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Wendy

Soy Wendy sentada en el sillón de mi casa, mirando por la ventana de mi cuarto, esperando que Peter Pan me venga a buscar para llevarme a volar.

Hace años que lo estoy esperando. Desde el día en que me prometieron la historia que todavía nadie cumplió. Pero yo sigo fiel a la espera, porque así me comprometí y también porque la esperanza es lo único que me mantiene viva.

En todo este tiempo lo único que hice fue confundirme al personaje de la película porque tengo necesidades afectivas. Cualquiera que reuniera algunas de las características que el príncipe de mi cuento simulara tener pasaba la prueba. Y es así como me enamoro de cualquiera.

Carencias afectivas.

Mi infancia fue bastante complicada, por una razón muy pequeña pero que me abrió el corazón en cuatro pedazos. Desde ese día intento que alguien pueda venir a pegármelo.

Busco. Tengo expectativas. Le pido al universo. A veces prendo velas.

Es muy sencillo. No quiero detenerme demasiado a explicar complejidades.

Ya no importa demasiado. Hice todos los deberes y trabajé muchísimo con mi interior para poder saldar las cuentas del dolor y del reproche que alguna vez tuve.

Y lo logré, con mucho esfuerzo y entrega lo logré. Pero la cicatriz parece que de vez en cuando vuelve a un estadio anterior, y la veo sangrando otra vez.

Mi mamá no me miraba.

Y con esto quiero decir que me miraba pero no me veía.

Ella fue una madre muy presente, pero de esas presencias ausentes.

Recuerdo que su ritual diario consistía en sentarse en el sillón que estaba pegado a la ventana del living que daba a la vereda, prender su cigarrillo, apagar las luces, y ahí se quedaba estancada durante horas. Quizás era solo un rato, y no es mi intención ser mentirosa. Pero la edad que yo tenía para ese entonces lo decodificaba como días, meses, años.

No recuerdo qué pasaba con el resto de mi familia mientras ella se sentaba a mirar un punto fijo sin conciencia del mundo que la rodeaba.

Ese punto debería tener algún significado que yo no sabía, porque el tiempo que le dedicaba era demasiado.

De ese tema no se hablaba jamás, y no porque yo no quisiera, sino porque ella lo desmentía cada vez que alguien le sugería que trasladara su tristeza a otro lado.

Hoy se lo recuerdo, pero ella dice que invento. Y de mi hermana dice que es una desagradecida. Que no sabe de dónde sacamos esas barbaridades. Que no puede entender quién nos llenó la cabeza. Nos acusa de tener mala memoria.

Nos discute mucho a las dos: insiste con que su salud mental nunca flaqueó. Y entonces, mientras dice esto, la depresión baja la guardia y exhibe una fortaleza animal pocas veces vista.

Mi hermana revienta en llanto de la bronca que le genera la situación. Y yo me fui acostumbrando a no escuchar cuando cuenta historias que no son ciertas.

Yo tengo pruebas de lo que digo: el nombre de todas mis cicatrices.

Y con eso me alcanza para no tener que ponerme a pelear.

Pero más allá de la discusión, la verdad es como la cuento. Ella no estaba. Y yo tampoco estaba para ella.

Cuando digo que no me miraba, no es una metáfora. Es literal.

Me recuerdo a mí misma de manera muy vívida. Siempre haciendo lo mismo, como una manera de llamar su atención. Mal logrado mi juego, porque nunca se inmutó.

Yo le dejaba una carta donde le decía que había decidido irme de esta casa porque sentía que no me querían. Con pinturitas de colores le contaba que había llenado una valija con algunos trapos y muñecas, y que para cuando ella leyera esas letras yo ya no iba a estar ahí. Le decía que la quería un montón, pero que necesitaba buscar la felicidad.

Y para alcanzar la felicidad, en ese momento, me habría alcanzado con que me tocara.

Que me abrazara.

Que me contara un cuento.

Que me mirara. Yo quería que me mirara.

¿Tan difícil podía ser eso, mamá?

Apoyaba la carta en la mesa de la cocina a la hora que se iba a sentar en su sillón. Mamá solía prender su cigarrillo con el fuego de la hornalla, así que sabía que la mesa de la cocina era un paso obligado.

Dejaba la carta, me iba a mi cuarto y, cuando la escuchaba levantarse de su cama, me escondía en el placard.

Nunca supe qué pasaba durante ese tiempo. Porque cada tanto mi niñez espiaba por la puerta y ella ya estaba sentada en su sillón.

El llamado a la cena me obligaba a salir del escondite, y qué ocurría con esas cartas que nunca se leían siempre fue mi gran preocupación.

Los años pasaron y la vida siguió su curso, pero la intriga nunca me abandonó.

Por temor, jamás quise preguntar.

Hace un tiempo mamá se mudó de nuestra casa. Ayudamos un poco a separar las cosas típicas de la mudanza, y a mí me tocó organizar los cajones de la cocina.

Recuerdo mucho esos cajones porque mamá escondía algunos dólares que mi tío le mandaba de regalo desde Estados Unidos. En el medio tenían como una abertura chiquita pero lo bastante grande como para meter la mano y poner sus ahorros ahí. Lo recuerdo perfecto porque lo descubrí una noche mientras ella dormía, y yo, que siempre tuve insomnio, me dedicaba a ordenar los cubiertos de forma prolijita. Entonces, en medio de la mudanza, recordé ese escondite y, con una sonrisa pícara, miré para los dos costados y metí la mano.

No estaban sus dólares.

Estaban todas mis cartas.

Leídas. Dobladas y guardadas en un cajón de cubiertos de una cocina inmunda.

No hubo magia, no había trucos.

Ella las leía, y sin embargo nunca eligió abandonar a su depresión para ir a buscarme a mí.

Siempre le digo a mi hermana que tengo mucho miedo de heredar ese fantasma de mamá. Y ella me dice que no me equivoque, que no nos parecemos en nada. Que yo soy una buscadora. Que tengo un montón de amigas.

Y de sueños. Y de esperanza. Y también de vida por delante.

Que yo no soy mamá. A pesar de mis emociones. De mis ausencias. De mis soledades.

Vos no sos mamá, por favor. No podés comparar.

Le creo a mi hermana. Confío ciegamente en ella. Pero lloro la resaca de un temor que todavía no puedo silenciar.

Le creo. Claro que le creo.

Solo que a veces me pregunto…

Qué hago acá sentada en este sillón.

Mirando por esta ventana.

Esperando que Peter Pan me venga a salvar.

Y tengo miedo.

Mucho miedo.