
¿Hipótesis o certezas sobre los orígenes del perro? Basándose en los fósiles, los estudiosos han podido establecer hipótesis sobre los antepasados y la historia evolutiva del mejor amigo del hombre, pero tampoco entre ellos existe un acuerdo total. En efecto, son dos las líneas de pensamiento: la primera, sostenida también por Darwin, se basa en la teoría polifilética del origen múltiple del perro a partir de varios antepasados; la segunda, que se basa en cambio en una concepción monofilética, afirma que el perro tendría un antepasado único, identificado en el animal prehistórico denominado Tomarctus, procedente del altiplano del Tíbet. Según esta última teoría, el perro, en su forma primordial, debería haberse difundido en el resto del planeta a partir de aquellas tierras.
Según los partidarios de la teoría polifilética, el perro desciende de antepasados de diferentes especies de cánidos formadas en regiones y continentes distintos. La mayoría de los estudiosos se inclina por esta hipótesis, aunque, en nuestra opinión, faltan demasiados eslabones de la cadena que une el pasado con el presente para establecer cuál de las dos teorías es más correcta.
A lo largo de su historia, el hombre cazador siempre ha ido acompañado del perro, hasta el punto de que se puede afirmar sin temor a equivocarse que la historia del perro coincide con la de la humanidad. Más allá de esta certeza, no resulta una cuestión esencial establecer si esta unión nació por un impulso recíproco, consecuencia de los beneficios que ambos podían obtener de su asociación, o si, por el contrario, el perro fue sometido por el hombre primitivo para que le sirviese en lo que era sin duda la acción más importante que debía realizar, la caza para su sustento.
Es posible hallar el rastro de esta unión en muchos vestigios arqueológicos. Por ejemplo, en la pintura rupestre de la gruta española de la Cueva de la Vieja se puede ver un perro que cobra una pieza, después de levantarla, perseguirla y capturarla. Ya en la Edad de los Metales, exactamente en la Edad de Hierro, se llevó a cabo una primera distinción de razas: una se denominaba Canis segulius y era típica de Europa occidental, y la otra, Canis vertragus, y al parecer se importaba de Oriente. Ambas eran razas de acoso que seguían a la presa hasta que el amo lograba matarla. Con el paso de los siglos, el hombre forjó a su gusto estos perros primitivos hasta llegar a las numerosas razas presentes hoy en el mundo canino.
En la Antigüedad no era sin duda el aspecto estético el que apasionaba a los cinófilos, sino solamente las aptitudes para la caza y, en efecto, una de las primeras clasificaciones de la especie canina de las que se ha encontrado huella histórica se remonta a los antiguos romanos, los cuales distinguían entre: los sagaces, perros hábiles para levantar la caza por medio del olfato; los celeres, que la perseguían, y por último, los pugnaces, que bloqueaban a la presa e incluso la atacaban.
Estas y otras clasificaciones, aún bastante genéricas, se utilizaron hasta mediados del siglo XVI, cuando un médico de la reina Isabel se «inventó» una clasificación basada en las características genéricas de los perros. Se trataba del doctor Caius, que escribió en latín una obra, titulada De canibus britannicus, en la que definía una lista completa de las razas caninas reconocidas en Inglaterra: era 1570 y nacía así la primera clasificación oficial. En otros países, sobre todo en Francia, se desarrolló durante los siglos siguientes una auténtica escuela de expertos cazadores que desarrollaron otras teorías acerca de la clasificación de las razas. Sin duda debe recordarse a los franceses Buffon, Cuvier y Dechambre, a quienes se debe la clasificación de las razas caninas según la morfología de la cabeza, que aún hoy conserva validez.