5. TEÑIDO POR LA VERGÜENZA

Ahí fuera, en el lejano Manhattan, a todo un continente de distancia de Sherman Oaks, había un mundo en el que Susan podía encajar. Pero mucho más cerca, en las colinas que se alzaban sobre Ventura Boulevard, había toda una constelación de estrellas, por llamarlas de algún modo: algunas de las figuras culturales más importantes de la diáspora judía europea que, huyendo de Hitler, habían llegado a la tierra de «los limoneros, los jóvenes amantes de la playa, la arquitectura neo-Bauhaus y las hamburguesas de fantasía». Allí, bajo el radiante cielo azul del sur de California, vivían Ígor Stravinski y Arnold Schoenberg, Fritz Lang y Billy Wilder, Christopher Isherwood y Aldous Huxley, Bertolt Brecht y Thomas Mann.1

Susan se adentró en ese mundo el 28 de diciembre de 1949, cuando, en compañía de dos amigos, interrogó «a Dios», es decir, Thomas Mann, «a las seis de la tarde».

Nos quedamos paralizados y sobrecogidos delante de su casa (1550 San Remo Drive) desde las 17.30 hasta las 17.55, ensayando. Su mujer, menuda, de rostro y pelo ceniciento, salió a abrir la puerta. Él nos esperaba al fondo de una gran sala de estar, sentado en el sofá, sujetando por el collar a un gran perro negro que habíamos oído ladrar. Traje beige, corbata granate, zapatos blancos, los pies juntos, las rodillas separadas (¡Bashan!). Muy mesurado, de rostro anodino, exactamente como en las fotos. Nos condujo a su estudio (paredes forradas de librerías, por descontado). Habla de un modo lento y preciso, y tiene mucho menos acento de lo que esperaba. «Pero... oh, cuéntanos lo que dijo el oráculo...»

Sobre La montaña mágica:

La empecé antes de 1914 y la terminé, tras muchas interrupciones, en 1934 [...]

«un experimento pedagógico»

«alegórica»

«como todas las novelas alemanas, es una novela de iniciación»

«Intenté resumir todos los problemas a los que se enfrentaba Europa antes de la Segunda Guerra Mundial»

«Se trata de formular preguntas, no de ofrecer soluciones; eso sería una impertinencia»2

Susan se llevó una decepción: «Los comentarios del autor traicionan el libro por su banalidad.» Lo mismo sucedería con sus diarios. El lunes 26 de diciembre, escribió: «Día despejado.» El martes se quejó de que uno de los oídos le supuraba y anotó: «El ambiente sigue siendo cálido y soleado.» El jueves, escribió: «Entrevista por la tarde con tres estudiantes de Chicago sobre La montaña mágica.» Y luego añadió: «Mucha correspondencia, libros, manuscritos.»3

El encuentro fue tan memorable para Susan que enseguida se propuso escribir sobre el mismo. No culminaría el relato hasta 1987, casi cuarenta después, cuando publicó «Peregrinación», una historia sobre el encuentro de la adolescente que era entonces con el viejo «dios exiliado», ganador del Premio Nobel, símbolo indiscutible de la superioridad de la cultura alemana. «Peregrinación» simboliza hoy toda la infancia precoz de Susan Sontag, la chica de provincias que, a fuerza de cultivar la admiración por sus ilustres predecesores, logró ponerse a su altura. «Peregrinación» es uno de los pocos relatos autobiográficos que escribió, y puesto que revela una inseguridad que pocos hubiesen intuido tras la figura de Susan Sontag –que en 1987 apenas resultaba menos intimidante que la del propio Mann–, se ha convertido en uno de los más divulgados.

En él habla de su amistad con Merrill Rodin, un chico no solo «tranquilo, robusto y rubio», sino tan listo como ella. Como Susan, Merrill disfrutaba memorizando los 626 números del catálogo Köchel que ordenan cronológicamente las composiciones de Mozart. Era un chico que amaba lo bastante a Stravinski para sugerirle un acertijo a Susan: «¿Cuántos años más de vida para Stravinski justificarían que muriésemos ahora mismo, en el acto?» Veinte años era fácil. Tres años eran muy pocos para intercambiarlos por sus «míseras vidas de alumnos de secundaria californianos». ¿Cuatro, entonces? «Sí», escribe Susan. «Por darle a Stravinski otros cuatro años de vida, ambos estábamos dispuestos a morir en ese preciso instante.»4

Por encima de todo, Merrill era alguien con quien podía compartir su entusiasmo por la literatura. Cuando descubrió La montaña mágica en la librería Pickwick de Hollywood y «toda Europa entró en mi cabeza», la persona con la que quería compartirla era Merrill. Él también devoró la novela, y luego se le ocurrió una idea escandalosa de puro osada: conocer en persona a Thomas Mann, que vivía a escasa distancia de allí en coche, en el barrio residencial de Pacific Palisades. Susan estaba aterrada ante la idea, pero les bastó hojear el listín telefónico para dar con la dirección de Thomas Mann: número 1550 de San Remo Drive. Merrill se encargó de hacer la llamada mientras Susan esperaba en otra habitación, muerta de vergüenza. Para su asombro, la mujer que se puso el teléfono se mostró cordial y los invitó a visitar al ilustre escritor.

«Nunca había conocido a nadie que no simulara estar relajado», escribió Susan. Ante la presencia cohibida de los dos estudiantes de secundaria, la gran eminencia perora sobre varios temas, a cuál más elevado: «el destino de Alemania», «lo demoníaco», «el abismo», «el pacto fáustico con el diablo». Susan se esfuerza mucho por no decir ninguna tontería: «No podía evitar pensar (y esa es la parte del recuerdo que me resulta más conmovedora) que nuestra estupidez podía hacerle daño a Thomas Mann [...], que la estupidez siempre hacía daño, y que, puesto que veneraba a Mann, tenía el deber de protegerlo de esa influencia dañina.» Pero la incómoda reunión llegó a su fin sin que se produjera ninguna metedura de pata. «Dudo que volviéramos a hablar de ello.»

«Peregrinación» es un relato rico en simbología y marcados contrastes: entre Europa y América, entre la juventud y la vejez, entre el pasado y el futuro, entre la masculinidad rígida y la feminidad efervescente. Nos presenta a «Ella y Nella, las hermanas enanas que lideraron el boicot al Club de la Biblia que resultó en la retirada del manual de biología». Y Thomas Mann sirve a Susan para ilustrar uno de sus grandes temas: la distancia entre el mundo de sombras de las imágenes y la realidad más imperfecta de la vida. «Aprendería a ser más tolerante con la brecha entre la persona y la obra», escribió. Y añadió: «Era la primera vez que conocía a alguien sobre cuyo aspecto ya me había formado una fuerte opinión a través de las fotografías.»

Sin embargo, comparar «Peregrinación» con otros relatos de este encuentro sirve para arrojar una nueva luz sobre la experiencia que relata. Es cierto que Susan y Merrill conocieron a Thomas Mann en su casa de Pacific Palisades, pero, más allá de eso, la historia se ha reelaborado hasta tal punto –mucho más allá de las elisiones habituales cuando el recuerdo se convierte en relatoque solo puede considerarse un relato autobiográfico en el sentido más amplio del término, lo que resulta más sorprendente si cabe por el énfasis con que se anuncia su fidelidad a los detalles:

–Sí, otra voz de mujer (ambas tenían acento) que me dijo: «Al habla la señorita Mann, ¿qué desea?»

–¿Eso ha dicho? Parece que estuviera enfadada.

–No, no parecía enfadada. Tal vez haya dicho: «Aquí la señorita Mann.» No lo recuerdo, pero de verdad que no parecía enfadada. Luego ha dicho: «¿Qué desea?» No, espera, ha dicho: «¿Qué es lo que desea?»

–¿Y luego qué?

–Y luego yo le he dicho..., ya sabes, que somos dos estudiantes de secundaria...

Según recogen tanto el diario de Mann como el de Sontag, no eran dos sino tres los jóvenes que fueron a visitarlo, y no eran estudiantes de secundaria, sino universitarios. La fecha que Sontag le atribuye en el relato –diciembre de 1947– tampoco es correcta. La visita tuvo lugar en diciembre de 1949, en una época muy distinta de su vida, cuando había dejado atrás para siempre la superficialidad del valle y frecuentaba un ambiente tan intelectual –la Universidad de Chicago– que superaba sus propias expectativas. Tal vez creyera que fechar el encuentro cuando ocurrió realmente restaría fuerza al contraste entre su anodina vida en un barrio residencial de las afueras y «el mundo en el que aspiraba a vivir, aunque fuera como su más humilde ciudadana».

Incluso en Los Ángeles, la alta cultura alemana no quedaba tan lejos como ella daba a entender. La tercera persona del grupo, que Susan no llega a nombrar siquiera, era Gene Marum, el mejor amigo de Merrill. Había nacido en Alemania en el seno de una próspera familia no judía. En California, adonde Gene había llegado siendo un niño, los Marum mantuvieron el contacto con los demás miembros de la colonia alemana. Él salía con Nuria Schoenberg, hija del compositor, y dio la casualidad de que su tía Olga había compartido piso en Múnich, donde estudiaba, con una chica judía llamada Katia Pringsheim que no era otra que la señora de Thomas Mann que descolgó el teléfono en San Remo Drive. Fue Gene quien hizo esa llamada, y no Merrill. Por supuesto, se dirigió a ella en alemán («ambas tenían acento») y concertó una entrevista con Mann.

Desde el punto de vista literario, no resulta difícil entender por qué omitió Susan tan providencial vía de acceso al dios exiliado. Es más divertido imaginar a Thomas Mann en el listín, entre una tal «Rose Mann de Ocean Park y Wilbur Mann, de North Hollywood»,5 por cuanto subraya el abismo entre la condición humilde de la propia Susan y la del consagrado premio Nobel. Conociera o no a alguien que ejerció de intermediario con Katia Mann, tuviera catorce años (en el relato) o dieciséis (en la realidad), no cabe duda de que ese abismo existía.

Pero el relato también está plagado de otros retoques que, precisamente porque no obedecen a ninguna finalidad dramática y parecen del todo insignificantes, sugieren la presencia de una verdad oculta. La primera anotación del diario del 28 de diciembre de 1949 revela, pese a su brevedad, varias incongruencias. Así, en «Peregrinación» la entrevista tiene lugar a las cuatro, mientras que según el diario «a las seis de esta tarde hemos interrogado a Dios». En este, la conversación transcurre en la sala de estar; en el cuento, se reúnen en «el estudio de Thomas Mann».

En «Peregrinación» también charlan sobre Doctor Faustus, la novela que Mann se dispone a publicar. El escritor les cuenta que en ella ha echado mano de un alemán arcaico, del siglo XVI, y teme que eso dificulte la lectura al público estadounidense. Es verdad que hablaron del libro, pero no en estos términos, puesto que la traducción inglesa se había publicado en 1948. Sin embargo, al situar la reunión en 1947, Susan puede anticipar un debate en torno a la obra. «Al cabo de diez meses, días después de la publicación» del libro, Merrill y ella estaban en la librería Pickwick: «Yo compré uno y Merrill otro.»

En otra anotación suelta del diario, entre una larga lista de recuerdos de infancia, cuenta otra versión de los hechos:

«Me pillan en la librería Pickwick robando Doctor Faustus.»6

En los diarios de Susan que recogen su paso por Los Ángeles, un temor aflora una y otra vez: el de ser una mentirosa, una impostora, un fraude. En junio de 1948 dibujó en el cuaderno de turno una lápida sobre la que escribió lo siguiente:

Aquí (re)posa

(en vida no hizo más que posar)

Susan Sontag

1933-195?7

En parte, ese temor nacía de la «gran decisión» de ser popular que había tomado en Tucson, algo que se le daba «razonablemente mejor» en el North Hollywood High. Se reprochaba a sí misma por no defender sus convicciones:

Los chicos estaban diciendo las mayores burradas, cargadas de prejuicios, sobre todo respecto a los negros. Yo solté un par de comentarios en un tono campechano y amistoso salpicado de argot, como queriendo demostrar que era de los suyos, y luego volví a mi asiento sintiéndome profundamente frustrada y deseando con todas mis fuerzas mandarlos al carajo.

Lo mismo ocurrió cuando buscó la confirmación de su popularidad presentándose a las elecciones del consejo de estudiantes. «¡Ojalá pudiera decir sin faltar a la verdad que desearía no haber ganado las elecciones!», escribió. «Y luego la chica que se me acercó y me dijo que se alegraba de que yo hubiese ganado porque no quería judíos en el consejo. Cómo los odio. Me reconcomo por dentro. ¡Ay, si tan solo pudiera ser sincera, hermosa, pura, limpia y perfectamente sincera, conmigo misma y con el mundo entero!»8

Esta frustración salió a relucir hacia el final de su vida, mientras impartía consejos a un grupo de alumnos de último curso de Vassar College: «No os dejéis avasallar. No os mordáis la lengua ante esos cabrones.»9 Que se dice pronto, seas o no Susan Sontag. Pero dejando a un lado la voluntad de poner en su sitio a los racistas, un sentimiento de impostura recorre los diarios de esos años. Susan reconoce «un profundo y frustrado anhelo de sinceridad absoluta»10 y se pregunta, al releer sus primeros diarios en 1947, «si alguien llega a decir la verdad alguna vez».

Hasta el momento he escrito tan solo aquello que confirma el ideal de cómo desearía ser: tranquila, paciente, comprensiva –una estoica en toda regla (¡siempre tengo que estar sufriendo)– y, no menos importante, un genio. Esa persona que me observa desde que tengo uso de razón me está mirando ahora, y sería estupendo que me impidiera hacer aquello que no debo, pero lo cierto es que no acabo de hacer lo que debiera.11

Una sensación de impostura, de esforzarse por parecer algo que no era, impregna estos escritos. Hay un abismo no solo entre la persona que es y la que los demás perciben, sino también, y de un modo más acusado, entre sí misma y algún poder superior que la observa desde las alturas. La sensación de estar posando. No es casualidad que Susan Sontag fuera una de las figuras públicas más fotogénicas de su generación, ni que el protagonista de su mejor novela, El amante del volcán, fuera un especialista en «actitudes». Famosa por su insuperable talento para las imitaciones, Lady Hamilton es capaz de evocar con un solo gesto o entonación toda una hueste de personajes históricos y mitológicos.

Sontag hablaba a menudo de su capacidad para admirar, y ese era uno de sus rasgos más atractivos, pero la fascinación que sentía por figuras como Thomas Mann se debía en parte a una voluntad de obligarse a ser ese yo mejor respecto al cual siempre se quedaba corta. Mann era un «dios», entendido como una gran figura digna de admiración. También lo era en el sentido de un padre austero que, si pudiera ver su interior, no dudaría en recriminarla con dureza. «Todo lo que digo, lo hago con la sensación de que está siendo grabado», escribió en 1948. «Todo lo que hago es objeto de escrutinio.»12

Mildred Sontag exigía que la protegieran de la realidad, y no tardó en reclutar a su hija mayor para que la ayudara en la tarea. Susan señaló que había heredado de su madre la idea de que la sinceridad era sinónimo de crueldad, y también aprendería de ella el arte de presentar una faceta en público y otra en privado, habilidad que Mildred había perfeccionado y que solo quienes la conocían de cerca acertaban a desenmascarar. «Mi madre engatusaba a todo el mundo», afirmaría Judith, la hermana de Susan. «No sé cómo lo hacía, porque a sus hijas no las engatusaba.»13

El segundo matrimonio de Mildred, y el que animara a otros a mentir, incluso sobre su sexualidad, refleja su propio sentimiento de pérdida, derivado de la muerte de su madre, así como una extraña asociación de ideas que siempre relacionaría con esa muerte. Cuando Susan tenía unos catorce años, un borracho se declaró a Mildred en plena calle, y el incidente la escandalizó hasta el punto de afirmar que se sentía «absolutamente mancillada». En uno de sus diarios, Susan le replicó: «Tu horror es feo y sucio. Tú y el recuerdo del artefacto anticonceptivo de tu madre, que más parecía una hebilla, descansando sobre la mesa. Tu madre muriendo en una limpia cama de hospital; muriendo, en tu mente, por culpa del sexo.»

Esta era la herencia de Susan. «Todo lo que evoca el acto sexual se le antoja sucio, y yo me he contagiado de esa enfermedad.»14

Su madre la animó a mentir, sobre todo en lo que respecta al sexo. Y Susan comprendió, desde la más tierna edad, que tenía algo sobre lo que convenía mentir. «Si antes vivía la religión con una intensidad aterradora y neurótica, convencida de que debía convertirme al catolicismo», escribió casi un año antes de su visita a Mann, «ahora siento que tengo tendencias lésbicas (cómo me cuesta a ponerlo por escrito).»15 Unos meses después, menciona «la incipiente culpa que siempre he sentido respeto a mi lesbianismo, haciendo que me viera fea».16

Incluso sin la incitación a mentir por parte de su madre, se habría visto obligada a hacerlo en una época en que, por lo general, los homosexuales se consideraban pervertidos y delincuentes. De hecho, las leyes que castigaban la homosexualidad no se revocaron en Estados Unidos hasta el año 2003. Susan nunca se desprendería completamente de esa resistencia a manifestar sus «tendencias lésbicas», pero esa sexualidad reprimida es la clave de la férrea voluntad con la que se entregó a su vocación. «Mi deseo de escribir está relacionado con mi homosexualidad», escribió. «Necesito la identidad como arma, para compensar el arma con la que me amenaza la sociedad. Esto no justifica mi homosexualidad, pero me concede, creo, cierta patente [...]. Ser gay me hace sentir más vulnerable. Incrementa mi deseo de ocultarme, de ser invisible, que siempre ha estado ahí de todos modos.»17

Una década después, en 1959, Susan escribió que «la única clase de escritor que podría llegar a ser es el que se expone a sí mismo».18 El uso del pronombre masculino encierra una contradicción significativa. De hecho, a Susan Sontag se la ha criticado a menudo por situar lo intelectual por encima de lo físico o lo emocional, distanciándose así de los temas que trataba. Eso es lo que hizo en «Peregrinación», relato en el que una serie de curiosas enmiendas traicionan la exactitud histórica que requiere el género autobiográfico.

El drama oculto en «Peregrinación» no tiene nada que ver con quién llamó a casa de los Mann, si Susan fue hasta allí con uno o dos amigos o si se presentaron a las cuatro o las seis de la tarde, sino con su orientación sexual, que –según insinúa a lo largo del relato– es la heterosexualidad. En un momento dado, afirma a propósito de su amigo Peter Haidu: «Un novio debía ser no solo uno de mis mejores amigos, sino también más alto que yo, y Peter era el único que reunía ambas condiciones.» Describe lo atractivo que era Merrill y dice que «quería fundirme con él o que él se fundiera conmigo», pero Merrill queda descartado: «Era unos centímetros más bajo que yo. Las otras barreras me resultaban más difíciles de sopesar.»

No habla sobre esas otras barreras, pero el verdadero escollo era la homosexualidad de Merrill, tan evidente como la de Susan y, por descontado, la de Thomas Mann. Ese es el auténtico tema del relato, que en un principio se titulaba «Aria sobre el bochorno»19 y empezaba como sigue: «Todo lo que rodea mi reunión con él está teñido por la vergüenza.» Esta idea, expresada de un modo similar, es tan recurrente a lo largo del relato que su importancia es incuestionable. Susan menciona la «enfermedad vagamente vergonzosa» de la que murió su padre; escribe que cuando Merrill sugirió la visita a Mann, «mi alegría se transformó en vergüenza»; describe la llamada como «bochornosa» y a sí misma como una «cobarde»; cuenta que se sintió «sumida en la vergüenza y el horror», habla de «una vergüenza adicional», «más vergüenza» y «lo vergonzosa» que era la situación; se declara «abochornada, hundida», y también «incorrecta, indecorosa» y evoca la visita como «un recuerdo bochornoso» y «algo de lo que avergonzarse».

Pero ¿de qué se avergonzaba tanto? Esa palabra suena un poco melodramática para describir un momento de incomodidad adolescente que había tenido lugar mucho tiempo atrás. En los escritos de Sontag, los grandes artistas aparecen a menudo no simplemente como modelos a los que emular, sino como severos superegos ante los que debe postrarse con humildad: personas que la desenmascararían a las primeras de cambio y descubrirían su naturaleza impostora, su fealdad, sus mentiras. Thomas Mann fue el primero de esta genealogía de dioses, y sabemos que la vergüenza que experimentó en su presencia era sexual por una metáfora que surge al final del relato. Merrill y ella se escabullen de San Remo Drive «como dos muchachos que salen de su primera visita a un burdel».

Y esa es la razón por la que, pese a esa intricada red de mentiras, «Peregrinación» suena como un relato verídico. Los hechos eran falsos, pero la vergüenza era sincera.