Presentación

Los generales civiles del golpe

El golpe de Estado y la instalación de la dictadura cívicomilitar que encabezó Augusto Pinochet no fue responsabilidad solo de los altos oficiales de las Fuerzas Armadas que traicionaron su juramento de la Constitución y la confianza del presidente de la República. El 11 de septiembre de 1973 tuvo también sus generales civiles: Agustín Edwards (dueño de El Mercurio), Eduardo Frei (presidente del Senado), Sergio Onofre Jarpa (líder del Partido Nacional, PN), Patricio Aylwin (principal dirigente de la Democracia Cristiana, DC), Pablo Rodríguez («jefe nacional» de Patria y Libertad), Orlando Sáenz (presidente de la Sociedad de Fomento Fabril), Jaime Guzmán (fundador del movimiento gremial en la Universidad Católica), León Vilarín (caudillo de la Confederación Nacional del Transporte Terrestre)... A lo largo de aquellos tres años de gobierno de la Unidad Popular (UP), y en algunos casos desde la mismísima victoria electoral de Salvador Allende el 4 de septiembre de 1970, prepararon las condiciones políticas y sociales necesarias para el derrocamiento cruento del gobierno constitucional y en las horas, días, semanas y meses siguientes lo justificaron y avalaron ante Chile y ante el mundo. Y, algunos de ellos, hasta el fin de sus días.

Forjaron un bloque social y político contrarrevolucionario que logró situar a Chile al borde del abismo: unos (democratacristianos y nacionales) cavaron trincheras en el Congreso Nacional para torpedear la acción del Ejecutivo; otros (las principales organizaciones patronales y gremiales y algunos colegios profesionales) organizaron los paros y el sabotaje de la economía, los servicios públicos y las comunicaciones; algunos (Patria y Libertad, el Comando Rolando Matus) recurrieron al terrorismo, la violencia y la provocación permanente para fomentar el caos en la vida cotidiana, un fenómeno amplificado y exacerbado por las campañas de la prensa afín (El Mercurio y su cadena de diarios, el Canal 13, Radio Agricultura...); otros (como las activistas del Poder Femenino) protagonizaron un acoso social diario a los miembros de las Fuerzas Armadas para instigarles al golpismo. Desde posiciones ideológicas y tradiciones diferentes, la trama civil operó, prácticamente sin descanso, para crear e incentivar la atmósfera en la que se extremara la pugna política y dialéctica y persiguió una misma meta: el fin, al precio que fuera preciso, del gobierno de la Unidad Popular.

Y se nutrieron del mismo manantial económico, el gobierno de Estados Unidos y sus agencias, que les entregaron más de ocho millones de dólares (principalmente a la DC y a El Mercurio), una cifra astronómica trasladada a los valores actuales si se tiene en cuenta, además, el elevado cambio de esta moneda en el mercado negro de la época. Desde principios de los años sesenta, las sucesivas administraciones estadounidenses (Kennedy, Johnson, Nixon) habían convertido a Salvador Allende y la izquierda chilena en su gran enemigo latinoamericano junto con la Cuba revolucionaria y a ello apeló Agustín Edwards el 15 de septiembre de 1970 en la mismísima Casa Blanca. Washington no dejó de inyectarles dólares hasta que el 11 de junio de 1974 Henry Kissinger ordenó liquidar «la cuenta pendiente chilena».

Al contrario de lo que todavía pregonan los panegiristas del golpe de Estado1, la responsabilidad de la trama civil no exime de nada a los miembros de la Junta Militar y a sus principales subordinados, quienes a partir del 11 de septiembre de 1973 instauraron una dictadura que perduraría, manejada férreamente por el general Pinochet y con un proyecto de refundación global del país, hasta el 11 de marzo de 1990. A nuestro juicio, la trama civil es responsable, junto con ellos, de la destrucción de la democracia y las libertades ciudadanas, de la inducción al suicidio del presidente Allende y de la instalación de una dictadura terrorista que negó las libertades, masacró al movimiento popular y vulneró de manera sistemática y masiva los derechos humanos. «Por lo general, la izquierda ha subestimado el miedo y el odio de la derecha, la facilidad con la que hombres y mujeres bien vestidos le toman el gusto a la sangre», escribió el historiador británico Eric Hobsbawm días después del 11 de septiembre de 19732.

La insurrección de la burguesía como clase social, desde la araña negra (símbolo de Patria y Libertad) hasta la flecha roja (emblema de la Democracia Cristiana), contribuyó decisivamente a liquidar uno de los procesos más singulares de la convulsa historia del siglo XX y la experiencia política, económica y social más democrática que Chile ha conocido. Con errores, por supuesto, y no sin discrepancias internas y enfrentando serias dificultades, el gobierno de la Unidad Popular recuperó para Chile la gran minería del cobre y profundizó la Reforma Agraria hasta erradicar el latifundio, nacionalizó la banca y los grandes monopolios industriales y abrió paso a la participación de la clase obrera en la dirección de la economía, desplegó una política integral en áreas como la salud y la educación, alumbró una gran obra cultural —con la Editora Nacional Quimantú y la Nueva Canción Chilena como mascarones de proa— y exhibió una política internacional ejemplar en el mundo de la Guerra Fría, que convirtió al Chile de Allende en una referencia universal.

La trama civil defendió el golpe de Estado y la instalación de la dictadura con el recurso que la psicología denomina «el mecanismo de proyección»: la atribución al otro, en este caso el enemigo político, del comportamiento propio. Quienes coadyuvaron a la destrucción de la democracia más avanzada del mundo hispánico habían imputado desde 1971 al gobierno de la Unidad Popular que su verdadero fin era la instauración de una tiranía y que para ello promovía incluso la «destrucción» de la economía nacional y la formación de un «ejército paralelo» destinado a enfrentarse con las Fuerzas Armadas.

Acusaron también a la UP de ser un mero satélite de la Unión Soviética y de Cuba, pero fueron ellos quienes no solo imploraron a Estados Unidos su respaldo a un golpe desde septiembre de 1970 y recibieron sus millones de dólares para la desestabilización y la sedición, sino que también comprometieron el apoyo militar de la dictadura brasileña ante una posible guerra civil, el precio que estaban dispuestos a asumir para impedir la construcción de una sociedad socialista en democracia, pluralismo y libertad. En definitiva, proporcionaron a la dictadura de Pinochet su mito fundacional y legitimador: el golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973, necesario e inevitable, libró a Chile de una dictadura comunista sometida a Moscú y La Habana y de un baño de sangre. Así lo proclamaron entonces Eduardo Frei y Patricio Aylwin, entre otros.

Ciertamente, no fueron nada originales. Imitaron el discurso del franquismo, que durante décadas justificó la sublevación contra la II República Española con la excusa de que impidió una inminente revolución comunista. «Franco y sus hagiógrafos siguieron en realidad un precedente, lo conociesen o no», escribe el profesor Ángel Viñas. Un precedente alemán: la propaganda nazi atribuyó a los comunistas el incendio del Reichstag en febrero de 1933 y Hitler declaró fuera de la ley al Partido Comunista e inició su persecución3.

Además, junto con el discurso anticomunista y autoritario, que se fundió con la Doctrina de Seguridad Nacional y la tradición prusiana del Ejército, la trama civil aportó a la dictadura decenas de tecnócratas (principalmente los Chicago boys), asesores políticos de la influencia de Jaime Guzmán y también efectivos para la Dirección de Inteligencia Nacional (DINA), como Michael Townley y Mariana Callejas (militantes de Patria y Libertad).

El 14 de diciembre de 2012, a pocos meses del cuadragésimo aniversario del golpe de Estado, la Agrupación de Familiares de Detenidos Desaparecidos (AFDD) y la Agrupación de Familiares de Ejecutados Políticos (AFEP) presentaron una querella criminal contra quienes aparecieran como responsables de la perpetración del delito que implicó el golpe de Estado. Esta iniciativa, patrocinada por los abogados Eduardo Contreras y Alfonso Insunza, surgió de una paradoja. Desde 1990, diversos documentos impulsados y reconocidos por el Estado chileno, del Informe Rettig al Informe Valech, han descrito la magnitud y el carácter sistemático de las violaciones de los derechos humanos: más de tres mil personas fueron ejecutadas o hechas desaparecer y más de treinta mil personas fueron víctimas de tortura. Además, desde hace décadas se juzgan en los tribunales nacionales e internacionales los crímenes cometidos por los agentes de la dictadura cívico-militar, pero no el derrocamiento del gobierno constitucional.

«Sigue pendiente una carencia jurídica y judicial fundamental, como es el enjuiciamiento del origen mismo de las múltiples violaciones de los derechos humanos, esto es, el golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973 como tal y los delitos previos que esa operación político-militar conllevó», señaló esta querella. «Así como la confesa participación en ellos, en diversas condiciones jurídicas, de personas y autoridades de Estados extranjeros, lo que constituyó un gravísimo atentado a la soberanía nacional, que contó con la complicidad de nacionales civiles y militares. Ese criminal golpe no fue, por cierto, una locura matinal del dictador. Ese crimen de lesa patria y de lesa humanidad se vino fraguando con tiempo y en esa sórdida conspiración de políticos, mandos de las Fuerzas Armadas, dueños de medios de prensa, poderosos empresarios y aparatos de inteligencia extranjeros participaron muchos individuos que nunca han sido procesados y que siguen gozando de inmerecida impunidad y libertad».

Las agrupaciones de familiares instaron a que se investigara y estableciera quiénes participaron en su preparación, organización, instigación, apoyo material y político y posterior materialización y solicitaron que se les sancionara con penas que podrían oscilar entre los cinco y los veinte años de cárcel efectiva. Su querella también subrayó que el régimen de Pinochet impuso un modelo económico, político y social excluyente, que favoreció a las elites que respaldaron el golpe: un paradigma neoliberal llevado al paroxismo contra el que la sociedad chilena se rebeló masivamente a partir del 18 de octubre de 2019, conquistando la apertura de un proceso constituyente.

De este modo, surgió la causa-rol n.º 12-2013 del 34º Juzgado del Crimen de Santiago de Chile, que instruyó el ministro en visita extraordinaria Mario Carroza y que actualmente está cerrada, sin que llegara a decretarse ningún procesamiento. Pero, por primera vez, Agustín Edwards, Orlando Sáenz, Pablo Rodríguez, Hermógenes Pérez de Arce o Roberto Tieme tuvieron que molestarse en rendir explicaciones ante la justicia acerca de su responsabilidad en el suceso más trágico de la historia nacional. Otros, como Jarpa o Mariana Callejas, fueron requeridos igualmente por los querellantes para que prestaran declaración, pero razones de edad y salud lo impidieron4.

A cincuenta años del triunfo de Salvador Allende en las elecciones presidenciales, este trabajo analiza cómo se gestó la trama civil que operó contra la UP, principalmente a partir del estudio de sus tres actores políticos más relevantes: la Democracia Cristiana, el Partido Nacional y Patria y Libertad. Hoy Chile enfrenta un horizonte político decisivo, una verdadera encrucijada, cuyo umbral será el plebiscito que puede franquear el camino hacia su primera Constitución debatida y aprobada democráticamente; después llegará la sucesión de elecciones municipales, regionales, parlamentarias y presidenciales. El desafío es construir un país más democrático y justo, que supere el paradigma neoliberal impuesto por los Chicago boys durante la dictadura y mantenido por todos los gobiernos posteriores a 1990, con la sola excepción de las transformaciones estructurales que la presidenta Michelle Bachelet intentó desarrollar durante su segundo mandato. No será sencillo, puesto que, a lo largo de dos siglos de historia republicana, la derecha ha demostrado que, cuando lo ha necesitado (como entre 1970 y 1973), sabe defender sus privilegios a ultranza.

Como en la rebelión social de 2019, cuando «El derecho de vivir en paz» de Víctor Jara fue cantado por millones de chilenas y chilenos, en este largo camino estarán presentes la memoria de la Unidad Popular y los valores profundamente democráticos y libertarios encarnados por aquel movimiento político y social, representados universalmente por la figura del presidente Salvador Allende.