Hay tiempos en los que sucede que no pasa nada. Se vive en una calma imaginaria, dejando que transcurran los días como si nunca se fuesen a terminar. Y existen otros tiempos en los que cada respiración es un milagro, y en los que hay que estar preparado para ver por dónde soplará el viento al día siguiente. A comienzos del siglo XIX, tras la primera revolución industrial y con los nuevos aires de la Ilustración, en Europa todo eran cambios y nuevos posicionamientos científicos, filosóficos y hasta literarios. La progresiva emancipación de las colonias sudamericanas afectaba especialmente a las arcas españolas, y comenzaban a caer algunos de los legendarios gigantes de la historia.
La Iglesia era uno de aquellos colosos que había visto cómo, con el paso del Antiguo Régimen al liberalismo, sus privilegios y riquezas le eran progresivamente arrancados; el Gobierno pretendía evitar que las propiedades eclesiásticas estuviesen invariablemente bajo su dominio, en lo que se denominaba «manos muertas». Todo cambiaba constantemente, y el estar alerta era en ocasiones cuestión de vida o muerte.
En el año 1830, Marina solo tenía diecisiete años, pero sabía bien que todo, absolutamente todo, podía cambiar por completo en un instante. Hacía tan solo un año que su madre había muerto por culpa de unos bultos en el pecho. Era cántabra de nacimiento, y en Vega de Pas había aprendido remedios naturales para muchos males, pero ninguno había sido suficiente para el que le carcomía el pecho y que, al final, se la había llevado al solitario sepulcro.
Marina había preguntado, había querido saber. Pero todo habían sido susurros, silencios y cuidados. Su padre, que era uno de los médicos más reconocidos de Valladolid, lo había intentado todo. Pastas mercuriales y arsenicales, ácidos minerales concentrados, y ya al final, emplastos de cicuta para aminorar el dolor. La opción quirúrgica, arriesgada, había sido desestimada por su propia madre. ¿Acaso debían los hombres caminar por senderos diferentes de los que el Señor había pensado para ellos?
El padre de Marina, el doctor Mateo Vallejo, había enmudecido con el dolor. Se había recluido en sí mismo, en una jaula de tristeza invisible. «Buenos días. Sí. No. Entiendo. Claro, niña mía, claro que te escucho. Saldremos juntos de este afán, de esta pesadumbre.» Pero al final el doctor Vallejo no había atemperado su dolor con los consejos y atenciones de sus allegados ni con la compañía de su única hija, la bella Marina. Solo había encontrado algo de consuelo en las cartas que recibía de su hermano Antonio, que era abad en el extraordinario monasterio de Santo Estevo. Tal vez fuese un designio del Señor que, precisamente ahora, resultase necesario reponer un médico al servicio monacal; el anterior, tras cinco años de servicio, se había marchado a Valencia. ¿No sería saludable el cambio de vida, la búsqueda de un poco de calma, lejos de la ciudad? Su hermano mayor sabría darle descanso a su espíritu.
—Padre, ¡qué malos son estos caminos!
—Ah, Marina, es que Galicia se encuentra en el estado más puro, ¡el de la primitiva naturaleza!
—¿Pues qué le costaba a la naturaleza dejarse abrir paso en condiciones?
Marina se lamentaba entornando sus grandes ojos azules, mientras el traqueteo del carruaje hacía inevitables los saltitos en el asiento escasamente mullido sobre el que viajaba. Su criada, Beatriz, reía. Asistía con diversión a cómo el cabello negro y rizado de Marina bailaba al paso del carruaje, despeinándola. La criada era, al igual que su señorita, delgada y menuda, aunque sus rasgos se dibujaban más afilados y su nariz más aguileña que la de Marina, cuyo rostro armonioso se perfilaba con mayor suavidad.
—No desespere, señorita Marina —dijo Manuel Basanta, el criado. Él era el único gallego del carruaje, y estaba feliz de dejar la meseta para regresar a su tierra—. En Galicia encontrará el hogar más verde y alegre de todos. ¡Es una tierra llena de leyendas!
—No me diga, Manuel... Cuénteme —le pidió Marina, más por entretenerse que por verdadero interés.
El criado, mozo todavía joven, miró al doctor Vallejo solicitando consentimiento, que este dio con un tibio cabeceo.
—Pues ha de saber que, para empezar, acabamos de dejar atrás el bosque más antiguo del mundo.
—Qué cabeza de chorlito —murmuró Beatriz, que enseguida se dirigió al criado—. Pues cómo va a ser el más viejo del mundo, hombre.
—Como poco, habrá de ser el más viejo de Europa. ¿Le viene mejor ese recorte, Beatriz? —replicó él.
—Me viene y conviene, gracias.
—Pues como le decía, señorita Marina, por Valdeorras dejamos atrás el Teixadal de Casaio, que tiene los árboles más viejos que nadie ha visto, con unos tejos tan antiguos como la Biblia. Lo sé porque fui cuando chico, que las primas de mi madre vivían en Casaio. Sus troncos eran anchos como casas, y allí se escuchaba el respirar del bosque.
—Debe de ser un lugar muy bonito —concedió Marina—, pero no le veo yo el misterio, Manuel.
—Ah, ¡pero es que el misterio no está en el bosque, sino en lo que pasa en el bosque, señorita! En Galicia se levantan los difuntos a partir de la medianoche. Van vestidos de negro y con una gran capa para que no se les vea el rostro, anunciando la muerte al desgraciado que se los encuentra. Dejan a su paso un olor a cera quemada que se mantiene hasta el alba. ¿Nunca escuchó hablar de la Santa Compaña?
—¡Válgame Dios, Manuel! —exclamó el doctor, reconviniendo a su criado con la mirada al tiempo que se ajustaba sus modernas gafas de montura metálica que había hecho traer desde Madrid—. No le cuente tonterías a la niña, hombre.
—Padre, si no me asusto. Esa historia ya me la contó la tía Herminia, aunque en León la llamaban la Hueste de las Ánimas.
—De eso no encontrarás en Santo Estevo, hija mía. Allí Dios nos protege de estas supersticiones de labriegos. ¿No ves que tu tío es el abad de uno de los monasterios más importantes del Reino de Galicia?
Marina asintió y disimuló un suspiro, agobiada por la sola idea de vivir en el campo y lejos del mundo moderno. Le habían contado que Galicia se había estancado en el tiempo, que todo era pobreza y hábitos del Antiguo Régimen. Le agradaba, sin embargo, poder disponer de más tiempo para estar con su padre y poder aprender todo lo posible sobre medicina. ¿Habría sido ella capaz de hallar un buen remedio para el mal que se había llevado a su madre? El doctor Vallejo, por fortuna, no solo había tornado el ánimo en melancólico y más callado, sino también en más consentidor, y a Marina le parecía que hasta le agradaban su compañía y sus preguntas sobre sus libros de anatomía y enfermedades. ¡Qué ingrato que las mujeres, ya bien entrado el año de 1830, no pudieran estudiar los secretos de la medicina!
Los avances intelectuales de la Ilustración europea habían llegado demasiado suavemente a España y habían favorecido solo, y por lo visto, a los hombres. Su padre nunca permitiría que ella fuese siquiera curandera, y antes le buscaría un buen marido con el que pudiera darle nietos, pero todavía era pronto. Con un padre viudo podría aguantar sin marido, por lo menos, hasta los treinta, pues virtuosa sería la hija que atendiese en buena forma a su padre. Después, ya vería ella cómo sortear lo que Dios le pusiese en el camino. Lo único que la animaba en su viaje a Santo Estevo era la posibilidad de conocer los secretos de la botica monacal, de tan buena fama y solvencia.
Cuando el cochero los avisó de que habían llegado a Alberguería, ya casi había caído la noche.
—¿No podemos continuar un poco más, mozo?
—No, doctor. Con la oscuridad los caminos se vuelven peligrosos. Si mañana salimos pronto, tal vez lleguemos a Santo Estevo al mediodía. A decir verdad, hay otro punto de descanso más adelante, que le llaman Parada Seca, pero no tiene fonda ni dónde comer en condiciones, señor.
—Bien está, entonces. Hallaremos aquí nuestro alojamiento esta noche, pues.
El doctor se puso su sombrero de copa alta y se ajustó la capa, abriendo la portezuela del carruaje. Bajaron los criados y Marina, que ya deseaba estirar las piernas. Todavía quedaba la suficiente luz como para ver claramente dónde se encontraban. Marina pensó que no había visto tanto verde en toda su vida. Solo piedra y verde. Árboles, prados y espesura allá donde mirase. Y un cielo cada vez más oscuro, que los avisaba antes de envolverlos, que les susurraba que ya estaban en el Reino de Galicia y que el reino estaba en ellos. Paseos de calles estrechas y retorcidas, velas que ya se comenzaban a encender en algunas ventanas y, especialmente, en la gran fonda ante la que acababan de detenerse. Peregrinos deambulando y descansando en algunos portales, y algunos disponiéndose ya para dormir al raso. Las casas eran grandes y mostraban una solidez propia de pequeñas fortalezas; y la noche, aunque agradable, se dibujaba fresca, pues el otoño se aproximaba.
—¿Quiénes son esos, padre?
El doctor miró hacia donde señalaba discretamente Marina, cerca de la fonda. Había siete u ocho jinetes desmontando de sus caballos. Algunos llevaban un uniforme azul con puños rojos y cuellos altos y almidonados del mismo color. Una banda blanca les cruzaba el pecho con forma de equis, e iban bien armados: fusil, pistola y lo que parecía un pequeño sable.
—Esos... Esos, hija mía, son del Cuerpo de los Voluntarios Realistas.
—¿Voluntarios?
—Sí, Marina. Voluntarios del rey Fernando VII.
—¿Y por qué unos llevan uniforme y otros no?
—Porque no es obligatorio. Los que no lo llevan visten esa escarapela, ¿ves? A decir verdad, pensaba que ya apenas quedaba rastro de estas milicias...
Al instante, y como si los hubiese escuchado, aunque a aquella distancia era imposible, se les acercó a paso firme uno de los voluntarios uniformados. A Marina le sorprendió su juventud, pues apenas tendría tres o cuatro años más que ella. El muchacho se retiró el sombrero militar de copa alta que portaba y se lo acomodó en un lateral del pecho, con un gesto mecánico que resultaba evidente que había hecho con relativa frecuencia.
—Buenas noches, señor.
—Muy buenas, ciertamente.
—¿Todo bien? Veo que viaja con su familia —apuntó el joven, lanzando una mirada llena de intención a Marina.
—En efecto. Me dirijo a Santo Estevo, donde seré el nuevo médico a la orden del monacato. Soy el doctor Mateo Vallejo, y esta es mi hija Marina.
—Qué amable coincidencia de caminos, entonces... —replicó el muchacho, haciendo una educada reverencia con un simple gesto de cabeza—. Mi padre es el alcalde de Santo Estevo; mi nombre es Marcial Maceda, para servirle a usted y a su familia. Soy alguacil en la Casa de Audiencias, pero también oficial del Batallón Realista de Ourense —dijo, con marcado orgullo.
—Le confieso que pensaba que apenas quedaban batallones como el suyo, oficial.
—Sí, ciertamente se aprecia menos entusiasmo por ser voluntario de la causa de nuestro rey y señor, pero en estos pueblos no existen apenas fuerzas del ejército, de modo que somos nosotros los que hemos de patrullar y cuidar los caminos.
—Una labor que agradecemos, oficial.
El joven sonrió satisfecho. Su cabello liso y oscuro, algo largo, contrastaba con sus ojos: no por el color, que era idéntico, sino por la fuerza y el brillo que transmitía con ellos. Cierta insolencia y un evidente aire de superioridad que Marina no supo si mantendría o no sin su uniforme.
—Mañana los escoltaremos hasta Santo Estevo.
—Oh, no deben pasar esos trabajos por nosotros, oficial.
—Descuide. Hoy nos vimos en la obligación de perseguir a unos alborotadores, y llegando la noche hemos decidido dormir en la fonda. Mañana debemos iniciar el regreso, y no nos queda más camino que hacer que el que ustedes van a andar.
El doctor Vallejo asintió, no quedándole más remedio que consentir el acompañamiento. Cuando se quedaron a solas, Marina le preguntó a su padre sobre aquel batallón de voluntarios y sobre la validez del cargo que aquel muchacho de mirada impertinente decía ostentar.
—Las milicias no son cosa de broma, niña. Las formaron cuando terminó el Trienio Liberal en el 23, y están bajo el mando del Ministerio de la Guerra. En las ciudades no creo que guarden muchas patrullas, pero en los pueblos todavía se les guarda respeto.
—Mientras viva el rey.
—¡Niña!
—Madre decía que mientras tuviésemos este rey no llegaría la Ilustración, que si aún tuviésemos la Pepa dejaríamos de ser los atrasados de Europa.
—Marina —la reprendió su padre con gesto severo, aunque sin ánimo de ahondar en el comentario de su hija sobre la Constitución de 1812—. Cuidado con lo que dices y dónde lo dices, ¿estamos? Tu madre —comenzó, deteniéndose y titubeando por el mero recuerdo de su esposa— era una idealista, pero el rey respalda a Dios Nuestro Señor y a los monacatos, sustento de los pobres y los sencillos. ¿Acaso olvidas que será a ellos a quienes prestaré mis servicios?
Marina intentó hablar, pero su padre alzó una mano en señal inequívoca de que solo el silencio sería bienvenido.
—Ah... A fe mía que las mujeres no debierais enjuiciar política, ni usos ni costumbres. Mañana, y todos los días, guárdate en la discreción y el silencio. Escucha y calla, hija mía. Por tu bien te lo digo.
—¿Pues qué he hecho, padre, para tener que callar?
—De momento, nada más que pensar como tu madre. Pero aquí, si te dicen que muerte a los liberales, pues mala peste con ellos. ¿Estamos?
—Sí, padre.
Y así, llegada la mañana y con la escolta prometida, salió el carruaje del buen y prudente doctor, con su hija y los criados, camino de Santo Estevo. Marina miraba todo con curiosidad desde su ventanilla, asomada hasta el límite de la prudencia. Desde luego, aquel paisaje carecía del bullicio de la ciudad, pero su belleza era tan sorprendente y acogedora que la joven no podía apartar la mirada de los árboles centenarios, los prados con ganado, los campesinos que se cruzaban en su camino. Le parecieron pobremente vestidos y hasta necesitados, pero les sonrieron con humildad al pasar.
Marina, durante el trayecto, percibió algo que la espiaba, que la desnudaba por completo. Aquella mirada. Cada vez era más descarada e insistente. Si fuese fuego, la habría llegado a quemar. Se enfrentó a ella y comprobó cómo el oficial Marcial Maceda, con una absoluta falta de educación, no apartaba la vista y le sostenía la mirada. Ella procuró endurecer el gesto y desafiar su descaro, pero el oficial mantuvo su postura con una media sonrisa de abierto desafío. Al final, vencida y molesta, Marina se alejó de la ventanilla del carruaje. Se había imaginado el Reino de Galicia como un lugar antiguo y desprovisto de sus conocimientos del mundo moderno, donde ella sabría manejarse con soltura. Pero allí, en aquel reino verde y primitivo, tal vez no le sirviesen sus anteriores aprendizajes. Llegó un momento en que el oficial y sus hombres adelantaron al carruaje, y la joven volvió a acomodarse junto a las pequeñas ventanillas de su transporte.
En el último tramo, el camino pareció ensancharse. Un nuevo suelo empedrado, a cambio del de tierra, marcaba la cercanía de un lugar importante. Cuando dejaron atrás un denso pasillo de árboles y el sol volvió a acogerlos, comenzaron a descender. Marina notó en el hombro la mano de su padre, que miraba en la misma dirección. Los criados, sin disimulo, se apretujaron en aquel lado del carruaje para poder ver también aquella impresionante construcción pétrea. El enorme monasterio de Santo Estevo surgió de pronto de la espesura, y les pareció más grande y magnífico que la propia naturaleza.