Dezi, mi abuela, no nos habló mucho de su infancia en Grecia. Ni a mí ni a sus hijos. Celebrábamos ritualmente su cumpleaños cada 2 de mayo entre olores a pan dulce, tortas y empanadas de jandrasho. Nunca me cuestioné que esa no fuese su verdadera fecha de nacimiento, hasta que, buceando por caramelos en las profundidades de una cartera que parecía no tener fin, me topé con su cédula de identidad que apuntaba al 19 de julio como su fecha de origen. La miré curioso.
—Elegí celebrar mi segundo nacimiento en vez del primero; cuando fuimos liberados de Auschwitz. Ahí volví a la vida. —Fue todo lo que me dijo y nunca más volvimos a hablar del tema.
Para ella no era tabú. Para mí sí.
No podía imaginarme a esta señora delgada y bajita, que llevaba orgullosamente en su Mazda plateado a todos quienes hicieran dedo, siendo torturada por soldados alemanes. Ella, que se preocupaba por decirles a todos los que se subían a su auto que era judía y así —con un servicio de transporte gratuito de cuarenta kilómetros por hora— mejorar la imagen de un pueblo lleno de enemigos, no podía haber pasado por los horrores de Auschwitz.
Tampoco necesitaba que me lo dijera. El miedo había quedado tan arraigado en su ADN, que yo podía sentirlo dos generaciones después, sin necesidad de un relato. El hecho de hablar de nazis y campos de exterminio sigue provocándome el mismo efecto que una uña arañando un pizarrón: una reacción tan desagradable como involuntaria y automática. Prefería no saber. No, lo que no quería era imaginar, no quería recrear esa imagen mental ni evocar sus recuerdos. Ella no dejó ser definida por eso. Jamás se dejó victimizar ni quiso ser recordada como una de esas mujeres que no piensan en otra cosa más que en su doloroso pasado, y siempre tuvo la elección de actuar como una sobreviviente que toma el sufrimiento con humildad, o una víctima, que lo enarbola con orgullo.
Quizás esa fuera una de la razones de su sobrevivencia: hizo de la esperanza una armadura para el dolor, convirtiendo los recuerdos en cosas selladas.
Pero volvamos a intentar recuperar su infancia, antes de que la barbarie corriera el velo de la ingenuidad: es el año 1935 en la Jerusalén de los Balcanes, Salónica7. La población es mayoritariamente judía y todos hablan ladino, ese judeoespañol medieval con algunas mezclas de hebreo, que suena a palabras inventadas o mal dichas.
David, panadero de profesión y herrero por heráldica, despierta a las cinco de la mañana, antes de que despunte el sol, y recorre en total oscuridad las doce cuadras que lo separan de su trabajo. Se enfunda su traje panaderil para comenzar a amasar la harina con sus grandes y pesadas manos —que perfectamente podrían prescindir del uslero— y elabora diversas recetas. Su especialidad: el nuevo pan de Viena, que emplea vapor de agua en sus primeras etapas de cocción, consiguiendo una corteza dura y crujiente. «El secreto está en la crocancia, Dudún», le decía a su hija cuando lo acompañaba al trabajo. Su mayor orgullo era la costra fina y brillante que bautizó con su propio apellido en diversos formatos: molde, barra o individual. Aún no lo sabe, pero el pan duro con una corteza de hongos, esa bazofia repugnante que no se la daría ni a los gatos de Kalamaria, sería lo que salvaría a su hija de la inanición algunos años después.
El negocio no prospera, la clientela no crece y los ingresos escasean, pero David mantiene la rutina: luego de tener las manos en la masa todo el día, en una soledad fantasmal, sin personal de apoyo, llega a casa, se acicala de punta en blanco (literalmente: traje blanco, camisa blanca y pantalones blancos), para ir a su café habitual y ponerse al día con los amigos.
Hoy es un día especial: Alberto, el primogénito, ha anunciado que se casa. Ronda para todos. Al principio la mezcla de ouzo y agua es meticulosamente aplicada en partes iguales, pero a medida que sube la música y comienzan los bailes, el agua escasea tanto como el pudor. Son en su mayoría judíos sefardíes, a quienes el gen de la inhibición no les fue heredado del todo. Platos al suelo, brazos al aire y muchos gritos de alegría siguen a cada brindis. David abraza a un puñado de amigos a quienes les puede sentir el anís en la saliva, bailando, dando saltos en el aire y golpeando el piso con los puños8.
Pero es viernes y la tradición indica que debe volver a cenar con la familia para celebrar shabat, además, es el encargado de llevar la jalá, trenzada y horneada por él mismo, y bendecir el vino que debía traer de la taberna. En casa lo espera Yamila con la cena lista. La imagen clásica de la esposa abnegada: luego de pasarse todo el día ajándose las manos lavando ropa de extraños a cambio de unos cientos de dracmas, llega a casa a cocinar durante el resto del día para recibir a su familia con un banquete digno de reyes, dominando como nadie el arte de la supervivencia mediterránea con los ingredientes más baratos de la feria (berenjenas, aceitunas y zapallos), bajo la consigna de no tirar jamás nada. Yanyá, como la conocen todos, sabe que el núcleo de toda cultura está constituido por su gastronomía, así que hoy, como manda la tradición, hay hamin: un ragout de carne con legumbres secas (trigo, garbanzos y porotos blancos) cocido durante todo el día a fuego lento. Un delicioso estofado de sobras.
Como perro en carnicería, Dezi sirve la mesa para cinco: los novios cenarán en casa para celebrar el compromiso, aunque de momento están solas en casa, sin rastro de los comensales que vienen ya con bastante retraso. Mira la comida con ansias bajo la atenta y cómplice mirada de la madre. Aun cuando sabe que es impensado comer antes de que llegue David, Yamila le cierra un ojo aprobativo para que se robe el huevo duro cocido en café y vinagre; una excepción que únicamente autorizaría el día de su cumpleaños y en Purim, así que Dezi lo acepta de inmediato «antes de que se arrepienta el faraón», como solía decir su padre ante las oportunidades que se presentan.
—Tómame cuando me ves... —le dice en complicidad Yamila.
—Y no cuando me quieres —responde Dezi con la boca llena.
Mientras se lo devora en dos mordidas cargadas de pimienta y sal, piensa que si su madre no le hubiese dado permiso se lo estaría comiendo igual, solo que con más culpa y a mayor velocidad, escondida en la pieza mirándose en el nuevo espejo que había recibido de regalo por la mañana. Cumplía nueve años, o diez. No podía esperar a que la vida empezara y su cuerpo creciera.
—¿Mamá?
Yamila levanta una ceja por toda respuesta, mientras termina las últimas labores del chape blanche que disfrutarán de postre, mezclando azúcar, agua y limón.
—¿Por qué se tiene que ir Alberto? —pregunta Dezi.
—Tu papá lo decidió así. —Era la respuesta obvia.
—Sí... pero ¿por qué? —ya no quedaban rastros del huevo y discretamente alargaba la mano por el segundo—, ¿tiene que ver con las marcas de la casa?
—En parte. —Yamila la mira buscando rastros de miedo—. Y porque tu papá no quiere que Alberto haga el servicio militar. Deja ese huevo tranquilo pishundeta.
—No quiero que se vaya. —Esconde las manos tras la espalda—. Y menos que se case con ella. La odio.
Como si oyera el llamado, el primero en llegar es el novio. Entra en la cocina con guitarra en mano entonando en ladino una extraña versión de cumpleaños feliz, enmarañando la pronunciación de las R, signo inequívoco del exceso de anís en la sangre. Besa a ambas mujeres en la frente y se sienta en la mesa, no sin antes robar su huevo del hamin.
—¿Y Regina? —pregunta Dezi felizmente sorprendida.
—No la invité.
—Pero... ¡pero es tu novia!
—Ya no me voy a casar. Es demasiado fea. —Toma a Dezi en brazos y la hace volar en una especie de danza arrítmica—. Pero no se lo digan todavía a papá.
—Demasiado tarde fishico, papá ya escuchó —dice David dejando la jalá en el centro de la mesa y comenzando a servir el vino en su copa.
—¡Papá! —Corre a abrazarlo Dezi.
—Primero la brajá —responde tajante—. Dudún, trae la copa de shabat.
Sin espacio a réplica, comienza con el rezo del vino y luego el del pan: Hamotzi lejem min haaretz, quien saca el pan de la tierra. Cada viernes cuando pronuncian en coro esta parte de la brajá, todos miran en sincronía a David y él asiente como diciendo «de nada». El pan es mitad obra de dios y mitad de David. Amén, amén. Dezi reparte la jalá entre los comensales. Siguiendo los pasos de un ritual propio, David toma el tercer huevo y con la boca llena le dispara una mirada inquisitiva a su primogénito, el peluquero de damas más famoso de Kinali (no precisamente por sus habilidades con las tijeras).
—¿Así que no te vas a casar? —dice la voz de su padre.
—No la conozco, papá. —Es todo lo que logra decir Alberto, escondiendo la vista.
—Eso no importa. Lo que importa es la tradición: era la prometida de tu primo y tras su muerte nos corresponde a nosotros que tomes su lugar.
—Pero...
—No hay peros. —Levanta la mano sin levantar la vista—. Se casan en un mes y parten de inmediato a Palestina. Está arreglado.
—El mazal de la fea la ermoza lo dezea9 —suelta Dezi con una risotada.
—Siempre hay un infierno peor —sentencia David—. Ahora a comer.
—Mi primo se murió a propósito, Dudún, para no casarse con Regina —le susurra en complicidad Alberto a Dezi, que no pudo evitar escupir la comida en medio de la carcajada, ante la mirada desaprobatoria de su madre.
—Mamá, este es mi plato favorito —dijo Dezi desviando la atención—. ¡Gracias!
—Como dios no podía estar en todas partes, hizo a las madres —dijo David guiñándole el ojo a su mujer y levantando la copa—. ¡Por los novios!
—Lejaim! —respondieron dos de los tres.
Sin saberlo, al casar a su hijo y enviarlo a Palestina, David y la tradición judía estaban salvándolo de recorrer Europa en un vagón de ganado para terminar depositado en Auschwitz, el campo de exterminio más infame de la historia.