UN EJÉRCITO CLANDESTINO
Un día de 1971, iba Dolours Price con su madre, Chrissie, por las calles de Belfast cuando, al doblar una esquina, vieron un puesto de control británico. Los soldados interrogaban y cacheaban a los transeúntes. Chrissie aflojó el paso y dijo en voz baja:
—¿Llevas algo encima?
—No —respondió Dolours.
—¿Seguro que no llevas nada? —insistió su madre.
A lo lejos, Dolours vio que los soldados paraban a varios jóvenes y los obligaban a despojarse de la chaqueta.
—Dámelo a mí —dijo Chrissie.
Dolours sacó la pistola que llevaba y se la pasó disimuladamente a su madre, quien la escondió debajo de su abrigo. Cuando llegaron al puesto de control, Dolours fue obligada a quitarse la chaqueta, mientras que a Chrissie, por ser mayor, la dejaron pasar sin más. De vuelta en la casa de Slievegallion Drive, Chrissie limpió el arma a conciencia y engrasó cada uno de sus componentes metálicos. Luego envolvió la pistola con unos calcetines y la enterró en el jardín. Más adelante, un intendente del IRA pasaría por allí para rescatar el arma.
—¿Tu madre no se apuntaría? —le preguntó a Dolours, en broma pero solo a medias—. Se le da muy bien esconder armas.
Falls Road y Shankill Road discurrían casi en paralelo hacia el centro de Belfast, juntándose progresivamente pero sin llegar a converger. Falls Road era un bastión católico, mientras que Shankill lo era de protestantes, y las dos arterias estaban conectadas por una serie de angostas calles perpendiculares flanqueadas por hileras de casas adosadas idénticas. En algunos puntos de dichas calles perpendiculares, terminaba el territorio católico y empezaba el territorio protestante.
Las barricadas que se levantaron durante los disturbios de 1969 delimitaron las zonas trazando un mapa del conflicto. Con el tiempo, las barricadas serían sustituidas por lo que se conoció como «muros de la paz», altísimas barreras que separaban una comunidad de la otra. Los respectivos enclaves estaban controlados por paramilitares, mientras que centinelas adolescentes se encargaban de vigilar la línea fronteriza. El IRA estaba prácticamente fenecido, cuando empezaron los Troubles. La fallida campaña que el grupo había emprendido durante los años cincuenta y primeros sesenta no contó apenas con el apoyo de la comunidad. Hacia finales de los sesenta, varios miembros de la dirección del IRA en Dublín empezaban a cuestionarse la utilidad de la lucha armada en la política irlandesa y a decantarse por una filosofía más claramente marxista, que abogaba por la resistencia pacífica a través de la política. La organización mermó hasta tal punto que en el verano de 1969, cuando empezaron los disturbios, en Belfast apenas había un centenar de miembros del IRA. Muchos de ellos, como el padre de Dolours, Albert Price, eran veteranos con experiencia en anteriores campañas, pero los años empezaban a pesarles.
Para ser un «ejército», no podían estar más desarmados. En una decisión increíblemente mal calculada, el IRA había llegado incluso a vender en 1968 al Ejército del Gales Libre parte de las armas que les quedaban. Cierto que aún había gente con conocimientos para fabricar explosivos caseros, pero el IRA había acabado labrándose fama de que las más de las veces eran sus militantes los que volaban por los aires, no el blanco elegido.
La minoría católica de Irlanda del Norte siempre había buscado la protección del IRA en los períodos de lucha fratricida. Sin embargo, cuando estallaron los disturbios en 1969, la organización pudo hacer muy poco para impedir que los lealistas echaran a familias católicas de sus casas a base de prenderles fuego. A posteriori de aquellas purgas, hubo quien empezó a insinuar que el acrónimo IRA (Irish Republican Army) quería decir en realidad «I Ran Away» («Yo me largué»).
En Belfast había una facción partidaria de una actitud más agresiva y de reavivar la identidad del IRA como grupo revolucionario por la vía violenta. En septiembre de 1969 Liam McMillen, comandante del IRA, convocó una reunión de alto nivel en un piso de Cyprus Street. Mucha gente culpaba a McMillen del fracaso de la organización a la hora de proteger a la comunidad católica durante los altercados. Veintidós hombres armados acudieron a la cita encabezados por Billy McKee, legendario militante del grupo. Nacido en 1921, unos meses después de la partición de la isla, McKee se había apuntado a la rama juvenil del IRA cuando tenía solo quince años. Desde entonces, no habían pasado diez años sin que estuviera un tiempo entre rejas. Católico convencido, de misa diaria, llevaba siempre encima un arma de fuego, tenía los ojos azul claro y la convicción de un verdadero fanático. «Eres un comunista de Dublín y hemos votado echarte —le espetó a McMillen—. Ya no eres nuestro jefe.»
El escritor Brendan Behan, un viejo amigo de Albert Price, acertó de lleno al comentar una vez que en toda reunión de republicanos irlandeses, el primer tema del orden del día es la escisión. Para Dolours, tal como estaban las cosas, la escisión era inevitable. A principios de 1970 había nacido una organización disidente bajo el nombre de IRA Provisional, claramente enfocada a la resistencia armada. El antiguo IRA pasó a ser conocido como IRA Oficial. En las calles de Belfast se los distinguía a menudo como los «Provos» y los «Stickies», ya que los del IRA Oficial llevaban supuestamente lirios pascuales pegados con cinta adhesiva en la pechera de la camisa, mientras que los más recalcitrantes provisionales llevaban lirios de papel prendidos con un alfiler. En 1971, paramilitares asesinaron a cuarenta y cuatro soldados británicos, pero las dos ramas del IRA no solo intensificaron los combates contra las bandas lealistas, la policía del Ulster y el ejército británico, sino que iniciaron también una sanguinaria contienda entre ellas.
Andersonstown, el barrio donde creció Dolours Price, está un poco más arriba de Falls Road, justo al pie de la llamada Montaña Negra, desde cuya cumbre chata se domina la ciudad a cierta distancia. En 1969, la vida normal había quedado en suspenso con la escalada de incidentes violentos. Los niños ya no podían ir a pie hasta el colegio sin correr serio peligro, y muchos dejaron de ir. Dos tías de Dolours se vieron obligadas a mudarse al barrio después de que les quemaran la casa para echarlas de la zona donde vivían. El ejército solía hacer redadas en Andersonstown en busca de presuntos miembros del IRA o de sus armas. Una casa de la zona fue convertida en escuela de bombas, una fábrica clandestina de explosivos donde jóvenes del IRA provisional pudieran aprender a montar artefactos y manejar material incendiario. La población veía con muy malos ojos las frecuentes incursiones, y la presencia de representantes armados y uniformados de la Corona británica no hacía sino reforzar la idea de que Belfast se había convertido en una ciudad ocupada.
Esta situación de «guerra», de estado de sitio, hizo que barrios enteros se unieran para colaborar. «De repente, la gente cambió —recordaba después Dolours Price—. Se habían vuelto republicanos.» Cuando llegaba el ejército o la policía, amas de casa y niños pequeños salían corriendo de sus casas, arrancaban las tapas metálicas de los contenedores de basura, se arrodillaban en la calzada y empezaban a golpear los adoquines con las tapas, armando un alboroto fenomenal que resonaba en los callejones, una manera de avisar a los rebeldes de que iba a haber redada. Colegiales apostados en cualquier esquina sembrada de cascotes lanzaban estridentes silbidos a la menor señal de peligro.
Era una muestra de estimulante solidaridad. A medida que la violencia iba en aumento, funerales por todo lo alto se convirtieron en norma, con enardecedoras oraciones fúnebres y ataúdes envueltos en la bandera tricolor. La gente empezó a decir, en broma, que la única vida social que había ya en Belfast eran los velatorios. Dichas ceremonias, con su pompa de muerte y nacionalismo, atraían de alguna manera a Dolours Price. Había reanudado sus estudios tras la marcha sobre el puente de Burntollet. Hacía años que soñaba con estudiar artes plásticas, pero después de hacer la solicitud de ingreso en la academia, se llevó un gran desengaño al enterarse de que no la habían aceptado. Así las cosas, decidió apuntarse al St. Mary’s College, cerca de Falls Road, para sacarse el título de maestra.
Albert Price fue, en ese período, una figura intermitente; estaba involucrado en otro tipo de lucha. Cuando el IRA necesitaba armas, Albert iba en busca de ellas. Al caer la tarde, Dolours se encontraba a varios hombres en la salita de estar, intrigando con su padre en voz baja. En cierta ocasión, Albert tuvo que salir por piernas y cruzar la frontera de la República. Dolours empezó en St. Mary’s en 1970. Era muy lista y curiosa por naturaleza y se aplicó a sus estudios. Pero la emboscada en el puente de Burntollet la había cambiado. Como diría luego su padre, aquella experiencia las había transformado, a ella y a Marian. Cuando volvieron de Belfast, «ya no eran las mismas».
Un día de 1971 Dolours abordó a un jefe local del IRA y le dijo: «Quiero apuntarme». El ingreso tuvo lugar, de manera oficial, en la salita de los Price en Slievegallion Drive. Alguien dijo, como si tal cosa, «Oye, ven un momento», y Dolours entró en la salita, levantó la mano derecha y recitó la declaración de lealtad a la organización: «Yo, Dolours Price, prometo que fomentaré los objetivos del IRA hasta donde me sea posible». Luego, juró obedecer hasta la última orden recibida de un «oficial superior». Mientras tenía lugar este ritual, la madre de Dolours estaba en la habitación de al lado con una taza de té en la mano y como si no tuviera la más mínima idea de que lo que estaba pasando.
Dolours, desde el momento en que su mirada se cruzó con la del lealista que la golpeara en el puente de Burntollet, había llegado a la conclusión de que la resistencia pacífica era una fantasía, una ingenuidad, y pensó: «Yo jamás voy a convertir a esta gente». Por más manifestaciones que hicieran, eso no iba a traer el cambio que Irlanda necesitaba. Tras haberse apartado, de joven, de las firmes convicciones que imperaban en su familia, Dolours acabaría considerando el momento de ingresar en el IRA como un «regreso», una especie de vuelta a casa.
Marian también se apuntó a los Provos. Las dos hermanas seguían yendo a clase durante el día, pero por la noche salían de casa y no regresaban hasta muy tarde. En situaciones semejantes, padres y madres de West Belfast procuraban no hacer preguntas. Los jóvenes podían no aparecer durante una semana entera, y cuando llegaban a casa, nadie los interrogaba sobre dónde habían estado. Y por una razón. Como el IRA era una organización proscrita, y te podían arrestar simplemente por confesar tu pertenencia al grupo, la insistencia del IRA en el secretismo rozaba lo demencial. Normalmente, los jóvenes que se hacían miembros del grupo no se lo contaban a sus padres. Podía ser que algunos padres pusieran mala cara. Belfast ya era lo bastante peligrosa como para que uno tentara al destino convirtiéndose en paramilitar. Más de una vez había ocurrido que un joven miembro se dirigiera a cumplir una misión como francotirador y, al doblar una esquina, se topara de frente con su madre. Ella, sin inmutarse por el rifle de asalto que su hijo tenía en las manos, se lo llevaba a casa tirándole de una oreja.
Pero aunque los padres de uno fueran ardientes defensores del IRA, había motivos para no decirles que uno se había afiliado a la organización. Si la policía o el ejército echaban la puerta abajo para interrogarlos, cuanto menos supieran los padres, mejor. Dolours tenía un amigo de nombre Francie McGuigan, un chico grandote y de mandíbula cuadrada. Al igual que los Price, la familia McGuigan era republicana incondicional, y como los padres de ambos eran amigos, Dolours y Francie se conocían de toda la vida. Cuando Francie se metió en el IRA, él sabía que su padre también era miembro del grupo, pero jamás hablaron de ello. A veces, esto podía resultar cómico, ya que vivían los dos bajo el mismo techo. El padre de Francie era el encargado de proveer armas y munición. Pero cuando Francie necesitaba balas, no se las pedía a su padre, sino a su amigo Kevin: «Oye, Kevin, ¿sabes si mi padre tiene balas?», le preguntaba a su amigo. Entonces Kevin transmitía la pregunta al padre de Francie, el padre le daba la munición a Kevin y Kevin a su vez se la daba a Francie. Tal vez no fuera el sistema más eficaz, pero de este modo se callaban ciertas cosas que podían ser peligrosas.
El jefe del Estado Mayor de los provisionales se llamaba Seán Mac Stíofáin. A sus cuarenta y pocos años, era un hombre de cara redonda, abstemio total, con acento cockney y un hoyuelo en la barbilla. Nacido John Stephenson en el este de Londres, había sido criado por una madre que le contaba anécdotas de cuando era una niña irlandesa en Belfast. Tras pasar por las Fuerzas Aéreas británicas, Seán Mac Stíofáin había aprendido irlandés, se había casado con una irlandesa, adoptado un nombre irlandés e ingresado en el IRA. Más adelante se supo que en realidad no tenía nada de irlandés: su madre, a la que le gustaba contar cuentos, no había nacido en Belfast sino en Bethnal Green, un barrio de Londres. Pero hay veces en que lo que creemos con mayor fervor son los mitos. (Compañeros de Mac Stíofáin en el IRA, cuando querían fastidiarle, se «olvidaban» de su nombre irlandés y le llamaban John Stephenson.)
Aunque nacido protestante, Mac Stíofáin era un católico devoto que había cumplido condena en Inglaterra por participar en una incursión del IRA a un arsenal en 1953. Republicano de los pies a la cabeza, era un inquebrantable defensor de la lucha armada como único medio para expulsar a los británicos; en cierta ocasión, resumió en tres palabras su personal estrategia militar: «presión, presión, presión». Hasta tal punto era partidario de la violencia, que algunos de sus coetáneos acabaron colgándole el mote de Mac the Knife.
Mac Stíofáin recordaba en su autobiografía, publicada en 1975, el momento en que Dolours Price se puso en contacto con él. «Ella tenía pensado ser maestra y, aunque venía de familia republicana, aún estaba convencida de que la protesta no violenta acabaría con las injusticias en el Norte.» Mac Stíofáin confirmaba que el punto de inflexión para Dolours fue la emboscada en el puente de Burntollet. Él le propuso que se apuntara al Cumann na mBan, la rama femenina del IRA. Era la misma unidad auxiliar en la que habían prestado servicios Chrissie Price, tía Bridie y la abuela Dolan. Las mujeres del Cumann hacían cosas serias, como ocuparse de los heridos o coger un arma —todavía caliente después de un tiroteo— y hacerla desaparecer.
Pero a Dolours Price le molestó muchísimo la propuesta de Mac Stíofáin. Siendo una feminista convencida —a lo que se sumaba, tal vez, que creía tener derechos adquiridos por ser descendiente de una notable familia republicana—, Dolours no quiso saber nada de que la relegaran a un papel secundario. «Yo quería luchar, no pasarme el rato haciendo té y enrollando vendas —recordaba después—. O el ejército o nada.» Price insistió en que ella era igual que cualquier hombre y que quería hacer exactamente lo mismo que los hombres. En palabras textuales, le dijo a Mac Stíofáin que quería ser «soldado de primera línea».
En la reunión del Consejo Militar de los provisionales convocada especialmente para debatir este tema, se decidió que por primera vez en la historia las mujeres podrían entrar a formar parte de la organización como miembros de pleno derecho. Sin duda alguna, la ambición (y el impecable linaje republicano) de Dolours Price influyó bastante en esa decisión. Sin embargo, ella tenía la impresión de que hubo también otro factor en juego: dado que el número de hombres encarcelados era cada vez mayor, los provos tal vez pensaron que no les quedaba otra alternativa que empezar a admitir mujeres.
Si en algún momento Price pensó que el hecho de ser mujer —o de pertenecer a la realeza republicana o tener unos estudios que eran superiores para lo normal en el IRA— podía ayudarla en el aprendizaje, enseguida salió de su error. Una vez hecho el juramento, fue convocada por su oficial al mando a una casa en West Belfast donde se habían reunido varios hombres de la organización. Una vez allí, le indicaron un montón de balas roñosas, oxidadas y desparejas que habían birlado de algún depósito de municiones y uno de los presentes le pasó un estropajo metálico y dijo: «Limpia estas balas».
Una tarea de ínfima categoría, pensó Dolours Price, desconsolada. Cualquier quinceañera podía hacerlo. ¿Era necesario, además? Y, ya puestos, ¿las balas servían aún?, ¿alguien pensaba dispararlas realmente alguna vez? Se imaginó a sus compañeros retorciéndose de risa en la cocina y a punto estuvo de entrar allí y soltarles: «¿Queréis que os diga dónde podéis meteros estas balas?». Pero se contuvo. No en vano había jurado obedecer órdenes. Todas las órdenes. Podía tratarse de un rito iniciático, pero era también una prueba. Así pues, Price cogió la estopa y se puso a frotar.
«Habías oído cantar las alabanzas de este estilo de vida desde bien pequeña», recordaba Price. Pero ella no solo estaba familiarizada con la leyenda de su nueva vocación, sino que conocía también los riesgos. El IRA acababa de embarcarse en una guerra a tiros con los británicos, y dijeran lo que dijesen sus compañeros acerca del posible resultado de la contienda, las probabilidades de victoria se antojaban escasas. Suponiendo, algo muy probable, que en alguna operación (o en el conjunto de la campaña) el enemigo los superara en potencia de fuego o fuera más listo que ellos, el destino no podía ser sino el mismo que el de Patrick Pearse y los héroes de la Sublevación de Pascua: los británicos te mandaban al otro barrio, y luego los irlandeses se hartaban a contar historias sobre ti. Los nuevos reclutas recibían esta clara advertencia: «O acabas en la cárcel o acabas muerto, no hay más».
Estos riesgos no eran tampoco desconocidos para Chrissie Price, y pese a toda su devoción por la causa, le preocupaba lo que pudiera pasarle a su hija.
—¿No quieres terminar antes los estudios? —le preguntó, implorándole casi.
—Sí, claro, como que le revolución va a esperar a que yo me saque el título —le contestó Dolours.
Muchas noches, cuando Dolours volvía a casa después de una operación de los provos, Chrissie cogía su ropa sin decir palabra y la metía en la lavadora. En una ocasión, sin embargo, Dolours llegó tarde a casa y se encontró a su madre llorando; Chrissie acababa de saber que una bomba había explotado y estaba aterrorizada pensando que su hija podía haber muerto.
No mucho después de unirse a la organización, las hermanas Price fueron enviadas a un campo de entrenamiento al otro lado de la frontera, en la República. Llevaban a los reclutas en coche o microbús por sinuosas carreteras rurales hasta un lugar bastante apartado, por lo general una granja, donde los esperaba un guía —un ama de casa con su delantal, o un párroco simpatizante con la causa— que los acompañaba hasta una casa de labranza. Los campamentos podían durar unos pocos días o más de una semana, y en ellos se enseñaba a los reclutas a usar revólveres, rifles y explosivos. Los provos trabajaban todavía con un limitado arsenal de armas antiguas, muchas de ellas procedentes de la Segunda Guerra Mundial, pero los reclutas aprendían a engrasar y desmontar un rifle y a preparar y colocar cargas explosivas. Los hacían desfilar en formación como si estuvieran adiestrándose en un ejército convencional. Ni siquiera tenían un uniforme propiamente dicho, pero en los funerales vestían siempre traje oscuro, gafas de sol y boina negra, formando cordones a lo largo de las aceras cual disciplinado ejército callejero. Ocurría con frecuencia que las autoridades aprovecharan tales ocasiones para tomar fotos de la gente. Pero era muy poco lo que sabían entonces de esta nueva cosecha de paramilitares, y normalmente les era imposible cuadrar la cara de alguno de aquellos jóvenes con un nombre concreto o con cualquier otro dato que sirviera para identificarlos.
En los años sesenta, la imagen prototípica de un «hombre del IRA» era la de un radical de mejillas coloradas de mucho darle a la ginebra, un tipo desaliñado y entrado en años que solía dedicarse a contar anécdotas de los viejos tiempos. Los provisionales decidieron darle la vuelta a esta caricatura. Su objetivo era mostrase pulcros, disciplinados, organizados, concienciados… y despiadados. Se llamaban a sí mismos «voluntarios», palabra que evocaba a los oscuros héroes de la Revuelta o Alzamiento de Pascua e intentaba captar el sentido de que el patriotismo es una transacción en la que el patriota debe estar preparado a pagar cara su iniciativa. Como voluntario, uno debía estar dispuesto a sacrificarlo todo —incluida la vida— por la causa. La idea era inculcar entre los revolucionarios un sentimiento embriagador de camaradería y de objetivo común, un vínculo que pareciera indestructible.
Aunque las hermanas Price preferían con mucho ser combatientes, sus primeras misiones fueron como mensajeras. Era una tarea importante porque siempre había dinero, municiones o voluntarios que trasladar de un lado a otro, y eso entrañaba un riesgo. Algunas veces, Dolours utilizaba para ello el coche de un amigo suyo, Hugh Feeney. Feeney era un chico de clase media, con gafas, hijo del dueño de un pub, y al igual que Dolours había sido militante de Democracia del Pueblo y estudiaba magisterio cuando se metió en el IRA.
Dolours y Marian no abandonaron la universidad pese a estar ya en activo como voluntarias. De este modo tenían una excelente coartada. Volvían a casa después de clase, guardaban los libros y salían para una misión u otra. El hecho de ser mujeres hacía menos probable que llamaran la atención de la policía o del ejército. Dolours solía cruzar la frontera numerosas veces en un mismo día, enseñando un carnet falso donde ponía que se llamaba Rosie. Tantas veces cruzaba la frontera que los soldados que estaban en el punto de control ya la conocían, pero nunca sospecharon de ella; debieron de pensar que tenía algún empleo aburrido cerca de la línea fronteriza que la obligaba a ir de acá para allá. Dolours era parlanchina, zalamera y hasta un punto coqueta. Caía bien a la gente. «¡Hola, Rosie! —le decían los soldados cuando la veían llegar—. ¿Cómo estás?»
Las hermanas Price transportaban con frecuencia material incendiario. Acabaron conociendo el aroma del nitrobenceno, un ingrediente clave en las bombas caseras: olía a mazapán. En la mayor parte de los casos, los materiales para fabricar bombas se elaboraban en la República y luego se pasaban al Norte de contrabando. Marian iba una vez al volante de un coche cargado de explosivos cuando divisó un control militar. No tenía aún edad para conducir y los explosivos estaban ocultos tras un panel en la puerta del lado del conductor. Un soldado se aproximó al coche e hizo ademán de abrir la puerta. Marian comprendió que si la abría se daría cuenta enseguida de que la puerta tenía un evidente peso añadido.
«¡Puedo hacerlo sola!», dijo, y abrió apresuradamente la puerta. Salió del coche, estiró las piernas. En el Belfast de aquellos años la minifalda arrasaba, y ese día Marian llevaba una puesta. El joven soldado le miró las piernas. «Creo que le interesaban más que el coche», diría después Marian. El soldado le franqueó el paso.
Había miembros del más tradicional y rígido Cumann na mBan para quienes la presencia de mujeres en misiones de esa índole —mujeres que tal vez recurrían a su sexualidad para salir del paso— constituía un peligro y era incluso un poco escandalosa. Algunas veteranas del Cumann llamaban a esas mujeres del IRA «las militares», y no se privaban de insinuar que eran chicas promiscuas. Las tácticas iban evolucionando con el propio conflicto y en ciertas ocasiones mujeres del IRA ponían «trampas sexuales», es decir, merodeaban por los bares de la ciudad para atraer a soldados británicos y tenderles una emboscada. Una tarde, en 1971, tres soldados escoceses libres de servicio estaban tomando copas en el centro de Belfast cuando un par de chicas se acercaron a ellos y los invitaron a ir a una fiesta. Horas después, los cadáveres de los soldados fueron descubiertos en la cuneta de una solitaria carretera, cerca de la ciudad. Por lo visto, camino de la fiesta, habían parado para orinar y alguien los mató a los tres de sendos tiros en la cabeza. Estas operaciones no eran del agrado de las hermanas Price, y Dolours siempre insistió en pedir que no le asignaran ninguna misión semejante. Ella sostenía que la guerra tiene sus reglas. «A un soldado habría que matarlo cuando va de uniforme.»
Puede que el espectáculo de la mujer como encarnación de la violencia radical pareciera una gran novedad, pero en otras partes del mundo las mujeres estaban encontrando ya su lugar en la iconografía de la revolución. Mientras Belfast ardía en el verano de 1969, una terrorista palestina de veinticinco años, Leila Jaled, secuestró un avión de la TWA que hacía el trayecto Roma-Tel Aviv y lo obligó a dirigirse a Damasco, convirtiéndose así en la primera mujer que secuestraba un avión, una especie de celebrity de la nueva militancia. Su fotografía salió en revistas de todo el mundo: ojos casi negros, pómulos prominentes, la kufiyya cubriéndole el resto de la cara y la cabeza y un rifle de asalto entre los brazos. Años más tarde se haría famosa la foto de la heroína norteamericana Patty Hearst con una carabina de cañones recortados y tocada con una gorra. Como le dijo a Dolours Price una de sus mejores amigas, parte del atractivo de todo aquello, al menos entonces, era el «look rebelde».
Poco a poco las andanzas de las hermanas Price empezaron a circular entre las tropas británicas estacionadas en Belfast y llegaron a las crónicas de los corresponsales de guerra. Las Price acabarían ganándose una exagerada fama de mortíferas mujeres fatales que merodeaban por las peligrosas calles de Belfast con un rifle de asalto escondido «en la pernera del pantalón de pata de elefante». Se contaba que Marian era una experta francotiradora; los soldados británicos le habían puesto el mote de «Fabricante de viudas». Por su parte, la prensa describía a Dolours como «una de las mujeres más peligrosas del Ulster».
Uno no sabe hasta qué punto tomarse en serio todo esto. En parte se trataba del tipo de rumor más o menos sexualizado que circula a veces en épocas de gran agitación. De repente, una sociedad que siempre había sido más bien pacata y reprimida se escindía en dos y de la manera más catastrófica. Si la liberación sexual y el caos paramilitar eran percibidos como serias amenazas, ahora convergían en el espectro mítico de un par de libertinas armadas con las piernas al aire.
Pero si, hasta cierto punto, esta imagen era fruto de una fantasía soldadesca, si alguien la potenciaba era precisamente la propia Dolours Price. «¿Quiere que le enseñemos nuestra fábrica de bombas? —le preguntó en 1972 a un periodista que había ido a hacer un reportaje, y añadió—: La semana pasada estuvieron aquí haciendo fotos los de Paris Match.» Eamonn McCann, el activista de Derry que hizo amistad con Price en la marcha del Burntollet, la veía aún de vez en cuando. Sabía que se había apuntado a los provos aunque ella no se lo hubiera dicho de manera explícita. McCann estaba consternado. Deseaba con todas sus fuerzas un cambio revolucionario en Irlanda, pero estaba convencido de que la violencia no era el modo de conseguirlo. A amigos que se unían a la lucha armada, les decía: «De esto no saldrá nada que compense todo el dolor que vais a provocar con ello».

© L’Europeo RCS/fotogr. Stefano Archetti.
Dolours Price, fotografiada por la revista italiana L’Europeo.
Cuando veía a Price, McCann siempre se quedaba pasmado ante su inmenso atractivo. Las republicanas que había conocido de joven eran casi todas serias y beatas; si no la Virgen María, bueno, pues la Virgen con un arma en las manos. Las hermanas Price no tenían nada que ver con aquellas. Dolours vestía siempre con elegancia, pelo y maquillaje impecables. «Eran muy llamativas, las dos —recordaba McCann—. Nada de fanatismo superficial ni de ideología pura y dura. Siempre las veías con una sonrisa en los labios.» En aquel entonces había en Belfast una tienda de baratillo que se llamaba Crazy Prices, y, como no podía ser menos, entre sus amistades Dolours y Marian se convirtieron en las Crazy Prices.
Un día, a las seis de la mañana, agentes de la policía del Ulster irrumpieron en la casa de Slievegallion Drive para arrestar a Dolours por presunta pertenencia a organización ilegal. «Yo no la dejo marchar hasta que haya desayunado», les dijo Chrissie. Y la policía, intimidada por aquella mujer menuda pero formidable, accedió a esperar. Chrissie le dijo a Dolours que fuera a maquillarse; intentaba ganar tiempo para ver si a su hija se le ocurría algo. Luego, cuando Dolours estaba ya por marcharse, Chrissie se puso un abrigo de piel que normalmente reservaba para ocasiones especiales. «Yo la acompaño», dijo.
Dolours, al principio, no supo a qué atenerse, pensando, «Soy del IRA y mi madre, nada menos, viene conmigo para que me enchironen». El caso es que se pusieron en camino. Al llegar a la comisaría de Castlereagh, Dolours fue interrogada. Ella conocía las reglas y no dio ninguna información a la policía. «No tengo nada que decir», repetía una y otra vez. Finalmente, la pusieron en libertad sin cargos. La policía no lo tenía fácil con Dolours; a fin de cuentas, seguía siendo una estudiante con buenas notas y asistencia comprobada a clase. Un momento antes de salir de comisaría, Chrissie se detuvo un momento para contemplar la foto que le habían hecho a su hija para la ficha policial.
«¿Me la puedo quedar? —dijo con cara de póquer—. Ha salido muy bien.»
Para financiarse, los provos empezaron a robar bancos. Y no un par, sino muchos. Un día de verano de 1972, tres sonrosadas monjas entraron en una sucursal del Allied Irish Bank de Belfast que estaba a punto de cerrar. Las monjas sacaron las armas que llevaban escondidas bajo el hábito y procedieron al atraco. Eran las hermanas Price y otra voluntaria. Un mes después de dicho robo, tres mujeres entraron en la misma sucursal y consiguieron otro botín. (Nunca llegó a saberse la identidad de las atracadoras, pero era tentador pensar que fueron las hermanas otra vez.) En una ocasión, Dolours secuestró una camioneta del servicio de correos, porque la dirección del IRA había recibido el soplo de que transportaba sacas de dinero.
Pese a todo el horror que los rodeaba, para Dolours y sus camaradas aquello tenía un punto de aventura, la fantasía de que eran osados forajidos en una sociedad sin ley ni orden. Cuando a uno de los compañeros más queridos de Dolours, un hombre llamado James Brown, lo sacaron de la prisión para trasladarlo a un hospital de Antrim por una apendicitis, las hermanas Price llevaron a cabo una audaz operación de rescate: irrumpieron en el hospital, desarmaron a los policías que había allí y se llevaron rápidamente a Brown. Fue un pequeño milagro que las hermanas consiguieran no ser detenidas por el ejército o la policía. Es posible que evitaran despertar sospechas gracias a su habilidad para representar el papel de recatadas colegialas católicas; aunque, por otra parte, la policía y el ejército estaban abrumados por el nivel de violencia de aquellos días.
Entre los provisionales había muchos personajes curiosos. Dolours se hizo amiga de un hombre llamado Joe Lynskey que se había criado cerca de Falls Road, en Cavendish Street, y que con casi cuarenta años vivía aún con sus padres y una hermana. Lynskey había estudiado para monje en los cincuenta, en una abadía de Portglenone, había hecho voto de silencio y cada mañana se levantaba al alba para rezar. Al final, sin embargo, dejó la orden y se metió en el IRA. Era como un niño grande; pasar toda su adolescencia en un monasterio lo había marcado. Los jóvenes voluntarios lo consideraban una especie de bicho raro y le llamaban el «monje chiflado». Pero Lynskey tenía una mirada bondadosa y era de modales delicados, y Dolours le tomó mucho cariño.
Otra persona con la que Dolours tuvo mucho contacto fue un joven alto y desgarbado de nombre Gerry Adams. Nacido en Ballymurphy, Adams había sido barman en el Duke of York, un pub de techo bajo del centro de la ciudad frecuentado por periodistas y líderes sindicales. Adams, al igual que Price, había nacido en el seno de una distinguida familia republicana: un tío suyo había escapado de la cárcel de Derry con el padre de ella. Sus pinitos como activista los hizo en un comité que protestaba contra la construcción de Divis Flats. Adams no fue a la universidad, pero era un polemista feroz, listo como nadie y con gran capacidad de análisis, igual que Dolours. Había entrado en el IRA unos años antes que ella y empezaba ya a ascender rápidamente en el escalafón.
Price conocía vagamente a Adams desde que eran pequeños. A veces habían coincidido en el mismo autobús, cada cual con su familia, para asistir a conmemoraciones republicanas en Edentubber o Bodenstown. Pero ahora Adams era todo un agitador. La primera vez que Dolours le vio subido a la caja de una camioneta, en pleno discurso, exclamó: «¿Qué hace Gerry ahí subido? ¿Quién se cree que es?». Price lo encontraba enigmático y un poco ridículo. Era un «tío desgarbado con unas gafas enormes de montura negra», recordaba después, y poseía un callado y vigilante carisma. Price era tremendamente extrovertida, pero con Adams le costaba entablar conversación. Gerry se daba unos ciertos aires autoritarios y solía aludir a Dolours, afectuosamente, como «niña» pese a que solo era dos años menor que él. Cuando Price sacó a James Brown del hospital en aquella audaz operación, Adams expresó su preocupación por los riesgos implícitos. «En el periódico ponía que las mujeres no llevaban disfraz —murmuró, añadiendo en tono de reconvención—: Espero que no sea verdad.»

© Kelvin Boyes/Cam
Gerry Adams.
Price le aseguró que la crónica del periódico era inexacta, ya que las hermanas llevaban pelucas rubias, los labios muy pintados y unos vistosos pañuelos de cabeza, «como dos putas en un partido de hockey». Adams, pensaba Price, se tomaba a sí mismo muy en serio, pero ella era capaz de reírse de cualquiera. Por razones de seguridad, Adams nunca dormía en su casa. Utilizaba diversos alojamientos para ello, algunos de los cuales no eran ni siquiera viviendas sino comercios locales. Al parecer, le había dado por pasar la noche en un local de pompas fúnebres de West Belfast. Dolours Price se desternillaba de risa cuando se enteró, y bromeaba diciendo que seguro que Adams dormía dentro de un ataúd.
«Fue una época apasionante —comentaría después—. Supongo que debería avergonzarme admitir que incluso nos divertimos.» Pero es cierto. Dolours acababa de cumplir veintiún años. Otra familia quizá habría censurado lo que estaban haciendo las dos hermanas Price, pero para Albert y Chrissie las chicas en cierto modo solo hacían que seguir una tradición familiar, y aunque pegar a alguien era feo, no lo era tanto devolver el golpe. «El ejército provisional lo creó el pueblo levantando barricadas contra las hordas lealistas —explicó por entonces Albert—. Primero los combatíamos a pedradas, cuando ellos tenían armas de fuego. Así que nosotros tuvimos que procurarnos armas también. Habría sido una gran estupidez quedarse allí quietos, ¿no? Los nuestros consiguieron escopetas y luego, poco a poco, mejores armas. Pero los británicos, que se suponía que estaban allí para defendernos, empezaron a hacer redadas en nuestros hogares. ¿Cómo pelear contra todo eso? Pues a bombazo limpio, no había otra alternativa. Si no hubieran metido las narices, seguramente hoy no existiría ningún ejército provisional.»
Cuando mataban a algún soldado británico, Albert era el primero en reconocer que se trataba de un ser humano. «Pero lleva un uniforme —le gustaba añadir—. Es nuestro enemigo. Y el pueblo irlandés está convencido de que esto es una guerra.» Albert insistía en que él no estaba a favor de matar, pero que al final todo se reducía a una cuestión de medios y fines. «Si así conseguimos una Irlanda unida y socialista —decía Albert Price—, puede que todo esto haya merecido la pena.»
Como para confirmar la futilidad de la resistencia pacífica, cuando Eamonn McCann y una gran muchedumbre de manifestantes se congregaron en Derry un gélido domingo por la tarde, en enero de 1972, paracaidistas británicos abrieron fuego contra la gente, causando trece muertos y quince heridos. Los soldados, después, alegaron que los manifestantes les habían disparado y que ellos solo abrieron fuego contra los que iban armados. Ninguna de tales afirmaciones resultó ser cierta. El Bloody Sunday, como se lo conocería a partir de entonces, fue un punto de inflexión para el republicanismo irlandés. Dolours y Marian se encontraban en Dundalk cuando les llegaron noticias de la matanza, y reaccionaron con toda la rabia que era de esperar. En febrero, un grupo de manifestantes prendió fuego a la embajada británica en Dublín. En marzo, Londres suspendió el odiado Parlamento unionista de Irlanda del Norte e implantó el gobierno directo desde Westminster.
Ese mismo mes, Dolours Price viajó a Milán para dar a conocer la opresión de que eran objeto los católicos en Irlanda del Norte. Impartió una conferencia sobre «el sistema de guetos» y la falta de derechos civiles. «Si mis ideas políticas me hubieran impulsado a tomar parte en un asesinato, yo no dudaría en confesarlo —le dijo a un periodista que la entrevistó, utilizando una ambigua construcción sintáctica que se convertiría en un recurso típico cuando alguien relataba su participación en los Troubles—. Si hubiera recibido la orden de ir a matar a un enemigo de mi pueblo, habría obedecido sin el más mínimo temor.» En una fotografía suya aparecida en la prensa italiana, Price posaba como un auténtico fuera de la ley, la cara medio tapada por un pañuelo.