Introducción

SOLOS EN LA MADRUGADA

Es casi de madrugada sobre el asfalto nevado. Un hombre de aspecto elegante acaba de parar el taxi de Pedro. A la calle Almirante, indica sin apenas mirarle. El coche se pierde en la noche oscura cuando un semáforo en rojo que el taxista no advierte, provoca un frenazo en seco. El pasajero le increpa con descortesía y Pedro se vuelve para disculparse, pero el hombre de atrás no parece escucharle. Intenta decirle que es un conductor experimentado, que lleva veinticuatro años al volante, conduciendo diez horas cada día para darle a su único hijo una vida mejor de la que yo he tenido, palabras que casi balbucea mientras observa por el retrovisor la indiferencia del pasajero. «Siempre pensando en su futuro y ahora, mi hijo, solo es pasado, murió hace dos semanas...» dice el taxista con la voz quebrada. El elegante caballero no le escucha, ha comenzado a hablar por el teléfono móvil.

Los siguientes pasajeros son tres jóvenes que regresan a casa desde una zona de copas. A juzgar por la algarabía de los muchachos, han tomado muchas... Pedro intenta sonreírles. ¡Qué suerte que la juventud se divierta!

—Mi hijo era joven, como vosotros. Y también salía con sus amigos a divertirse pero hace dos semanas, murió... y yo...

—¡No nos amargues la noche, abuelo!—, contestan entre risas alborozadas.

Es tarde, en el reloj del salpicadero ya han llegado las dos. Pedro está agotado, la jornada al volante, una vez más, ha sido larga, pero no quiere regresar a su casa. No todavía. Necesita caminar, quizá solo vagar por las calles desiertas en busca de nada. Unas luces, lánguidas como su mirada, iluminan un pub de barrio y decide entrar para tomar un coñac, tal vez dos. Ya han pasado dos semanas y aún no ha conseguido compartir su pena con nadie... Le atiende una mujer de ojeras violáceas que con desgana, le sirve una copa del color del caramelo. —¿Usted tiene hijos? —le pregunta sin encontrar respuesta Yo tenía uno, se llamaba Carlos, hace dos semanas, en el hospital... Silencio. Con un gesto mecánico, mil veces repetido, la mujer desliza una bayeta por la barra: —Dese prisa, vamos a cerrar, —responde sin presta atención. Pedro busca sus ojos pero ella esquiva la mirada. Derrotado observa a su alrededor, intentando encontrar algún alma que quiera escucharle. Pero los pocos clientes que quedan tienen prisa por marchar. Tiran con desgana unas monedas sobre el mostrador y pasan por su lado sin fijarse en él.

Una tristeza enorme, infinita invade su corazón. Más dura, más cruel, más intensa cada minuto que pasa. En un gesto inconsciente se lleva la mano al pecho, como si quisiera evitar que la pena emergiera del corazón a borbotones y anegara el mundo entero.

Un perro adormecido bajo la madrugada le espera en la próxima esquina: «Tienes frío, eh?, le dice palmeándole el lomo». «Yo ya estoy viejo, como tú, pero mi hijo era joven y ha muerto, ¿comprendes?...» El perro mueve la cola, le mira y exhala un aliento húmedo y cálido. Pedro, escuchado al fin por un ser viviente, desahoga toda la pena que invade su alma.

Esta no es una historial real, pero podría serlo. Cambiando un cochero como protagonista por un taxista, he adaptado un relato de Chéjov publicado en un lejano 1885, que pone en evidencia como el sentimiento de soledad y la incomunicación representa una tragedia en la sociedad de todos los tiempos.

Existen muchos tipos de solitarios. Están solos aquellos que han perdido por alejamiento, ruptura o muerte, una relación afectiva profunda con otro ser, o los que se alejan de otras personas por miedo a ser rechazados, lo mismo sucede con aquellos que por triunfar —o tal vez simplemente por subsistir— no han tenido tiempo para aprender a convivir.

Durante cinco años tuve la oportunidad de escuchar a miles de voces que, cada noche, descolgaban el teléfono para marcar el número de una emisora de radio. Esperaban que al otro lado, otra voz, la mía, les diera las buenas noches dispuesta a escucharles.

Aquel programa nocturno, que dirigí y presenté en la cadena COPE, era un formato de radio intimista que gozó durante su emisión, de una considerable audiencia como segundo programa de la noche más escuchado en España. El secreto se basaba en las miles de almas que, entre la una y media y las cuatro de la madrugada, marcaban un teléfono para aliviar sus angustias, hablando con alguien a quien no conocían. La soledad, en cualquiera de sus formas, estaba detrás del 80% de aquellas llamadas.

En la noche no hay más soledad que a cualquier hora del día, pero al cesar la actividad, somos más conscientes de lo que nos falta... La noche agranda el vacio de cada uno. ¿Que estaba sucediendo en el corazón de un hombre que llamó a la radio porque su madre estaba de cuerpo presente y no tenía a nadie con quien compartir su pena? Se llamaba Emilio tenía 56 años y tras una separación traumática había perdido su casa, su trabajo y a sus dos niños pequeños que, en aquellos días frisaban la primera juventud. Hacía más de doce años que había regresado a la casa familiar y allí, junto a su madre viuda, había vivido en la única compañía de su anciana madre. Nadie fue a velarla, él también se sintió morir aquella madrugada de invierno...

¿Cómo es posible, en plena era de la comunicación, que un hombre esperara desde las diez de la mañana hasta las una y media de la madrugada para estrenar su recién instalada línea telefónica? Manuel, no tenía a nadie a quien llamar...

El caso de Olga fue la denuncia de un delito. Aquella madrugada recibimos la llamada de una voz joven, triste y aterrada. Trabajaba en un club de alterne situado en la carretera de Castelldefels o para hablar con mayor propiedad, estaba secuestrada en una barra de sexo. Era extranjera, llevaba un año y medio en España, y no había encontrado ni un alma en la que descargar su corazón. Olga esperó al alba para hablar. La policía de Barcelona hizo el resto...

Pueden parecer ejemplos llevados al extremo, sin embargo, aquel programa se nutría de cientos de personas a las que el trabajo y las ocupaciones cotidianas atenuaban su soledad durante unas horas, pero al volver a casa, al caer la tarde, se enfrentaban a un vacio desgarrador.

En España, por ejemplo, hay más de tres millones de viudas que a las seis de la tarde se sorprenden dormidas frente al televisor. Por la mañana, con los recados y la compra la soledad es soportable, pero después de comer y ver la telenovela llega, para muchísimas mujeres, la desolación. El timbre que no suena, el teléfono al que no llama nadie. No fueron pocas las voces avejentadas que confesaban ponerse el despertador a la una y media de la madrugada. Era el momento de encontrarse con la voz que les hacía sentirse escuchadas, solo eso.

Carlos tenía 46 años, llevaba siete separado y no tenía hijos. Era ejecutivo de una gran empresa, pero no le gustaba su trabajo. No compartía su intimidad con nadie y presentaba una fuerte tendencia a la agresividad que hacia fracasar todas sus relaciones. Sin embargo, aunque su aislamiento pudiera parecer voluntario, el sufrimiento se le enroscaba en la garganta cuando nos lo contaba aquella noche: «Lo he arreglado para que, cuando entro en casa y pulso el interruptor de la luz, se conecta automáticamente el televisión y la radio. El silencio me deprime». Era consumidor de cocaína desde hacía casi una década y su poca vida social giraba en torno a la droga, aunque, curiosamente, él pensaba que no estaba enganchado. Su mayor temor era enfermar y convalecer en el hospital sin tener a nadie a su lado.

Son frecuentes los casos de soledad que se intentan paliar con cualquier dependencia, alcoholismo, droga, juego... Todas ellas salidas falsas... al día siguiente todo se encuentra en el mismo lugar. Así lo escuche relatar, madrugada tras madrugada...

En la sociedad que hemos construido los vínculos personales son extremadamente débiles. Es fácil observarlo en aquellas personas que aunque están conectadas con otras, se sienten profundamente solas en circunstancias delicadas, en ocasiones dramáticas, por carecer sus relaciones de verdadera confianza. Durante el día, quizá, un compañero de trabajo, un amigo de cuatro risas... Pero, ¿qué ocurre si a las tres y media de la madrugada te encuentras frente al suicidio?... sola. Ese fue el caso de Elena una joven de treinta y cuatro años que salvó su vida por marcar el número de teléfono de la radio.

Se encontraba sola en su casa, hacia apenas unos minutos que el hombre al que amaba más que a su propia vida, le había dicho adiós en el portal. Desbordada por la angustia, incapaz de manejar aquella emoción que se le había anudado al cuello hasta la asfixia, sus palabras eran el sonido de la desolación en la noche. La vida no tenía ya ningún sentido, sin él no se sentía capaz de esperar el suspiro que quedaba hasta el amanecer. Un ruido, el de alguien que se desploma sobre el suelo, y el silencio de Elena nos congeló a todos el corazón. El equipo del programa sorprendido y asustado, se movió con la rapidez de un rayo. En un par de minutos, mientras yo, aturdida, seguía recibiendo llamadas en antena, ellos consiguieron la dirección de la muchacha, llamaron a la policía y enviaron una ambulancia a su domicilio. Allí la encontraron, desfallecida en el suelo. A su alrededor, envases de pastillas vacíos; los que con el agua de su pena, se había ido tragado desde que la razón de su existencia la había abandonado. Elena no encontró en aquella madrugada a nadie que escuchara su historia. Ella salvó su vida por llamar a un programa de radio, pero siempre he pensado en esos otros seres que en el abismo de la incomunicación, arrollados por sus sentimientos, la perdían en la oscuridad de otras madrugadas.

El hombre sufre de soledad tanto como la mujer, pero es menos frecuente que lo verbalice. Las mujeres comunican mejor su angustia y por ello, supongo, llamaban en mayor número para dolerse de la soledad que sentían. Ana era funcionaria y su mayor temor era que llegara el, para otros, ansiado fin de semana. Ella no lo deseaba, al contrario. El aislamiento, la falta de planes, la ausencia de compañía la confinaba en su domicilio del que no salía hasta el lunes para dirigirse de nuevo al trabajo. «El viernes por la noche, me preparo la cena y abro una botella de vino. Termino de cenar y sigo bebiendo para adormecerme. A la mañana siguiente me da asco ver los restos de comida sobre la mesa. Pero a lo largo del sábado y también del domingo, sigo amontonando platos y vasos, desorden y suciedad», confesó con la voz de quien no quiere escuchar sus palabras. «A veces pienso que, si alguien llamara al timbre, no podría abrir la puerta avergonzada del estado en el que se encuentra mi casa». Ana tenía un ritual exacto cada semana. Los domingos, al caer la tarde, comenzaba a recoger de manera compulsiva los destrozos de su aislamiento. Lo dejaba todo preparada para comenzar la nueva semana. Y así, todos los fines de semana y fiestas de guardar... «Es la peor clase de sufrimiento, creo que la soledad es el peor castigo», concluyó Ana.

Millones de internautas utilizan la pantalla del ordenador como bálsamo para su soledad. Luis era dibujante y estuvo tres años enganchado a los chats y a la pornografía en la red. El dolor producido por un desengaño amoroso le dejo a solas con el ordenador. Salir solo a un bar de copas y acercarse a una chica requería un esfuerzo mucho mayor que esperar sentado frente a la pantalla. Luis conectaba con muchas mujeres que en las más diversas circunstancias buscaban la compañía cibernética. Estas relaciones nacen del vacío emocional y muy frecuentemente la gente se vuelca mucho en ellas. «Hasta en los casos donde el sexo se demandaba explícitamente, al final, siempre acabas charlando de tus problemas, de lo que sientes, de que te gustaría salir de donde estás» confesó Luis.

Pero el sentimiento de soledad no siempre es dañino. Frente a la soledad desolada, infructuosa y estéril, existe otra sonora y fecunda. Todos, en mayor o menor medida, la hemos sentido, sufrido o disfrutado. Para algunos, la soledad representa un monstruo terrible del que quieren escapar y otras, sin embargo, la consideran un precioso tesoro difícil de conseguir y que saben valorar y disfrutar.

Hay muchas personas que viven saludablemente solas. Son hombres y mujeres que tienen un acentuado sentido de la individualidad, pero que a la vez permanecen conectados a su familia, amigos y compañeros. Vivir solos no les impide mantener relaciones sociales, personales, intimas. Hombres y mujeres que han hecho de la soledad deseada un estilo de vida. Son los singles un fenómeno social que aparece en las grandes ciudades de los años ochenta para los que la soledad es una opción, no una catástrofe. Orgullosos, los impares, en auge en este siglo XXI, se han convertido en algo más que un estado civil. Argumentan sociólogos y psicólogos que los vientos soplan a favor de esta fórmula de existencia. Un signo de los nuevos tiempos, personas que eligen vivir solas para disfrutar de su espacio personal, de su tiempo, de su independencia.

Qué agradable sorpresa es descubrir que, al fin y al cabo,

estar solo no significa necesariamente sentirse solo.

Ellen Burstyn