienza con la plegaria final.
—...que descanse en su lugar de reposo en paz, y digamos: Amén.