SOÑANDO DESPIERTOS

Después de aquel primer sueño, pasé días enteros sentada al clavecín, intentando en vano capturar la melodía perfecta que había oído. Pero, hiciera lo que hiciese, no lograba que sonara igual.

—¿Qué es eso que estás tocando sin parar? —me preguntaba Woferl cada vez que venía a verme practicar.

—Algo que oí en un sueño —le respondí.

Me miró pensativo, con los ojos muy abiertos, como si él también estuviera buscando la melodía.

—Pero las notas no son las mismas, ¿verdad? —observó.

Aún no sé cómo lo supo, salvo que lo hubiera adivinado por mi ceño fruncido.

—No, no son las mismas —confesé—. Porque lo que oí en mi sueño no era real.

Pasaron semanas, luego meses, y pronto mi recuerdo se volvió difuso. Mis intentos de recrearla se hicieron más esporádicos, y la melodía fue cambiando hasta hacerse irreconocible. Finalmente, me permití creer que tal vez no había sido una melodía tan perfecta.

Las estaciones cambiaron, del hielo a la lluvia, al sol y al viento. Las colinas que rodeaban Salzburgo se volvieron blancas de nieve, luego verdes con los nuevos brotes, más tarde anaranjadas y doradas, y de nuevo blancas. Mi madre fue arreglando mis vestidos a medida que yo crecía. Empecé a oír conversaciones murmuradas entre mis padres por las noches, acerca de que pronto dejaría de ser una niña, acerca del matrimonio y de las perspectivas que yo tendría, de cómo harían para pagar mi dote. Fuera se oían los disparos de Año Nuevo y los cantores de la estrella visitaban nuestra puerta, frotándose los brazos por el frío navideño, con sus voces cálidas y alegres. De vez en cuando, me llegaba desde la calle algún fragmento de música que rozaba apenas el borde de mi memoria y me recordaba a un sueño lejano.

Padre seguía enseñándome y llenando con minuetos el cuaderno que me había comprado, y yo seguía practicando las piezas. No vinieron más invitados a escucharme tocar. Por lo general, eso me alegraba. El clavecín era mi mundo, mi refugio. Dentro de ese capullo, podía escuchar mis secretos en paz. Pero por las noches permanecía despierta y volvía a tocar la música en mi mente, y mis pensamientos giraban en torno al deseo que había formulado con todo mi corazón.

En mis sueños, me atormentaba el modo en que mi padre se apartaba de mí al final de cada lección, el peso de su decepción porque yo no lograba captar lo que él me ofrecía. Me preguntaba cómo sería desvanecerme un día en el aire. Si mi padre se daría cuenta. No faltaba mucho para que yo dejara atrás la niñez y él dejara de enseñarme.

Una mañana, cuando Padre terminó sus lecciones conmigo y yo cerré con cuidado mi cuaderno, Woferl se subió al banco frente al clavecín y extendió las manitas hacia las teclas. Él también había crecido, aunque quizá no tanto como correspondería a un niño de su edad. Sus ojos aún se veían enormes en su pequeño y regordete rostro, y cuando se volvió hacia el atril, vi sus largas pestañas contra sus mejillas a contraluz, formando un halo. Era un niño frágil, tanto de cuerpo como de salud. Tuve deseos de abrazarlo con un gesto protector.

—Woferl —lo reprendí con suavidad—. Padre no quiere que toques todavía.

Mi padre decía que era demasiado pequeño, que sus dedos estaban aún muy tiernos para presionar bien las teclas. No quería que se dañara las manos. Por el momento, aunque se tratara de un sentimiento egoísta, me alegraba de que las lecciones de música fueran algo solo entre mi padre y yo.

Woferl parecía estar mirando a través de mi cuaderno, con ojos llenos de anhelo por algún lugar lejano. Sus pestañas se alzaron un momento al mirarme.

—Por favor, Nannerl —dijo, mientras se acercaba hasta quedar pegado a mí—. ¿No puedes enseñarme un poquito? Tú tocas mejor que nadie en el mundo.

Hacía semanas que me lo pedía, que se subía al taburete cuando Padre salía, y yo me negaba cada vez. Pero esa mañana, su rostro reflejaba una expresión particularmente persuasiva, y yo me encontraba de buen humor, con las manos tibias y seguras sobre las teclas.

Me hizo reír.

—No creerás que soy mejor que Padre, ¿verdad? —repliqué.

Cuando volví a mirarlo, estaba serio.

—Te prometo que no diré nada.

Aunque no sé qué significado tenía una promesa para un niño de su edad, la dulzura de su rostro me conmovió.

—Estás demasiado lejos —dije por fin—. Acerquemos un poco el banco, ja?

Todo en él se iluminó. Sus ojos, su sonrisa, su postura. Soltó un leve chillido por lo bajo mientras lo acercaba al clavecín, y luego lo ayudé a ubicar los dedos sobre las teclas. Sus manos parecían tan pequeñas en comparación con las mías que las sostuve un momento más, como para protegerlas. Solo lo solté cuando emitió un quejido y me empujó para que me hiciera a un lado.

—Esto es un acorde —le dije, al tiempo que estiraba mi mano junto a la suya. Toqué para él un trío de notas armoniosas, saltando una tecla entre una y otra, primero todas a la vez, y luego, una tras otra.

Él me observaba fascinado. Por ser aún demasiado pequeño, tuvo que usar las dos manos para tocarlo bien: con el pulgar de la mano izquierda, sostuvo la nota más baja, y con dos dedos de la mano derecha tocó la nota media y la alta. Mi, sol sostenido, si. Él escuchó con curiosidad, inclinando la cabeza hacia aquí y hacia allá.

Sonreí y toqué otro acorde. Él me imitó.

Entonces apareció la primera señal. No creo que nadie más hubiera podido advertirla, ni siquiera Padre, que nunca tenía paciencia para ver esas cosas.

Cuando Woferl pulsó las teclas, una de las notas sonó ligeramente fuera de tono.

Frunció el ceño y volvió a tocarla. De nuevo sonó en el tono incorrecto.

Me incliné hacia él, a punto de decirle que lo más probable era que la cuerda se hubiera aflojado. Pero me detuve al ver la frustración que empañaba su mirada. Pulsó la tecla por tercera vez, pensando que se arreglaría sola, y al ver que no era así, tarareó la nota correcta en voz baja, como si no pudiera entender cómo la misma nota sonaba de manera correcta en su mente, pero no fuera de ella.

En ese momento, supe que tenía un oído notable. Más agudo que el de mi padre y que el de Herr Schachtner. Quizá incluso más que el mío, al menos a esa edad. Ya comprendía el sonido de la perfección.

Ahora pienso que así aprendió que el mundo era un lugar imperfecto.

—Muy bien, Woferl —le dije.

Se detuvo y me sonrió con alivio.

—Tú también lo oyes —observó, y en ese momento sentí la calidez de su presencia en mi mundo, una segunda alma que me entendía.

Tocamos algunos acordes más hasta que Woferl se apartó, contempló la luz dorada que entraba por la ventana y luego a mí.

—¿Me cuentas un cuento? —pidió, distraído.

Conque estaba de humor variable. Eché un vistazo hacia el dormitorio de nuestros padres, como si Padre aún pudiera oírnos a pesar de haber salido de casa hacía horas. Madre se había ido con Sebastian al sastre. No había nadie más en casa.

—Está bien —respondí, y cerré los ojos para que se me ocurriera algo.

Aún no sé por qué volvió a mí en ese momento. Quizá por los acordes que habíamos tocado juntos, que todavía parecían flotar en el aire. Pero allí, en la oscuridad, me encontré oyendo aquella música prístina que había oído en el sueño, años atrás. Resurgió el recuerdo de un rostro joven y bello que no alcanzaba a evocar del todo. De despertarme con la mano extendida hacia delante, deseosa por quedarme allí.

Abrí los ojos. El sol se reflejaba en el suelo con una inclinación particular, y había cierta bruma en la luz que llenaba la habitación. Estábamos cubiertos por su resplandor.

—Hay un bosque —dije, mirando a mi hermano—. Que rodea un reino.

Woferl sonrió entusiasmado al oír eso. Aplaudió.

—¿Qué reino? —preguntó—. ¿Qué bosque?

Ese era nuestro juego. Él me hacía preguntas. Yo inventaba las respuestas, y así, poco a poco, iba desarrollándose la historia.

—Es un lugar donde el suelo está cubierto de flores y musgo —proseguí, en voz baja—. Los árboles crecen en grupos apretados. Pero, Woferl, no son árboles como los que conocemos.

—¿Cómo son?

Mi sueño empezó a volver en fragmentos brillantes: la luna, el mar, la línea negra del bosque y la extraña forma de los árboles. El muchacho que caminaba entre la espuma del mar. Bajé la voz y le indiqué que se acercara. Dejé volar mi imaginación y construí el resto de aquella tierra de fantasía.

—Crecen al revés, con las raíces hacia el cielo y las hojas contra el suelo, y forman charcos profundos de agua de lluvia en el único sendero. Debes tener cuidado, pues se alimentan de aquellos que resbalan y caen en los charcos.

Woferl abrió los ojos como platos.

—¿Crees que hay fantasmas?

—Hay toda clase de criaturas. —Pensé en qué decirle a continuación—. No son lo que parecen. Algunas son buenas y mansas. Otras te dicen que son una cosa cuando en realidad son otra. Debes seguir a las buenas, Woferl, y si lo haces, te llevarán a una costa con arena blanca como la nieve.

A Woferl ya se le había olvidado todo lo que nos rodeaba. Me miraba con tanta concentración que reí al verlo tan atento. Mis dedos danzaron sobre el teclado del clavecín al tocar algunas notas ligeras para él. Vi con placer que cada nota despertaba su admiración, como si no lograra saciarse de aquel mundo que yo había elegido compartir con él.

—Ven aquí —le dije de pronto, al tiempo que lo rodeaba con un brazo—. Conozco una pieza que suena justo como ese bosque, si quieres oírla.

Woferl rio mientras yo buscaba una página en blanco de mi cuaderno, con cuidado para no ajar los bordes del papel. Inhalé profundamente e intenté una vez más reconstruir la música que había oído en el sueño. Pensé en los fragmentos de sonidos de la calle que despertaban mis recuerdos y los añadí a la melodía.

Nota a nota, fue surgiendo una extraña canción de otro mundo.

Woferl hacía danzar sus dedos en el aire. Tarareaba la melodía por lo bajo, en el tono exacto, y una parte de mí supo que él debía de ser la única otra persona en el mundo que era capaz de oír la misma belleza que yo.

—¿Crees que puedo tocarla como tú?

—Cuando te crezcan un poco más los dedos. —Sujeté el borde de nuestro banco, me puse de pie y lo acerqué al clavecín. Enseguida, Woferl acercó las manos a las teclas—. ¿Te gustaría intentarlo? —le pregunté.

Y lo hizo. Imitó mis notas. Y una vez más advertí que recordaba todo lo que yo había tocado, que incluso con sus manos diminutas podía seguir la melodía casi como si llevara días practicando conmigo.

Lo observé maravillada, y dentro de esa admiración, se arraigó un asomo de algo: envidia, miedo. Lo sentí frío en el pecho. De pronto, recordé el deseo que había formulado hacía tanto tiempo. Haz que me recuerden.

Entonces sucedió por primera vez.

Woferl la vio antes que yo. Inhaló de pronto y lanzó una exclamación de deleite, y luego extendió los bracitos hacia las páginas abiertas de mi cuaderno. Miré para ver qué era lo que había atraído su atención.

Allí, en la primera página, había unas hojas de hierba apiñadas y tres hermosas flores blancas; todas crecían desde el pergamino en ángulo recto. Parpadeé, sorprendida; no podía creer lo que veía. Eran flores de Edelweiss, tesoros de los Alpes.

—No las toques, Woferl —susurré, y le detuve el brazo.

—¿Son de verdad? —preguntó.

Me acerqué un poco más para examinar aquella extraña aparición. El Edelweiss no crecía a una altitud tan baja, y mucho menos, en las partituras. Eran flores de montaña, plantas que los hombres buscaban, a veces a costa de su vida, para llevárselas a sus amadas. Madre nos había dicho una vez que la mismísima Virgen María había bendecido nuestra tierra con las flores del Edelweiss al espolvorear las montañas con estrellas.

Y, sin embargo, allí estaban: blancas como la nieve, con sus pétalos gruesos y aterciopelados, mientras sus bordes se desdibujaban en el resplandor de la tarde. En el aire había un aroma limpio y frágil. Ahora, la luz en la habitación parecía muy extraña, como si tal vez estuviéramos soñando despiertos.

—Deben de haber venido del bosque —supuse. Extendí un dedo.

Mi hermano emitió un sonido de irritación.

—Dijiste que no había que tocarlas.

—Sí, pero yo soy mayor que tú.

Dejé que mi dedo rozara la superficie de una flor. El pétalo tenía la textura del cuello de mi abrigo de invierno, era como pelusa contra las yemas de mis dedos. Retiré la mano. Al hacerlo, se desprendió parte del color, que dejó un trazo blanco en mi piel, como pintura.

—Voy a contárselo a Padre —protestó Woferl.

Sujeté su mano.

—No, no lo hagas. Por favor, Woferl. Padre pensará que he estado llenándote la cabeza con historias tontas.

Me miró un momento, con una expresión indecisa. Le acaricié la mejilla como hacía nuestra madre. Eso fue lo que finalmente lo convenció. Vi que dejaba de resistirse e inclinaba su cuerpo hacia mí, disfrutando de la muestra de cariño. Volvió a acercarse a mí. Froté entre dos dedos el trazo blanco de mi piel, y lo observé desdibujarse y desvanecerse en el aire. Tal vez nunca había estado allí. Cuando volvimos a observar las páginas abiertas del cuaderno, las flores de Edelweiss habían desaparecido. A mi lado, Woferl contuvo el aliento, a la espera de que el sueño regresara. Me temblaban las manos.

Pero eso no fue todo. Al tocar el pétalo de la flor con el dedo, había oído una clara nota musical. No, algo más que eso. Un sonido demasiado perfecto para pertenecer a este mundo. Un secreto. Por la expresión de mi hermano, supe que él no lo había oído. Lo rememoré una y otra vez hasta que caí en la cuenta de que no era una nota, sino una voz dulce y bella que burbujeaba con una risa alegre. Supe de inmediato que pertenecía al muchacho que estaba junto al mar. Pronunció una sola oración.

Puedo ayudarte, Nannerl, si tú me ayudas a mí.