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NACE EL ARMA SUBMARINA

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El 22 de septiembre de 1914 se demostró el poder del submarino como arma de guerra cuando el U9, en la imagen, del capitán Otto Weddigen, torpedeó y hundió tres cruceros británicos: el Aboukir, el Cressy y el Hogue.

La paz no es otra cosa que el intervalo de tiempo que transcurre entre dos guerras.

General Erich Ludendorff

CUANDO COMENZÓ LA PRIMERA GUERRA MUNDIAL, en 1914, la Kaiserliche Marine —armada imperial— disponía de veintinueve submarinos desplegados entre el mar del Norte y el Báltico dedicados a tareas defensivas, tanto que, salvo el caso que hemos citado en la imagen anterior, hasta el 18 de febrero de 1915 sus acciones habían logrado solo el hundimiento de 10 mercantes aliados.

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Los submarinos de la 2.a flotilla, U19, U20, U21 y U22 —el número puede leerse en la proa— en su base de Kiel, Alemania, en mayo de 1914.

Esa fecha supuso el punto de inflexión de la forma de combatir de la Uflotte. A partir de entonces el káiser Guillermo II decretó la guerra total submarina contra Gran Bretaña, lo que en la práctica suponía que, a partir de entonces, los sumergibles alemanes no se ajustarían a las reglas del derecho de presa que estipulaba la Convención de la Haya firmada en 1907 por las potencias beligerantes y, por tanto, podrían hundir barcos mercantes y de pasajeros aliados sin previo aviso.

El Lusitania, torpedeado el 7 de mayo de 1915 por el U20 del kapitänleutnant —teniente de navío— Walther Schweiger fue su primera presa. El revuelo que se organizó con el hundimiento obligó al káiser a echarse atrás en septiembre y volver a someterse a las reglas de La Haya, pero en febrero de 1917, cuando ya era evidente que los Estados Unidos iban a entrar en guerra en cualquier momento, las abandonó definitivamente. A partir de entonces, los barcos de superficie alemanes tuvieron como misión principal la de apoyar a los submarinos.

Los Estados Unidos rompieron relaciones diplomáticas con Alemania el 3 de febrero y entraron en la guerra el 6 de abril. Para entonces los U-boote habían hundido 536 000 toneladas en febrero y 603 000 en marzo. Durante ese mes de abril hundirían 881 000, una cifra récord que llevaría a sir John Jellicoe, Primer Lord del Almirantazgo, a decir que si no disminuían los hundimientos los alemanes ganarían la guerra, y a proponer a su gobierno reducir las importaciones a lo imprescindible utilizando para ello todos los barcos disponibles. Incluso abandonando, si era necesario, la lucha en Macedonia.

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Lothar von Arnauld de la Perrière, máximo «as» submarino de todos los tiempos con 196 barcos hundidos —456 216 toneladas—. Falleció en 1941, siendo ya vicealmirante, en un accidente aéreo, cuando iba a mantener conversaciones secretas con el gobierno francés de Vichy.

Esa afirmación del Primer Lord será muy importante más adelante, por que como ya hemos dicho en otras ocasiones1, Alemania, o por lo menos los militares que estaban en el frente, nunca se consideraron perdedores de la Primera Guerra Mundial, y Karl Doenitz, por entonces un joven oficial del submarino U35 que llegará a ser almirante, la utilizará como base para convencer al alto mando naval y a Adolf Hitler, cuando fue nombrado canciller, de la importancia de la lucha submarina. Pero no adelantemos acontecimientos.

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El teniente de navío Walther Schwieger fotografiado en 1917. Uno o dos meses antes que falleciera en el U88, cuando su submarino fue localizado por el HMS Stonecrop y hundido por una mina submarina que había dejado días antes. Lleva al cuello la cruz al mérito y en el pecho la cruz de hierro ganada por el hundimiento del Lusitania.

Cuando el 28 de septiembre las cinco ofensivas alemanas del verano de 1918 fracasaron, y la participación estadounidense junto al bando aliado empezó a dejarse notar con sus tropas de refresco —cerca de dos millones de soldados que consiguieron atravesar el Atlántico pese a la amenaza submarina— los jefes del ejército, los generales Erich Ludendorff y Paul von Hindenburg, declararon: «dadas estas circunstancias, es conveniente suspender la lucha para ahorrar a la nación alemana y sus aliados sacrificios inútiles. Cada día perdido cuesta la vida a miles de valientes soldados».

1.1 El armisticio de 1918

Ante esa situación, el 4 de octubre, el gobierno alemán solicitó del presidente estadounidense Wilson, que había redactado una nota con catorce propuestas de paz, llegar con la máxima rapidez a un armisticio. Nueve trataban de cesiones territoriales, tres eran generales y la II y la IV terminaban de una vez por todas con las posibilidades alemanas de iniciar una nueva guerra.

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En el centro de la fotografía el kaíser Guillermo II en 1917 con el general Hindenburg, a la izquierda, y el general Ludendorff.

En la II se decía: «Se garantizará adecuadamente que los armamentos nacionales serán reducidos al grado mínimo compatible con la seguridad interior» y en la IV: «Se exige absoluta libertad de navegación en el mar fuera de las aguas jurisdiccionales, tanto en paz como en caso de guerra, excepción hecha de cuando el tráfico marítimo sea interceptado parcial o totalmente por razones internacionales a fin de obligar al cumplimiento de tratados de la misma índole».

El Alto Mando alemán interpretó a su modo las propuestas de Wilson y los aliados rehusaron proseguir con las negociaciones, por lo que finalmente la guerra continuó, pero cuando la armada ordenó, por iniciativa del almirante Reinhard Scherr, que a finales de octubre, se realizara un último ataque contra la Royal Navy en el Canal de la Mancha que equilibrara las operaciones bélicas y mantuviera en el alto el honor de de la Kaiserliche Marine en caso que finalmente se llegara a un armisticio, las dotaciones de varios buques de la flota —el Thüringen y el Helgoland principalmente— se amotinaron en Kiel y Wilhelmshaven, como lo había hecho pocos días antes la armada del zar de Rusia.

Fue la chispa que lo incendió todo. Durante los primeros días de noviembre se propagó la insurrección a otras ciudades y a partir de entonces el imperio se derrumbó como un castillo de naipes.

El día 9, el canciller, príncipe Max von Baden, anunció por decisión propia la abdicación de Guillermo II y, esa misma tarde, mientras en la sede del gobierno se intentaba salvaguardar la monarquía parlamentaria, Philipp Scheidemann se asomó a la ventana y le gritó a la multitud que se manifestaba: «Viva la república alemana libre».

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Philipp Scheidemann, periodista y líder del partido socialdemócrata anuncia la proclamación de la república desde la fachada de la Cancillería del Reich.. La república continuaba denominándose Deustches Reich —Imperio Alemán—, el término Republica de Weimar no se utilizó hasta mucho después, terminada la Segunda Guerra Mundial, y hacía referencia a la ciudad de Weimar, donde se había firmado la constitución el 31 de julio de 1919.

Mientras la marea revolucionaria llevaba la agitación a todas partes y los soldados desertaban en masa para regresar a sus hogares, parte de la marina, y todas las tripulaciones de los submarinos, mantuvieron la disciplina hasta el final, lo que haría mucho más dolorosos los acontecimientos futuros.

1.2 Versalles. El tratado del deshonor

A las 11 de la mañana del 11 de noviembre de 1918 se dio la orden de alto el fuego en todo el frente occidental, y al alba del día siguiente se presentaba el armisticio que sería válido hasta redactar el tratado de paz definitivo. Su firma fue el primer grave deber de la joven república. Ludendorff y Hindenburg, que lo habían pedido, no estuvieron presentes, lo dejaron en manos de los políticos de paisano. Incluso Hindenburg llegó a decir que era «una puñalada en la espalda del frente no vencido».Estaba muy lejos de saber las graves consecuencias que traerían sus palabras y su actitud.

Pero no fue el único culpable. Francia, Gran Bretaña, Estados Unidos e Italia también tendrían mucho que ver.

Georges Clemenceau, presidente del consejo de ministros de Francia y representante de su país en la conferencia, había vivido también la victoria alemana de 1870 y la proclamación del imperio alemán en el salón de los espejos del Palacio de Versalles. Era una afrenta que llevaba casi cincuenta años incubando y, como Hitler haría en 1940, no iba a desaprovechar la ocasión: las condiciones de paz que iba a obligar a firmar a Alemania evitarían que nunca más pudiese atacar a Francia.

Estaba tan ofuscado y tan equivocado que ni él ni el resto de los representantes de los cuatro grandes se dieron cuenta que con sus exigencias materiales colocaban a Alemania bajo tal presión que necesariamente habría de producirse una reacción nacionalista.

Los términos del tratado que se propondría iban a afectar a todas las fuerzas armadas alemanas, pero en especial a la marina imperial, que había tenido a Inglaterra contra las cuerdas. Debido a los temores británicos de que pudiera disminuir la supremacía en el mar de la Royal Navy iba a tener que destruir su flota y entregar todos sus submarinos dejándola reducida a una mínima cantidad de remolcadores y buques menores que habían visto días mejores. Una catástrofe económica —basta ver en el cuadro de las páginas siguientes cuál era la composición de la armada en 1914 para hacerse una idea— que se sumaba a la deshonra que sentían los oficiales, despojados de sus navíos y empujados a realizar cualquier cosa por acabar con Gran Bretaña.

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Los Cuatro Grandes en París, en 1919, para discutir el Tratado de Versalles. De izquierda a derecha, los primeros ministros Vittorio Orlando, de Italia David Lloyd George, de Gran Bretaña Georges Clemenceau, de Francia, y el presidente Woodrow Wilson, de los Estados Unidos.

Por eso sería imposible comprender cómo se pasó de un imperio a una dictadura nacional y socialista entre 1918 y 1933 sin conocer lo sucedido en Versalles.

Las reuniones preliminares de la conferencia comenzaron un mes después del armisticio, y el 8 de enero de 1919 se constituyó la primera sesión plenaria. Asistían veinticinco naciones aliadas o asociadas de los cinco continentes. Alemania no podía quejarse del número de sus enemigos.

Nada más comenzar, los aliados exigieron de Alemania el control de su flota mercante para contrarrestar la escasez de tonelaje de sus navíos provocada por la campaña de los submarinos alemanes, bajo la promesa de una adecuada compensación de su utilización. Ante su negativa. no se levantó el bloqueo de suministro de alimentos a la nación hasta el 12 de julio, cuando Alemania ratificó el tratado.

En ese intervalo de tiempo el antiguo imperio vio reducido considerablemente su territorio europeo de 540 766 kilómetros cuadrados a 468 787 y fue obligado a ceder todo sus posesiones de ultramar entre las naciones vencedoras.

Más exactamente, en Europa, las regiones de Alsacia y Lorena fueron cedidas a Francia, junto a la cuenca minera del Sarre, que quedó bajo la administración de la recién creada Sociedad de Naciones, y le concedió su explotación económica durante 15 años. Los pequeños distritos de Eupen, Malmedy y Moresnet fueron cedidos a Bélgica. El norte de Schleswig-Holstein en Tondern pasó a manos danesas. La mayor parte de las provincias de Posen y Prusia Occidental, parte de Silesia, y las ciudades costeras del Mar Báltico, Danzig y Memel —que se configuraron como ciudades libres bajo autoridad de la Sociedad de Naciones— pasaron a dominio polaco y el valle del río Niemen quedó bajo completo control de Lituania.

En ultramar, aun fue peor: las colonias de Togolandia y Camerún se dividieron entre Francia —que se quedó dos tercios— y Gran Bretaña. África del Sudoeste —la actual Namibia— quedó bajo tutela de la Unión Sudafricana. El África Oriental Alemana —Tanganica— pasó en su mayor parte al Reino Unido, con la excepción de Ruanda y Burundi, que quedaron en manos de Bélgica, y el puerto de Kionga, devuelto a Portugal. La Nueva Guinea Alemana pasó a ser británica, aunque finalmente quedó bajo tutela de Australia, y las islas de Polinesia que se dirigían desde esta —las antiguas posesiones de España, vendidas a Alemania en 1898 tras la guerra con los Estados Unidos— se repartieron entre Gran Bretaña y Japón.

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La delegación alemana presente en Versalles. De izquierda a derecha Walter Schücking, juez permanente de la Corte Internacional de Arbitraje de La Haya; Johannes Giesberts, ministro de Correos; Otto Landsberg, ministro de Justicia del Reich; el conde Ulrich de Brockdorff-Rantzau, ministro de Relaciones Exteriores; Robert Leinert, presidente de la Asamblea del Estado de Prusia, y el banquero Karl Melchior.

Como ya hemos adelantado en parte, las restricciones militares fueron igual de duras: se obligó a Alemania entregar a los aliados todo el material bélico de alguna utilidad y su flota de guerra; se redujo su ejército a 100.000 hombres y 4.000 oficiales, sin artillería pesada, submarinos ni aviación, prohibiendo además que pudieran volver a fabricarlos2; se disolvió su Estado Mayor y se vetó la posibilidad de continuar con el servicio militar obligatorio.

Además, los aliados ocuparon la orilla izquierda del Rin, obligaron a desmilitarizar Renania e impusieron la internacionalización del canal de Kiel para poder navegar entre el Mar Báltico y el del Norte atravesando territorio alemán.

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El crucero acorazado Scharnhorst, el buque insignia del escuadrón de Von Spee, hundido en la batalla de las islas Malvinas el 8 de diciembre de 1914, donde también falleció el almirante.

Junto a todas estas, había unas clausulas políticas que impedían cualquier unión de Austria y Alemania, incluyendo la prohibición a esta última de entrar en la Sociedad de Naciones, y otras económicas —un verdadero disparate— que dejaban a la República sin ninguna posibilidad de actuación: creación de una comisión de reparaciones de guerra cuyo monto quedaba por definir. Entrega de todos los barcos mercantes de más de 1 400 toneladas de desplazamiento y cesión anual de 200 000 toneladas en nuevos barcos, para restituir toda la flota mercante perdida por los aliados durante el conflicto. Entrega anual de 44 millones de toneladas de carbón, 371 000 cabezas de ganado, la mitad de la producción química y farmacéutica y la totalidad de cables submarinos y otros productos durante cinco años. Expropiación de la propiedad privada alemana en los territorios y colonias perdidas. Y, por último, pago de 132 000 millones de marcos-oro. Una suma que Alemania no tenía, ya que aunque podía pagarla, no solo en metálico, sino también en producción industrial, significaba más que sus reservas internacionales4.

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El 2 de diciembre de 1918, el submarino U155 Deustchland, que se había rendido el 24 de noviembre, llegaba a Londres para ser exhibido como botín de guerra. No sería dado de baja y desguazado hasta septiembre de 1921, después del ultimátum británico.

Como dijo el 7 de mayo Ulrich Brockdorff-Rantzau, que ejercía como jefe de la delegación alemana cuando se leyó el artículo 231 que los inculpaba de todo: «Conocemos perfectamente la fuerza del odio ante el que nos enfrentamos aquí y hemos escuchado la apasionada llamada de los vencedores, que quieren cobrarnos la factura porque nos han vencido y castigarnos porque los culpables somos nosotros. Se nos pide que reconozcamos que somos los únicos responsables de la guerra; pero admitir esto, para mí sería mentir». En teoría, el Tratado entraría en vigor el 10 de enero de 1920.

Lo hizo en su aspecto económico, pero no en el militar.

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Con bayoneta contra un anciano. Esta imagen fue utilizada por la propaganda alemana para demostrar la brutalidad innecesaria con la que se comportaron los franceses en la ocupación de la cuenca minera del Ruhr.

El 5 de mayo de 1921 el gobierno de Londres envió un ultimátum al alemán para que se cumpliese sin más retraso lo firmado en Versalles. En su tercer punto le recordaba la obligación de llevar a cabo sin más demora el desarme naval, aéreo y terrestre, tal y como se había convenido. Por entonces, organizaciones extremistas alemanas, militarizadas, acusaban al gobierno de haber aceptado el Tratado y colaborar con los aliados. Estos, ante la radicalización de la situación alemana insistieron más implacablemente en el cumplimiento de las disposiciones tomadas. Finalmente, todo desembocó en la ocupación de la cuenca alemana del Ruhr el 10 de enero de 1923 por tropas francesas y belgas, ante la indiferencia de Gran Bretaña y Estados Unidos.

De nuevo se equivocaron. En abril, oficiales de los antiguos cuerpos de voluntarios creados en 1918 para la protección de la frontera oriental, comenzaron a realizar actos de terrorismo contra las fuerzas francesas de ocupación y, en septiembre, cuando la inflación alcanzaba su punto más alto ante la imposibilidad de pagar las cantidades en oro que reclamaban los aliados como gastos de guerra, Adolf Hitler, un jefe de partido todavía bastante desconocido organizó en Núremberg un día alemán. Junto a él, un gran número de antiguos oficiales imperiales que la tarde del 8 de noviembre, solo dos meses después, intentarían un golpe de estado que sería sofocado a la mañana siguiente y terminaría con sus protagonistas en la prisión de Landsberg acusados de alta traición. El conocido como Putsch de Múnich.

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Los protagonistas del golpe de estado de la cervecería Bürgerbräukeller durante el juicio. De izquierda a derecha, el comandante Heinz Pernet, Friedrich Weber, Wilhelm Frick, el comandante Hermann Kriebel, el general Erich Ludendorff, Adolf Hitler, el comandante Wilhelm Brückner, Ernst Röhm y Robert Wagner.

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El submarino Birindji-in-uni, del modelo alemán tipo III, encargado por la armada turca en 1925 y construido por IVS en los astilleros de Rótterdam.

De hecho, las antiguas fuerzas armadas se agitaban inquietas. En julio de 1922, a pesar de que los submarinos habían sido totalmente prohibidos de forma explícita por Versalles en su artículo 191, se fundó en la Haya la N.V. Ingenieurskantoor von Scheepsbouw —IVS— con un capital social de 12 000 florines, puestos a partes iguales por tres astilleros alemanes, Vulkan de Hamburgo, Germaniawerft de Kiel y Weser de Bremen — estos dos últimos del consorcio de empresas Krupp—. Al frente de la empresa, como director técnico, se nombró al doctor ingeniero Hans Techel y, como director comercial, al capitán de corbeta Ulrich Blum. La Armada alemana participaba traspasando fondos a través de su Sección de Transporte Marítimo a la compañía Mentor Bilanz, una empresa interpuesta dedicada a el asesoramiento financiero. Su director, el teniente de navío Hans Schottky, era la persona encargada de coordinar las gestiones.

La intención era desarrollar estudios para fabricar sumergibles. En principio, con consentimiento de Gran Bretaña, para vendérselos a Argentina, España, Italia o Suecia, pero era evidente que también podían terminar en manos alemanas, puesto que en el fondo, era su propio Ministerio de Marina el que financiaba a IVS.

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1   Ver Blitzkrieg, publicado en esta misma colección.

2   La idea era dejar un ejército reducido a su mínima expresión que se ocupara únicamente de la seguridad interna del país.

3   El listado da una idea aproximada del poder de la marina alemana entregada a los aliados. Por supuesto, al listado que presentamos habría que quitarle las bajas producidas en los combates navales y añadir las unidades nuevas que se fabricaron. Submarinos, por ejemplo, se pasó durante la guerra de 29 a 329.

4   Hasta el 3 de octubre del 2010 Alemania no liquidó totalmente las reparaciones de guerra exigidas por los aliados.