EL MISTERIO DE LA LITERATURA

Catalina Holguín Jaramillo

Pocas veces he sentido, leyendo acostada en un sofá, que sostenía entre mis ojos y las manos la vida entera de alguien más. Alguien por quien de repente sentía una profunda compasión. Leí por primera vez Vista desde una acera en el año 2012, recién publicado por Seix Barral, sabiendo poco o nada de Fernando Molano. Me lo había recomendado un librero que amaba Un beso de Dick, publicada en 1992 como parte del premio de la Cámara de Comercio de Medellín y reeditada en varias ocasiones por una pequeña editorial independiente. Sin expectativas ni mucho contexto empecé a leer.

Muy rápidamente comprendí que este era un escritor que tenía oído, con la capacidad de hacer fresco el lenguaje cotidiano, y era además alguien con quien podía empatizar (el papá borracho, las peleas familiares, el descubrimiento de los libros), pero que también me enseñaba un ámbito distinto al de mi experiencia (la juventud en un taller de metalmecánica, las huídas del hogar, el abuso sexual). Una rápida ojeada a la biografía del autor me confirmó que esta novela era bastante autobiográfica, o mejor, que era una memoria novelada; que Molano efectivamente había muerto quince años atrás, en 1998; que estaba enterrado en el Parque Nacional (qué hacía allá tan solo, me preguntaba); que el Adrián de la novela era, en la vida real, Diego Molina. A medida que lo leía, este libro se me convertía en esto que Molano dice después de describir con amargo detalle la dickensiana niñez de Adrián, otro niño que amaba leer:

A veces pienso que los libros son casi un destino cuando se tienen muchas cosas para conversar sólo consigo mismo. Porque el corazón que se tiene adentro es como una habitación, a donde no has podido invitar al mundo a pasar sin que él te la estropee un poco, y te deje a ti por ahí, acurrucado y todo confundido. ¿Y con quién puedes conversar sobre el asunto, si en últimas siempre has estado allí solo? Pero entonces, pegas el oído a la pared, y escuchas una voz venir de alguna habitación contigua, diciendo algo como: ‘Pues yo aquí, tratando de recomponer la mía; ya he puesto la mesa en su lugar, he colgado otra vez los cuadros, he recogido los papeles; y tendido sobre mi cama, miro las fotos de mis seres queridos…’ A veces los libros me parecen ser eso; como una voz familiar tras la pared de una prisión.

Ahí fue que cerré el libro y lloré con ganas. Lloré por Adrián y Fernando, lloré por mí, no sé, por este país de mierda, y la suma de todas las cosas que dan ganas solamente de llorar. Y eso que aún no sabía el resto de la extraña y luminosa historia que explicaba la existencia de este libro. O mejor, la existencia de Fernando Molano.

Acabada la lectura quise saber más sobre su vida y leer más cosas suyas, pero entonces solo se conseguía Un beso de Dick y con mucho esfuerzo. Los años han pasado. Vista desde una acera, que con esta llega a su octava edición en Seix Barral, insufló un nuevo aire a la breve obra de Molano. Alégrese entonces, amiga lectora, querido lector, pues además de la reedición de Un beso de Dick y el poemario Todas mis cosas en tus bolsillos también habrá una biografía que, mientras escribo este prólogo, Pedro Adrián Zuluaga está componiendo.

Los años siguieron pasando. Entonces pude ver el manuscrito original de Vista desde una acera en la Biblioteca Luis Ángel Arango y comprobar que el texto que leí es casi idéntico a lo que está allí; luego encontré en una tesis de maestría de Marieth Serrato, amiga de la universidad del autor, muchas fotos: en una baila (es mucho más guapo que en la foto de la solapa); en otra hay un grupo grande en algún paseo de tierra caliente y el muchacho que está señalado con un círculo es Diego (o Hugo, al parecer no hay consenso sobre el nombre real del amigo de Fernando); y luego otra de él sembrando un árbol en el Parque Nacional, y con ese árbol (¿un nogal?) las cenizas de Diego cinco años después de su muerte. El 10 de abril de 1998, seis años después, Fernando Molano moriría también a causa del sida y su hermano Jorge Alberto, guardián de la obra, enterraría sus cenizas en el mismo lugar. La localización exacta de la tumba sigue siendo un misterio que ya no quiero conocer. Creo que la verdadera tumba de Molano está en la sala de Raros y Manuscritos de la Biblioteca Luis Ángel Arango de Bogotá. Es allí donde comienza la providencial historia de este libro.

* * *

Fernando Molano nació en Bogotá en 1961, el sexto de siete hermanos nacidos de un padre que era mecánico de taller y una madre ama de casa. Vista desde una acera relata parte de su infancia y la de Adrián (que es Diego), nacido en Armenia y también hijo de una familia llena de hijos y de problemas. El relato de sus episodios de infancia y juventud, que avanza cronológicamente hasta que ambos se conocen, está contrapunteado por ocho escenas como arrancadas de un diario escritas en tiempo presente entre el 12 de abril de 1988 y el 15 de junio del mismo año, donde Molano relata el rápido deterioro físico de su amigo y amante causado por el sida.

La novela inicia con el dictamen de sida en la Clínica Santafé, en horas de la tarde del 12 de abril, y cierra unos días antes, cuando un médico le ordena a Adrián practicarse la prueba. La novela es circular, y de hecho encierra un truco, pues avanzando hacia el final llegamos al principio. Fernando nos hace trampa y evita, con esta estructura, acercarse al final que teme llegar. Tan pronto reciben el resultado del examen, Fernando se lamenta de no poder cerrar este libro y dejar a los personajes allí en un estado de suspensión. Dice: “este libro no se puede cerrar, y sospecho que tendremos que vivir el epílogo completo, qué le vamos a hacer”. Pero Adrián no muere en el libro. Va a morir, pero ahí no se muere; y Fernando, ahí adentro del libro, ni siquiera está enfermo. En ese espacio, construido como un círculo mágico, figura simbólica del infinito, están encerrados ellos, sin que se acabe este libro.

La de Fernando es una infancia bogotana, que transcurre al sur occidente de la ciudad entre el taller de su papá en el que todos los hermanos, y hasta él, terminan trabajando para ayudar en la precaria economía del hogar. La historia de su familia es una de permanentes sobresaltos económicos y riñas. Una hermana que queda embarazada antes de tiempo, un papá que borracho le pega a la mamá y los policías que no hacen nada, unos hermanos que abandonan los estudios y no ven la hora de la quincena para “vestir un traje sexi”, jugar billar y hablar de fútbol y mujeres. En fin, el escenario de una familia extensa en un barrio popular de Bogotá observada por un niño que se sabe diferente y que los observa con atención: “pobre de mí si se hubiesen enterado de la clase de tipo que tenían allí metido. A mis diez años, ya sospechaba quién era yo para los demás”.

Los episodios de la infancia de Fernando y de Adrián cabalgan ambos hacia un mismo punto, y es el de la iniciación sexual, un tema que también marca la novela Un beso de Dick. Para Adrián, siendo un niño de unos siete años, el descubrimiento llega de mala manera, a escondidas y por la fuerza: “Adrián no tuvo la aventura de descifrar el acertijo. Muy al contrario de la plácida sorpresa que se siente cuando un amigo nos lo cuenta, Iván le había revelado aquel día en su propio cuerpo, sin desearlo, el punto más oculto del secreto. Le había dado la respuesta mucho antes de que, simplemente viviendo, a él se le hubiera aparecido la pregunta”.

Para Fernando el descubrimiento va llegando por oleadas, la más importante siendo una escena bastante menor de la novela Oliver Twist en la que el protagonista y un niño llamado Dick se dan un beso. “Supongo que nadie recordará esa escena. Al menos, no como la recuerdo yo”, escribe. “Supongo que si alguien la leyó, sólo habrá visto a dos niños diciéndose adiós; Oliver porque se iba a Londres, Dick porque se iba a morir, y lo sabía. Yo vi otra cosa: dos niños que se besaban; dos niños que se querían”. Luego remata el episodio diciendo: “Y toda la vida me quedé pensando en lo lindo que sería poder uno escribir alguna historia, en la que dos niños se amaran de verdad. Y uno de ellos recordara a Dick”.

La novela Un beso de Dick es un primer intento de contar justamente esa historia desde el punto de vista de Felipe, un estudiante de dieciséis años que se enamora de un compañero de colegio llamado Leonardo. Felipe recuerda a Hugo, su amigo muerto, aunque ese recuerdo es extraño y realmente no es transcendente en el relato, es más bien como un memento para Diego dejado adentro de la novela. Esa novela, según afirma David Jiménez Panesso, profesor, mentor y amigo de Molano “era un idilio”. En cambio, Vista desde una acera “tiene mucho infierno”.

De nuevo Molano vuelve a hacer el intento de contar la historia del niño que recuerda a Dick. Es su última oportunidad. En este caso ya no es solo Dick el que se está muriendo. Adentro de la novela es 1988 y Adrián se está muriendo. En la vida, es 1997 y Fernando también se está muriendo. Diez años separan sus muertes, pero en la novela otra vez sus vidas se juntan y a lo mejor hasta se intercambian, se reflejan. Posiblemente, el sufrimiento físico, la discriminación y el problema de estar enfermo —y encima de eso no tener un peso — que sufren Fernando y Adrián en la novela es quizá también reflejo de las agonías que Molano estaba viviendo en su presente. Cuenta Israel Niño, amigo que acompañó a Molano en su enfermedad y a quien está dedicada Vista desde una acera (además de David Jiménez, Carmen y la mamá del autor): “El día nueve de abril del año 1998 lo había visitado y lo encontré con el color de la muerte en la cara, ya casi no hablaba. Junto con Carmen Gómez, amiga cercana del autor, y su hermano Jorge, nos rotábamos en las visitas. El día 10 de abril a las ocho de la mañana me encontré con Jorge y nos enteramos que había fallecido en la madrugada”.

Texto y vida son inseparables. La vida se contiene dentro del texto, para así verla y entenderla. ¿Acaso un texto así puede serle útil alguien más, como si fuera una moraleja? Esa pregunta atraviesa toda la novela y quizá refleja el escepticismo de Molano con respecto a la escritura al borde de la muerte. En una extensa reseña de la novela, José Agustín Jaramillo cita a David Jiménez, quien dice: “A veces la enfermedad se agudizaba y pasaba mucho tiempo hospitalizado. Había momentos en que se cuestionaba: ‘¿Para qué? ¿Para qué escribir?’ Pero también tenía subidas de ánimo y sentía que hacerlo le daba un sentido al tiempo que le quedaba”, recuerda David Jiménez, quien fue una presencia cercanatambién cercano al autor en esta época. “Él veía la escritura como un remedio personal. No como una tabla de salvación, pero sí como la tabla de la que se sostiene un náufrago mientras se ahoga”.

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Hasta acá, lo que tenemos es un caso de escritura autobiográfica, una memoria novelada con pasajes metaficcionales que llaman la atención sobre el texto y la escritura, y una voz narrativa que constantemente apela al lector como si fuera un amigo que escucha y acompaña. Pero luego la realidad y el azar (o la providencia) se encargaron de completar la obra, incluso de permitirle su existencia, añadiéndole una capa de significado difícil de categorizar. Resulta que tras la muerte de Molano el manuscrito de la novela simplemente desapareció.

Primer misterio: ¿Cómo desaparece algo que todos saben que existe? En una entrevista, Jorge Alberto Molano afirma que en sus últimos años de vida su hermano escribía permanentemente: “Uno entraba al cuarto y era una nube de humo y Fernando se la pasaba escribiendo en su máquina. Leía, releía, cambiaba y cuando salía de la casa yo me metía a su cuarto para ver qué era lo que estaba escribiendo”. Por la naturaleza de su amistad, muy posiblemente David Jiménez también sabía que Molano estaba escribiendo una novela, justamente la novela para la cual había recibido una beca de Colcultura en 1995 y que en 1997 efectivamente Molano entrega a la institución. Luego, después de muerto Molano, Héctor Abad Faciolince, quien también guardaba una relación con el escritor, escribe su obituario en El Malpensante (edición mayo-junio de 1998) en donde hace explícita la existencia de esta novela que ya estaba titulada como “Vista desde una acera”. Afirma que él ya había leído fragmentos de este “testamento vital y literario de un escritor excepcional”, e incluso recalca que el texto estaba inédito. En el año 2000, Proyecto Editorial produce la primera edición comercial de Un beso de Dick. Santiago Tobón, entonces editor de Proyecto Editorial, recuerda vagamente haber discutido sobre el destino de Vista desde una acera con Jorge Alberto Molano. Vagamente recuerda un computador con clave y los infructuosos intentos por rescatar sus contenidos.

Siguiente misterio: en la sala Raros y Manuscritos de la Biblioteca Luis Ángel Arango reposa un manuscrito del poemario Todas mis cosas en tus bolsillos, publicado por la Univerisdad de Antioquia en 1997. Este es un texto fotocopiado de un original escrito a máquina, empastado con una tapa de cartón duro, se titula “Para Diego” y está firmado en tinta negra por Fernando Molano. Según Pedro Adrián Zuluaga otras copias similarmente empastadas por el mismo Molano también llegaron a manos de Héctor Abad Faciolince, Carlos José Restrepo y un primo de Molano. Este manuscrito ingresó por donación a la biblioteca y aparece catalogado el 4 de junio de 1997. O sea, es posible suponer (como lo hacen Pedro Adrián Zuluaga y Jose Agustín Jaramillo) que fuera el mismo Molano quien hizo esta donación, si bien en la Luis Ángel Arango no hay registro de ella. La donación denota, como es lógico, un deseo de posteridad, o de agradecimiento al lugar que lo acogió por tantos años. Pero esta donación también llama la atención sobre el hecho de que el manuscrito de Vista desde una acera no ingresó a la biblioteca en esa donación, ni en otra ordenada por Molano, sino mucho tiempo después.

Tercer misterio: En el año 2004, un acucioso funcionario del Ministerio de Cultura (que antes era Colcultura) hace la tarea de entregar en depósito a la Biblioteca Luis Ángel Arango el manuscrito, junto con otros tantos provenientes de las becas otorgadas por esa institución. Es así como el 4 de noviembre de 2004, ese texto compuesto por 341 páginas escritas ordenadamente en un procesador de texto, argolladas en un comienzo y luego empastadas en 2013 para garantizar la integridad del material, ingresa a Raros y Manuscritos. Valga aclarar que el texto que Molano entrega a Colcultura y que reposa en la biblioteca es el que hoy estamos leyendo. No es un texto inacabado ni incompleto, como afirman algunos en sus reseñas. Sí se realizaron correcciones, pero son pequeños ajustes orto-tipográficos como se puede ver al cotejar el manuscrito con el texto publicado. La planeada circularidad del la novela así como el cuidado en el manejo del lenguaje muestran que esto que estamos leyendo no es una cosa hecha a la ligera para cumplir un requisito, ni termina en punta, ni fue acabada por alguien más.

El punto es que al ingresar a las colecciones, el manuscrito ingresa al catálogo público de la biblioteca. Lo que quiere decir que desde 2004 hasta su “descubrimiento” el libro estaba oculto a plena luz del día. El manuscrito estaba catalogado. Estaba público, visible e inédito, a la orden de cualquiera que tipeara la combinación “Fernando Molano Vargas” en el opac, y este le contestara que sí, que además de unas cuantas ediciones de Un beso de Dick y de Todas mis cosas en tus bolsillos también estaba uno llamado “Vista desde una acera”, sin fecha de publicación ni editorial. De modo que así sería encontrado, ¡casi diez años después de su muerte!, por una amiga de Molano, que quién sabe qué andaba buscando, cuando se topó con ese registro. El tema del hallazgo también ocupa un lugar en el mito y se lo disputan dos personas. Una dice que lo encontró en 2007, y otra que en 2010.

Así que desde el 2004 Molano pernoctó en Raros y Manuscritos (¿acaso hay una mejor bóveda para un escritor queer?), adentro de su biblioteca favorita (“no puedo decir nada de ese lugar: necesitaría una oda hermosa, y no sabría cómo escribirla”), el lugar donde le sobreviene la epifanía que definiría su vida y su obra. Allá estaría maravillado, casi sorprendido, de habitar en ese archivo vivo, haciendo amigos con tesoros olvidados (como él mismo) y con otros documentos serios, muy acartonados ellos relatando importantes hechos históricos, esperando el momento en que le llegara su turno, cuando alguien ingresara reverencialmente a aquella sala silenciosa como una capilla y solo bajo expresa autorización oficial llegara a buscarlo a él, y consumar el milagro.

Y allá fueron a verlo, a Molano. No a la novela de Molano sino a él, su vida y la de Adrián o Diego resguardadas adentro de ese texto, encerradas mágicamente adentro de esa estructura circular que los protege de la muerte. Puedo imaginar a Jiménez, con sus guantes de látex, en el silencio de esa sala, leyendo ese texto, dedicado a él, en una sentada. Como un cuerpo revivido. Como una señal de… ¿qué? A lo mejor de esto que escribió el mismo Jiménez en el prólogo a la primera edición de Vista desde una acera: Fernando “mantuvo la fe viva en ciertas utopías cuyo cumplimiento, indefinidamente aplazado, él interpretó como una razón para seguir en pie y como una obstinación contra los malos tiempos”.

El descubrimiento y publicación póstuma de esta novela cambió por completo la estima de Fernando Molano en el público colombiano. Un beso de Dick siempre se ha descrito como una novela de “culto”, o sea, una cosa que leen unos pocos, en versiones fotocopiadas, digamos que casi que clandestinamente. Es una novela de amor adolescente y de iniciación. Es un bildunsgroman, pero es también una ocurrencia bastante particular en la literatura colombiana donde se hablaba del amor entre hombres y de la libertad sexual en la voz cándida de un adolescente de 16 años. Dick es una novela que suena. En ella, el diálogo es permanente: son voces de niños que hablan y hablando descubren sus sentimientos. Cuando no hay diálogo, entonces lo que escuchamos muy de cerca, como si fuera un confidente, es a Felipe, que se habla, se pregunta, se responde, mira desbocado el mundo y aprende de su desbocado cuerpo que la felicidad y la injusticia habitan en la misma cuadra. Hasta ahí, junto con los poemas, la obra de Molano podía seguir siendo circunscrita al cajón de la “literatura gay” y quedarse allí como un pequeño fogonazo que se recuerda con cariño. Según atestiguan algunos lectores, Todas mis cosas en tus bolsillos circulaba también en versiones fanzineras pues la primera edición no era fácil de conseguir.Además, la portada parecía poner al libro en el lugar de la poesía erótica cuando es mucho más que eso.

Pero aparece Vista desde una acera y Molano cambia. Crece. En esta casi novela casi memoria pesa más la prosa descriptiva que el diálogo, y en ella vemos a un escritor dueño de su voz, capaz de entretejer toda la complejidad de la vida pública del país con una historia de amor juvenil que ocurre en universidades públicas y barrios populares de la ciudad. Quisiera hablar de cómo Molano construye la figura de su padre con quien pareciera tener una última reconciliación; quisiera llamar la atención sobre la relación entre religión, autoridad y familia; o mostrarles una a una las frases y descripciones maravillosas que subrayé en mi ejemplar como evidencia del uso que Molano le da al lenguaje. Pero ya va siendo hora de que comiencen ustedes a leer la novela, y solo me resta decir que este libro también me gusta porque me pone a pensar en la utilidad de la literatura. La pregunta aparece una y otra vez, no en vano supongo, ya que la vida de Molano parece estar rodeada de preocupaciones más pragmáticas y urgentes que las del arte. A lo mejor, este es un libro que misteriosamente responde a esa incógnita.