Capítulo 2

SANTA ANA

Cuando subió al avión, se dispuso a soportar, de la mejor manera posible, el largo viaje que le aguardaba. Primero, pararía en Londres y, después, nueve largas horas. Una vez instalada, se preparó para ver una película en el monitor que estaba adosado en el asiento de delante. Seleccionó El señor de los anillos. Con lo larga que era, si enlazaba una parte con otra, estaría en Nueva York antes de darse cuenta. Podía elegir entre escucharla en inglés o en español. Pensó que prefería el español, no quería agobiarse siendo incapaz de entender la película y deseando no haber dado el gran paso.

Morfeo pudo con ella, y cayó rendida a las dos horas de haber salido de Londres. La pasajera que había a su lado, una mujer mayor con aspecto de ejecutiva, se había puesto un antifaz en los ojos, lo que dejaba en claro que no quería ser molestada. Al levantar Andrea los parpados, tenía tortícolis y la boca reseca. Su compañera de viaje, por el contrario, presentaba un aspecto impecable, como si acabara de ponerse un traje recién planchado y saliera de la peluquería.

Al llegar a su destino, sentía a la vez hambre y ganas de vomitar, calor y frío, y mucho cansancio. Nadie había ido a recogerla. Después de pasar una hora recuperando su equipaje y en la aduana, tomó un taxi. Por suerte, el taxista era colombiano, y no le costó demasiado hacerse entender. Con lo poco que había tratado al personal del aeropuerto, le había quedado claro que su acento británico no le iba servir de mucho en tierras americanas.

¿Se habían tragado un chicle todos los que trabajaban allí? ¡Qué horror! O se adaptaba pronto o lo iba a tener difícil para comprender lo que le decían.

La residencia estaba en el campus, era gigantesca e imponente. Le recordaba a las que salían en las películas de estudiantes universitarios que solía ver en su casa después de comer. Grandes extensiones verdes y ancianos árboles que contrastaban con los recientemente pavimentados caminos que iban de un edificio de ladrillo rojo a otro. Y por supuesto, lleno a rebosar de jóvenes con carpetas que la miraban de reojo.

Desde luego, su aspecto no podía ser más cómico. La ropa, arrugada del viaje y el pelo, entre liso y rizado, fosco, despeinado y alborotado. Con maletas y paquetes medio abiertos que la rodeaban golpeados y sucios. Se sentía en un mar infestado de tiburones, rezaba por que un valiente capitán viniera a rescatarla en su blanco velero. Con un polizonte en una barcaza, le valía. Cualquier ayuda sería bien bienvenida si la orientaba.

La respuesta a sus suplicas no fue un adonis lleno de músculos, sino un hombrecillo con gafas y algo calvo que le recordaba a Hannibal Lecter. A través de los cristales, refulgían unos ojillos brillantes y sagaces por encima de una dentadura perfecta de anuncio de dentífrico.

Era el decano. Se presentó diciendo:

—¿Andrea Pérez?

—Sí, esa soy yo.

—Mi querida señorita, soy el decano Done. No la esperábamos hasta mañana, pero su alojamiento está listo. Acompáñeme, y se lo mostraré.

Andrea se limitó a sonreír y a asentir con la cabeza; el cansancio no le permitía articular una frase completa ni en español ni en inglés. Ni siquiera le asombró que la hubiera reconocido. No creía que hubiera muchas mujeres con el equipaje a sus pies y con una camiseta en la que se podía leer «Dame jamón» impreso en su pecho.

La residencia Santa Ana, donde se iba a alojar, resultó ser una gran mole gris que desentonaba con el resto del campus. De estructura modernista y de no más de veinte años, en su interior albergaba a cien chicas. Ochenta eran alumnas; otras, becarias, como ella; y, por último, alguna que otra profesora. Un alojamiento femenino había sido el único requisito que su madre había exigido. ¡Como si eso fuera a evitar que se acostara con un hombre!

Claro que primero debería encontrar a alguno que le gustara, algo que en su ciudad natal no había sucedido. Salvo uno o dos magreos, entre clase y clase, con un tío dos años mayor que ella, nada más. Se sentía como una virgen del medievo. Seguro que hasta ellas se lo pasaban mejor en la cama.

Su habitación estaba en el tercer piso y daba a un aparcamiento de coches en la trasera del campus. La compartiría con una becaria de Bélgica que estaba estudiando la influencia de la contaminación ambiental y acústica en la psique humana. En ese momento no estaba allí, había ido a un congreso a Boston y no volvería hasta dentro de dos días.

Andrea consiguió deshacer su equipaje, al menos, en parte. Las blusas y demás prendas arrugadas estaban en sus perchas; el resto, con sus libros, podía esperar. No se sostenía más de pie.

Eran las siete de la noche; la hora de la cena ya había pasado, pero ya no tenía hambre. Junto con el desfase horario, su cuerpo pedía cama. Al día siguiente, debía de estar a las ocho en el despacho de su tutor y, después, tendría un par de días para visitar la ciudad. Decidió acostarse y dormir hasta las seis y media de la mañana. Solo sabía que el baño estaba al fondo del pasillo. Ya descubriría lo demás.