Los emigrantes son polvo de estrellas, sal de la tierra, árboles con alas.
Nosotros, los Mastretta de México, somos nietos de un inmigrante. ¿Y de dónde venimos?
Cuando uno empieza a pensar en estas cosas ha empezado a envejecer. Yo, la nieta de Carlo Manstretta Magnani, el italiano que vino a México en busca de una certidumbre y encontró el azar y a una mujer de nombre Ana como la mejor fortuna, he convertido en un hábito la curiosidad por el pasado.
Busco una respuesta en el recuerdo de quienes ya no viven, la busco en los ojos y las historias de quienes también llevan y traen mi sangre. Esos a los que, con dulzura, llamamos familia.
Hablando entre nosotros, imaginamos cómo eran la tierra y los sueños en que nacieron aquellos que no tenían idea de dónde estaba el país en el que naceríamos, en el que han nacido nuestros hijos, soñarán nuestros nietos, los descendientes de un hombre que dejó la tierra suave de las uvas y los montes, el río iluminado que sigue siendo el Po, y vino a quedarse aquí, bajo dos volcanes de nombre arisco y entre hombres y mujeres que nada sabían del sueño que lo movió a dejar su patria.
Recuerdo muy poco del abuelo Carlo, murió cuando yo tenía cuatro años, pero aún me conmueve el atisbo de la memoria en que lo guardo.
Me llevaba mi padre a saludarlo en domingo y yo, que tenía a la altura de mis ojos los papeles de su escritorio, miraba hacia arriba y le decía: «Buon giorno, nonno». Entonces él, creo, me miraba como a un juguete, y antes de despedirnos ponía en mis manos una moneda de plata.
Años más tarde, mi padre, detenido cerca del lavabo en que yo enjuagaba los dedos bajo una llave, me dijo como quien recupera de golpe un paisaje remoto: «Tienes manos de campesina italiana».
Él hablaba muy poco de Italia. Uno creía que para olvidarla, pero ahora sé que era solo para no perderla en palabras, para que todo aquello fuera suyo como algo íntimo e irreprochable, como un amor del que nadie pudiera encelarse, o un recuerdo que no se nombra por miedo a perderlo. ¿Para qué contar las heridas y el gozo de antes, si cuando otros los oigan entenderán tan poco?
Yo tenía entonces y ahora manos de campesina italiana. En un tiempo las hubiera usado para cortarle frutos a una vid, hoy y en el nuevo país de nuestro abuelo las uso para escribir, para contar el mundo en un idioma que no es el suyo, para ser mexicana como nunca seré italiana.
Soy, en Italia, una scrittrice messicana, y cuando respondo a las entrevistas o tengo que expresar pensamientos más sofisticados que los necesarios para pedir una pasta en Stradella, lo hago sin duda, con alegría y sin remedio, en español.
Ese idioma aprendí de Carlos Mastretta Arista y ese idioma aprendieron los hijos de sus hermanos Marcos, Carolina, Catalina, Teresa y Luis Mastretta Arista. Ahora mismo, para hablar con nuestros primos, los Manstretta de Italia, nos hacemos de un lenguaje tropezado y al mismo tiempo entrañable que aprendimos en la Dante Alighieri o en el camino hacia atrás que, como le digo a Verónica, mi hermana, siempre es arduo.
Nombro a Verónica y vuelvo a preguntarme cuál será el destino del apellido Mastretta que llevamos. Es el segundo de nuestros hijos, será el cuarto de nuestros nietos, el octavo de nuestros bisnietos. En cambio seguirá siendo el primero de los hijos de mis hermanos y el primero de sus hijos y sus nietos y sus bisnietos y sus tataranietos.
Ninguno de los hijos de Carlo Manstretta y Ana Arista vive. Mi padre podría tener cien años; una edad casi infinita para mis hijos. Sin embargo, hay quien vive más de cien: el Titanic bajo el océano, el hotel Palace en Madrid y las galletas Oreo, todavía redivivas en cualquier anaquel. Qué daría yo por haber contado siquiera los sesenta de mi padre que murió a los cincuenta y ocho, a la edad exacta que tengo ahora, sin haberme contado ni una pizca de su vida en Italia.
Siempre necesitamos saber, cuando ya no podemos. Y cuando más nos urge, porque también nosotros, como nuestros abuelos, como los hijos de todo emigrante, somos polvo de estrellas. Y de la misma manera, al recordar, temblamos como tiemblan las estrellas.