1 Una sala de espera de lo más desesperante

El malvado DogDark viajaba velozmente a través de un túnel interdimensional, dispuesto a dar su merecido a la familia Tube. Y si hubiera podido sonreír como un humano, su sonrisa habría sido malévola, vengativa y cruel. Pero como DogDark tenía cabeza de perro (la de un enorme pastor alemán, para ser más exactos), se limitaba a mostrar los colmillos en una mueca feroz.

El odio que DogDark sentía por los Tube era tan intenso que casi no le dejaba respirar. Y es que…

¡no había para menos!

Antes de que esa molesta familia se cruzara en su camino, él había sido el orgulloso Comandante en Jefe de la Guardia Soberana de la emperatriz, un héroe temido por todo mundo. Pero desde que la familia Tube llegó a la Dimensión 6, entró en el mismísimo Palacio Tenebroso para robar la Brújula del Destino* y, por último, se escapó burlando al invencible ejército que él comandaba, DogDark había perdido el respeto de todo el reino y, lo que era peor, el favor de su adorada Señora.

Y luego estaba aquel asunto de la estación de servicio… En su primer encontronazo con aquella insoportable familia, DogDark había terminado colgado del cartel de una cantina marciana, enganchado a una hamburguesa gigante que daba vueltas y vueltas, mientras todo el mundo le hacía fotos y se reía de él. ¡Incluso habían hecho memes sobre aquello en las redes interdimensionales!

Sí, la vida de DogDark era mucho peor desde que había conocido a Mikel, Leo, Bruno, Bills, papá Gorila y mamá Tube. Pero pronto, muy pronto, todos ellos iban a arrepentirse de haberle conocido a él. Eso, DogDark lo tenía muy claro.

Tan abstraído estaba en sus dulces planes de venganza que el final del túnel interdimensional casi lo pilló desprevenido. Gracias a sus fantásticos reflejos, consiguió reaccionar a tiempo dando una magnífica voltereta en el aire y terminó aterrizando en una épica postura, con una rodilla hincada en el suelo. Aquella mañana había abrillantado a conciencia su negro uniforme, que ahora relucía tan deslumbrante como una armadura, y la capa ondeaba a su espalda, como solo saben hacerlo las capas de los villanos. Levantó la mirada, seguro de encontrar ante sí los rostros aterrados de la familia Tube a punto de suplicar clemencia. Pero lo que DogDark encontró, para su sorpresa, fue una especie de sala de espera. Se levantó, desconcertado, y miró a su alrededor preguntándose qué podía haber fallado. Se suponía que el brazalete que la emperatriz Gunilda le había entregado antes de partir debía abrir un túnel interdimensional directamente hasta el hogar de los Tube, al pulsar la gema verde que tenía incrustada en el centro.

¡Pero aquello no parecía el hogar de nadie! La sala en la que se encontraba estaba atestada de otros monstruos y villanos que esperaban su turno con expresión aburrida. Sentados a lo largo de varias sillas de plástico, había todo tipo de engendros: una araña gigante, el Hombre del Saco, un alienígena con varias filas de dientes en su descomunal boca, una babosa gigante… Algunos leían revistas con títulos como Monstruos de Hoy, o Venganzas del corazón. Pero la mayoría tenían la mirada fija en la pantalla luminosa que anunciaba el turno para ser atendidos.

De pronto, la pantalla emitió un sonoro «¡CLINK!» y apareció el siguiente mensaje:

¡Vaya, por fin me toca! —exclamó un fantasma mirando el papelito que llevaba en su translúcida mano—. Más de dos horas esperando. Ni que uno tuviera toda la eternidad…

DogDark comenzó a ponerse nervioso. ¿Dónde había aterrizado? ¿Por qué no estaba en casa de los Tube? Pero no iba a dejarse amilanar por un pequeño contratiempo. Las órdenes eran las órdenes. Carraspeó tímidamente para llamar la atención de la criatura que tenía más cerca, una especie de ciempiés mutante con afiladas cuchillas en vez de patas.

—Eh… disculpe, caballero. ¿Podría decirme en qué lugar nos hallamos?

—Por supuesto, con todo gusto —contestó el otro, educadamente—. Supongo que se trata de su primer viaje a este mundo, ¿no?

—Sí, así es.

—Verá, pues este es el Ministerio del Miedo. Todos los monstruos y villanos que llegamos a este mundo desde otra dimensión tenemos que pasar antes por la aduana para recibir un Permiso Transitorio de Maldades —le explicó, señalando hacia las ventanillas del fondo con varias de sus cuchillas, con tanto ímpetu que rasgó la revista de un vecino por la mitad, sacó el ojo de otro, y seccionó limpiamente las antenas de un tercero.

DogDark le dio las gracias mientras se retiraba discretamente para no verse involucrado en la violenta discusión que estalló entre los cuatro monstruos. Renegando para sí mismo, fue a la máquina expendedora y cogió el papelito correspondiente. Comprobó con desánimo que tenía el no 1.789. Cada vez más desinflado, buscó una silla libre. Pero la única que quedaba estaba entre un zombi que se caía a pedazos y una especie de moco gigante y burbujeante. Se sentó entre ambos, intentando comprimirse al máximo para no tocarles, con la capa y las armas incómodamente arrebujadas sobre el regazo. Y mientras el zombi y el moco desprendían todo tipo de fluidos y mucosidades sobre su reluciente armadura, DogDark se dispuso a esperar lo que hiciera falta, con la paciencia que solo tienen los perros, sintiéndose infinitamente miserable y desgraciado.

Varias horas más tarde, la pantalla anunció por fin su turno. Se levantó, enfundó sus armas en las cartucheras, plegó pulcramente la capa sobre su brazo, y se dirigió hacia la ventanilla indicada con un humor de perros, nunca mejor dicho. La bruja que se encontraba tras ella ni siquiera levantó la mirada para saludarle:

—Buenos días, supongo… —masculló, mientras tecleaba furiosamente con dos dedos—. Bienvenido al Ministerio del Miedo. Rellene este formulario con su procedencia, malvadas intenciones y periodo aproximado de estancia.

Cuando la bruja levantó su feo rostro para entregarle el formulario, ambos quedaron contemplándose con la boca abierta.

—Tú me suenas de algo… —murmuró ella, arrugando su enorme nariz llena de verrugas.

¡Y yo sé quién eres tú! —exclamó DogDark, moviendo la cola alegremente—. ¡Eres la bruja Gunilda de esta dimensión! Bueno, no nos conocemos personalmente, claro está, pero eres igualita a mi Señora.

—¿Perdona? ¿Señora? ¡No he cumplido todavía los setecientos años!

DogDark se partió de risa, como si ella hubiera dicho algo increíblemente gracioso. Su cola, que ahora se movía en plena efervescencia, golpeó al pobre zombi que se había levantado para preguntar algo, y estaba justo detrás. El coletazo desmontó la nariz del muerto viviente, el hígado, una oreja, y media pierna.

—Tienes el mismo sentido del humor que ella… —suspiraba DogDark, secándose una lágrima

¡Ya sé de qué me suenas! —exclamó Gunilda, asestando un fuerte golpe sobre la mesa. El zombi, que ya había conseguido recoger algunas partes de su cuerpo, dio un respingo y volvió a perderlas todas—. Tú eres el soldado-perro que quedó colgado de una hamburguesa gigante cuando intentaba apresar a los Tube en la Dimensión 6.

—Comandante en Jefe de la Guardia Soberana, si no te importa…

¡Vi tu foto en Hola, Multiverso! ¡Y hay varios memes graciosísimos por las redes! ¿Los has visto?

—No soy mucho de redes.

—Esa familia de repelentes te la jugó bien jugada, ¿eh? —rio ella—. ¡No creo que tu Adorada Emperatriz quedara muy contenta contigo!

—Bueno —masculló DogDark, cuyo humor se había vuelto a ensombrecer—, al parecer tú tampoco eres alguien demasiado importante. Me dará mucha pena informar a la Tenebrosa Emperatriz Gunilda de la Dimensión 6 que su gemela de esta dimensión no es más que una simple funcionaria*.

—Grrrrr… —rugió Gunilda, mientras su piel adquiría un tono verdoso de lo más repulsivo—. ¡En realidad tú tienes mucha parte de culpa en esto!

—¿Yo?

¡Por supuesto! Si tú no hubieras permitido que la familia Tube robara esa brújula prácticamente frente a tu hocico, yo habría podido usar la mía para conquistar este mundo. ¡Pero justo cuando estaba a punto de entrar en la Fuente de Poder, llegó esa familia de entrometidos y me lo impidió! ¡Y se ha quedado con mi brújula! No es justo, no es justo… —comenzó a lloriquear

—Disculpe, yo solo quería preguntar una cosita… —interrumpió tímidamente el zombi, mientras se acababa de pegar la oreja.

¡HAGA EL FAVOR DE ESPERAR SU TURNO! —aulló Gunilda, lanzándole un rayo morado con su varita. El zombi salió volando y chocó contra la pared, desmontándose de nuevo en varios pedazos—. Qué poca paciencia tiene la gente… ¿Qué te estaba diciendo? Ah, sí. ¡Con los poderes de la Fuente habría conseguido conquistar el mundo! —continuó lamentándose la bruja—. ¡Esta vez sí! Pero la familia Tube siempre me lo impide, ¡siempre! ¡Estoy harta! ¿Por qué no se meterán en sus asuntos? Son unos desconsiderados, y unos metomentodos…

—No puedo estar más de acuerdo —afirmó DogDark.

—Y encima, como he superado mi cupo anual de fracasos con este último intento de conquista, el Ministerio del Miedo me ha penalizado quitándome seis puntos de mi carnet de bruja. ¡No podré volver a examinarme hasta dentro de ciento once años para recuperarlos! ¡Y ahora hay un montón de hechizos que no puedo hacer!

—¿Qué me estás contando?

—Lo que oyes —asintió Gunilda—. Por ejemplo, no puedo viajar entre dimensiones…

¡Vaya por Dios!

—Y me han quitado mi Varita Premium, y me han dado esta Varita Beta con la que solo puedo lanzar cuatro o cinco hechizos de birria —le explicó, quejumbrosa, mientras la agitaba.

El zombi, que ya había vuelto a recoger todos sus pedazos, se agachó justo a tiempo. El rayo morado pasó por encima suyo, rozándole la cabeza. Con un suspiro de alivio, se irguió y volvió a acercarse al mostrador, tambaleándose a cada paso.

—Me dejas de piedra —cabeceó DogDark.

—Y como no tengo todos los puntos del carnet, solo puedo trabajar aquí, poniendo sellos y atendiendo a papanatas, lo de papanatas no va por ti, que conste, y con unos horarios que no te cuento, ¿cómo pretenden que una pobre bruja concilie su vida familiar con esto? —terminó, llorando a moco tendido.

—No es justo, no es justo —murmuró DogDark, viendo con aprensión como Gunilda intentaba sonarse los mocos en una de las esquinas de su capa—. ¿No está muy alto el aire acondicionado? —preguntó, fingiendo un escalofrío, mientras daba un discreto tirón a la tela y volvía a colocársela sobre los hombros, con un revoloteo que dio de pleno en el zombi.

—Si es que se le quitan a uno las ganas de morir… —murmuró el desdichado desde el suelo, sin mostrar ninguna intención de volver a reconstruirse. —Y encima, me he enterado de que el Ministerio de la Ilusión, que está siete pisos más arriba, va a conceder un premio a Mikel y Leo por salvar el mundo otra vez. ¿Te lo puedes creer?

¡Van a regalarles un fin de semana en la Isla de las Superaventuras!

—¿La isla de las qué…?

—Un gran parque de atracciones que se encuentra en otra dimensión —le explicó la bruja, con desprecio—. Toda la isla está llena de juegos acuáticos, zonas temáticas, tiendas de chucherías… ya te imaginas, ¡un verdadero asco! Yo no lo pisaría ni loca. Pero, una vez al año, los de arriba conceden ese premio a algún niño que haya realizado una hazaña memorable. ¡Y esta edición la han ganado esos dos! Qué rabia me dan. ¡Si pudiera, destruiría ese lugar con los hermanos Tube dentro!

DogDark se apoyó seductoramente en el mostrador y miró a la bruja a los ojos mientras le preguntaba:

—Y ¿por qué no lo haces?

—¿Estás sordo? —le replicó Gunilda—. ¿No te acabo de explicar que no puedo viajar a otras dimensiones hasta que vuelva a examinarme dentro de ciento once años? ¡No tengo ninguna forma de llegar a la Isla de la Supercursilería con esta asquerosa varita!

—Bueno… —dijo el soldado-perro, mientras se acariciaba misteriosamente la gema verde del brazalete que llevaba en la muñeca—. Si solo es cuestión de encontrar la manera de viajar a esa isla, quizá yo pueda ayudarte.

—Ah, ¿sí? ¿Cómo?

—Si me das las coordenadas correspondientes, puedo abrir con este brazalete un túnel interdimensional hasta cualquier lugar. O, al menos, eso espero… por el bien de cierto científico que conozco —murmuró tenebrosamente para sí mismo.

—Pero es que… —titubeó la bruja—. ¡No puedo permitirme otro fracaso! ¡Me quitarían todos los puntos de mi carnet!

—Vaya, vaya, vaya —murmuró DogDark, con aspecto compungido—, al parecer tendré que informar a mi Señora que su gemela de la dimensión 1 es una triste funcionaria, y además… ¡una cobarde!

¡Yo no me acobardo ante nadie! —saltó la bruja, como un resorte—. Lo que pasa es que… es que… —se mordió los labios, resistiéndose todavía—. A ver, es que no tengo a nadie con quien dejar a mis hijos —le confesó, toda atribulada—. Y están en una edad tan difícil… Joel se pasa el día pegado a la consola. Y Érika se ha puesto insoportable desde que descubrió que yo era bruja. ¡Me tiene la cabeza loca! Que por qué no se lo confesé antes, que por qué intento acabar con sus amigos cada dos por tres, que si esto, que si lo otro, ¡como si yo no tuviera suficientes problemas! Ay, no te imaginas lo difícil que es conciliar el ejercicio profesional del Mal con la maternidad. Pero ellos no se dan cuenta de nada, ¡claro!, ¡como lo han tenido todo regalado! Demasiado mimos, eso es lo que tienen, ya lo entenderán cuando sean padres, ya…

—¿Por qué no los dejas con una niñera? —la interrumpió DogDark, disimulando un bostezo.

¡Ja! Cómo se nota que tú no eres padre. ¿Dónde encuentro una niñera con tan poco tiempo? ¿Qué te crees, que brotan del suelo como setas?

—Disculpen… —rogó una vocecilla temblorosa desde el suelo.

Gunilda y DogDark miraron en esa dirección, hacia el zombi que todavía yacía desmontado en pedazos a los pies del soldado.

—Yo es que solo quería hacer una pregunta… —insistió el pobre.

La bruja y el soldado se miraron intencionadamente. Gunilda se inclinó sobre el mostrador:

¡Oiga, usted! —aulló en dirección al zombi—. ¿No ve que me ha puesto el suelo perdido? ¡Esto es una clara infracción del Reglamento Ministerial! ¡Está dañando instalaciones gubernamentales! ¡LE IMPONGO UNA SANCIÓN DE VARIAS HORAS DE SERVICIOS COMUNITARIOS! —le gritó, señalándolo con un dedo.

—¿Y en qué consisten esos servicios? —preguntó el pobre zombi, al borde de las lágrimas.

—En cuidar de mis hijos hasta que yo vuelva. Ah, y planchar una montaña de ropa que se me ha acumulado. Odio planchar —aclaró a DogDark, por lo bajini—, y en esta birria de varita no tengo el Hechizo Planchador. ¡Ay, qué vida más dura!