MOZART JUNTO AL MAR
A veces llega un día que parece poseído por cierto matiz de magia. Ya conoces esos momentos. Las siluetas de las hojas forman un dibujo tembloroso en el suelo, bajo un rayo de sol. El polvo que flota en el aire brilla con un resplandor blanco, como hechizado. Tu voz es una nota suspendida en la brisa. Al otro lado de tu ventana, los sonidos parecen muy lejanos, como canciones de otro mundo, e imaginas que ese es el momento justo antes de que ocurra algo extraordinario. Y tal vez esté ocurriendo ahora.
Mi día de magia llegó durante una luminosa mañana de otoño, mientras los álamos se mecían contra una ciudad dorada. Yo acababa de cumplir ocho años. Mi hermano, Wolfgang, aún no tenía cuatro.
Yo seguía practicando mis ejercicios cuando entró Padre, acompañado por Herr Schachtner. Los dos venían conversando sobre algo relativo al arzobispo, despeinados por el ajetreo de la Getreidegasse, la calle principal de la ciudad, sobre la cual vivíamos.
Me detuve en mitad de mis arpegios y apoyé las manos cruzadas sobre mi falda. Incluso ahora recuerdo las irregulares costuras de mi enagua azul, mis manos blancas sobre las teclas negras del clavecín, las hojas secas adheridas a los hombros de Herr Schachtner. Hablaba con una voz profunda de barítono. En su abrigo se adhería como un perfume el aroma de la calle, a viento, humo y pan horneado.
Yo tenía los labios rosados y secos. Llevaba el cabello cuidadosamente sujeto con horquillas y este caía en ondas oscuras sobre mi nuca. Seguía siendo demasiado joven para preocuparme mucho por mi aspecto, de modo que mi madre me había acicalado con sencillez.
—¡Herr Schachtner! —La voz de mi madre se endulzó con sorpresa al oír entrar a los hombres. Lo dijo como si no hubiera estado esperando al respetado trompetista de la corte de Salzburgo, como si no lo hubiéramos planeado todo para su visita—. Tanto hablar del arzobispo y de la orquesta… con razón usted y mi marido siempre están cansados. Sebastian —añadió, con una seña a nuestro criado—. El abrigo y el sombrero del Herr.
Sebastian colgó las pertenencias del trompetista de la corte. Se trataba de confecciones refinadas, de terciopelo con adornos dorados, y el sombrero era de piel de castor con bordes de encaje. En comparación, el abrigo de mi padre parecía gastado, y en los codos la trama se veía más fina. Desvié los ojos hacia el dobladillo del vestido de mi madre: estaba deshilachándose y el color lucía apagado. Teníamos el aspecto de una familia que se encontraba siempre en el límite de lo respetable.
Mi padre estaba demasiado ocupado con nuestro huésped para prestarme atención, pero Madre observó mi postura tiesa y la palidez de mis mejillas. Me dirigió una mirada de aliento al pasar.
Tranquila, pequeña, me había dicho más temprano. Has practicado mucho para esto. No estés nerviosa.
Recordé sus palabras e intenté aflojar los hombros. Pero Padre se había adelantado un poco con la visita. No había alcanzado a practicar más que mis escalas. Aún no se me había quitado el frío de las yemas de los dedos, y cuando pulsaba las teclas, las sentía como si fueran algo lejano.
Por suerte, mi hermano se había mantenido alejado. Estaría escondido en el dormitorio de nuestros padres, sin duda tramando alguna travesura. Deseé que no apareciera hasta que Herr Schachtner se retirara, o al menos hasta que yo terminara de tocar.
El Herr miró a mi madre con una sonrisa cálida que le arrugó las comisuras de la boca y dio a su rostro una expresión agradable.
—Ah, Frau Mozart —respondió, y guiñó un ojo al besarle la mano—. Siempre le digo a Leopold lo afortunado que ha sido al encontrar a una mujer con buen oído, algo muy poco común.
Mi madre se ruborizó y le agradeció las amables palabras. Sus faldas rozaron el suelo al hacer una reverencia. En algún punto entre esos movimientos estaría escondida su verdadera reacción a la declaración del trompetista, pero su rostro se mantuvo como siempre: sereno y reservado, dulce y apacible. Era evidente que su gesto complació al Herr, pues su sonrisa se hizo más amplia.
—Sí, Dios me ha bendecido en muchos aspectos —comentó mi padre, con una sonrisa tan tensa como mis nervios. Posó la mirada sobre mí, dura y brillante—. Nannerl ha heredado el buen oído de su madre, como comprobará usted enseguida.
Era una señal tácita para mí. Al oír las palabras de mi padre, me puse de pie, obediente, para saludar a nuestro invitado. A Padre le desagradaba que yo hiciera una reverencia sin apartarme del clavecín o que mirara nada que no fuera el suelo. Decía que las visitas pensarían que era una joven distraída y descuidada.
No podía darle a Herr Schachtner ningún motivo para que me creyera mal educada.
Serena y dulce. Pensé en mi madre e intenté imitar el modo particular en que ella bajaba el mentón, el recato con que había rozado el suelo con sus faldas. No obstante, mi curiosidad había despertado, por lo que dirigí la mirada de inmediato a las manos del trompetista, buscando alguna prueba de su talento musical en el movimiento de sus dedos.
Madre llamó a Sebastian para que nos trajera café y té, pero Padre la contradijo.
—Más tarde —ordenó.
Era mejor, quizá, que el Herr no viera nuestro juego de porcelana. Imaginé los platillos viejos con pequeñas mellas, la pintura desvaída de la tetera. Madre le había rogado que compraran uno nuevo para cuando recibiéramos a alguien, pero hacía mucho tiempo que no teníamos motivos para recibir semejantes visitas. Hasta ese día.
Herr Schachtner se quitó las hojas secas de su casaca de terciopelo.
—Gracias, Frau Mozart, pero no me quedaré mucho. He venido a escuchar cómo ha avanzado su encantadora hija en el clavecín.
—Johann decidió acompañarme cuando le mencioné el talento de Nannerl. —Mi padre le dio una palmada en el hombro a Herr Schachtner—. No pudo contenerse.
—Qué suerte —comentó Madre, y me miró con una ceja arqueada—. En ese caso, resulta muy oportuno. Da la casualidad de que Nannerl estaba practicando.
Me temblaban las manos y las uní con más fuerza, intentando entibiarlas. Esa sería la primera vez que tocaría con público. Durante semanas, mi padre se había sentado conmigo al clavecín para prepararme, observando mi técnica y golpeándome en las muñecas cuando me equivocaba.
La música es el sonido de Dios, Nannerl, me decía. Si has recibido el talento, significa que Dios te ha elegido como embajadora de Su voz. Tu música será como si Dios te hubiera otorgado la vida eterna.
Mi padre, Dios… Para mí, no había mucha diferencia entre ellos. Cuando Padre fruncía el ceño, era lo mismo que si lo hiciera el Cielo: me afectaba de la misma manera. Cada noche, me acostaba oyendo el sonido de mis manos sobre las teclas, las notas claras en su perfección. Soñaba que el Herr me observaba y aplaudía de buen grado, y que mi padre se reclinaba en su silla con una sonrisa satisfecha. Imaginaba que el Herr exigiría que tocara ante un público mayor. Que mi padre lo organizaría. Que las monedas llenarían las arcas de nuestra familia y la tensión desaparecería de los ojos de mi padre.
Esa era la razón de todo lo que estaba ocurriendo esa mañana. Mi padre decía que los niños de mi edad no sabían tocar el clavecín con la destreza con la que yo lo hacía. Yo era el milagro. Elegida por una mano divina. Destinada a destacar. Si lograba demostrárselo a Herr Schachtner, quizá me invitaría a tocar ante Herr Haydn, el compositor más aclamado de Austria. Él sería mi entrada a las cortes reales de Europa, a los reyes y las reinas.
Desde mis manos cantaba la voz de Dios, que valía su peso en oro.
—Nannerl, ¿verdad? —me preguntó la voz de Herr Schachtner.
Asentí en su dirección. Sentía el pecho como si estuviera repleto de polillas que revoloteaban. Moví los dedos, ansiosa por dejarlos bailar.
—Sí, Herr —respondí.
La última vez que él había visitado nuestra casa, no me había prestado atención. Pero tampoco había tenido motivos para hacerlo.
—¿Cuánto hace que su padre la prepara en el clavecín, Fräulein?
—Seis meses, Herr.
—¿Y le parece que toca bien?
Vacilé. Era una pregunta con trampa. No quería hablar con demasiado orgullo para que no me creyera arrogante, ni con demasiada humildad para que no creyera que tocaba mal.
—No lo sé, Herr —dije por fin—. Pero creo que usted podrá juzgarlo mejor cuando me oiga.
Rio, complacido, y me permití una pequeña sonrisa de alivio. Los hombres, me había aconsejado siempre mi madre, eran incapaces de resistirse a los elogios. Si se necesitaba que hicieran algo, primero había que mencionar todo lo que una admiraba en ellos.
Cuando me atreví a mirarlo, su sonrisa se hizo más amplia y el Herr se sujetó los dos costados del cuello de la casaca.
—Vaya, pero qué encanto de niña, Leopold —dijo a mi padre—. Deliciosamente reservada para su edad. Estoy seguro de que se casará bien.
Volví a bajar la mirada y me obligué a sonreír por el cumplido, aunque tensé las manos contra la tela de mi vestido. Una vez había oído a un cochero decir que su yegua era deliciosamente reservada, mientras le ajustaba la brida.
Padre se volvió hacia mí.
—Ayer aprendimos un nuevo minueto —dijo—. Empecemos con ese, Nannerl.
En realidad, no era un nuevo minueto sino uno que Padre había compuesto para mí hacía semanas y que yo llevaba diez días practicando. Pero no había razón para que Herr Schachtner se enterase de aquello. Entonces respondí: «Sí, Padre», me senté al clavecín y tomé mi cuaderno.
Estaba tan nerviosa que empecé a tocar antes de haber contado hasta tres en mi mente. Cuidado, me reprendí. Herr Schachtner percibiría cada error que cometiera. Inhalé profundamente y dejé que el mundo se acallara a mi alrededor. El rayo de sol en el aire, el sonido de la voz de mi padre, el peso de la presencia de un desconocido en la habitación. Todo se apagó, y solo quedé yo con mis manos y las teclas.
Allí, estaba sola. Ese era mi mundo. Empecé a tocar y mis dedos se afianzaron en la música. Una escala mayor, un cambio, un la extendido, otra escala, un trino. Cerré los ojos. En la oscuridad, a solas conmigo misma, busqué el pulso de la música y dejé que mis manos lo encontraran.
Fue como hallar en el bosque una telaraña tan frágil que bastaría un soplo de aire para deshacerla. Pensé en las nubes justo antes de que cambiaran de dirección; en una mariposa en la cara inferior de una hoja; en el Edelweiss, la flor de las nieves; en una roca solitaria; en la lluvia a medianoche contra los cristales de la ventana. Cuando tocaba, era como si descubriera la armonía de todo lo que ya conocía, pero de un modo que solo se me revelaba a mí.
Todo mi corazón se llenó de anhelo por la música. Me incliné hacia la telaraña y dejé que me envolviera.
Hasta que…
Desde el dormitorio de mis padres llegó una risa burbujeante. La tela que me envolvía se aflojó, sus hebras empezaron a arder y a mostrar de nuevo la habitación, la luz, al desconocido y a mi padre.
Fruncí el ceño e intenté volver a concentrarme. Pero vi de reojo que un remolino de movimiento salía del dormitorio y corría hasta donde estaba sentado Padre. Vi una cabeza con cálidos rizos castaños. Piernas pequeñas y regordetas. Una sonrisa radiante que lo atraía todo a su alrededor.
Mi hermano, Wolfgang.
—¡Ah, Woferl! —Oí el tono afectuoso con que Padre siempre se dirigía a mi hermano. Por supuesto, no lo reprendió por la interrupción—. ¿Qué te tiene tan entusiasmado? Tendrá que esperar. ¿Ves? Tu hermana está tocando para nosotros.
Mi hermano se limitó a sonreír, y se puso de puntillas para susurrarle a Herr Schachtner algo al oído. Muy a mi pesar, me esforcé por oír lo que decía. Distraída, sentí que mis dedos se aceleraban y perturbaban la telaraña en el bosque y la flor en la roca. Me mordí el labio y me obligué a recuperar el ritmo.
Herr Schachtner rio con ganas. Le contó el chiste a mi padre, que rio entre dientes y luego le dijo algo a mi hermano.
La música que me llenaba la cabeza comenzó a fragmentarse, y en los espacios entre las notas empezaron a aparecer suposiciones sobre lo que podían estar hablando. Mira qué caras tan graciosas pone. Mira qué tiesa se sienta. Su tempo es irregular.
O tal vez, aun peor, ni siquiera estaban hablando de mí.
Mis manos tropezaron entre sí. Logré corregir el error antes de arruinar la pieza, pero aun así, fallé una tecla con uno de mis dedos.
La nota salió muda, como un horrible salto entre arpegios.
Sentí que me subía el calor a las mejillas. Eché un vistazo a mi público y vi que mi padre me miraba con evidente sorpresa y desaprobación. Herr Schachtner levantó a Woferl por las axilas y lo sentó en su regazo. Las piernas de mi hermano se balanceaban.
—Gracias, Nannerl —dijo Padre.
Su voz me sobresaltó. No me había dado cuenta de que el minueto había terminado, de que mis manos ya se habían replegado sobre mi falda. La telaraña del bosque había desaparecido. Las nubes, las mariposas y la lluvia desaparecieron de mi mente. Ya nadie me escuchaba.
Me enderecé y me puse de pie, temblorosa, para hacer una reverencia. Debajo de mí, el suelo se balanceaba en el repentino silencio. Mi padre mantenía una sonrisa artificial.
Desde el regazo del Herr, Woferl me miró con la inocencia propia de un niño. Tenía las mejillas redondas, aún encendidas por los vestigios de una fiebre que lo había aquejado unos días atrás. Sus ojos brillaban como guijarros en un arroyo. Aunque no quería detenerme en su mirada, el rostro angelical del hermano al que adoraba me aplacó.
No culpes a Woferl, diría mi padre más tarde. Si hubieras tocado bien, no habría podido distraer a Herr Schachtner.
Herr Schachtner unió las palmas de sus manos y aplaudió.
—¡Ah, espléndido, jovencita! —exclamó—. Tienes mucho talento. —Se volvió hacia mi padre—. Tienes toda la razón, Leopold. Toca compases muy fluidos, y con mucho dominio. No me cabe duda de que, cuando sea mayor, tocará para la realeza.
Mi padre le agradeció las palabras con amabilidad, pero yo vi tensión en su orgullo, decepción en su expresión.
Herr Schachtner debería haber dicho más. Debería haber quedado atónito. Debería habernos invitado, haberse ocupado de que yo tocara ante Herr Haydn y los otros maestros de música de Austria, haberse ofrecido a presentarme a sus amigos de la corte. Debería haber sugerido una gran gira, para exhibirme por toda Europa. ¡Imaginad a los italianos!, debería haber dicho. ¡Una prodigio que llega de la Roma del norte, digna de la mismísima Roma!
Pero, en lugar de eso, había dicho: Cuando sea mayor.
Yo no era ningún milagro, no estaba destinada a destacar. El Herr ya había cambiado de tema y le hablaba a mi padre sobre una discusión entre los oboes de la orquesta, mientras mi hermano seguía rebotando sobre sus rodillas. Mi actuación había quedado en el olvido.
Durante seis semanas, me había preparado para aquello. Sentí que las yemas de los dedos se me empezaban a entumecer otra vez, y la vergüenza por la nota en la que me había equivocado afloró a mis mejillas.
Yo nunca me equivocaba en las notas.
Esa noche, cuando Padre ya se había retirado a su alcoba, me senté en la cama con mi cuaderno de música sobre la falda, con las páginas aún abiertas en los compases que había tocado antes. Como de costumbre, Woferl estaba acostado a mi lado. Pensé en apartarlo, pero me quedé observando cómo su pecho subía y bajaba con un ritmo suave, al tiempo que sopesaba mi estado de ánimo con las incesantes quejas que oiría si lo despertaba.
Pasé los dedos sobre la tinta seca, recordando cómo había tocado. Finalmente, cerré el cuaderno y lo coloqué en la estantería. En su lugar, tomé un colgante redondo que siempre mantenía cerca; era de cristal azul vivo y negro. En su superficie quedaban algunas manchas donde mis pulgares le habían quitado el brillo de tanto frotarlo.
Madre, que estaba recogiendo del suelo algunos juguetes de Woferl, reparó en mi silencio. Suspiró.
—Recuerda, Nannerl, que tu hermano es solo un niño —me dijo. Debajo de los ojos, tenía la piel blanda y arrugada, y su cabello era una mezcla de caoba y plata—. No sabe lo que no debe hacer.
—Sabe lo que significa tocar delante de alguien. —La miré—. Hoy distrajo a Herr Schachtner. Tú lo viste.
Madre me sonrió con compasión, con los ojos llenos de comprensión.
—Ah, mein Liebling. No lo hace adrede. Hoy has tocado muy bien.
Volví a mirar a Woferl, con el rostro encendido y los rizos castaños despeinados. Madre tenía razón, por supuesto; me sentí culpable y acaricié el cabello de mi hermano. Él se movió y bostezó, como si se tratara de una pausa entre compases, dejando al descubierto la lengua diminuta y rosada.
—¿Me cuentas un cuento? —murmuró, y se arrimó más a mí. Antes de que pudiera responderle, su respiración me indicó que había vuelto a quedarse dormido.
Me lo pedía todos los días. Compartir historias con Woferl era nuestro juego constante: inventábamos mitos de elfos y enanos, quimeras provenientes de los bosques oscuros, gnomos que custodiaban al emperador dormido del monte Untersberg. Pero nos los contábamos en secreto, pues Padre no los aprobaba. En el peor de los casos, eran historias sobre las criaturas del diablo, que venían a atormentarnos y a tentarnos. En el mejor, eran tonterías de cuentos de hadas.
Madre, en cambio, nos las consentía. Cuando yo era muy pequeña, solía alzarme por las noches y contarme aquellas historias en un susurro. Cuando llegó Woferl y Padre empezó a quejarse de que nuestra madre nos llenaba la cabeza con fábulas, comencé a contarlas yo. Pronto pasaron a ser algo que nos pertenecía solo a nosotros.
En ese momento, su voz soñolienta se oyó tan pequeña, y su petición tan sincera, que sentí que se me ablandaba el corazón, como siempre me sucedía con él.
Madre se sentó con nosotros en el borde de la cama. Echó un vistazo al colgante que yo tenía en las manos y no dejaba de frotar. Me lo había regalado ella por mi cumpleaños; una baratija que había comprado durante una visita a nuestro tío Franz en Augsburgo. Para que te dé suerte, me había dicho, con un beso en cada mejilla. Ahora me observaba pasar los dedos, abstraída, por su superficie lisa.
—¿Tan desesperada estás por tener buena suerte? —me preguntó por fin, al tiempo que me tomaba la mano entre las suyas.
Aferré el colgante con más fuerza.
—Sí —respondí.
—¿Y para qué, mi cielo?
Guardé silencio un momento y la miré a los ojos. Lobo plateado, la había apodado Padre una vez, pues aunque mi madre era tranquila y grácil como la nieve, también era cálida, y sus ojos se iluminaban con inteligencia para aquellos capaces de advertirlo. Era la mirada de una superviviente, una mujer que había luchado para salir de la pobreza y de las deudas, y que de alguna manera había logrado seguir adelante tras la muerte de los cinco hijos a los que Woferl y yo habíamos sobrevivido.
Sentí vergüenza de mis inseguridades. ¿Cómo podía explicarle los sentimientos que me constreñían el pecho? A mi madre, que atravesaba cada momento de su vida con gracia y serenidad. Que parecía haberse enfrentado a todas las desgracias sin temor.
—Madre —dije por fin—, ¿a qué le temes?
Ella rio y se inclinó hacia mí para darme un golpecito en la nariz. Su voz tenía la plenitud de un vibrato, la música de un chelo fino.
—Le temo al frío, pequeña, porque hace que me duelan los huesos. Temo cuando oigo relatos de pestes y guerra. —Su mirada adquirió una expresión seria, como solía suceder cuando pensaba en su niñez—. Temo por ti y por Woferl, como toda madre. —Me miró con una ceja levantada, y sentí que su mirada me atraía—. ¿Y tú?
Volví a posar las manos sobre el colgante, cuyo ojo negro me contemplaba en silencio. Me pregunté si ese ojo podría asomarse a todos los cajones y bolsillos de la mente de mi padre, si podría decirme si aún me tenía cuidadosamente guardada allí. Puede que, si volvía a tocar mal, mi padre perdiera el interés por enseñarme. Pensé en el modo en que los dos hombres habían dejado de mirarme después de mi actuación, en lo poco que el Herr parecía haberme oído tocar.
—Tengo miedo de que me olviden —respondí. La verdad afloró formada por completo, como si, de alguna manera, al nombrarla le hubiera dado poder.
—¿De que te olviden? —Rio, una risa sonora, profunda—. Vaya temor para una niña tan pequeña.
—Algún día ya no seré pequeña —repliqué.
Madre se puso seria al oír de labios de su hija las palabras de un alma vieja.
—A todos nos olvidan, mein Liebling —dijo suavemente—. Salvo a los reyes y las reinas.
Y a los que tienen talento, añadí en silencio, mientras observaba los rizos oscuros de mi hermano. Eso había dicho una vez mi padre: Solo los dignos llegan a ser inmortales.
Con un suspiro, Madre se inclinó hacia mí y me dio un suave beso en la mejilla.
—Ya tendrás muchos años para preocuparte con esos pensamientos. Esta noche, cielo mío, duerme.
Me dio la espalda y cerró la puerta al salir, con lo que nos quedamos solos.
Me quedé mirando la puerta por la que acababa de salir mi madre y luego me volví hacia la ventana, por donde se veía la ciudad oscura. En ese momento, pedí un deseo.
Ayúdame a ser digna. Digna de elogios, de que me amen y me recuerden. Digna de atención cuando desnude mi corazón ante el clavecín. Digna de que mi música perdure cuando yo ya no esté. Digna de mi padre. Haz que me recuerden.
La idea siguió dando vueltas en mi mente. Me vi sentada de nuevo ante el clavecín, y esta vez el Herr no se distrajo, mi padre me observó con orgullo, y la telaraña del bosque permaneció intacta y perfecta. Dejé que la imagen se prolongara durante tanto tiempo que, cuando por fin me dormí, seguí viéndola grabada tras mis ojos cerrados.
Creí que nadie había oído mi plegaria secreta, ni siquiera Dios, a quien no parecían interesarle mucho los deseos de las niñitas.
Pero había alguien que sí estaba escuchando.
Esa noche, soñé con una costa iluminada por lunas gemelas que brillaban como diamantes, suspendidas sobre el agua. Su imagen se reflejaba a la perfección en el mar sereno. En el horizonte, se veía la línea curva de un bosque oscuro. La arena de la orilla era muy blanca, y las conchas, muy azules, y entre la espuma del mar caminaba un muchacho. Parecía un niño salvaje, sin más ropa que un poco de corteza oscura y hojas plateadas; tenía ramitas enredadas en el pelo y una sonrisa iluminada por dientes blancos como perlas, y aunque se encontraba demasiado lejos y yo no alcanzaba a distinguir sus rasgos, vi que le brillaban los ojos, y que el azul se reflejaba en sus mejillas. A su alrededor, el aire ondulaba con una melodía tan perfecta, tan distinta de todo lo que yo había oído, que desperté con la mano extendida hacia delante como intentando atraparla.
Esa fue la primera vez que vi el Reino del Revés.