Yo, Nayaraq, hija de Achachik, voy a contar mi historia, y mi historia es la historia del fin de las Cuatro Regiones del Sol.
También es la historia del nacimiento de un nuevo mundo.
Pero es, sobre todo, la historia del nacimiento de un gran amor.
Y de su fin también.
Viendo ahora cómo ha acabado todo, no sé si seré capaz de contar ordenadamente todo lo que ocurrió.
Lo intentaré, no obstante. Tal vez el eco de mis palabras consiga que ese amor, cercenado tan pronto, sea eterno.
Lo quiera Inti.
Lo quiera el dios crucificado al que los españoles llaman Jesús, cuya agua siempre rehusé; fue la manera que tuve de mostrar que yo era fiel a mi raza, aunque muchos hoy puedan pensar que jamás lo fui.
Pero, quieran lo que quieran esos dioses, para mí lo será.
Ese amor.
Eterno.
Porque ahora sé que la eternidad no es sino el tiempo del amor.
* * *
Nací en el Cuzco en el mes que los incas llamamos Aymoray Quilla y que los españoles llaman mes de mayo. El Aymoray Quilla es el tiempo de la luna de la cosecha, cuando el maíz se seca para ser almacenado. Yo, lógicamente, nada recuerdo de aquel tiempo de mi nacimiento, pero mi padre me contaba que fue un mes especialmente lluvioso, como si los dioses lloraran por mi venida al mundo. Mi nombre, Nayaraq, que significa «la que tiene muchos deseos», fue elegido por mi madre, Killari, que estaba segura de que el tercer bebé que tenía en su vientre sería por fin una niña, lo cual colmaba todas sus ansias. Además de parirme, ponerme el nombre fue lo único que hizo por mí, pues murió al darme a luz.
Todos se extrañaron de su muerte, pues ya antes había parido a dos varones sanos y sus partos habían sido rápidos y buenos. También el mío tenía que haberlo sido, o eso me contaba mucho después Asiri, la vieja sirvienta que me crio, pues mi madre se cuidó como debía durante el embarazo: no tejió ni hiló, ni hizo trueques con desmesura, ni salió de su casa de madrugada, ni contempló cadáveres de animales imperfectos ni cosas desagradables, por lo que debía de haber tenido un parto bueno y rápido, como habían sido los de mis hermanos. También el rito del chaqchisqa se llevó a cabo adecuadamente: mi madre embarazada fue colocada sobre una manta fina de cuyos bordes tiraron mi abuela y mis tías y después sacudieron levemente, para que el wawa, el bebé, yo, se acomodara en el vientre. Luego, se le colocó un ovillo de lana sobre la tersa barriga mediante una faja apretada, para que yo, la criatura que crecía dentro de ella, no me desacomodara. Pese a ello, todo se torció. Una terrible hemorragia surgió de sus entrañas poco después del parto y mi madre se desangró en menos de una mañana sin que los sacerdotes curanderos ni los chamanes pudieran hacer nada por salvarla. Cuánto me habría gustado conocerla. Si yo hubiese tenido uso de razón entonces, habría pensado, como después he hecho tantas veces, que los dioses no son en absoluto todopoderosos, como dicen los sacerdotes de Inti. Si no, ni habrían permitido que mi madre, que era muy joven todavía, muriera en mi parto, ni tampoco que mis hermanos me culpasen a mí de la muerte de mama. Mi tayta, en cambio, jamás me culpó de esa desgracia. Lejos de ello, cuando supo de mi venida al mundo y a pesar de que en esos instantes mi madre agonizaba, realizó el pago a la tierra y ofrendó aves a los dioses, para que ellos otorgaran prosperidad y buenaventura a su nueva hija. Después, entre lágrimas, con mi madre ya muerta, me tomó en sus brazos y me sacó al exterior de nuestra casa para presentar a su niñita al padre Sol. Eso me contaba cada vez que yo le preguntaba por mi nacimiento y la muerte de mi madre.
Mi venida al mundo no trajo consigo solamente la muerte de mi mama; también ese mismo día ocurrió algo que entonces pasó casi desapercibido pero que, con el paso del tiempo, significaría el fin del Tahuantinsuyo: el mismo día en que yo nací, el decimocuarto del mes de Aymoray Quilla del vigésimo año de reinado de Huayna Cápac, llegaron al Cuzco unas extrañas noticias: un curaca costeño había desaparecido, y una mujer de su familia, que se había acercado al alba a los manglares aprovechando el buen tiempo en busca de los preciados nidos de las codornices carirrojas, había visto cómo varios hombres extraños lo apresaban y lo llevaban a una casa flotante de madera, tan grande como el santuario de Illapa, el dios del trueno. Los describió como altos, de piel blanca, barbados y vestidos con ropas muy raras y oscuras. Atestiguaba que, aun desde la distancia, apestaban a guanacos muertos. También varios pescadores, que juraron no haber probado ni gota de chicha, afirmaron que habían visto esa insólita casa flotante navegando cerca de la orilla, costeando el litoral. Sin embargo, esas noticias, por singulares y preocupantes que fueran, pues todos sabían lo que la presencia de hombres barbados podía significar —¡el cumplimiento de la temida profecía de Viracocha!—, no alteraron las rutinas del Cuzco ni del imperio. Todo continuó como si nada ocurriera, tanta era la confianza de los incas en nuestro poder y en que nuestro tiempo sería infinito.
Mi padre es —o era, mejor dicho— Achachik, cuyo linaje era noble. Descendía, según me contaba una vez y otra, del gran inca Pachacútec, hijo de Viracocha y noveno rey emperador del Tahuantinsuyo, que así llamamos nosotros, los incas, a lo que los españoles llaman Perú. Era uno de los más admirados amautas del imperio, y había tenido a su cargo la educación de muchos de los hijos de Huayna Cápac, el inca bajo cuyo reinado nací. También, cuando había guerras en el incanato —y las había cada año, como las costumbres ordenaban—, formaba parte del ejército del inca como hatun apu, general con mando sobre muchos escuadrones, hasta que la herida de una flecha de los bracamoros le impidió seguir guerreando. Era un buen hombre y no mereció el fin que los dioses le reservaron.
Fui una niña normal, como cualquiera otra de las clases altas del Cuzco, hasta que cumplí los siete años. Esa primera infancia mía discurrió sin sobresaltos: fui creciendo sana, y a los dos años fui destetada de los pechos de mi ama de cría, como marcaba la tradición. Tuvo lugar entonces la Rutuchicuy, la fiesta del corte del primer pelo. Durante un convite al que asistieron familiares y amigos, me trasquilaron el primer cabello con el que había nacido y me fue dado el nombre de Nayaraq, el que mi difunta madre había elegido, pues era en esa fecha cuando al niño o a la niña de las familias nobles se les daba el nombre definitivo.
Luego, al tiempo que mis hermanos, Sayri y Katari, estudiaban en la yachayhuasi, la casa de enseñanza, donde se educaban los jóvenes de la nobleza inca, yo fui creciendo mientras se me aleccionaba en las tareas que habrían de esperarme cuando fuera una mujer. Aprendí en los siguientes años a tejer e hilar, a cuidar las sementeras, a desgranar mazorcas, a bordar túnicas, a engarzar plumas, a cantar y a danzar, y también a cocinar en los hornos de barro, pues, aun siendo noble, se consideraba bueno que toda niña asimilase esas cosas y se fuera preparando para el matrimonio. Aprendí la historia de mi pueblo: cómo los incas habíamos llegado al Cuzco durante el último sol, que aún habría de pervivir durante muchas gavillas de años más, antes de que feneciera, como habían hecho los cuatro soles anteriores y diera a paso a uno nuevo más cálido y radiante. Estudié los nombres de los grandes incas, sus gestas, sus hazañas y sus conquistas, y me sentí entonces parte de un mismo destino. Aprendí que el Tahuantinsuyo, las Cuatro Regiones del Sol, el Imperio de las Cuatro Direcciones, la Tierra de los Cuatro Cuarteles, se dividía en cuatro suyus o partes: el Chinchaysuyo al norte; el Antisuyo al este; el Collasuyo al sur y el Cuntisuyo al oeste; y que cada uno de esos suyus se dividía a su vez en nueves ceques, líneas visuales a lo largo de las cuales había trescientas veintiocho huacas, las sacralidades esenciales de los incas: santuarios, dioses, momias, templos, tumbas, lugares sagrados, todo cuanto conectara al hombre con sus antepasados y con los dioses. Aprendí asimismo a manejar el quipu, las cuerdas anudadas que indicaban números y que evocaban los principales sucesos en los reinados de cada inca. Y aprendí también a ser feliz, y lo era jugando como cualquier otra niña con mis dos grandes amigas, Waylla, hija del curaca Pumawari, y Sami, una prima lejana. También jugábamos de vez en cuando con algunas de las hijas del gran inca Huayna Cápac, las que eran más o menos de nuestra edad: Quispe Sisa, Cuxirimay Ocllo…
Sí, los recuerdos difusos que guardo de aquellos tiempos son los de una niña feliz. Aunque nunca tuve el cariño de mis hermanos, que me miraban siempre como si fuera una vicuña enferma y procuraban coincidir conmigo lo menos posible, como si en efecto yo hubiese sido la culpable de la muerte de mi madre, sí gozaba del afecto de mi padre, Achachik. Lo recuerdo como un padre cariñoso, atento, a quien le gustaba hablarme de las costumbres de los incas, de sus leyes, muchas buenas, algunas injustas, extrañas, como aquella que decía que las mujeres tenían prohibido ser testigos en los juicios, por ser por naturaleza mentirosas y pusilánimes. «Nuestros gobernantes, por sabios que sean —me dijo en una ocasión—, también yerran, y ésta es una de esas ocasiones; nunca olvides, Nayaraq, que la mujer es el origen de todas las cosas buenas de este mundo. ¿O es que acaso Pachamama no es una mujer?». También, cuando sus ocupaciones se lo permitían y mis hermanos estaban en la casa de la enseñanza, le gustaba pasear conmigo por el Cuzco, me enseñaba los estanques, los templos, los paseos rebosantes de flores, los jardines cuajados de cantutas, de orquídeas, de lisianthus azules, los palacios de los antiguos incas, donde reposaban sus mallquis, sus momias. «Mira, Nayaraq, ése es el palacio del inca Roca; mira las grandes y hermosas piedras verdes con que se edificó; y ven, acerquémonos: intenta meter tu uña entre los intersticios. ¿Lo ves? ¡Está tan perfectamente construido que no es posible introducir ni siquiera una aguja!».
Todo empezó a cambiar cuando cumplí los siete años. Recuerdo ese día perfectamente, como si estuviera sucediendo ahora. Fue una tarde de Chacra Yapuy Quilla, el mes de sembrar las tierras, el que los españoles llaman agosto. Recuerdo que era una tarde cruda de invierno, y que la lluvia atronaba fuera de los muros de nuestra casa. Hacía un frío que pelaba, pues el viento helado se colaba por las ventanas que daban a la cancha central. Poco antes, a finales del otoño, el ejército inca había regresado de una campaña militar en el norte, y mi padre volvió trayendo una nueva criada para nuestra casa. Se llamaba Chima, y era una mujer joven, gorda y alegre. Le cogí cariño, y ella a mí, nada más llegar, y a los pocos días de su venida a casa ya era para mí como una amiga, o como una ipa, una tía, pues me daba el afecto que Asiri, nuestra criada principal, tan arisca ella, nunca había sido capaz de demostrarme. Aquel día de frío andino, como ni las mantas de lana de alpaca ni el fuego que ardía en mi cuarto hacían que entrara en calor, decidí refugiarme en las cocinas, donde los fogones que ardían preparando la cena aliviarían ese frío que me estaba congelando. Allí, además, estaba Chima, con quien me encantaba conversar y escuchar relatos sobre sus tierras y sus costumbres. Me hacía reír a carcajadas cuando me contaba las historias de su pueblo, el pueblo moche, como aquella del artesano que se quedó encerrado dentro de la nariguera de cobre que pretendía forjar con el ansia de que fuese la más grande que se hubiese forjado nunca; y me hacía temblar de espanto cuando narraba las terribles leyendas del dios Ai Apaec, de cuerpo de araña, colmillos de jaguar y nariz de mono, que se comía las cabezas de los prisioneros degollados que le eran ofrendados en sacrificio. Ese día, ella, Chima, en cuanto me vio entrar tiritando, se vino hacia mí, me abrazó, hizo que me sentara al lado del fuego y, mientras las demás criadas continuaban con sus faenas para la cena, me preparó un caldo caliente de papa y especias.
—Siéntate conmigo —le pedí—, y cuéntame de nuevo la historia del dios decapitador.
—Tengo que trabajar, Nayaraq —repuso ella, rezongona—. Si Asiri me ve de cháchara contigo, me va a azotar.
—¡Asiri está en su alcoba, enferma! —le dije, con el entusiasmo de mis siete años—. No se va a levantar en horas. ¡Tiene de nuevo ese horrible sarpullido que le sale en los labios! ¡Es asqueroso!
—Bueno, pero sólo un ratito, ¿vale?
Y se sentó a mi lado y comenzó a desgranar una de sus fascinantes historias de huacas vengativas con cara de cangrejo.
Tan embebida estaba yo escuchando el relato, que interrumpía constantemente para pedirle que me aclarase tal cosa o la otra, y tan absorta estaba Chima contándolo y respondiendo a mis impacientes preguntas, que ninguna advirtió la mudanza que se había producido en la habitación.
Mi padre jamás entraba en las cocinas. Nunca, que yo supiera, lo había hecho hasta ese día. Jamás llegué a saber por qué motivo ni en razón de qué, pero lo cierto es que allí estaba, plantado en medio de la enorme habitación, mirándonos a Chima y a mí con el gesto traspuesto de puro asombro. Según me dijo después, llevaba allí, y así, un buen rato.
Cuando el silencio del lugar nos indicó que algo raro pasaba, levanté la mirada y vi a mi padre parado en medio de la estancia, pasmado, con las manos caídas a los lados y los ojos abiertos de estupefacción. Chima, en cuanto lo vio, se levantó de un salto, con tanta torpeza que le dio un manotazo al cuenco de caldo ya medio vacío que yo sostenía entre mis dedos de niña y lo hizo caer al suelo, donde se hizo añicos.
—Nayaraq —nunca había notado tanta severidad en el tono de voz de mi padre, ni tanta extrañeza tampoco—, ven conmigo.
—¿He hecho algo malo, tayta?
—Ven conmigo, te digo. Y ya.
Anduvo con tan grandes zancadas que casi tuve que correr para seguirlo. Llegamos al cuarto donde comíamos, él se sentó en el suelo sobre el petate y yo me arrodillé ante él.
—¿Qué pasa, tayta? —pregunté, asustada. Su gesto era grave, en sus ojos había un brillo raro, como de temor. Nunca lo había visto así.
—¿Qué hacías con Chima?
—Nada. Nada malo.
—Estabais hablando.
—Sí, me contaba una historia de su tierra. No era nada malo, de verdad. Perdóname si la he distraído de sus obligaciones. No vayas a reñirle por mi causa, tayta, te lo ruego. Ha sido culpa mía.
—Tú también le hablabas.
—Sí. Le preguntaba cosas. Sobre todo, cuando no entendía alguna palabra.
—Pero, Nayaraq, ¡estabais hablando en el idioma de ella! ¡En la lengua mochica!
—Sí, ya, pero…
¡Por Inti! ¡Fue entonces cuando caí en la cuenta! ¡Jamás le había contado a mi padre mi habilidad con las lenguas extrañas! ¡O tal vez yo nunca había sido consciente, hasta que Chima llegó a casa, de esa insólita habilidad mía!
Mi padre me miraba y negaba con la cabeza, buscando palabras que no parecía encontrar.
—¿Qué tiempo lleva Chima con nosotros, Nayaraq?
—Pues… no sé… ¿Desde el mes de la luna de riego?
—Justo. No hace ni dos meses, pues. ¿Y cómo es que sabes hablar mochica, Nayaraq, si hasta donde yo sé, jamás habías oído hablar a nadie en esa lengua? ¿No es así?
—Sí, tayta.
—¿Y entonces?
—No sé.
—¿Cómo que no sabes?
—Es la verdad, tayta… No sé.
—¿Quién te enseñó a hablar en mochica? ¿Fue Chima? Pero ¿cómo es que has aprendido en tan poco tiempo?
—No, Chima no me enseñó. Fui yo sola, tayta. ¿He hecho mal?
—¿Cómo que tú sola? ¿Pretendes decirme que has aprendido a hablar en mochica sin que nadie te enseñara?
—Sí. La oía cantar bajito en su idioma cuando estaba cerca de ella, y poco a poco fui aprendiendo palabras, y después frases, y ya todo me sonó muy bien, muy fácil. ¿Quieres que te enseñe, tayta?
—A ver. —Mi padre meneaba la cabeza, muy abiertos los ojos, como sin poderse creer que estuviese manteniendo esa conversación conmigo—. Sé que te sabes la haraui que tu madre cantaba a todas horas. Te he oído cantarla antes, ¿es así?
—Sí.
—¿Serías capaz de cantármela en la lengua mochica?
—Pues… creo que sí.
—Pues hazlo.
Y lo hice. Le canté en la lengua de Chima aquella hermosa canción —«¿Es por ser tú mi florecilla azul, mi flor amarilla? En mi cabeza, en el centro del corazón te llevaría a todas partes…»— que me había aprendido de memoria porque me habían contado que era la preferida de la madre a quien no conocí.
—Ya basta —me ordenó mi padre, a mitad de la tercera estrofa. Se había llevado una mano a la cabeza y con la otra se acariciaba la mandíbula—. ¡Por Inti! ¡No me lo puedo creer! ¡Tienes el don de lenguas, Nayaraq!
—¿El don de lenguas? ¿Qué es eso, tayta?
Dos días después, llegaron al Cuzco unos mercaderes de Cajabamba, que eran célebres por sus trabajos en plata. Aunque hablaban perfectamente el runa simi, el idioma común de los incas, entre ellos solían expresarse en culli, su lengua vernácula. Mi padre me llevó muy temprano al mercado y estuvimos hasta la hora de comer vagando entre los puestos; allí mi padre me obligó a oír las conversaciones que los comerciantes mantenían entre ellos. Poco a poco, y sin saber muy bien cómo, fui distinguiendo palabras: risa, en el idioma culli, se decía kankiù; corazón era cukuall; árbol, urú; mujer, ahhi… Y así una y otra. Las palabras penetraban en mi interior a través de mis oídos y las entendía enseguida. Era como si algo, una huaca traviesa, dentro de mi cerebro, pasara esas palabras al runa simi sin esfuerzo por mi parte. Hasta que, al segundo día, al poco de regresar al mercado, ya era capaz de entender frases enteras. Sí, era como si las palabras, al llegar a mi cabeza, se tradujeran ellas solas, sin que yo tuviera que esforzarme de ningún modo.
Antes de la hora de comer, mi padre hizo que me acercara a dos mercaderes que hablaban en culli entre ellos y se reían a carcajadas.
—Escucha y vuelve aquí —me ordenó.
Hice lo que me mandó; a hurtadillas, oí a los comerciantes hablar y reírse, y regresé donde mi tayta.
—¿Qué estaban diciendo?
—Que esa mujer gorda —respondí, señalando a una mujer de gran trasero que se alejaba bamboleando sus caderas ceñidas por un acsu de color amarillo— les ha comprado un ceñidor de plata y les ha dado a cambio una manta de lana de alpaca y dos cestos de mimbre pintado, mucho más de lo que vale el ceñidor. Y se burlaban de ella por eso.
—Está bien —dijo mi padre, con un ademán inescrutable—. Vámonos.
Cuando llegamos a casa, regresamos al mismo cuarto donde días antes le había hablado de mi facilidad con las lenguas. Como entonces, me arrodillé ante él.
—No quiero que le hables a nadie de tu don, Nayaraq. Ni siquiera a tus hermanos. —¿Y cómo se lo iba a contar a Sayri y Katari, si ellos apenas me dirigían la palabra y me miraban como si fuera un bicho raro, pese al cariño con que yo los trataba y a mis continuos intentos de acercamiento?—. ¿Me oyes, Nayaraq? A nadie. En este mundo, cuando uno, y más si es una mujer, sobresale en algo que no es común ni natural, se arriesga a que lo tachen de achichin, de brujo. Y ya te conté lo que les hacen nuestras leyes a los hechiceros que sin estar autorizados por el inca pretenden competir con nuestros sacerdotes. Prométemelo, Nayaraq, prométeme que nunca le hablarás a nadie de ese don tuyo.
—Sí, tayta.
Pero, claro, ¿cómo se puede pedir a una niña de siete años que guarde silencio sobre aquello que podría causar el asombro de otros niños y niñas y que podría hacer que se ganase su admiración? Poco tiempo después de esa conversación con mi padre, revelé mi don a mi prima Sami. Ésta, que era una bocazas, se lo contó a Waylla. Al poco, todos los niños con quienes jugábamos lo supieron, también las hijas de Huayna Cápac, Azurpay, Cuxirimay, Quispe Sisa… Cuando llegaban extranjeros al Cuzco, desde Chili, desde Quito o desde cualquier otro lugar, me pedían que me acercara a ellos y que les tradujera sus, para sus oídos, indescifrables idiomas. Y yo lo hacía, no era más que un juego. También para ellas. Jamás pensé que ese don iba a condicionar mi vida y mi futuro.
De cualquier forma, ese don mío de entender las lenguas extrañas era nada, una minucia, una tontería, comparado con ese otro que, algún tiempo después, se me reveló de pronto, como el azote ígneo de un demonio malvado. Un don terrible, espantoso, horrendo, un don que a ninguna persona, hombre o mujer, debieran concederle nunca jamás los dioses.