1. LA REINA DE LA NEGACIÓN

Susan Sontag conservó hasta la muerte dos películas caseras grabadas con una tecnología tan rudimentaria que nunca pudo verlas. Las atesoraba como talismanes porque contenían las únicas imágenes en movimiento que conservaba de sus padres juntos, imágenes de cuando eran jóvenes y se disponían a emprender una vida rebosante de aventuras.1

Esas secuencias borrosas muestran las calles de Pekín, nombre por el que entonces se conocía la capital de China: pagodas y comercios, rickshaws y camellos, bicicletas y tranvías. Vemos fugazmente un grupo de occidentales al otro lado de una alambrada que los separa de la aglomeración de curiosos locales. Y entonces, durante un par de segundos, la cámara enfoca a Mildred Rosenblatt, y se parece tanto a su hija que no es de extrañar que más tarde las tomaran por hermanas. Su marido Jack, un hombre apuesto, también aparece en primer plano durante unos segundos, tan mal iluminado que solo alcanzamos a advertir lo mucho que destaca su figura –alto, blanco, vestido a la occidental– respecto a los transeúntes chinos.

Esta primera película se rodó hacia 1926, cuando Mildred tenía veinte años. La segunda transcurre unos cinco años después. Arranca en un tren que circula por Europa y luego se traslada a la cubierta superior de un barco. Allí, un grupo de pasajeros –Jack, Mildred y otra pareja– juega entre risas a arrojar un aro por encima de una red. Mildred luce boina y vestido blanco de corte veraniego, sonríe abiertamente y habla con quienquiera que esté detrás de la cámara. Entonces empieza una partida de shuffleboard, y hacia mitad de la película aparece la figura enjuta y desgarbada de Jack, enfundado en un traje chaqueta y luciendo también boina. Él y el otro hombre compiten con ganas, y luego sus amigos empiezan a hacer muecas y bromas mientras Mildred se apoya en la jamba de una puerta, casi sin aliento de tanto reír. En total, ambas películas duran menos de seis minutos.

Mildred Jacobson nació en Newark el 25 de marzo de 1906. Aunque sus padres, Sarah Leah y Charles Jacobson, habían nacido en Polonia bajo la ocupación rusa, ambos llegaron a Estados Unidos siendo niños: Sara Leah en 1894, a la edad de siete años, y Charles el año anterior, con nueve. A diferencia de la mayoría de los judíos en esa época de inmigración masiva, los padres de Mildred hablaban un inglés sin rastro de acento. Además –ironías de la vida, puesto que hablamos de la escritora estadounidense más europeizada de su generación–, su nieta es quizá la única intelectual judía importante de esa generación que no tenía ninguna conexión personal con Europa, ninguna experiencia familiar de inmigración como la que marcó a tantos de sus contemporáneos.

Pese a haber nacido en Nueva Jersey, Mildred se crió al otro lado del continente, en California. Cuando los Jacobson se mudaron a Boyle Heights, un barrio judío situado al este del centro, Los Ángeles era un pueblo que no tardaría en ser una gran ciudad. La primera película de Hollywood se rodó allí en 1911, coincidiendo aproximadamente con la llegada de la familia. Ocho años después, cuando Mildred y Sarah Leah participaron en Subasta de almas, la ciudad ya albergaba una pujante industria. La incipiente colonia cinematográfica atraía la delincuencia, y Mildred se jactaba de haber ido a clase con el famoso gángster Mickey Cohen, uno de los primeros capos de la mafia de Las Vegas durante la Ley Seca.2 Pero también atraía –y rezumaba– glamour. Mildred siempre destacaría como una mujer bella, superficial y sofisticada al modo de Hollywood. En cierta ocasión, Susan la comparó con Joan Crawford, y más tarde otros compararían a la propia Susan con la misma diva.3

«Siempre iba maquillada», diría de ella Paul Brown, que conoció a Mildred en Honolulú. No pasaba inadvertida en esa ciudad de hippies y surferos donde pasó la última etapa de su vida. «Siempre iba perfectamente peinada. Siempre. Como una de esas judías pijas de Nueva York que visten de Chanel y están en los huesos.» Nunca perdería ese aire hollywoodense. Contestaba el teléfono con un gutural «¿Digaaa...?» y sus hijas tenían prohibido cruzar la alfombra de la sala de estar a menos que ella las reclamara por señas con una mano de uñas impecables.4 «Miraba por encima del hombro a todos los demás, como si fuera de la realeza», señalaría Paul Brown, que sabía cuánto le costaba enfrentarse al mundo real, «como alguien que no supiera dónde está el interruptor de la luz.»5

Cuando zarparon rumbo a China, la bella Mildred parecía tener ante sí un futuro deslumbrante. Su compañero de viaje era Jack Rosenblatt, al que había conocido mientras trabajaba como niñera en Grossinger’s, uno de los gigantescos complejos vacacionales de Catskills, localidad más conocida como «los Alpes judíos». Para una chica de clase media como Mildred, Grossinger’s no era más que un trabajo de verano. Para Jack, en cambio, suponía un ascenso en la escala social.

Al igual que miles de inmigrantes pobres, los padres de Jack, Samuel y Gussie, vivían hacinados en el Lower East Side de Manhattan, que entonces bien podría ser el arrabal más famoso de Estados Unidos. Los Rosenblatt, naturales de la localidad polaca de Krzywcza, situada en Galitzia, una región bajo dominio austríaco, eran bastante más humildes que los Jacobson, que se tenían por una familia «acomodada que vivía en una urbanización de las afueras» y «no tenía nada que ver con los judíos recién llegados», afirmaría Susan en el transcurso de una entrevista.6 En privado, reconocía que su familia paterna era «espantosamente vulgar».7

Es posible que el desprecio de Samuel y Gussie hacia los estudios hiciese que su nieta los mirara por encima del hombro. Nacido en Nueva York el 1 de febrero de 1905, Jack no había pasado de la escuela primaria. Abandonó los estudios a los diez años para trabajar como chico de reparto en el barrio de las pieles, en el West Side de Manhattan, donde su energía e ingenio no tardaron en llamar la atención. Poseía una memoria fotográfica infalible que transmitió a su hija, dueña asimismo de una memoria excepcional.8 Tenía tan solo dieciséis años cuando sus superiores lo sacaron de la oficina de reparto y lo enviaron de expedición a China. Una vez allí cruzó el desierto de Gobi a lomos de un camello, compró pieles a las tribus nómadas mongoles9 y fundó su propio negocio, la Kung Chen Fur Corporation, con sede en Nueva York y Tientsin. Fue el inicio de una vida ajetreada: en los ocho años que estuvieron casados, Jack y Mildred levantaron un próspero negocio internacional, viajaron a China en varias ocasiones, visitaron las islas Bermudas, Cuba, Hawái y Europa, se mudaron de casa por lo menos tres veces y se tomaron un descanso de tanto ajetreo para tener dos hijas.

Cuando Susan Lee Rosenblatt vino al mundo el 16 de enero de 1933, la pareja vivía en un elegante edificio de nueva planta situado en la calle Ochenta y seis Oeste de Manhattan. Ese verano la familia se trasladó a Huntington, Long Island, y en 1936, coincidiendo aproximadamente con el nacimiento de Judith, se instalaron en una idílica urbanización de Great Neck, localidad inmortalizada como West Egg en El gran Gatsby. La llegada de Jack Rosenblatt a ese lugar daba fe del fulgurante éxito de un pelagatos que se había criado en los suburbios. En términos de clase, Great Neck quedaba tan lejos de los insalubres talleres textiles y los humildes bloques de pisos del Lower East Side como de China. Era la clase de ascenso que bien podría haber costado toda una vida de duro esfuerzo, pero Jack Rosenblatt lo había logrado con tan solo veinticinco años.

Solo un hombre muy motivado podría haber protagonizado un ascenso tan meteórico, y Jack sabía que no había tiempo que perder. A los dieciocho, dos años después de su primer viaje a China, tuvo el primer brote de tuberculosis. En términos literarios, escribió Susan más tarde, era «una enfermedad a la que eran propensos los hipersensibles, los talentosos, los apasionados».10 En términos más prosaicos, anegaría sus pulmones hasta ahogarlo.

A juzgar por su aspecto, el hombre al que Mildred conoció en Grossinger’s era vigoroso y atlético, rico y a punto de hacerse más rico todavía. Pero las manchas de sus pulmones la hacían dudar. De hecho, la madre de Jack lo había llevado a Grossinger’s con la esperanza de que el aire del campo aliviara la dolencia.11 Mildred comprendió que su vida en común podía ser efímera. Tal vez se aferrara a la esperanza de que la infección no se convirtiera en una tuberculosis declarada, ya que el bacilo podía permanecer latente en el organismo durante años. Pero por entonces no existía aún tratamiento para esta enfermedad (el uso de la penicilina, descubierta en 1928, no se generalizaría hasta después de la Segunda Guerra Mundial). Pese a todo, Mildred estaba locamente enamorada de Jack. En 1930 se casaron y viajaron a China para abrir un negocio en Tientsin.

Tientsin (más conocida hoy como Tianjin), era el puerto mercantil más cercano a la capital, y también uno de los «puertos del tratado» impuesto a China tras su derrota en las guerras del Opio. Allí, los comerciantes extranjeros podían vivir y trabajar sin someterse a las restricciones de la ley china; según Susan, esto se traducía en «mansiones, hoteles, clubs de campo, campos de polo, iglesias, hospitales y un cuartel militar que velaba por su seguridad». Para los chinos, en cambio, era «un espacio cerrado, cercado de alambre de espino; todos los que viven allí deben enseñar un pase para entrar o salir, y los únicos chinos son los sirvientes».12

Esos sirvientes ocuparían un lugar destacado entre los recuerdos que Mildred atesoraría de su paso por China. Mientras el país se iba a pique a causa de la invasión japonesa y la guerra civil, la pareja de recién casados disfrutaba de una época dorada. «A ella le encantaba vivir a todo tren», recordaría su amigo Paul Brown. «Los criados. Tener quien se encargara de cocinar y servir la comida. El mero hecho de vivir así, rodeada de ropa y cosas hermosas, las fiestas en la embajada.»13 Hasta el final de sus días, Mildred repartiría baratijas chinas a sus amigos más queridos. «Tenía objetos sencillamente asombrosos», diría Brown. «Piezas bellísimas, elaboradas por diminutas manos chinas.» Pero sus recuerdos románticos no eran del gusto de todos: «Ya de niña», escribió su hija Judith, «me repugnaban sus anécdotas sobre toda la gente que vivía pendiente de cada uno de sus gestos en China.»14

No está claro cuánto duró la estancia de los Rosenblatt en China, pero sí que no vivieron allí de forma permanente. Tientsin está tan lejos de Nueva York que, cuando Jack regresó en 1924, solo la travesía desde Shanghái a Seattle le llevó dieciséis días, y casi un mes el periplo completo. Según los archivos del servicio de aduanas estadounidense, la pareja viajó a Nueva York casi cada año mientras duró su matrimonio, a veces desde algún destino costero al que seguramente habría ido de vacaciones.15 Viajar a China con cierta frecuencia, aunque solo fuera una vez al año, no habría resultado sencillo. Era un viaje agotador incluso para quienes gozaban de buena salud, y más aún para Jack, con sus problemas pulmonares, y para Mildred, que lo habría emprendido dos veces estando embarazada.

Pero fue China la que atrapó para siempre la imaginación de Mildred. La casa de Great Neck, en la que Susan pasó su primera infancia, estaba abarrotada de recuerdos del país asiático. «En China los colonialistas acababan prefiriendo la cultura china a la propia», escribió. «Sus casas se convertían en pequeños museos de arte chino.»16 Esos objetos de decoración serían otro legado de doble filo. «China estaba presente en todos los rincones de la casa», escribió Judith. «Era la forma que tenía Madre de despreciar el presente, recordatorios de su pasado “glorioso”.»17

La energía de Jack también se manifestaba en otro terreno. Susan recordaba una amante suya,18 y Judith lo describió como «un donjuán».19 Tal vez fuera otro reflejo de su atormentada conciencia de una muerte inminente. Parecía decidido, como lo estaría su hija Susan, a exprimir la vida al máximo. ¿Lo sabía Mildred? Cuesta imaginar que las chicas se enteraran de algo así por ninguna otra persona. ¿Acaso le importaba? Tal como demostró más tarde, el sexo no figuraba entre sus intereses. Al igual que muchas de las personas que pierden a sus padres en la infancia, Mildred quería sentirse cuidada; no es casual que los criados fueran lo que recordaba con más cariño de su estancia en China. Y Jack Rosenblatt sabía cuidarla.

Cuidar a los demás, en cambio, no le interesaba tanto, o no se le daba tan bien. Junto con el mobiliario elegante, Mildred importó de China una serie de preceptos educativos que reforzaban su inclinación natural a mantener los niños alejados. «En China, los niños no rompen cosas», decía sin ocultar su admiración. «En China, los niños no hablan.»20 Fueran o no originarias de China, estas ideas reflejaban la mentalidad de una mujer en absoluto maternal, que no veía con buenos ojos la idea de cambiar una vida llena de aventuras junto a su marido por otra supeditada a la crianza de los hijos. «Nuestra madre», dijo Judith, «nunca supo muy bien cómo ejercer de madre.»21

Cuando la maternidad se convertía en una carga, Mildred podía sencillamente levar anclas. «Por algún motivo, circula la leyenda de que era la familia» la que cuidaba de las chicas cuando Jack y Mildred se iban de viaje, cuenta Judith. Pero «la familia tenía sus propios problemas». Y así, desde una edad muy temprana, las niñas se acostumbraron a quedarse solas en Long Island con la niñera, Rose McNulty, una «elefanta pecosa» de sangre irlandesa y alemana, y una cocinera negra llamada Nellie. Entre ambas, se encargaron de criar a Susan y Judith. Pero todo niño necesita a su madre, y si bien Sontag rara vez hablaba de ella en público, sus diarios revelan cierta fascinación por Mildred.

De pequeña, Susan la veía como una heroína romántica. «Copiaba cosas de El pequeño lord», escribió, «que había leído a los ocho o nueve años, como la costumbre de llamarla “cariño”.»22 El tono de sus cartas recuerda más al de un padre preocupado o una esposa apasionada que al de una hija joven. «Cariño», escribió a la edad de veintitrés años, «perdona que no me extienda demasiado, pero es tarde (las 3 de la madrugada) + me lloran un poco los ojos. Cuídate + ten cuidado + todas esas cosas. Te quiero con locura + te echo de menos.»23

«Salta a la vista que estaba enamorada de su madre», en palabras de la primera novia de Susan, Harriet Sohmers, que conoció a Mildred más o menos por esa época. «Se quejaba constantemente de que era cruel y egoísta, de que era muy superficial, pero era como oír hablar a alguien de la persona amada.»24

La vanidad de Mildred, el esmero que ponía en peinarse, maquillarse y vestirse, también se manifestaba en lo psicológico: tendía a embellecer las realidades feas de un modo tan empecinado que Judith se refería a ella como «la reina de la negación».25 Susan se sentía frustrada a menudo ante su empeño por esquivar los temas desagradables, y en cierta ocasión, después de llamar a Mildred para felicitarla por su cumpleaños, anotó el siguiente intercambio:

M: (Me habla de la biopsia de colon que le han hecho recientemente, y que ha salido negativa).

Yo: ¿Por qué no me habías dicho nada?

M: Ya sabes..., no me gusta entrar en detalles.26

Solo les dijo a sus hijas que iba a volver a casarse una vez celebrada la boda. No le contó a Susan que su abuelo había muerto, sino simplemente: «No creo que le hiciera demasiada ilusión ser bisabuelo»27 (Susan estaba embarazada). Tampoco le dijo que su padre había muerto, y cuando lo hizo mintió tanto sobre la causa de la muerte como sobre el lugar donde estaba sepultado (décadas después, cuando Susan intentó encontrar su tumba, no pudo hacerlo debido a esa información sesgada).

Otro ejemplo de lo reacia que era Mildred a perderse en detalles sale a relucir en un relato autobiográfico que Susan escribió de joven, donde la única pátina de ficción la dan los nombres ligeramente alterados de los protagonistas.

Una noche, cuando Ruth tenía tres años, sus invitados se lo estaban pasando especialmente bien y su marido se mostraba mucho más cortés de lo habitual cuando la señora Nathanson notó las primeras contracciones del parto de su segunda hija. Se tomó otra copa. Una hora más tarde entró en la cocina, donde Mary estaba ayudando a servir, y le pidió que le desabrochara los corchetes del vestido de premamá, que le había costado una fortuna. La señora Nathanson cayó de rodillas con un gemido mientras desde el salón llegaban risas y un estrépito de cristales rotos.

No molestes a nadie.

Joan nació dos horas después.

Más que una mentira, Mildred veía en la omisión de los detalles una muestra de cortesía, de tacto, una consideración que tenía para con los demás y que esperaba recibir a cambio. «Miénteme, soy débil», la imaginaba Susan diciendo. Estaba convencida de que era demasiado frágil para la verdad y de que «la sinceridad es sinónimo de crueldad». En cierta ocasión, cuando Susan regañó a Judith por hablar a las claras con su madre, Mildred la apoyó: «Exacto», dijo.28

En opinión de Judith, su hermana «dedicó buena parte de su vida a intentar comprender a Madre».29 Susan veía cómo la superficialidad de Mildred condicionaba su propia personalidad: «Siendo hija de M., habiéndome criado con una persona cuya absorción de la realidad se queda en la superficie, me he volcado de lleno en la vida interior.»30 Pero lo que no veía era qué había condicionado la superficialidad de la propia Mildred, cómo y por qué se había convertido en la «reina de la negación».

Un breve vistazo a los primeros años de vida de Mildred muestra una serie de reveses capaces de destruir una personalidad mucho más fuerte. Solo tenía catorce años cuando Sarah Leah murió envenenada con tomaína. Durante el resto de su vida, Mildred apenas volvió a hablar de ella, pero sus hijas sospechaban que la herida era profunda. Judith recordaba haberla acompañado a visitar «una preciosa casita de campo» de Boyle Heights en la que Mildred había vivido antes de la muerte de su madre. Al ver el estado de abandono en que se hallaba la casa y todo el barrio, había roto a llorar.

Susan recordaba un viaje que Mildred había hecho desde China atravesando la Unión Soviética, entonces bajo el régimen estalinista. Quiso apearse del tren en la localidad donde había nacido su propia madre, pero en los años treinta las puertas de los vagones reservados para los extranjeros permanecían cerradas durante el trayecto.

–El tren estuvo varias horas detenido en la estación.

–Había ancianas que golpeaban con los nudillos la ventanilla cubierta de escarcha con la esperanza de venderles kvas tibio y naranjas.

–M. lloraba.

–Quería sentir bajo los pies el suelo de la lejana tierra natal de su madre. Solo una vez.

–No se lo permitieron (le advirtieron que la detendrían si volvía a pedir que la dejaran apearse del tren durante un minuto).

–Lloraba.

–No me dijo que lloraba, pero yo sé que así fue. Como si la viera.31

Mildred tenía otro motivo para romper a llorar en ese tren. El 19 de octubre de 1938, en el Hospital Germano-Americano de Tientsin, Jack Rosenblatt había sucumbido a la enfermedad de la que huyó durante casi la mitad de su vida. Al igual que Sarah Leah, tenía treinta y tres años.

En vez de cruzar el Pacífico en línea recta, Mildred ideó un itinerario casi perverso de tan complejo. Despachó todos los muebles chinos en un tren y se adentró sin pensarlo en Manchuria, el país títere desde el que Japón estaba invadiendo China, para cruzar la Unión Soviética y todo el territorio europeo antes de subirse a un barco con destino a Nueva York. Fue durante ese viaje cuando visitó por primera y única vez la tierra natal de su madre, en el este de Polonia.

«Se trajo consigo toda esta mierda», dijo Judith. En el equipaje iban también los restos mortales de Jack Rosenblatt, que a su regreso fue enterrado en Queens. Mildred se sentía completamente perdida en Nueva York. «Al volver de China intenté ocultar mis sentimientos», confesó cuando Susan la interrogó al respecto. «Así me había criado mi padre. Cuando murió la tía Anna..., no me lo dijo.»32 Mildred no dejó que Susan y Judith asistieran al funeral de Jack. Pasaron meses hasta que reunió el valor suficiente para decirles que su padre había muerto. Después de darle la noticia a Susan, que por entonces tendría seis años, no se le ocurrió otra cosa que mandarla a jugar fuera.33

En La enfermedad y sus metáforas, Susan revisa las mentiras que rodean la enfermedad y cita a Kafka: «Cuando se habla de tuberculosis [...] todos se expresan de un modo tímido, evasivo, distanciado.»34 Esta enfermedad, al igual que el cáncer y más tarde el sida, era algo vergonzoso, y Mildred le contó que su padre había muerto de neumonía.35 Más tarde, según Susan se iba haciendo mayor, tampoco quiso entrar en esos «detalles» que había escatimado, sino que se esforzó por borrar todo recuerdo de su marido. En consecuencia, Susan apenas sabía nada de Jack Rosenblatt: «Nunca he visto su letra», escribió treinta años después. «Ni siquiera su firma.»36 En los años setenta, mientras planeaba su primer viaje a China, tomó unas notas sobre su padre. En ellas, una mujer que vivía consagrada a los hechos se equivocó en más de un año al fechar el día de su nacimiento.37

Mildred tenía treinta y dos años cuando Jack murió. Al enviudar, retomó la vida de ama de casa de clase media que parecía decidida a evitar. Pero nunca se quejaría de su suerte. Por el contrario, a lo largo del siguiente medio siglo pondría al mal tiempo buena cara, abandonando la habitación si las cosas se ponían tensas, medicando su tristeza en secreto con vodka y pastillas. No es de extrañar que China, donde había vivido la gran aventura de su vida, la obsesionara hasta el final de sus días.

Su hija sucumbiría a la misma obsesión. China fue –mucho más que Francia, con cuya cultura habría de identificarse más tarde– el escenario de las primeras y más poderosas fantasías geográficas de Susan. China era un «paisaje de jade, teca, bambú, perro frito».38 Representaba asimismo unos orígenes y una vida alternativos: «¿Ir a China es como volver a nacer?»39 China ejercía una poderosa fascinación sobre Susan y Judith, que pese a haber nacido en Manhattan mentían a sus compañeros de clase para impresionarlos: «Yo sabía que estaba mintiendo cuando decía en la escuela que había nacido allí», escribió Susan, «pero como mi mentira formaba parte de otra mucho mayor, que abarcaba muchas cosas más, no me parecía grave. Puesta al servicio de una mentira más grande, se convertía en una especie de verdad.»40

Susan no especifica en qué consistía esa mentira mayor que la suya, pero aquellos relatos sobre China fueron su primera obra de ficción, a la que habría de volver una y otra vez. A principios de los años setenta, durante su frustrada carrera como directora cinematográfica, escribió el borrador de un guión protagonizado por una próspera pareja y ambientado en la concesión británica de Tientsin. El padre tuberculoso «se dedica a amasar una fortuna», si bien sus «orígenes arrabaleros» lo hacen sentirse «inferior en el plano social». Los sirvientes adulan a la pareja y el alambre de espino la protege de una China ordinaria donde la gente orina en la calle. «Esposa: loca», anota Susan en referencia a la madre. En la página siguiente se pregunta: «¿Qué hay de Mildred (la pobre Mildred), que está como una regadera?»41

Lo poco que le quedaba de esa época, y de Jack Rosenblatt, se reducía a un par de rollos de película que no podía ver y ese «puñado de fotos» de su padre. Pero no tenía nada que la ayudara a imaginarlo muerto. Sin hechos –una fecha, una causa de muerte, un funeral, una tumba o cualquier sentimiento discernible– Susan «no podía acabar de creer» que él hubiese fallecido.42 «Me parecía de lo más irreal. No tenía ninguna prueba de que hubiese muerto, y durante años soñé que se presentaba en casa un buen día.» Esta fantasía evolucionó hasta transformarse en el «tema de la falsa muerte» que Susan descubrió en su propia obra: la aparición recurrente de giros milagrosos y «fantasmas que se aparecían de pronto a los vivos, como esas cajas de sorpresas llamadas Jack-in-the-box».43

¿Será casual el empleo de la palabra «Jack»? Este «dolor inacabado»44 la acecharía toda la vida y afloraría repetidas veces, según su hijo, «en los monólogos íntimos de sus últimos días».45