No sé si debería preocuparme el alivio que siento cuando todo el mundo se marcha y me quedo a solas. Ellen tan solo pudo conseguir tres días libres ahora que le han asignado un nuevo destino para cubrir las noticias, y mi madre cedió cuando papá la convenció de que había llegado el momento de dejarme algo de intimidad, asegurándole que Amber estaría pendiente de mí, como si de repente hubiese sido asignada mi niñera oficial. A decir verdad, el día que pasé con ellas tras el funeral no fue tan terrible. Estuve tirada en el sofá junto a Ellen viendo reposiciones de Friends y alimentándome tan solo de palomitas dulces recién hechas en el microondas. Mamá se pasó horas en la cocina preparando un sinfín de fiambreras que luego etiquetó y congeló. Si se desata una invasión zombi, es posible que todo el edificio pueda sobrevivir durante meses gracias a mi nevera.
Y, sin embargo, nada es comparable al silencio. Este silencio denso, largo y profundo que llena cada rincón de la casa. Creo que también me llena a mí, porque en mi cabeza solo sigo encontrando eso. Vacío. Nada. Ausencia. Silencio. Me siento como si me azotase una ráfaga ininterrumpida de aire frío, pero que no es lo suficiente fuerte como para tirarme al suelo, y es exactamente lo último que imaginé que sentiría cuando Simon muriese.
Si hace meses alguien me hubiese preguntado cómo reaccionaría, mi respuesta hubiese sido esta: enloqueciendo. Me veía a mí misma lanzando objetos contra la pared, llena de rabia e ira por tal injusticia. Me veía... desconsolada, con los ojos rojos, las lágrimas borboteando hacia fuera y el corazón partido en dos de cuajo.
—Cariño, ¿estás bien? —Me preguntó mi madre la noche anterior mientras intercambiaba con Ellen una mirada cargada de palabras no dichas. Luego me cogió de la mano con delicadeza—. Ya sé que lo sabes, pero el llanto es una reacción natural. Un desahogo. A veces resulta casi liberador. O gritar. O enfadarse. Tienes derecho a todo eso.
La miré, pero no dije nada porque no sabía cómo explicarle que, sencillamente, no podía. Yo era la típica persona que lloraba en el cine, viendo un musical o cada vez que salía algo terrible en las noticias, y, sin embargo, me sentía incapaz de hacerlo al morir mi marido. Ni siquiera lo había hecho durante los veinte minutos que tardó en llegar la ambulancia cuando desperté y supe que Simon ya no estaba conmigo. Acaricié su rostro, deslicé los dedos por cada surco de su piel intentando memorizarla, lo abracé envuelta en un silencio angustioso y aplastante pero también hermoso, unos últimos instantes compartidos junto a su cuerpo inerte; casi un regalo. Después, cuando llegaron los sanitarios y tuve que separarme de él, fue como si las lágrimas se congelasen y se quedasen enquistadas en algún lugar profundo del que no podían salir. Tampoco conseguía gritar. Y estaba enfadada, claro que lo estaba, pero era un enfado ridículo porque ni siquiera tenía a quién culpar.
Así que solo me queda este silencio inmenso.
Cuando al fin estoy sola, me siento en el sofá y miro alrededor. En la estantería hay una fotografía en la que salimos Simon y yo con las caras muy juntas y sonriéndole a la cámara. Nos la hicimos dos veranos atrás en un viaje a Grecia. Había sido un día terrible, caluroso y agotador; a mí se me había roto una sandalia a mitad de camino y al final él me había llevado a caballito durante un buen rato. Pero, en medio de aquella odisea, terminamos regateando con un comerciante para que nos vendiese unas alpargatas y, cuando lo conseguimos, decidimos celebrarlo tomándonos un refresco en un local con vistas al mar. Yo no podía dejar de pensar en lo guapo que estaba con los rayos del sol reflejándose en su cabello cobrizo y esa camisa blanca con algún botón desabrochado que se ajustaba a sus hombros. Fue entonces cuando Simon sacó la cámara de la mochila y capturó el momento.
Me levanto, cojo el marco y sigo mirándola un poco más.
Y pienso que quizá mi madre tenga razón. Debería sentir algo. Dolor. Rabia. Frustración. Tristeza. Pero no encuentro nada cuando escarbo en mi interior. Solo ese vacío que parece colarse por todas partes. Vuelvo a dejar la fotografía y me voy a la cama. Cuando me meto dentro siento el impulso de poner el despertador. Amber llamó a la oficina y les comentó que me tomaría un par de semanas libres, pero me pregunto si sería tan terrible pasarme mañana a primera hora para asegurarme de que todo va bien.
El despertador suena a las siete.
Me pongo en pie en cuanto lo apago. Voy a la cocina y me preparo una tostada con crema de cacahuete y un café. Después me ducho y busco algo limpio que ponerme en el armario. Caigo en la cuenta de que llevo una semana sin hacer la colada y anoto mentalmente hacer una lista de todas las tareas que se me han acumulado. Me pongo un gorro de lana mientras bajo las escaleras de dos en dos y el cielo de Ámsterdam me recibe como todos los días invernales, de un gris perla que parece reflejarse en los tejados de las casas. Mi bicicleta verde está justo enfrente, atada a la barandilla que recorre el canal y entre otras muchas bicicletas de colores que parecen apiñarse en una línea irregular.
Siento un alivio inmenso cuando empiezo a pedalear y el viento helado de la mañana me sacude. A mi alrededor hay más gente de camino al trabajo y algún que otro turista madrugador. Es como si de repente, tan solo por unos instantes, volviese a sentir que formo parte del mundo y avanzo a su mismo ritmo. Cuando llego a la oficina sigo teniendo esa reconfortante sensación. Subo al segundo piso, donde reza en la entrada un cartel con el logotipo de Raket, un pequeño cohete rojo. Saludo a la chica de recepción y atravieso el pasillo junto a la zona de marketing, aunque tan solo ha llegado Zoe.
—¡Sophie! Qué sorpresa. Quiero decir..., no te esperábamos tan pronto. Nos dijeron que estarías de baja un par de semanas... —balbucea insegura—. Yo... lo siento mucho.
—Gracias. ¿Habéis terminado la campaña de Godelieve?
—Casi. Solo nos falta ultimar algunos detalles.
—Bien. Si me necesitas, estaré en mi despacho.
Dejo atrás a una joven Zoe que me mira aún sorprendida y me encierro en mi pequeño santuario: una habitación tan reducida que pocos presos la cambiarían por su celda. Sin embargo, entre estas cuatro paredes me siento cómoda y segura. Tengo todo lo que necesito. Una pila de trabajo acumulado, un corcho lleno de listas diversas y un sinfín de mensajes en la bandeja del correo electrónico. Despejo un poco la mesa y empiezo a trabajar. La mitad de los emails son de propuestas de agentes que termino descartando y también hay muchos de los autores que llevo. Me sorprende encontrar algunos mensajes de condolencias, pero imagino que era inevitable que la noticia se extendiese por la oficina y más allá. Respondo de forma mecánica a todos ellos. «Gracias, en cuanto al manuscrito...». «Gracias, pero hablemos de la corrección...». «Gracias, te adjunto el contrato...».
Cuando era joven no imaginaba que terminaría trabajando en una editorial de libros infantiles. Igual que no entraba en los planes de Simon ser profesor de Historia en un instituto de la ciudad. En mi caso, la oportunidad surgió poco después de acabar un máster de edición. Entré en Raket como becaria, me contrataron cuando acabé el periodo de prácticas, me convertí en la mano derecha de una de las editoras y ocupé su puesto cuando ella se marchó porque desde la competencia le hicieron una oferta de trabajo que no pudo rechazar.
Me gusta lo que hago. Es curioso terminar amando algo que ni siquiera había valorado como una posibilidad. En todo caso, lo que quería era dedicarme a publicar grandes novelas que terminarían convirtiéndose en superventas; al menos, cuando tomé la decisión de buscar algo estable. Pero editar libros infantiles es maravilloso. Resulta más complicado de lo que parece contentar a los pequeños, dar con historias que despierten su interés e imaginación y ofrecer algo distinto y llamativo. Actualmente me encargo de una colección de libros enfocados en la importancia del reciclaje y la vida sostenible, todos ellos protagonizados por diferentes animales del bosque. Otro de nuestros grandes éxitos es la serie Amy McAdams, unos libros para niños más mayores que no solo son divertidísimos (Amy es una chica muy alocada), sino también educativos a la hora de inculcar valores y enseñanzas que los pequeños lectores puedan aplicar en su día a día. Y luego está La ballena Buba, la nueva apuesta de este año con la que llevo meses trabajando.
Cuando veo que me ha llegado un correo de la autora, lo abro de inmediato y descubro con satisfacción que ha terminado de introducir los últimos cambios que decidimos hacer. Imprimo el manuscrito con las ilustraciones aún en sucio, apenas unos esbozos sin color. Fuera de la oficina se empiezan a escuchar voces y el ruido habitual al mover sillas, mesas y encender ordenadores y la máquina de café. Me planteo salir para prepararme uno largo de leche, pero lo descarto cuando pienso en todos mirándome y preguntándome qué tal estoy. Lo único que realmente deseo es quedarme trabajando en mi pequeña celda.
Acerco la silla al radiador y cojo el manuscrito.
A la pequeña ballena Buba le cuesta recordar cómo era su vida cuando vivía en el mar. Tenía amigos, mucho espacio para jugar y siempre nadaba detrás de su mamá. Pero una mañana, mientras perseguía a un divertido pez globo, perdió de vista al resto de su manada. De repente estaba sola en medio del océano. «Mamá, mamá, ¿dónde estás?». Nadie le respondió.
Suspiro mientras continúo leyendo.
Estuvo días nadando sin rumbo, llorando y buscando a su mamá, hasta que aparecieron unos humanos con unos buzos negros. La ballena Buba se acercó a ellos para jugar, danzó alrededor y agitó sus aletas. «Nos la llevamos», escuchó que decía uno de los simpáticos buzos.
Las voces fuera se vuelven más fuertes. Imagino que todos han llegado. Puedo visualizar el ajetreo habitual por la editorial: los de prensa atendiendo llamadas, los de marketing quejándose del poco presupuesto que les han dado, los correctores frente a la máquina del café, las otras editoras preparando sus tareas diarias y organizando las agendas.
Entonces no imaginaba que no volvería a nadar en el océano. Ahora, vive en un palacio de cristal con muchas paredes y unos cuidadores que insisten para que salte haciendo volteretas o coja al vuelo los peces que le lanzan. Dicen que tiene que ser divertido y que pronto estará lista para el espectáculo. La ballena Buba habla a veces con las otras ballenas que viven allí. Todas están tristes y echan de menos el mar.
Paso la página con un nudo en la garganta.
Unas semanas más tarde llega el gran momento: hay un montón de gente sentada en las gradas y alguien anuncia que el espectáculo está a punto de empezar. La ballena Buba está asustada. ¿Qué hace allí? ¿Por qué tiene que saltar delante de todas esas personas? Gime angustiada. Lo único que quiere es regresar al océano y encontrar a su mamá. La cuidadora le lanza un pescado, pero ella no le hace caso y da vueltas alrededor del recinto. «¡Mamá, mamá, ayúdame, por favor! —grita aterrorizada—. Mamá, ¡te necesito!».
No me doy cuenta de que estoy llorando hasta que noto las lágrimas calientes en las mejillas. Me las limpio con el dorso de la mano sintiéndome estúpida e intento seguir leyendo, pero las líneas se entremezclan y todo se vuelve borroso. De repente, siento que me ahogo. No puedo respirar. Un sollozo agudo escapa de mi garganta y tengo que taparme la cara con las manos para ahogar el llanto que lo sigue. Y entonces me derrumbo delante de la mesa de mi escritorio, encerrada en ese pequeño cubículo al fondo de la oficina.
Soy como un edificio desmoronándose. Es imposible que lo haga lentamente: cuando se desploma un piso caen con él todos los demás. En el momento más inesperado se quiebra un pilar maestro, lo sigue una pared, el techo..., y minutos después tan solo queda en el suelo un montón de escombros en medio de una espesa nube de polvo.
Y ahí, justo bajo esos restos, estoy yo.
Intento calmarme y parar, pero no puedo.
Las lágrimas se agolpan, apenas consigo coger aire entre sollozo y sollozo y tiemblo tanto que necesito varios intentos para buscar el número de Ellen en el teléfono.
—¿Sophie? ¿Cómo estás? Justo pensaba en...
—Mal. Terri-terriblemente... mal... —Me pongo en pie con la intención de serenarme, pero termino doblándome en dos. Es como si acabase de partirme por la mitad. Consigo sentarme en el suelo de la oficina, al lado del radiador—. Ellen...
—¿Qué te ocurre? Sophie, ¿sigues ahí?
—No puedo parar... de llorar...
El suspiro de Ellen es casi de alivio.
—Está bien, eso no es malo.
—El dolor es... insoportable.
—Lo sé. Tenía que llegar, pero aprenderás a gestionarlo. Se irá suavizando con el tiempo, ahora necesitas un poco de espacio, volver a encontrarte a ti misma...
—Estoy en la oficina —susurro.
—Mierda. ¿Qué haces ahí?
—Leer La ballena Buba.
—Debería haberlo imaginado...
—No puedo salir así, no puedo... —Inspiro hondo antes de verme sacudida por otro torrente de lágrimas—. Necesito irme a casa. Tengo que irme.
Noto que Ellen se debate entre consolarme o reñirme por haber hecho caso omiso de los consejos de mi familia y amigos e ir al trabajo cuando les prometí que me cogería esas semanas de baja. Al final, gana la primera opción y suaviza el tono de voz.
—Tengo que entrar en directo en menos de diez minutos, pero voy a llamar a Koen. Tú solo quédate donde estás. ¿De acuerdo?
—Sí —gimo.
—Buena chica.
Cuelgo el teléfono tras despedirme entre hipidos y permanezco en el suelo del despacho, rodeada por el montón de papeles que se me han caído. Odio a la ballena Buba, porque cada vez que pienso en la pequeña buscando a su mamá me sacude una nueva oleada de llanto histérico. Tengo las manos manchadas del rímel que surca mis mejillas y una opresión en el pecho que no deja de aumentar. El tictac del reloj que cuelga de la pared me acompaña mientras escucho a lo lejos las voces de mis compañeros de oficina. No quiero que nadie me vea en este estado. No quiero más condolencias, miradas de lástima o que me traten como si me fuese a romper en cualquier momento.
Aunque lo he hecho. Me he roto. Puedo notar que algo se abre dentro de mí lentamente, resquebrajándose. Me pregunto qué habrá dentro y si podré soportarlo cuando lo descubra. Ahora mismo tan solo puedo pensar en salir de aquí.
He perdido la noción del tiempo que ha pasado cuando la puerta se abre con suavidad. Me encojo contra la pared con las rodillas pegadas al pecho. Por fortuna, no es ninguno de mis jefes, ni tampoco Zoe o mi compañera Meghan.
Es Koen. Lleva un abrigo oscuro y su mirada preocupada desciende sobre mí. Cierra la puerta a su espalda y avanza hasta agacharse a mi lado. Apoya sus manos en mis mejillas y yo respiro al fin, pero al hacerlo me sacude otra cascada de lágrimas.
No puedo parar. No puedo. No puedo.
—Shhh, ya está —susurra él.
—Tú no lo entiendes... La ballena Buba está sola..., está tan sola... —Sollozo contra su pecho cuando se sienta junto a mí y me abraza—. Ha perdido a su madre...
—Todo irá bien, Sophie.
No le contesto. ¿Cómo voy a decirle que eso es imposible? ¿Que nada volverá a ir bien a menos que Simon regrese o que inventen una máquina para ir atrás en el tiempo? En ese caso podría cambiar las cosas. Le diría: «Simon, ve al maldito médico, nada de una inspección rutinaria, tienen que evaluarte a fondo». Entonces encontraríamos un tratamiento, seguro que sí. Y entonces las piezas volverían a encajar: esta aquí y esta allá, y el mundo dejaría de tener agujeros y giraría de nuevo con todas sus esquinas y sus bordes lisos.
Pero, pese a todo, su presencia me calma.
Me pasa un pañuelo tras otro. Koen siempre ha sido algo parco en palabras, aunque no las necesita. Algunas personas pueden comunicarse a través del silencio o una mirada. Así que permanecemos callados tras acordar que aprovecharemos para salir del despacho cuando todos se marchen a comer. Yo sigo llorando en silencio. Respiro y lloro. Lloro y respiro. Las dos cosas me parecen de repente necesarias para seguir viviendo. Koen apoya la cabeza en la pared, cierra los ojos y suspira hondo. No me había fijado antes en su aspecto, pero parece terriblemente cansado. Lleva la barba de varios días y se le marcan las ojeras.
Cuando las voces desaparecen, Koen se levanta.
—Iré a echar un vistazo, espera aquí.
Vuelve al despacho instantes después y me indica que es el momento de irnos. En la oficina apenas quedan tres o cuatro personas rezagadas. Me meto el gorro de lana hasta las orejas, deseando ser invisible, y salgo a toda prisa con él a mi lado. El alivio me invade cuando alcanzamos las escaleras. Cojo aire al salir. Está lloviendo, pero no me importa. Ya no me importa nada. Sollozo como una histérica mientras avanzo bajo la tormenta, abro las compuertas y dejo que todo el dolor contenido salga de golpe.
—¡Sophie! ¡Espera! —Koen grita a mi espalda.
Intenta convencerme para que cojamos un taxi, pero no lo escucho. Ahora tan solo puedo pensar en él. Los recuerdos llegan como una estampida de elefantes que avanza sobre el suelo arenoso y lo aniquila todo a su paso. Simon y su maravillosa sonrisa. Simon y las jirafas. Simon y el lunar bajo su oreja. Simon y su guitarra. Simon y la frambuesa. Simon y cientos de pequeños detalles que se me clavan como esquirlas punzantes.
Dejo que la lluvia me moje, alzo la vista hacia el cielo y me pregunto si me estará viendo. Si, en algún lugar, Simon aún existe y su alma perdura.