
El origen del tarot, prácticamente desconocido, se pierde en la noche de los tiempos, allá donde nacen los mitos. A mediados del siglo XVIII y en el XIX, con el triunfo de la filología y de la arqueología, la supuesta «invención» del tarot empezó, de hecho, a desplazarse hacia atrás, hacia un origen iniciático muy antiguo, accesible sólo a unos pocos y sólo después de la superación de pruebas muy duras.
Algunos estudiosos, como el filólogo Court de Gébelin, creían que procedían del antiguo Egipto; otros, como el abad esoterista Eliphas Levi, lo atribuían a los israelitas, mientras que otros creían que provenían de la India, donde ya mil doscientos años antes de Cristo se empleaba una baraja de cartas redondas en las que figuraban las diez reencarnaciones del dios Visnú.
También había quien lo consideraba una herencia de antiguos oráculos, un juego de origen gitano, e incluso una huella de la perdida civilización de la Atlántida.
Pero sea cual sea la cultura que lo creó, lo que realmente cuenta en el tarot es el evidente significado religioso y simbólico que hace que cada arcano se integre en una especie de poema iniciático que se crea a través de un largo proceso de purificación y de evolución interior.
En efecto, en el simbolismo más profundo de la baraja no es difícil reconocer los pilares del esoterismo occidental, las leyes mágicas de los antiguos saberes sintetizadas en la conocida Tabla de esmeralda atribuida a Hermes Trismegisto: «como en el cielo, así en la tierra; como en lo alto, así abajo; una parte representa el todo; todo posee dos polos, uno masculino y el otro femenino; los extremos se tocan, etc.».
Existen dos acercamientos distintos al saber esotérico, dos vías iniciáticas distintas: una «seca», o intelectual, racional, activa y de corte, por decirlo así, occidental, y otra «húmeda», interiorizada, receptiva, intuitiva, de carácter oriental.
En el tarot, estas dos formas complementarias de vivir la relación con el universo forman una vía única que sintetizan los dos arcanos que abren y cierran la serie de los veintidós mayores.
El primer arcano, el Villano o el Mago, representa al joven activo, emprendedor, preparado para dominar el mundo con los instrumentos de la magia.
El rojo, el color de la acción, predomina en su ropa, mientras que el sombrero, en forma de ocho tumbado, alude al universo y a la eternidad.
El arcano que cierra la serie es, en cambio, el Loco, símbolo del conocimiento pasivo.
Es muy probable que se trate del mismo joven que abre la serie pero que, a diferencia de este, está preparado para deshacerse del propio saber, recogido con negligencia en un petate.
El Loco da la espalda a la vía racional a favor de la del corazón. Por esta razón se ríe de los valores que dominan la sociedad: ha abandonado el grupo y ahora continúa completamente solo por el camino de la irracionalidad, del mundo del revés.
Sin el camino del corazón, sintetizado por la figura del Loco, la investigación racional y científica del Villano no conduciría a nada, así como, sin la iniciativa y el empuje de este, el vagabundeo irracional del Loco sería sólo una pérdida de tiempo, una locura.
Sólo en la conciliación de los opuestos, en el matrimonio de la acción y la racionalidad con la intuición y la fe, puede nacer la verdadera perfección: la experiencia de lo absoluto que el asceta busca con sus prácticas y el alquimista en el secreto del laboratorio.
El valor iniciático de la baraja parece confirmarse incluso por la etimología: tar rog en árabe significaría literalmente «camino real». De todos modos, no pocas ideas y étimos se malgastan con estas cartas tan cargadas de significado y tan sugestivas: tarot deriva, según algunos estudiosos, del griego etairos («compañeros») o del latín terere («batir»), del hebreo tarah («echar la suerte»), o incluso del árabe tar («revancha»), hasta llegar a tara, la voz que se utilizaba en el Renacimiento para designar el sistema de impresión del reverso, del que tal vez derive el nombre actual.
Pero quizá la propuesta de Guillaume Postel es más sugestiva, ya que se identifica con el término taro (tarot) un anagrama de rota, con una alusión evidente a la imparable rueda del destino.
A pesar de la exótica terminología y el exagerado arcaísmo, el tarot apareció en Europa bastante tarde —en el siglo XIV, aproximadamente— y se consideró un juego de azar.
Entre los orígenes míticos, simbólicos, iniciáticos y la historia existe por lo tanto un vacío. Además, es bastante probable que los arcanos mayores y los arcanos menores tengan un origen y una historia distinta.
De hecho, los arcanos mayores parecen estar estrechamente unidos a los naibi, una baraja de carácter didáctico reservada a la enseñanza de los jóvenes: una síntesis sumaria del saber medieval que incluía a las musas, los planetas, las artes liberales, los vicios, las virtudes y las condiciones de la vida.
Los arcanos menores parecen derivar, en cambio, por lo que se refiere a las cartas numeradas, del dominó y, por lo que se refiere a las figuras, del ajedrez (rey, reina, caballo y sota).
Tal como hemos visto antes, la historia se remonta al 1200 a. de C. para las primeras cartas y las sitúa en China, donde estaba de moda un juego muy curioso llamado «mil veces diez mil», y en India, donde se divertían con las cartas redondas que representaban las diez encarnaciones divinas.
El periodo de más de dos milenios que media entre estas cartas y las actuales permanece vacío. ¿Cómo y cuándo llegaron hasta nosotros?
¿Quién las introdujo en Europa primero, a pesar de las fuertes tasas y de las prohibiciones legales, sobre las mesas de juego y más tarde en los salones y en los misteriosos antros de adivinación?
Se pueden formular dos hipótesis, ambas igualmente aceptables.
Según la primera, habrían sido los cíngaros, que a juzgar por la proximidad de su lengua con el sánscrito, es muy posible que procedan de la India.
Alrededor del año 1300, una fuerte oleada migratoria de parias empezó a remontar el valle del Indo y, cruzando el centro de Asia, se dividió en dos troncos: el primero se dirigió hacia los Balcanes y el otro llegó hasta Egipto (de ahí el término inglés gipsy, que significa «cíngaro», «egipcio»), donde entró en contacto con las tradiciones esotéricas del lugar, actualmente perfectamente reconstruibles, como sostiene Court de Gébelin, a través de la implantación simbólica de nuestra baraja. Además, entre las profesiones más típicas de los cíngaros (caldereros, bailarines, criadores de caballos) se encuentra también la adivinación, hasta tal punto que la lectura de las cartas y de la mano, desde la Edad Media y el Renacimiento hasta la Modernidad, era uno de sus oficios más característicos. El simbolismo esotérico del tarot podría proceder, pues, de Egipto a través de la cartomancia gitana.
Una segunda hipótesis se refiere a los templarios, también conocidos como Caballeros del Santo Sepulcro, que habitaban los lugares sagrados para defender a los peregrinos, y que tal vez conocieron las tradiciones esotéricas hebreas, tan eficientes en sus interpretaciones de la Torá.
La orden de los templarios no vivió durante mucho tiempo, si bien antes de su supresión habían acumulado un buen número de propiedades y riquezas.
Que los templarios fueran esoteristas lo testimonia también el complejo simbolismo de las catedrales góticas, de las que fueron sus inspiradores, y la alquimia, ya que una de sus reglas prohibía tajantemente la transmutación en oro ante personas ajenas a la orden.
El simbolismo del tarot, empapado de esoterismo, llegó de esta forma a Europa, proveniente de Israel, a través de los templarios, los cuales no sólo hicieron de vehículo, sino que se ocuparon de codificar estos conocimientos y de transmitirlos en el críptico lenguaje reflejado en la arquitectura y la escultura góticas.
Presentamos ahora, sólo para los enamorados de las fechas, algunas piedras miliares de la historia del tarot:
— 1377: el monje Johannes atestigua la presencia del tarot en Suiza;
— 1379: las crónicas de Covelluzzo se refieren a la difusión del juego en Viterbo;
— 1393: se funda la compañía de los pintores de cartas en Italia;
— 1432: Bonifacio Bembo pinta el famoso tarot vizcondal;
— 1582: en Francia, el tarot se tasa para limitar su utilización.
Cabe destacar, entre los tarot de la época, las tres barajas pintadas por Jacquemin Gringonneur para distraer a Carlos VI, rey de Francia, de las crisis depresivas en las que había caído (probablemente las primeras que se conocen).
Algo posterior a este es el Tarot de Bolonia, compuesto de sesenta y dos cartas, en las que faltan el dos, el tres, el cuatro y el cinco de todos los palos. A continuación encontramos la baraja del Mantegna, de cincuenta cartas, y las minchiate florentinas, que se componen, en cambio, de noventa y seis, añadiendo a los veintidós arcanos mayores y a los cincuenta y seis menores los cuatro elementos y los doce signos zodiacales.