Trigonometría para la tristeza
Bueno sería poder confiar en que los muertos hacen milagros pasando por un aire que ya no los acaricia. Consolador sentir que hay algo suyo en el vaivén de las cosas diarias que, cuando sucede lo crucial, tuvo que ver con su empeño de mil años en conseguirlo, con su morirse deseándolo, con la influencia dueña de poderes ultraterrenos que debe haber en el aroma de sus cenizas.
Mi madre murió en agosto, hace unos años. Ya lo sé, no es raro, se muere la madre de medio mundo. Y a mi edad, la de casi todo el mundo. Pero no a todos nos entra la tristeza al mismo tiempo, ni es cierto que la pérdida se sienta menos cuando pasan los años. Se hace uno al ánimo. A veces creemos que desde el primer día pero, de repente, a propósito de una enredadera, se nos deshace el valor.
Mi madre tenía los ojos claros y la vida en paz. Mientras ella creció era pequeño el mundo y lo gobernaba una recua de ladrones. Así lo siguieron gobernando, sin más ambición que la de prevalecer, ni más lujo que el de hacerse de lujos, una y otra de las pandillas que se heredaban el poder.
Y ni quien chistara. Mejor así que matándonos, pensaban muchos cuando ella nació en 1924. Y lo seguían pensando en 1934, cuando tenía diez años, y en 1944, cuando tenía veinte, y en 1954, cuando yo cumplí cinco y ella nos peinaba los días de fiesta. También en los primeros sesenta, cuando el mundo, que aún era pequeño aunque en tantos lugares fuera abriéndose, seguía gobernado por los herederos del cacicazgo más íntegro que había conocido Puebla. El de un hombre que cuando nací llevaba muchos años de muerto, pero tenía muchos para seguir vivo. Todavía en 1980, cuando pretendí escribir un libro sobre él, cosa que no hice porque era un trabajo que por todos lados me rebasaba, nadie quería siquiera tocar su nombre en voz alta. Así de temido había sido y seguía siendo casi cuarenta años después de su muerte.
A falta de verdades completas, inventé un personaje que a mi madre le pareció menor comparado con la impronta que había dejado en su mundo, el verdadero. Lo inventé con alguna de las pocas cosas que supe y con muchísimas que imaginé; mi madre creyó siempre, y bien, que la historia real era mejor y que la realidad de entonces fue mucho peor. Ella las había visto todas y en su casa se habían hablado en voz alta mientras por la ciudad pasaban en silencio todos los años transcurridos entre 1934 y 1982. Entonces nació mi hijo y ella se puso a estudiar la preparatoria y luego la universidad. Todo, movida por la certeza de que el mundo no podía ser ni tan quieto ni tan pequeño, de que afuera existía el horror por mucho que en lo privado uno buscara un aire idílico como parecía serlo, durante mi infancia y su juventud, el tiempo en que a ella le temblaban las manos por asuntos que luego la hicieron reír.
De tal modo la participación en la cosa pública parecía imposible, el mundo de la familia era el más público de nuestros mundos. Toda la intensidad era hacia adentro. Así que a ella la ponía nerviosa participar en la organización de una fiesta para su madre. La autoridad de mi madre era la suya. Antes que ningún hombre: la voz de mi abuela. Para ella planeaban sus hijas, el trío de mujeres bajo cuya férula crecía la tribu, fiestas en las que cantábamos, bailábamos, decíamos recitaciones.
Éramos veinte chamacos mangoneados por tres hermanas sonrientes a las que rendíamos pleitesía. Mujeres cuyo esfuerzo puesto en la vida pública hubiera podido ser otra fiesta.
Como mi madre era perfecta —lo dijeron siempre mi padre y mi abuela, aunque sus hijos tardamos en saberlo—, la afligía quedar mal. Y temblaba porque las trenzas no tuvieran los tres gajos idénticos, porque temía que se nos fuera a olvidar la canción, porque en la ceremonia pudiera tropezarse una de sus cuatro alumnas de baile, porque se le perdía una peineta para el vestido de sevillana.
Nos disfrazaron de todo. Nada más yo, recuerdo haber tenido, cosidos por ella, entre los cuatro y los diez años, un traje de pastora, uno de princesa, uno de madrileña, uno de primera comunión, uno de ángel y cinco más. Disfrazados con varios atuendos por función salíamos al escenario, que era la sala de mi abuela, como quien sale al Metropolitan en Nueva York. Y mi madre temblaba como nunca tembló George Balanchine.
Hablan de ella esas tardes porque entonces eran su deber y ella hasta el último de sus días contó con el deber como un aliado. Cuando se quedó viuda con cinco adolescentes y ni un centavo, pasó de un quehacer a otro con la naturalidad de un pez que al tiempo vive en la laguna que en el mar. Mientras ella estudiaba, los herederos políticos de mi cacique seguían proliferando. Y ella descubrió la vida pública, el mundo fuera de las cuatro paredes familiares. Ahora mismo yo sería incapaz de acercarme a la trigonometría, pero ella se enfrentó a tres años de ese tormento porque le dio la gana, como la gana le daba ordenarse todo tipo de quehaceres. Hizo la tesis en una colonia pobre llamada la Colombres, y ahí cuenta la historia de cuatro mujeres dolidas y sorprendentes bajo el título Yo lo que quiero es saber. Cuando me entró la tristeza anduve buscando ese libro que me dio con menos donaire del que puso en darme su recetario de cocina, y que yo guardé tan bien que ha desaparecido en mi precaria biblioteca. Por fortuna, mi hermana lo encontró en la suya y me lo entregó junto con la sonrisa que anda trayendo porque ha conseguido cambiar un pedacito de la vida pública en nuestra ciudad.
No hay que estar muy seguros de que los muertos ignoran la pena de los vivos. Yo ahora me voy a permitir la ensoñación de que mi madre algo hizo, desde ninguna parte, para ayudarme a recordar esto que aquí he contado de tal modo que olvidé la tristeza.