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Enero de 1530, travesía a Panamá

 

Francisco Pizarro, sus medio hermanos y todos cuantos componían su hueste partieron desde Sanlúcar de Barrameda el sábado, día 25 de enero de 1530, festividad de la conversión de San Pablo, justamente el mismo día en que, doscientos noventa y ocho años antes, en 1232, el ejército de los freires de las órdenes de Santiago, del Temple y de Calatrava y del obispo de Plasencia, en el que combatían ancestros de los Pizarro, tomaron Trujillo a los moros. Alrededor de ciento cincuenta hombres, más la marinería, caballos, cerdos, cabras, corderos, gallinas —que hacían de las naos cochiqueras— y barriles de agua y vituallas y demás matalotaje para la singladura, atestaban los cuatro barcos de que la expedición se componía: tres galeones —el Santiago, con Hernando Pizarro al mando, el Trinidad, gobernado por Juan Pizarro, y el San Antonio, capitaneado por Pedro de Candía— y una zabra, que Pizarro eligió como nave capitana y que él mismo mandaba.

El mar y el viento, durante la travesía, se mostraron benévolos, y los soldados sobrellevaron las incomodidades de los angostos navíos, el frío de las noches atlánticas y el calor del trópico resguardándose en los entrepuentes, en las sobrecubiertas y en las toldas —unos voladizos que había entre el palo mayor y la popa y entre la proa y el palo trinquete— que los protegían de las inclemencias y de las salpicaduras, especialmente por las noches. La estrechura de los galeones y de la zabra se agudizaba porque muchos de los soldados llevaban baúles, cofres y talegos, o barjuletas donde guardaban sus avíos —ropas, mantas, armas, hasta armaduras algunos— que abarrotaban los pocos espacios libres. De lo que no había forma de protegerse era del hedor, pues entre las bestias de las bodegas, las letrinas de proa y popa y que allí nadie se lavaba, salvo los pocos que sabían nadar y se atrevían a chapuzarse de cuando en vez en las aguas saladas, olía a huevos podridos y ni siquiera el aire marino bastaba para acabar con las pestilencias. El agua dulce, que era el bien más preciado y más escaso, se reservaba para la sed, y eso si no se pudría.

—¡Me cago en la puta! ¿Para qué le haríamos caso al bastardo?

—¿Qué te pasa ahora, Gonzalo, por Dios? ¡Deja de quejarte de una puñetera vez, pardiez! Y no llames bastardo a Francisco, por la cuenta que te trae. Como te oiga alguno de los suyos…

—¿Que qué me pasa? ¡Que no aguanto más, voto a bríos!

—Pues aún nos quedan semanas, así que vete acostumbrando.

—Este maldito galeón es como una cárcel de la que no puede uno escapar —comentó Gonzalo Pizarro a su hermano Juan a bordo del Trinidad al cuarto día de navegación, poco hecho a las incomodidades y sin una hembra de la que echar mano—, y estoy hasta los mismísimos huevos de matar ratones, de perseguir lirones, de pellizcarme piojos y de arrancarme garrapatas. Y sólo llevamos cuatro días encerrados en este ataúd. ¿Cómo diablos vamos a soportar un viaje tan largo, maldita sea?

—Ten paciencia, Gonzalico, que dice el maestre —porque Juan, como los otros, no tenía ni repajolera idea de navegación ni de barcos, aunque capitaneaba uno— que en cuatro días o así llegaremos a las Canarias y allí podrás lavarte y desfogarte. Así que no te quejes, y menos tú, que comes todos los días bizcocho blanco y bonito asado y bebes del tonel del vino bueno, mientras que los demás beben vinagre y comen tortas de harina más duras que una piedra.

Las cuatro naves, desde Sanlúcar, habían navegado hacia el suroeste, con la costa africana siempre a la vista, y llegaron a las Canarias, a la isla de la Gomera, al cabo de ocho días. Allí los tripulantes pudieron lavarse —algunos, no todos, pues los había que le temían al agua más que a la cólera de Dios—, pisar tierra firme, reponer avituallamientos y prepararse para el tramo más largo del viaje. Desde La Gomera navegaron hacia el oeste, descendiendo lentamente y aprovechando los vientos alisios. Más de un mes después atracaron en el puerto de Santa Marta, que era pequeño pero muy profundo, donde once de los hombres que viajaban con Pizarro desertaron, pues el alcaide Pedro de Lema, temeroso de que Pizarro reclutara hombres y despoblara el asentamiento, se dedicó a esparcir el rumor de que en el Perú no había ni oro ni plata y que quien allí fuera tendría que acostumbrarse a comer culebras, lagartos y monos, que era lo que en esa tierra infértil había y no otra cosa, y a arriesgarse a ser devorado por los indios caníbales que habitaban esos lares dejados de la mano de Dios. Por ese motivo, temiendo más deserciones, Francisco Pizarro decidió no hacer escala en Cartagena de Indias como estaba previsto. Dio órdenes a todos los capitanes para que pusieran proa directamente hacia Nombre de Dios, en Panamá.

En ese viaje tranquilo hubo, sin embargo, un drama terrible: los dos pequeños hijos de Martín de Alcántara e Inés Muñoz murieron durante la travesía; el primero, el mayor, a los once días de zarpar de las Canarias; la niña, la menor, dos días después. Una descomposición intestinal, que hubieron de transmitirse uno a otra, que desembocó en alta fiebre y en debilidad extrema, acabó con sus jóvenes vidas. Martín de Alcántara lloró como sólo un soldado puede hacerlo, en silencio y con los dientes apretados, cuando los dos cuerpecitos de sus hijos fueron arrojados por la borda envueltos en blancos lienzos. Inés Muñoz demostró su carácter corajudo y su temple: a pesar de que sentía espasmos en el alma, como si el alma fuera de carne y hueso, mantuvo la entereza, consoló a su esposo y, aunque se decía que lloraba a mares por las noches en la cámara que se le había destinado en la bodega para preservar su intimidad de mujer, al día siguiente continuó ayudando en las tareas de a bordo y alimentando las plantizuelas de olivo y trigo que había traído consigo y a cuyo cuidado destinaba la mitad de su ración diaria de agua dulce. Pese a ello, el brillo de sus ojos, que antes eran chispeantes como una estrella del cielo, ya nunca volvió a ser el mismo.

Llegaron a Nombre de Dios cuando en España ya estarían florecidos los azahares en los naranjos. La ciudad de Nombre de Dios, en Panamá, fundada veinte años antes por Diego de Nicuesa, era el primer puerto de la Flota de Indias en el continente.

—¿Qué murmuras, capitán? —preguntó Domingo de Soraluce a Pizarro cuando vio que el gobernador del Perú, acodado en la proa de su zabra, contemplando el pequeño puerto, como hablando solo, movía inaudiblemente los labios.

El extremeño tardó en responder, como si masticara la pregunta. O la respuesta.

—Me decía, Domingo, que, cuando vine por primera vez a las Indias, a este mismo puerto —respondió, absorto—, sólo traía conmigo mi capa y mi espada. Y fíjate ahora, buen amigo.

Ambos permanecieron luego en silencio, en el castillo de proa, contemplando las azules aguas cristalinas, las playas doradas, las construcciones del asentamiento; más allá, los pantanos y los bancos de arenas, los bosques tropicales y, al fondo, escarpadas estribaciones que en algunos casos alcanzaban los tres mil pies de altura.

—¿Cómo crees que reaccionará Diego, capitán? —preguntó Soraluce.

—Sólo Dios lo sabe, Domingo, sólo Dios lo sabe. Aunque espero que este tiempo lo haya apaciguado, pues ya han pasado muchos meses desde lo de Toledo. De cualquier forma, lo sabremos cuando lleguemos a Panamá.

Pizarro recordó entonces la escena de hacía casi cuatro años justos. Fue el domingo día 10 de marzo de 1526, en la iglesia de la ciudad de Panamá, que estaba atestada de fieles que asistían a la misa dominica. La celebraba el padre Hernando de Luque, párroco y vicario. Llegado el momento de la comunión, el padre De Luque hizo una señal a Francisco Pizarro y Diego de Almagro, militares, regidores y encomenderos, que se hallaban en la primera bancada de la iglesia. Ambos, frisando la cincuentena pero todavía vigorosos y derechos, se acercaron al altar y allí se arrodillaron. El padre Hernando alzó la hostia y la partió luego en tres pedazos iguales; dio con los dos primeros de comulgar a los capitanes y se llevó a los labios el tercero. Algunos de los asistentes, que sabían qué significaba el gesto, murmuraron: «¡Pobres locos!». Otros hicieron gesto de perplejidad: bien estaba que dos analfabetos como Pizarro y Almagro dieran pábulo a chismes de indios que hablaban de un reino cuajado de oro allá abajo, pero ¿que los creyera un hombre tan cuerdo como el cura? ¡Era incomprensible! A pesar de que ambos capitanes oyeron esos cuchicheos y vieron esos gestos incrédulos, no les importó. Sabían lo que hacían y que la gloria y la fama los esperaban. Y que con ese gesto sellaban ante Dios el acuerdo que momentos antes habían suscrito ante escribano público con el dedo entintado, pues ni Pizarro ni Almagro sabían firmar. De hecho, no sabían ni escribir. Mucho menos leer. Habían formalizado un contrato de compañía con el propósito de descubrir y conquistar, para Dios y para España, unas tierras aún ignotas, que nadie sabía a punto fijo ni dónde se hallaban ni cómo eran ni quiénes las habitaban, pero que, según se decía por hablillas de indios, eran inmensamente ricas y se prolongaban al sur del golfo de Panamá, en la costa de ese océano todavía misterioso descubierto algún tiempo atrás por Vasco Núñez de Balboa, al que se había dado el nombre de mar del Sur. Siguieron las expediciones, con más fracaso que éxito, pero en ellas pudieron constatar que allí habitaba una civilización en la que el oro corría como agua. Habían llegado a la isla de los Lobos, a Paita y Huanchaco, a Tumbes, donde por vez primera confraternizaron con los indios y donde Pedro Alcón, uno de los Trece, se enamoró de tal forma de una cacica tumbesina que perdió el seso y hubo de ser llevado por la fuerza al galeón y encadenado en la sentina; y, finalmente, al río Santa, desde cuyas proximidades contemplaron la majestuosidad de la cordillera andina a la que Pizarro bautizó como Sierra Morena. Y alcanzaron después, antes de que Pizarro viajara a España para obtener el permiso real para la conquista, los postreros y definitivos acuerdos que la Capitulación de Toledo había frustrado.

—Ya sabes cómo es el capitán Almagro, Francisco —comentó Soraluce.

Domingo de Soraluce, vasco de Vergara, era uno de los trece soldados —los Trece de la Fama, se les llamaría— que en la isla del Gallo se negaron a abandonar a Francisco Pizarro y permanecieron leales a él. En la capitulación, junto a los doce compañeros restantes, había sido nombrado hidalgo e investido con el título de caballero de Espuela Dorada.

—¿Y cómo es, Domingo? —preguntó Pizarro a su vez, más gallego que trujillano.

—Lo sabes muy bien, capitán. Es ardoroso, arrebatado, impetuoso; y estás al corriente de lo que se dice: que, siendo muy joven, hirió gravemente en una pendencia a otro mozo; y que comoquiera que ni su amo, que era alcalde de corte de sus católicas majestades doña Isabel y don Fernando, pudo ampararle en aquel lance, tuvo que procurar su salvación por la fuga, y así se determinó a venir a las Indias. A partir de ahí, todo se puede esperar de Diego.

Pizarro recordó en ese momento la intervención crucial que Almagro tuvo cuando en la segunda expedición todo se derrumbaba y los hombres exigían el regreso. Jamás podría olvidar sus palabras, su voz tan quebrada por la fatiga pero al mismo tiempo tan ardiente, que al cabo les permitieron resistir: «¿Qué queréis, volver pobres a Panamá y pasar el resto de vuestra vida pidiendo limosna? ¿O pasarla pudriéndoos en la cárcel si tenéis deudas que no podáis pagar? ¡Lo que tenemos que hacer no es abandonar estas tierras y perder lo ya ganado, sino soportar las penurias como hombres, como soldados de España!».

—Sí, es cierto, Domingo —respondió Pizarro, cogitabundo—. Sé lo que me cuentas. Pero también sé que Diego de Almagro es un hombre cabal. No puedo olvidar que estuvimos juntos catorce meses buscando nuestro sueño, y que todo lo arriesgamos por ir en pos de él. Y aunque no hallamos más que la furia de las tempestades, la ferocidad de los indios de la costa, las inclemencias del clima y los rigores del hambre, también juntos hallamos la convicción de que allí, a unas leguas de distancia de esas playas, hay un imperio que florece en los confines del mundo. Hasta ahora, lo que Diego me ha demostrado siempre es amistad, rectitud y afecto. Siento que es como mi hermano, y si algo deseo en esta vida es recompensarlo de lo mucho que ha hecho por mí y de lo mucho que ha perdido, incluido su ojo y su salud. Confío en que la Santísima Virgen me conceda destreza y maña para hacérselo entender.

—¡Pardiez! ¡Mira, Francisco! —exclamó de pronto Domingo de Soraluce, señalando a un grupito de hombres que se acercaba al puerto; en medio de ellos caminaba un hombre chaparro y cojitranco, con un parche negro en el ojo izquierdo—. ¡Ahí viene Diego de Almagro, capitán! Pero, voto a bríos, ¿no tenía que esperarnos en Panamá?

 

* * *

 

—¿Quién es el tuerto, Andrés? —preguntó Gonzalo Pizarro, acodado en la proa de la Trinidad y señalando al grupo que se aproximaba; le había hecho la pregunta a un marinero veterano en las travesías atlánticas—. Ese que llega al puerto rodeado de una camarilla.

—Es el capitán don Diego de Almagro, vuesarced.

—¿Ese tuerto y cojitranco es el famoso Almagro?

—El mismo que viste y calza.

—Pardiez y voto a bríos. Me esperaba otra cosa. ¿No, Juan?

—No te fíes de las apariencias, Gonzalo —le aconsejó su hermano—, que ya sabes que no toda la gente errante anda perdida.

—¿Qué diablos quieres decir?

—Pues eso, que las apariencias engañan. Así que no te dejes llevar por lo que ves. Aunque sea cojo y tuerto, dicen de Almagro que tiene corazón de león y que es bravo y fiero como un tigre. Harías bien en tenerlo en cuenta.

—Venga ya, déjate de pamplinas, Juan, ése a mí no me dura una arremetida.

—Ya vino a hablar el Cid Campeador… No presumas de arremetidas, Gonzalico, que las que has hecho hasta ahora han sido enredado en faldas de mujeres. Todavía no te has visto en una de verdad. Qué sabrás tú.

—Lo que sé es que no estoy dispuesto a consentir que ese tuerto sea más que nosotros en esta empresa, eso es lo que sé.

—Tú harás lo que Francisco diga, que para eso trae el nombramiento del rey. Te lo dije en Trujillo y te lo repito ahora: déjate de tonterías y sé sensato por una vez en tu vida, coño.

—Ya veremos, ya veremos…

 

* * *

 

En el rincón de la mayor de las hosterías del puerto de Nombre de Dios reinaba una cierta calma. Cuando todos habían esperado que los dos capitanes, al encontrarse en el muelle después de lo acontecido en España y en Toledo con la capitulación dictada, asieran las espadas y embrazaran las rodelas, vieron con mucha complacencia que ambos se abrazaban como si nada hubiese ocurrido. Pese a ello, quienes bien conocían a ambos sabían que pendían explicaciones que dar y cuentas que rendir.

Diego de Almagro, tuerto de un ojo por el flechazo de un indio, renco de una mala cuchillada en la cadera, infestado por un mal venéreo que le había contagiado una india con la que en maldito momento yació, y con tantas heridas en el cuerpo como sabañones en los pies, era un hombre hecho a sí mismo a golpes de espadazos y de porfías, como casi todos en aquella tierra de desheredados. Era también un hombre de extremos, igual afectuoso que brutal, unas veces distante y otras cercano, tan efusivo unos días como cruel otros. Era lo que hacía aquel mundo, en el que no se podía, no ya ganar, sino ni siquiera jugar si no se tenían en las manos todos los palos de la baraja. En esa dualidad suya, Almagro tuvo claro, en cuanto vio a Pizarro descender de la zabra, que tenía que mostrarse cordial en público, pues lo contrario podría desanimar a muchos y aconsejarles alejarse de sus propósitos de conquista, y su interés estaba tanto en su honor como en el buen fin de la empresa en la que había invertido su futuro y sus caudales. No vio nada indecoroso, pues, sino muy conveniente, en corresponder al abrazo del amigo, interesarse por su viaje, saludar a sus hermanastros, dar el pésame a Martín de Alcántara y a su esposa y convidarlos a comer, junto con los más íntimos, en el único figón que merecía tal denominación del puerto de Nombre de Dios. También en esa actitud habían influido las cartas remitidas por el cura Hernando de Luque, el tercer socio de la empresa, en las que le rogaba moderación, paciencia y mesura. «No seas temerario ni imprudente, mi buen Diego —le había escrito el clérigo con su pluma dulzona—, y ten en cuenta que, como el negocio se ha hecho en compañía, en compañía, y no de otro modo, se han de resolver las diferencias».

Comieron y bebieron largo recordando las pasadas aventuras y el brillo de las pepitas de oro que, en sus primeros viajes, habían conseguido arrebatar a algunos de los indios con que se toparon. Recordaron también con pena a todos aquellos compañeros que habían quedado asaeteados en las playas o ahogados en las profundidades marinas. Pero también celebraron lo mucho que les quedaba por vivir, descubrir y conquistar. Inés Muñoz no había asistido finalmente a ese convite de varones; almorzó a bordo con las otras hembras solteras y buscavidas, pocas, que habían llegado con los galeones. Martín de Alcántara, a quien le seguía pesando su terrible y reciente pérdida sobre todo en momentos como aquel de risas, estuvo callado y serio durante todo el almuerzo. Juan Pizarro estuvo sobrio y comedido, quizá impresionado por hallarse entre bravos tan nombrados. Gonzalo, por su parte, no desaprovechaba ocasión para mirar con ojos torcidos a Almagro, que no acababa de gustarle ni mucho ni poco; aunque la verdad era que había estado más atento que a las conversaciones a la hija del posadero, que era de buenas carnes, de abundante pechera, culo sobresaliente y que no le quitaba ojo de encima. Hernando, fuera por simple química o por cosas de su carácter, estuvo altanero y soberbio con Diego de Almagro, como si pensara que un tuerto lisiado e infestado del morbus gallicus no podía estar por encima de él, capitán por méritos de batalla y hermano segundogénito del adelantado del Perú. La cosa, no obstante, no fue a mayores.

Acabados los postres, se hizo un silencio que muchos de los asistentes a la comida interpretaron como el momento de dejar a solas a los capitanes, que tenían que resolver entre ambos sus diferencias. Sin embargo, ni Hernando, ni Gonzalo ni Juan aceptaron de buen grado abandonar aquella sobremesa, y reclamaron su derecho a estar presentes en esa última conversación. Pizarro tuvo que convencerlos, primero con buenas palabras que no surtieron efecto; luego, con una orden que no sentó nada bien a sus hermanastros.

—Lo que ahora tenemos que hablar concierne sólo a Diego y mí, hermanos —les dijo—. Os ruego, pues, que nos permitáis conversar a solas.

—No vinimos para esto, Francisco —arguyó Hernando—, sino para estar contigo en todo momento.

—Y lo estaréis, no lo pongáis en duda. Pero no ahora.

Al final, a regañadientes, abandonaron el figón. Mientras tanto, el humor de Almagro se había ido agriando y la paciencia de Pizarro resquebrajándose.

—¿Por dónde quieres que empecemos, Diego? —inició la conversación el extremeño con voluntad de resolver la controversia.

—Pues, tal vez —replicó el otro—, por que me expliques la razón por la que no se ha podido cumplir con lo convenido. ¿Hace falta que te recuerde lo que pactamos en Panamá tú, don Hernando y yo, capitán? Siempre pensé que eras un hombre de palabra.

—Y lo soy, Diego, a fe mía que lo soy.

—Pues no lo parece. Ante el escribano acordamos que tú te comprometerías a negociar en Toledo, sin malicia y sin astucia, para que a ti te concedieran la gobernación del Perú, a mí el adelantazgo y la capitanía general del ejército y a don Hernando un obispado que aún está en el aire. Para Bartolomé Ruiz pactamos el alguacilazgo mayor de aquellas tierras. Y, mira por dónde, al final nos encontramos con que regresas siendo gobernador, adelantado, capitán general y alguacil mayor y con que a mí me corresponde una miserable alcaldía de una ciudad aún por fundar. ¿Es eso, Francisco Pizarro, ser hombre de palabra? ¡Qué pronto olvidaste que fui yo quien consiguió barcos, hombres y vituallas para nuestras expediciones y que di mi ojo y casi mi vida en el intento! ¡Qué pronto olvidaste que fui yo quien te mandó auxilio a la Gorgona, donde habrías muerto si no! ¡Qué pronto olvidaste que la gloria es tanto tuya como mía! ¡Qué pronto lo olvidaste todo, Francisco!

Almagro se había ido acalorando a medida que hablaba. Su rostro estragado tenía ahora un rubor rayano con la ira. Pizarro tragó saliva, sin querer contagiarse de su enfado. Miró fijamente al de Almagro y se dijo para sus adentros que todo lo que le sobraba a ese buen hombre —¡porque lo era, voto a bríos!— de valentía y de arrojo, le faltaba de perspicacia y de sutileza. No se daba cuenta de que lo importante no era quién fuera gobernador o adelantado —y bien sabía Dios que él no había ni procurado ni exigido para sí dichos títulos al rey don Carlos, sino que le habían sido impuestos—, sino que lo que de veras importaba era que la empresa llegara a buen puerto y la conquista se llevara a cabo, pues entonces habría oro y gobernaciones para todos. ¡Eran territorios inmensos!

—Hice todo cuanto pude, Diego, para que se cumpliera lo que convinimos —repuso, sereno—, y Pedro de Candía y Domingo de Soraluce son testigos y te lo podrán confirmar en cuanto los requieras. Ahora mismo, si los llamamos. Te juro por Dios y por su Santísima Madre que fui cabal con vosotros, contigo, con don Hernando, con todos. Expuse al Consejo de Indias nuestros acuerdos y nuestras estipulaciones. Les hablé de lo que nosotros considerábamos conveniente y les pedí que se atuvieran a nuestro criterio. Les supliqué que no contravinieran nuestros acuerdos. Pero allí, en Toledo, en la patria, no se conocen estas tierras ni a los hombres que aquí viven, Diego. No te me soliviantes, pero allí nadie te conoce. Y el Consejo de Indias recomendó al rey que no permitiera un gobierno dividido, sino que lo concentrara en un mismo hombre. Y si soy yo ese hombre es porque era yo quien estaba allí, ante ellos, y no tú. Y si estuve yo fue porque tú te empeñaste, Diego. Cuando el cura quería que fuese a España alguien extraño a la compañía versado en leyes y en letras, tú porfiaste para que fuera yo quien os representara, a don Hernando y a ti, en Toledo, te lo recuerdo. Y como era yo quien estaba allí, en mí han recaído los cargos. Eso es lo que ha ocurrido, y no otra cosa, capitán.

—¿Y cómo puedo saber yo que la petición que presentaste ante el Consejo de Indias se correspondía con lo que aquí estipulamos?

Pizarro meneó la cabeza y volvió a contemplar a Almagro. Nunca le había parecido tan pequeño y tan ruin como en ese instante. Intentó sacarse esas ideas de la cabeza, pues quería de verdad a ese hombre y quería las paces con él. Se levantó y se acercó a una silla donde descansaba un morralillo. Lo trajo a la mesa donde estaban, lo abrió y sacó un pergamino envuelto en tela. Se lo tendió a Almagro.

—Ésta es la copia de la petición que presenté en Toledo, Diego, sellada por los escribanos reales. Verás que es lo que acordamos. No cambié ni una coma de nuestras convenciones.

Almagro tomó el documento de manos de Pizarro, lo extendió y lo acercó al ojo bueno. Vio lo que tenía que ver, lo que podía ver: una sucesión de signos ininteligibles, retorcidos gusanillos de tinta negra. No sabía leer, como tampoco el otro.

—¿Y cómo sé yo que lo que pone aquí es lo que dices? ¡Te consta que no sé leer! ¡Y tú tampoco sabes!

—Podemos hacer que uno de los hombres entre y nos lo lea. Pero si eso es necesario para ti, Diego, no sé cómo podremos embarcar juntos para marchar al Perú si no nos fiamos el uno del otro.

Se contemplaron como dos gallos en la gallera. Pizarro sabía que decía la verdad, pues esa petición había sido redactada a su dictado y se correspondía a la letra con lo que los tres contratantes de Panamá habían estipulado. Ahora, de lo que se trataba no era de comprobar cláusulas ni de habilidades lectoras, sino de confianza. Y de amistad y de compañerismo. De saber que quien te habría de guardar las espaldas no te iba a apuñalar por la trasera. De eso se trataba. Las miradas de ambos parecieron cuajarse en la penumbra de la hostería. No habrían pestañeado ni aunque les hubiese explotado en las narices la bala de una culebrina. Finalmente, después de un rato que a ambos se les antojó eterno, Almagro bajó el párpado del ojo sano durante un segundo. Cuando volvió a abrirlo, había en él un fuste distinto, no de rendición, sí de franqueza y de asentimiento. Los ojos de un hombre que se había quitado un gran peso de encima.

—¿Cuándo crees que tendremos todo preparado para la travesía, capitán?

Pizarro dejó escapar en una veloz exhalación el aire que había estado conteniendo. Sonrió con un lustre de alegría, y ello era en el adelantado un gesto raro.

—El Perú, si es verdad lo que los indios del golfo y los de las costas nos contaron, Diego —dijo, sin responder a la pregunta de Almagro, que más que pregunta había sido una bandera blanca—, es inmenso. Leguas y leguas tierra adentro, muchas más de las doscientas que la gobernación abarca, muchas más de las que podríamos contar en un año. Habrá gobernaciones para ti, para mí y a lo mejor para unos cuantos más, quién sabe. Y oro y gloria a manos llenas, amigo mío. Y algo más has de saber: pase lo que pase, todo lo que tengo es tuyo, nada me pertenece que no te pertenezca a ti. Lo que hemos conseguido es obra de los dos y quiero que lo siga siendo hasta el final de nuestras vidas. —Y apostilló, de corazón—: Eres mi hermano, Diego.

Se levantó. Aguardó a que Almagro, con el esfuerzo de sus huesos debilitados, se levantara. Y se abrazaron luego los dos. Sus espadas envainadas tintinearon como cascabeles que celebraran un reencuentro largo tiempo ansiado.

—Una cosa más, Francisco —dijo Diego de Almagro, cuando deshicieron el abrazo.

—Dime, Diego.

—Hablando de hermanos…

—¿Qué?

—Vigila a esos hermanos tuyos que te has traído desde España. Sobre todo al grandullón, que parece que es más veloz hablando que pensando. Y al pequeño, que todo lo que tiene de apuesto lo tiene de insolente. No estoy acostumbrado a que me miren ni a que me hablen de la forma en que ésos lo han hecho.

—Son jóvenes, Diego, no tienen nuestra experiencia ni nuestros tiros, y necesitarán tiempo para ir fogueándose y encalleciéndose. Pero son hombres buenos, pundonorosos y fieles. Tú déjamelos a mí y descuida. Sumarán más de lo que resten, te lo aseguro.

—Así lo espero. Llamemos ahora a los otros y comencemos los preparativos. Van a ser costosos y largos. Sin ir más lejos, en estos días no hay ni un puñetero galeón disponible en Panamá, todos están yendo y viniendo de Nicaragua, donde están ahora los mejores negocios. Así que manos a la obra, no hay tiempo que perder. ¡El Perú nos espera, capitán, como una damisela caliente y fogosa! ¡No consintamos que se enfríe, pardiez!

Y ambos rieron de buena gana.