EL CHICO DE OTRO MUNDO

Ahora todo me parece extraño, por supuesto; un chico de otro mundo, nacido de mis sueños. Pero en ese momento, la voz fue muy real. Pensé en ella esa noche, hasta tarde, dándole vueltas y más vueltas en la cabeza, intentando entenderla, ansiosa por oír su perfección una vez más.

Woferl estaba acostado junto a mí en nuestra cama compartida y me observaba con los ojos brillantes y despiertos. Al final, se incorporó sobre un codo.

—¿Crees que volveremos a ver las flores de Edelweiss? —Se inclinó hacia mí. Aún era tan pequeño que sus brazos se hundían casi por completo en los pliegues de la cama—. ¿Eran del bosque de tu cuento?

Suspiré, me di la vuelta y lo miré con expresión conocedora.

—Tal vez —respondí, para aplacar su curiosidad—. No lo sé. Pero sí sé que estoy muy cansada. ¿Tú no?

Woferl me miró con inocencia.

—Sí. Pero tú lo sabes todo, Nannerl. ¿No sabes también cómo es el bosque?

Su charla me distrajo. Lo único que yo quería era cerrar los ojos y dormirme con esa nota musical en la mente. Suspiré.

—Si te cuento un poco más, ¿te dormirás?

—Sí —se apresuró a prometer.

No pude sino sonreír al verlo tan ansioso.

—Está bien. —Me acerqué más a él y lo abracé—. El bosque es muy grande —proseguí. De nuevo dejé volar mi imaginación. El mundo de mi sueño se me apareció otra vez en la mente, con algunas partes en blanco, a la espera de que yo las completara—. Más grande que cualquier cosa que hayamos visto.

—¿Más grande que Salzburgo? —preguntó Woferl.

—Sí, mucho más grande que Salzburgo. O que Viena. O que toda Austria. Es un lugar sin fin.

Woferl cambió de posición en la cama para poder mirarme.

—Nada es más grande que toda Austria —afirmó.

Reí.

—Pues este lugar sí lo es. Y aunque aquí las flores de Edelweiss solo crecen en los Alpes, en el bosque crecen por todas partes, porque son originarias de allí.

Al oír eso, Woferl emitió un sonido de admiración.

—Debe de ser un lugar especial.

—Bueno, un bosque especial necesita un guardián, ¿no es así?

Asintió sin vacilar.

—Claro que sí.

En mi mente apareció el recuerdo de unas prendas cosidas con corteza negra y hojas plateadas. Una sonrisa con dientes blancos.

—Pues bien, tal y como dijiste —respondí formalmente—, ahora el bosque tiene un guardián.

Woferl se inclinó hacia mí con ansiedad.

—¿Quién es?

—¿Quién crees tú que es?

—¿Un duende?

Se imaginaba a los de los antiguos cuentos alemanes, diablillos traviesos que podían adoptar la forma de un conejo o robar niños de la cuna.

—No será solo un duende, ¿verdad, Woferl? —insistí—. Los duendes no son tan inteligentes como para cuidar todo un bosque por sí solos. Necesitan a alguien que los ayude con sus planes.

Woferl lo pensó, muy serio.

—Entonces, un príncipe de las hadas, de las hadas del bosque.

Un príncipe. El recuerdo se aclaró más en mi mente. Un par de brillantes ojos azules, ramitas enredadas en el pelo. Una voz demasiado bella para este mundo. El pensamiento me atrajo.

—Un príncipe —acepté—. Alguien a quien no le da miedo gastarles bromas a los intrusos para alejarlos. Alguien tan listo y encantador que puede atraer a quien quiera, alguien capaz de dirigir la sinfonía del bosque. Alguien… —Pensé un momento, y luego le guiñé un ojo a mi hermano—. Alguien salvaje.

Desde el otro lado de la pared se oyó un ruido, como de algo que se estrellaba.

Me incorporé en la cama de inmediato. Woferl abrió los ojos de par en par, iluminados por un rayo de luna que se colaba en nuestro cuarto. La sala de estar había quedado otra vez en silencio, pero no nos atrevimos a movernos. Intenté respirar con calma, pero sentí a Woferl temblar a mi lado, y su miedo atizó el mío. ¿Dónde estaban la voz de Madre o los pasos de Padre, alguien que fuera a comprobar qué había sido aquel ruido? No se oía nada. Eché un vistazo a la puerta cerrada de nuestro dormitorio. Aunque no oí pasos, fui capaz de vislumbrar una luz tenue que se movía de un lado a otro por debajo de la puerta.

Me cubrí los pies con el camisón. De pronto sentía mucho frío.

Al cabo de un largo silencio, desenredé por fin mis piernas y las bajé por el costado de la cama. Tal vez Madre o Padre habían tropezado con algo y necesitaban ayuda. Aunque no se oían sus voces.

Woferl me miraba.

—¿Vas a salir? —susurró.

Contemplé la entrada de nuestro cuarto. Aún se veía el reflejo, por debajo de la puerta, de luces que oscilaban. No parecía la luz de una vela ni la de una chimenea, ni la del sol. Hice una seña a Woferl para que se quedara en la cama; luego me acerqué a la puerta y eché una ojeada hacia la sala.

Allí, al otro lado de nuestra puerta, revoloteaba un mundo de luciérnagas.

No pensé que se tratara de un sueño. El aire parecía demasiado vivo. Las luciérnagas estaban por todas partes, demasiado luminosas para ser una ilusión.

Yo nunca había visto tantas, y menos aún en invierno. La mayor cantidad se agrupaba cerca de la sala de música. Una pasó volando tan cerca de mi cara que di un paso atrás y parpadeé, por temor a que me tocara. Pero tal vez no eran luciérnagas… pues en ese momento, divisé tras la luz una figura diminuta, con brazos delgados y piernas finas y delicadas como tallos de flores. Antes de alejarse a toda prisa, emitió un sonido parecido al de una campanilla.

Salí de nuestro cuarto, muda por el asombro. La luz de la luna se derramaba por las ventanas y pintaba figuras en el suelo. Fuera se veían los contornos oscuros de los edificios de la Getreidegasse bajo las estrellas. El resplandor de las criaturas diminutas le otorgaba un color extraño a nuestro apartamento, algo que parecía a medio camino entre este mundo y el otro. Me habría gustado decir que tenía un aspecto amarillo, o azul, pero no pude. Era como intentar describir el color del cristal.

Las sombras se movieron cerca de la puerta de la sala de música. Me volví hacia allí. Mis pies avanzaban por voluntad propia, y mi hermano me seguía de cerca. Los puntos de luz se apartaban a nuestro paso y nos permitían trazar un sendero azul oscuro entre la bruma dorada.

Había alguien tarareando cerca de nuestro clavecín. Cuando lo vi, contuve una exclamación y alcé una mano para señalarlo.

El muchacho se dio la vuelta hacia nosotros. Me miró con una sonrisa que dejó al descubierto unos caninos blancos como perlas.

Era más alto que yo, joven y esbelto como un bailarín de ballet. Su piel resplandecía pálida a la luz de la luna; tenía los dedos largos y ágiles, y las uñas afiladas. Su cabello color zafiro caía como una cascada por su espalda, y los mechones se encontraban entrelazados con hiedra negra, con destellos de musgo y bosque, noche y joyas. Sus ojos, grandes, luminosos y de un azul increíble, brillaban en la oscuridad y le iluminaban las pestañas. Sus labios eran carnosos y tenían una expresión divertida. Cuando lo miré con más detenimiento, observé que sus pupilas poseían un sesgo gatuno. Sus pómulos, altos y elegantes, perfilaban su rostro juvenil, y era tan insoportablemente guapo que me sonrojé con solo verlo.

De todos mis recuerdos, el de aquel primer encuentro es el que permanece más vivo en mi memoria.

—¿Quién eres? —le pregunté.

A mi lado, Woferl había abierto los ojos con asombro.

—¿Eres el guardián del bosque? —añadió.

El muchacho, la criatura, me miró ladeando la cabeza.

—¿No lo sabes? —respondió. Había algo salvaje en su voz, como el viento que hacía danzar las hojas, y lo reconocí de inmediato: era el sonido que me había cautivado en mi sueño. Es quien me susurró ante el clavecín, el mismo muchacho al que vi en mi sueño, caminando junto al mar.

Era él, y estaba allí. Se me contrajo el pecho con temor y entusiasmo.

¿Acaso era, en efecto, un duende, como había sugerido Woferl al principio? Yo había visto dibujos en blanco y negro de aquellas criaturas menudas y retorcidas en las colecciones de cuentos de hadas, leyendas y mitos, pero aquel atractivo joven no se les parecía en casi nada. Era como si él fuese el molde original, y los dibujos, solo sombras deformadas.

Al ver que yo no decía nada, sonrió y me indicó que me acercara. Varias de las luciérnagas se le aproximaron danzando, le tiraron del cabello y le besaron las mejillas con afecto. Las apartó con la mano y ellas se dispersaron, pero volvieron a reunirse y permanecieron revoloteando a su alrededor.

—Eres la niña Mozart —respondió—. Maria Anna.

—Sí —susurré—. Pero me llaman Nannerl, es más corto.

—Pequeña Nannerl —dijo, y su sonrisa se ladeó en un gesto juguetón—. Por supuesto. —El modo en que pronunció mi nombre me provocó escalofríos. Se volvió hacia el clavecín, y el gesto hizo tintinear las joyas que llevaba en el pelo—. La niña del colgante de cristal. Oí tu deseo.

¿Cómo era posible que hubiera oído algo que solo albergaba en mi corazón? Surgió en mí como una oleada el temor de que lo dijera en voz alta.

—Estabas en mi sueño —respondí.

—¿Era tu sueño, Nannerl? —Su sonrisa con colmillos brilló en la oscuridad—. ¿O tú estás en el mío?

Las luces que rondaban su rostro titilaron. ¡Jacinto!, le gritaban con sus vocecitas de campanilla, y él ladeó la cabeza al oírlas.

—Vuelve a la cama —dijo—. Pronto volveremos a hablar.

Entonces extendió una mano hacia el atril del clavecín, tomó mi cuaderno y se lo acomodó bajo el brazo.

Woferl gritó antes que yo, extendiendo sus manitas hacia el muchacho.

—¡Te está robando el cuaderno!

El chico me miró una última vez.

—Hay una tienda de abalorios al final de la Getreidegasse —dijo—. Ven mañana y te devolveré tu música.

Sin esperar mi respuesta, nos dio la espalda y se lanzó por la ventana. Un grito se me atascó en la garganta.

El cristal se hizo añicos, y el muchacho se perdió entre los mil fragmentos que cayeron del marco. Su figura se desvaneció al caer a la calle. Woferl y yo corrimos a la ventana. Allí, la escena me hizo retroceder, atónita.

La Getreidegasse, con sus comercios, sus carruajes y sus silenciosos postes de hierro, había desaparecido. En su lugar había un denso bosque de árboles invertidos, que alargaban sus raíces hacia las estrellas y extendían sus hojas en el suelo como charcos de terciopelo. Dos lunas gemelas bañaban el paisaje con una luz marfil y azul. Se oía un rumor en la brisa nocturna: la misma melodía perfecta y seductora que había oído en mi sueño, que nos llamaba con un susurro. Había un sendero serpenteante que salía de nuestro edificio y se internaba en el bosque, hacia profundidades que no alcanzábamos a ver, donde se perdía en la oscuridad.

En la entrada del bosque había un poste torcido de madera que señalaba el camino. Entorné los ojos para leer lo que decía, pero no logré distinguir las letras.

La música que permanecía en el aire me hacía temblar las manos, y surgió en mí un impulso repentino. Tomé la mano de Woferl.

—¡Sigámoslo! —susurré.

Woferl obedeció sin vacilar. Movimos los pies con rapidez. Quité el cerrojo a la puerta de casa, la abrí y salí a toda prisa con mi hermano. El camisón se me adhirió a los muslos al correr, y el suelo invernal me adormeció los pies descalzos. Bajé corriendo la escalera y crucé las arcadas, el tercer piso, el segundo, descendiendo más y más, hasta detenerme en la entrada con forma de arco que daba a la calle.

Parpadeé, sorprendida.

El bosque, las lunas, los árboles invertidos, el sendero, el cartel. La música. Todo había desaparecido. La Getreidegasse había vuelto a la normalidad: la panadería, el local de vinos y los bares, con los carteles de hierro forjado colgados sobre las puertas, los postigos cerrados y las banderas hacia el cielo. A lo lejos se divisaba la silueta negra y familiar de la Fortaleza de Hohensalzburg, y más allá, la curva de plata del río Salzach. Me quedé allí, temblando de frío, sujetando el borde de mi camisón, ansiosa por oír más de aquella melodía que provenía de aquel otro mundo.

Woferl llegó jadeando detrás de mí. Lo detuve justo cuando salió corriendo a la calle y lo sujeté contra mi costado. Parecía tan sorprendido como yo.

—¿A dónde se ha ido? —preguntó. Su aliento se elevó como una nube.

Sentí un malestar en el estómago. No me entusiasmaba la idea de ver el rostro de mi padre cuando descubriera que faltaba el cuaderno. Pensaría que lo había perdido yo y menearía la cabeza con decepción. A mi lado, mi hermano advirtió mi expresión abatida y se puso serio de inmediato, aflojó los hombros y bajó la mirada.

—Woferl. ¡Nannerl!

La voz familiar me sobresaltó. Los dos nos volvimos al mismo tiempo. Era Madre, con su cabello recogido bajo una cofia de dormir, que bajaba la escalera a toda prisa hacia nosotros. Se aferraba los bordes del abrigo con las manos. La imagen de nuestra madre parecía muy real, y las líneas de su rostro, muy definidas en comparación con el halo de luz que había rodeado al muchacho. De pronto, sentí la solidez del suelo bajo mis pies, el frío del aire. Me miró con el ceño fruncido. Le temo al frío, me había dicho antes mi madre, y bajé los ojos, avergonzada por haberla obligado a salir en una noche otoñal.

—Nannerl, ¿se puede saber qué estáis haciendo aquí abajo? —Se estremeció, y su aliento se elevó como una nube—. ¿Has perdido la cabeza?

Empecé a explicarle lo que habíamos visto. Pero cuando señalé nuestras ventanas, donde el chico se había lanzado hacia la calle, vi que los cristales habían vuelto a su estado normal. No había nada roto.

Mis palabras se apagaron en mis labios. Incluso Woferl se quedó callado.

—Lo siento, Madre —dije por fin—. Estábamos soñando.

Nuestra madre me miró, luego a mi hermano y otra vez a mí. Hubo un asomo de sonrisa en sus labios hasta que volvió a desaparecer tras su ceño fruncido. Había una pregunta en sus ojos, cierta curiosidad más allá de su mirada severa, que se cuestionaba qué habría sido realmente lo que nos había traído a la calle.

Después de una pausa, Madre meneó la cabeza y extendió una mano a cada uno de nosotros. Las tomamos, y nos condujo de nuevo escaleras arriba.

—Menuda idea —murmuró, con el ceño fruncido al sentir nuestras manos frías en las suyas, tibias—. No te habría creído capaz de semejante travesura, Nannerl. Salir aquí con tu hermano en mitad de la noche. ¡Y con este frío! Gracias al cielo, tu padre tiene el sueño muy pesado; si no, nunca os lo perdonaría.

La miré.

—¿No oíste el ruido en la sala de música, Madre? —le pregunté.

Nuestra madre alzó una ceja fina.

—Nada de eso.

Volví a callar. Mientras volvíamos a entrar en el edificio, vi de reojo la tienda de abalorios al final de la Getreidegasse. Recordé las últimas palabras del muchacho. Me pregunté qué ocurriría si me lo encontraba allí.

Cuando miré a Woferl, parecía a punto de decirle algo a Madre, pero un instante después cerró la boca formando una línea y bajó la cabeza. No se volvió a hablar del tema.