En la foto con que abre la pantalla del artificio en que escribo, la niña que fui mira a lo lejos desde un recodo en el brazo de su padre. Tiene la espalda erguida y los ojos albeando. La mano del papá la sujeta contra él para que no se caiga. Y se ve tan en paz, tan presa del instante que la arropa, desde el que se permite la curiosidad que aún tiene.
Acercándose debió estar mi madre. A ella es a quien miro, a quien señala el dedo del hombre con quien duerme. Su esposo desde hacía veintiséis lunas. La estampa debió tomarla mi abuelo, que por esos años entró en la fiebre de la fotografía. Y que desde entonces tuvo predilección por la niña.
Adivinar de dónde saco yo que ese instante es el primer recuerdo de mi vida. Aunque soy memoriosa de lo remoto, debí tener entonces quince meses y medio porque, de ese mismo día, hay otra foto de mi hermana, casi recién nacida. Y quince meses pasaron entre mis cincuenta años y los suyos.
Dicen que no es posible guardar los recuerdos de esa edad, así que mi memoria de aquel día es inventada como tantas otras. Viene de siempre porque desde siempre ha estado, por mis rumbos, la estampa en la que aún vive esta niña a la que carga su papá, que a lo lejos ve venir a su madre, con su hermana arrullada en un abrazo. Esta niña cuyo retrato guardó el jefe del clan en una cámara alta y enigmática.
No sé cómo pasó, tan rápido, el tiempo entre ese instante que miro y este que ahora me mira desconfiando del acierto con que puedo evocar. Estábamos en Valsequillo, un lago formado con el cauce del río Atoyac, detenido, de golpe, por el muro de piedras rojas con el que se construyó una presa para darle a toda esa zona el agua que urgía en las secas.
No estoy muy abrigada, habrá sido marzo. Teníamos un velero, una canoa india y una lancha de motor. En realidad quien los tenía era mi abuelo, al que le fascinaban el agua y el deporte, gustos que entonces no fueron comunes. La presa aún estaba para ser un servicio más que una diversión. Por eso no hay nadie cursando sobre el agua en que parece bailar la niña que, en la tercera foto, se detiene del mástil de un velero, dándole la vuelta con un brazo mientras con el otro levanta un rehilete. Es en la tarde, porque el lago tiene una línea clara que va dejando el sol mientras se guarda. No se ven tras la niña sino el agua y el horizonte, no hay nada más, porque casi no había nada más que nosotros, nada más que la casa de mis abuelos, como dibujada en mitad de un paisaje para ella sola.
Pocos años después, el lago se volvió un paseo y las orillas se apretaron con cabañas y embarcaderos. Lo rodeaban los montes chaparros que por siglos fueron las cimas de un acantilado. Entonces, abajo corría el agua de un río limpio y dormía un pequeño pueblo cuyos habitantes tuvieron que mover sus vidas a otra parte para que allí y a todos lados llegara el progreso, de cuyo pregón tanto dinero entró a las arcas de quienes gobernaban. Pero eso había pasado cinco años antes de esas fotos en blanco y negro por las que hoy se filtra una emoción trastornada.
Todo el mundo tiene un río en su infancia. El de la mía era limpio y cuando una andaba sobre las piedras grises podía mirar sus pies bajo el agua. El brazo del Atoyac forma la presa de Valsequillo, un sueño que acompañó toda mi niñez. Cerca del agua jugábamos los domingos. Cada familia llevaba una canasta con su comida, y todas se ponían sobre la mesa para que cada quien comiera lo que fuera queriendo. Yo casi siempre quise de la nuestra; algo de sectarismo había en mi paladar y mis maneras. A veces llevábamos arroz: la tapa del sartén, amarrada con un trapo para que no se abriera. Y alguna verdura. Pero siempre había algo distinto. Mi mamá hacía el mejor pastel de manzana del que se tuviera noticia, y el mejor del que yo tenga noticia. He probado docenas de distintos pasteles en cien partes del mundo y ningún postre existe que sepa como aquel. Si la patria es el sabor de las cosas que comimos en la infancia, la mía tiene manzanas y canela, en buena parte del mapa.
Durante la semana, no existía en nuestras vidas ni la sombra de un refresco embotellado, salvo esos del domingo a mediodía. Tanto tiempo ha pasado y hace tanto que un doctor me prohibió la cafeína tras verme convulsionar a medianoche, que, de repente, si alguien destapa una Coca fría que como una reliquia aún está en botella de cristal, pido que me deje oír el ruido que hacen las burbujas y oler una flor de la infancia.
Quizás la infancia no se terminó sino hasta que tuve la primera gran crisis de epilepsia. No la llamaron así entonces. Al menos no mis padres que siete años después seguían llamándola desmayos, creyendo que en sus voces no se notaba el desaliento escondido en algo incomprensible.
Yo había dejado de ser una niña con gracia al convertirme en una adolescente estupefacta que no entendía por qué los quince años tenían esa condición incómoda, casi dolorosa. Mientras, el lago empezaba a ensuciarse y a oler feo de repente. En siete años más, cuando murió el padre de la niña y el mundo todo se trastocó de golpe, Valsequillo iba ya perdiendo el oxígeno de su agua. Ahora, cuarenta años después, son muy pocos los atrevidos que se dejan mojar por el lago. Alrededor siguen las casas, y los fieles van a verlo de lejos, en las tardes.
Odio hablar del pasado como algo mejor que se perdió en la nada de un presente baldío. No creo en eso. Pero el agua en la presa de entonces era limpia. Ahora solo es de plata porque el sol irrumpe igual sobre la superficie y desde arriba lo ilumina idéntico; tanto, que si uno se descuida, ve subir a un hombre cargando las velas de su catamarán. A lo mejor aún anda por ahí mi abuelo Sergio.