Horacio Reyes March publicó Vestigios de lucidez en el 84, cuando arreciaban a su alrededor y en todo el país prácticas abusivas de variada índole. La publicó con Víctor Pla, dueño de una editorial muy prestigiosa hasta un par de años antes, con la cual habíamos colaborado unos cuantos en esa época de bonanza y volví a colaborar el 84, ya en su fase de decadencia, para remendar la novela del propio Reyes March.
Su obra venía precedida de una docena de títulos que había ido perpetrando desde su época universitaria, con escaso éxito de crítica aunque no de público: lo denostaban los profesores universitarios en los medios de comunicación («estilísticamente vacuo», fue lo menos que le dijeron a fines de los setenta) y lo adquirían personas de gusto heterogéneo en los supermercados. Apelaba al titular sus novelas a cierto primitivismo sintáctico que le era propio y a las emociones fáciles, que calaban hondo en alguna gente, y con «alguna gente» quiero decir, sin excluir a nadie, desde el rabioso militante de una organización ciudadana contraria al aborto hasta un miembro desprevenido de la masonería. Gente que entraba por casualidad en alguna librería y se dejaba persuadir por el dependiente con títulos varios de Reyes March, como Llévame a visitar contigo la luz, o Triste sombra al amanecer, dos novelitas que había editado con escaso pudor el mismo año, allá por el 76. Dos títulos en que él mismo insistió con dientes y uñas, según se rumoreaba, y que evidenciaban su propia ligereza en el tratamiento de sus textos. Del primero solo cabe señalar que «la luz» no es algo que uno pueda «visitar» en un sentido estricto, con la avidez compulsiva que ese título pérfido sugiere. Del segundo, valga decir que las sombras inciden, de preferencia, al atardecer sobre las paredes y que, en todo caso, es a esa hora agónica y no al amanecer que se tornan quizás «tristes», en el caso poco probable de que ello suceda.
Los detalles sobran a estas alturas y quizás traicionen mi rechazo oculto a Reyes March, de quien fui su corrector de estilo, amigo coyuntural —que no es un amigo de veras o perdurable— y asesor gratuito. No de los mamarrachos incontables que dio a la imprenta antes del 84, sino de Vestigios de lucidez, su obra capital, publicada ese mismo año, la que lo lanzó a la fama y le brindó, cuando bordeaba la cincuentena, el ansiado reconocimiento internacional. Fue su época de mayor gloria, el 84, gloria que perduró unos pocos años y luego se le escurrió de las manos.
No quiero alardear aquí de lo que no lo amerita, tan solo referir el derrotero sorprendente de Vestigios, obra que en su discurrir exitoso por las librerías y sus varias traducciones, cada una más arbitraria que la otra, le cambió la vida a Reyes March, nos la cambió a todos, y referir a la par una verdad que a muchos les pasó inadvertida o se redujo a simple rumor, como una cerilla que resplandece y nos ciega durante apenas un segundo en la noche; como un perro que, con la tristeza inesperada de su expresión y su cabeza ladeada, nos señala algo recóndito en nosotros mismos. Lo diré en pocas palabras, con una frase breve pero sustantiva: Horacio Reyes March es un fraude. Horacio Reyes March c’est moi.
Yo mismo contribuí al engaño y a armar el fraude. Recibía órdenes y las cumplí a rajatabla, sin mucha convicción pero con eficacia, a diferencia de Eichman en su despacho, que lo hizo, él sí, con eficacia y con sus convicciones miserables a cuestas.
He dicho que trabajé para Ediciones Pla antes de publicarse Vestigios de lucidez, un par de años antes. Buen amigo de Víctor hasta hoy, él mismo me había sugerido por entonces, el 82, que trabajara con ellos o cooperara en forma independiente con su sello y sus proyectos. Yo era todavía muy joven y, más que joven, atolondrado, un rasgo que al propio Víctor le parecía de provecho.
—Quiero un editor joven y atolondrado, como tú —me explicó entonces—. La gente atolondrada es casi siempre ambiciosa.
Durante un año anduvo todo bien. Hice la corrección, entre otros, de Jorge Santoro con su historia espléndida de un individuo que buscaba oro al fondo de su jardín, y de Aldo Correa con sus Páginas del desamor, que estuvo a un paso de matarme toda ilusión superviviente en el progreso de la humanidad, pero el libro se vendió bien y a nadie le importó mucho si era buena o mala literatura. Mucho menos a Víctor Pla, que suspiró aliviado y pudo enfrentarse con dignidad a sus acreedores durante un año.
Al cabo de ese último éxito, resolví alejarme de las labores de corrección y entré al negocio pesquero con un cuñado que acababa de embarcarse en la exportación de salmones. Había, creo, un paralelismo interesante entre mi oficio previo de corrector de estilo y la supervisión sesuda de las labores de empaque en la salmonera. Excepto por la fragancia a pescado que ahora me circundaba, no había más desventajas en un destino nítidamente empresarial, pendiente de los salmones (los cuales desfilaban con sus pupilas eternamente abiertas frente a mí), que en aligerar una mala novela de sus ripios y cacofonías para los editores.
Un corrector de estilo cobra importancia por omisión, precisamente porque permanece oculto a los ojos de los demás, sin pretensiones de figuración, ni siquiera de riqueza. Es relevante a su modo, en una parcela ínfima de la realidad: como un factor innombrable o un jorobado que la editorial mantiene en las sombras para extraerlo cada tanto de su covacha y exigirle que embellezca, desde su condición innombrable, los textos a él sometidos, novelas esencialmente mal escritas o irreparables que el jorobado ha de reparar como sea.
El éxito alcanzado por Aldo Correa acrecentó, sotto voce, mi prestigio de corrector. Sus más fervientes partidarios dijeron de mis retoques a su estilo que contribuían a «perfeccionar una novela que ya era perfecta»; uno de sus adversarios —hablando por todos sus rivales— señaló que «su corrector ha reescrito y transformado en mínima literatura el mamarracho original» (era difícil saber si lo de «mínima literatura» quería decir literatura mínima o bien un mínimo de literatura). En ambos casos, el mérito me fue atribuido, aunque no me enorgullecí de ello.
Quizás porque no me enorgullecía de nada, resolví fugarme en última instancia al rubro de los salmones. Poco después —por una coincidencia extraña— decayó el negocio editorial y se esfumó la bonanza de Ediciones Pla, cuyas cifras de venta decrecieron en forma abrumadora. Los autores publicados hasta allí comenzaron a ser denostados en la prensa y la gente empezó a desconfiar de lo que Víctor Pla publicaba. Luego vinieron las murmuraciones en torno al propio Víctor, y que andaba en una mala racha, decían (lo andaba, de hecho), con problemas de próstata (los tenía, aunque eran los de siempre), enamorado además de una veinteañera, que lo había persuadido de crear una colección de poesía. La colección había vendido, de hecho, ciento treinta y siete libros en total de los cuatro autores publicados, y la veinteañera terminó por abandonar a Víctor en brazos del último de ellos. Ediciones Pla se sostenía ahora apenas con el impulso decreciente de su antiguo prestigio y el que le había imprimido años antes el propio Víctor, pero las cuentas de la empresa no andaban y todo el mundo auguraba su cierre para antes de fin de año. Como mucho, para la Navidad, esa del 84.
Entonces irrumpió en el horizonte Reyes March con una copia aparentemente definitiva de Vestigios de lucidez bajo el brazo. Víctor quedó intrigado. En su defectuosa carrera literaria, con la pesada carga de su propia mediocridad a cuestas, Reyes March podía permitirse igual una mejor opción editorial que el cetáceo varado en la playa en que se había convertido para entonces Ediciones Pla.
—¿Y por qué editarla con nosotros? —preguntó Víctor—. Quiero decir, por mí encantado, pero... somos una editorial tan reducida a estas alturas, ¿no?
Reyes March guardó silencio, meditando lo que iba a decir.
—Quiero que la corrección de estilo la haga Suárez —dijo en tono cortante.
Suárez era yo, el jorobado huido poco tiempo antes a las salmoneras. La condición de Reyes March para entregar su última joya a Ediciones Pla era que volviera yo, transitoriamente, a echarles una mano con la sintaxis. Ante los ruegos de Víctor, merced a nuestra amistad y nuestra vieja colaboración, acepté. Y Reyes March firmó con Ediciones Pla.
Una frase, un párrafo, cambiaron la historia literaria de nuestros tiempos, si cabe tanto dramatismo, si me es permitida también a mí una hipérbole desvergonzada al estilo de las de Reyes March, quien de la noche a la mañana se convirtió en la celebridad mundial que anhelaba llegar a ser y vendió ejemplares de Vestigios a granel, por docenas, en nuestro país y los demás.
La novela era algo menos insulsa que sus obras precedentes, aunque no menos rudimentaria. Insistía, con un envoltorio de contemporaneidad, en algún episodio menor de nuestra historia patria. Hablaba de un capitán de infantería en la campaña del desierto que quedaba aislado cerca de un oasis con sus hombres, esperaba y desesperaba allí varios días, semanas enteras, aguardando los refuerzos que no llegaban, las órdenes que no habían sido emitidas, al adversario que jamás se resolvía a atacar. Un día, harto de espejismos y de la indiferencia circundante, acudía a la recámara de su subordinado inmediato, le apuntaba a la cabeza con su arma y apretaba el gatillo, pronunciando luego una frase que irrumpía con donaire en sus labios, cuando ya los sesos del subordinado decoraban las paredes de la recámara: «Mueres para evitarme la ignominia: para que no se diga que soy un cobarde. Mueres para probarme a mí y al mundo que soy capaz de matarte...». La noche caía entonces sobre el fuerte y el adversario despuntaba con antorchas en el horizonte de arena, avanzando lentamente hacia el bastión con las bayonetas caladas. Un cañón hacía fuego en la oscuridad abriendo el primer boquete en los muros defendidos por el capitán y sus hombres, la batalla daba comienzo, la novela concluía en plena batalla sin revelarnos sus resultados.
Puedo reproducir ahora de memoria la frase aquélla y el final estremecedor, esa evocación grandiosa del adversario avanzando hacia el fuerte, como los tártaros milenarios surgiendo de la noche, viniendo hasta allí con su estampa espectral. Había auténtica epopeya en esas páginas finales de Vestigios de lucidez. Páginas que la crítica local atribuyó sorprendida a «un saludable giro hacia la metafísica en las preocupaciones habitualmente banales de Reyes March». Fue el inicio de su gloria, el paso inaugural a la consagración. Por una frase —en boca de su protagonista— que no estaba en el original y un final en la noche desértica que tampoco era obra suya. Una frase y un final postizos, que en curiosa improvisación de jorobado, en inexplicable arrebato de narcisismo, añadí yo mismo al manuscrito original. ¡Yo, y no Reyes March!
Comprendí lo que estaba ocurriendo al tiempo de consagrada la obra en la prensa local y luego en Argentina, en los tabloides regionales. Y más tarde en Europa, al cabo de pocos meses de aparecida la edición española. Lo corroboré —el éxito ese, tan vertiginoso— en ciertos excesos y florituras de la crítica ibérica, cuando se habló de la novela. Acabé de asimilar el hecho con pavor al darme cuenta de que todas esas aportaciones críticas sin ningún sentido de la mesura hacían mención de las dos únicas cosas que no estaban originalmente en la novela: la frase pronunciada por el oficial tras dispararle a su subordinado, y el final de la historia, con el enemigo avanzando en la noche. Vale decir, mi frase, mi final.
Torres Querejeta habló en Babelia de «ese parlamento decisivo, abrumador, que nos redime en algún sentido a todos, de todas y cada una de nuestras claudicaciones y desesperanzas, de nuestra cobardía infinitesimal». Raúl Ferrada, el pope de la crítica ibérica, resituó a Reyes March junto a Sartre y Camus, y creyó advertir en el gesto último del oficial, en su frase grandiosa, «la dignidad asombrosa, inmotivada, del inmortal Meursault, el héroe de Camus en las playas de Argel, gatillando su arma contra el árabe, ¡solo porque hacía calor! Esta de ahora es una novela igualmente asombrosa y más todavía la frase con que el oficial justifica su temida resolución. Un logro total, irrefutable por donde se lo mire». Silva Ezquerra dijo en ABC que la novela estaba «llena de esa luz que asoma de la pura tiniebla, de tanto fisurar, con la delicadeza con que lo ha hecho su autor, en las profundidades siempre insondables del espíritu humano. Esa frase del oficial, abandonado a su impulso homicida, vale desde ya por toda la novela. Aunque nada perdure al final de su autor, esa frase quedará impresa en la memoria atribulada de nuestro tiempo».
Como un corolario a tantos elogios, Reyes March se compró un departamento en algún sector pudiente de la capital, comenzó a frecuentar las embajadas y recepciones oficiales, y dio a conocer sorprendentes contratos con editoriales francesas y traducciones al alemán.
Hubiera aplaudido gustoso ante el entusiasmo provocado por sus Vestigios. La envidia, una pasión tan universalmente difundida, no me había impedido disfrutar en ocasiones precedentes del éxito parasitario que Jorge Santoro, Aldo Correa y otros autores consiguieron con mi aporte estilístico desde la oscuridad. Es el destino último del jorobado, antes de ir otra vez a refugiarse de las miradas ajenas en su escondrijo bajo las escalinatas. Podía tolerar sin más el novedoso caudal de elogios que la prensa española y local había derramado sobre Vestigios y sobre el ahora sonriente Reyes March, pero en esta ocasión no me fue posible.
Esta vez se trataba, en la práctica, de una auténtica suplantación, propiciada por mí. De una impostura intolerable. Víctor Pla ya me lo había advertido alguna vez, tiempo antes, previniéndome contra la tendencia malsana —y narcisista— a «fagocitar» al autor sometido a corrección: a vapulearlo inmerecidamente contra las cuerdas, a dejarlo al final sin nada o con muy poco de su estilo original, cuando lo había. Recordé, a modo de ejemplo, a «un individuo pálido y demacrado» que en la última novela de Magda López me había parecido un lugar común y que acabé transformando en lo contrario, en «un tipo sanguíneo y rozagante», solo porque me sonaba mejor. Magda aceptó el cambio sin chistar, dando por sentada alguna sinonimia extraña entre la palidez y el tipo rozagante, con Magda nunca se sabe.
Esta vez, con Reyes March y sus Vestigios, el auténticamente fagocitado fui yo y hasta intenté, para devolver las cosas a su sitio, una campaña subrepticia de rumores, hablándole a quien quisiera oírme de mi intervención «flagrante», «alevosa», en el manuscrito original. El remedio fue incluso peor que la enfermedad: la idea «absurda» de que no fuera el propio Reyes March el autor de ciertas frases claves de su novela provocó en todo el mundo una incertidumbre difícil de tolerar. No les interesaba averiguar si el parlamento del oficial era verdaderamente suyo: necesitaban que lo fuera. Cualquier aclaración que pretendiera enturbiar la hora de gloria del propio Reyes March les parecía una mezquindad y una opción rapiñesca, ajena al más elemental profesionalismo de un corrector de estilo, que debía guardar siempre un discreto silencio. Así, pues, no cabía insistir en el rumor y la aclaración. Preferí no abrir la boca nuevamente, dejar que cada cual disfrutara de esa resonancia efímera de Reyes March, de ese clamor sin consecuencias.
Me equivocaba una vez más. Su éxito fue todo menos efímero, y sus consecuencias insospechadas. En los dos años siguientes, asistí a ellas y a sus matices por decir lo menos curiosos.
La traducción al inglés y otras, y las muchas variantes improvisadas sobre su texto, contribuyeron no poco a diversificar su imagen y su fama en el mundo, a veces para mal. En la lengua de Shakespeare, el resultado se alejó en forma significativa del original en español. El libro apareció en los Estados Unidos a finales del 85, en la traducción curiosa de Nelson Carey, que confirió un tono sorprendentemente liviano a la historia en sí, al batallón en medio del desierto, al oficial a cargo, a la amenaza del adversario en la noche. Los adverbios, redistribuidos al modo de Carey, trastocaron el temperamento firme del capitán, y en la versión inglesa se volvió un tipo histriónico, desaforado en sus órdenes, caprichoso y vulgar en sus aspiraciones de gloria. Cualidad que alcanzaba su clímax en la escena en que disparaba a la cabeza de su subordinado y pronunciaba su (mi) frase célebre. Carey era un traductor probado, eximio, y se desligaba a su antojo del original cuando lo creía necesario por cuestiones fonéticas, imponiendo al autor sus preferencias de estilo, incluso de contenido. En el caso particular del capitán en el desierto, consideró que el tiro a la cabeza del sargento era un exceso (un exceso de masa encefálica que limpiar en la pared, de partida) y puso al capitán disparándole al corazón, que era una modalidad algo más higiénica. La frase en sí también cambió. Donde el capitán decía textualmente «para que no se diga que soy un cobarde», Carey estimó que era más sugestivo poner «para que nadie sepa que soy un cobarde». Una sutileza que para los lectores de habla inglesa transformó al protagonista de la novela en un cobarde irremediable.
Y hubo aún algunos avatares adicionales. William Harris, catedrático de la Universidad de Penn, en Filadelfia, la sumó a un estudio de su autoría que analizaba el influjo de Wittgenstein en la narrativa contemporánea. El eje de su argumentación orbitaba en torno a la frase del capitán en el desierto. «Mueres para evitarme la ignominia: para que no se diga que soy un cobarde...» El pistoletazo al cráneo del subordinado no le interesaba mayormente al profesor Harris, tan solo la frase, mi frase, que encarnaba —según él— la tesis primordial de Wittgenstein («Los límites de mi mundo son los de mi lenguaje») en un gesto único, literariamente sin precedentes. Su conclusión era inobjetable, aunque a la vez delirante: Reyes March era, solo por esa frase y el final de su novela, el único autor de envergadura en la narrativa de la segunda mitad de este siglo.
Nadie lo refutó verdaderamente o se atrevió a hacerlo. Matizaciones llegadas de otras universidades coincidieron en esencia con su apreciación de Reyes March, «talento oculto en los márgenes del mundo editorial», como lo caracterizó entonces un profesor emérito del Balliol College de Oxford, «cuya obra singular, recién traducida al inglés, comienza a sernos revelada por la gracia de Dios».
No se me había ocurrido pensar que también Dios pudiera estar tras el caso, atento al devenir de la novela. Días después descubrí que era probablemente así, cuando otro académico de renombre, el profesor Díaz Cuñat de la Universidad de Salamanca, lanzó por primera vez la posibilidad de que se postulara a Reyes March al Nobel. Y citaba, para apoyar su propuesta, un único párrafo de Vestigios: el momento en que el capitán disparaba a la cabeza de su subordinado, y su frase inmortal.
Reyes March se pronunció con alguna tardanza ante el vendaval de elogios, en un foro al que fue convocado en Nueva York para hablar frente a un auditorio multitudinario de las nuevas tendencias en la narrativa finisecular. Se lo vio, ya entonces, taciturno. Nadie logró determinar si era a causa de lo que bullía en su interior o de lo muy poco que, en ocasiones, bullía. Conceptualmente, su intervención no fue gran cosa: habló de su niñez en el campo, de sus preferencias culinarias y del método que empleaba al trabajar. Eso y poco más.
Cuando volvió de los EE.UU., me lo topé por azar en las oficinas de Víctor, donde habíamos ido ambos a cobrar antiguos pagos. Me pareció más desgreñado que otras veces, desaseado incluso, con algún botón de menos en la chaqueta arrugada. Hasta olía mal.
—¿Cómo va todo? —le pregunté.
—Ahí —contestó vagamente.
—Ajá —ratifiqué con igual vaguedad. Y añadí con un dejo de ironía—: Suma y sigue, ¿no?
—Sigue más que suma —me corrigió. Y no dijo nada más.
—¿O sea que no estás conforme? —busqué precisar.
—¿Con qué?
—¡Con lo que viene ocurriendo desde hace un año, hombre por Dios! Con tanta gente, y gente tan seria, interesada en tu obra —reconsideré brevemente lo que iba a decir—: O en determinados fragmentos de Vestigios.
—Sí, bueno —dijo, en lo que me pareció una actitud de fingido desdén—. Muy conforme, sí.
A pesar de ese aire displicente, su gloria era total, irreversible, y el homicidio del capitán en el desierto un gesto inmortal, parecido al monólogo de Hamlet ante la fosa. Los estudiosos y sus ahora miles de lectores en todo el mundo buscaban preservar todo ello en la memoria, atesorarlo por los siglos de los siglos. Los cambios hechos por Carey en la traducción al inglés abrieron la puerta a otras posibilidades notables, que leí o me hice leer con sumo interés. La traducción al alemán, por ejemplo, devolvió la bala disparada por el capitán a su trayectoria original y la pared del despacho volvió a llenarse con los sesos del sargento. En esa versión en particular, a cargo del obsesivo Otto Angerstein y publicada por Suhrkamp, a la frase inicial de «Mueres para evitarme la ignominia...», el traductor le añadió cinco palabrejas extraídas de su propia cosecha: «Mueres para evitarme la ignominia de seguir ligado a ti...». A raíz de lo cual, el público de habla germana en su totalidad entendió Vestigios de lucidez como una historia de amor homosexual en el fuerte, en medio del desierto. Algo por lo demás entendible, con tanto como se había demorado el adversario en atacarlos.
Reyes March confirmó entonces su tendencia elusiva de los últimos meses: no hizo aclaraciones a ningún medio, aunque solo fuera para rectificar los desatinos de la traducción alemana. No se hizo ni una foto más y no volvió a aparecer en ningún acontecimiento público durante meses.
En su versión danesa, la traducción siguió parasitariamente a la de Nelson Carey, aunque con variantes: la bala se alojó en este caso en el pulmón izquierdo del sargento, lo que dio tiempo al capitán a pronunciar la frase («Mueres para evitarme la ignominia...») arrodillado junto al herido, al borde de las lágrimas. La versión portuguesa, a cargo de un traductor desconocido pero muy firme en sus concepciones, jugaba con nuevas ambigüedades: al final, el adversario irrumpía en el horizonte con antorchas y venía ahora a caballo, lentamente, como en esas exhibiciones ecuestres en las que ponen al caballo a dar saltitos de costado, quién sabe para qué. La edición italiana insistía curiosamente en los momentos gastronómicos dentro de la novela. Ivana Salucci, la traductora asignada al caso, pobló el texto y la historia de sus propios adjetivos y de condimentos que no estaban en la versión española. Extrañamente consecuente con esta opción oral, en la escena del crimen el capitán ponía la pistola en la boca del sargento y le descerrajaba el tiro por allí, lo que volvió a impregnar las paredes con su masa encefálica. La traducción al ruso la hizo el viejo Yurov, que andaba ya bastante mal de la cabeza y no veía demasiado bien; había hecho en su juventud un estudio a fondo de Los hermanos Karamazov, y los parlamentos del capitán se le llenaron de alusiones a un Dios implacable, indiferente, que parecía en extremo desatento a la situación de su rebaño, para el caso la guarnición en medio del desierto. La traducción nipona jugó con alguna afinidad oculta entre Vestigios y la noción del héroe que propugnaba el febril Mishima, a raíz de lo cual —en un arrebato desde luego excesivo del traductor— el capitán eliminaba a su subordinado con un sable. Ya no hubo más sesos en la pared, apenas la cabeza del sargento rodando por el suelo.
Reyes March se volvió a cada momento más relevante, pero a la vez inaccesible, cada vez más consciente de su propia grandeza. Al principio acudió a uno o dos foros internacionales, aceptó las invitaciones que se le hicieron y obtuvo fondos de entidades privadas para completar una nueva novela —que inició efectivamente pero nunca acabó— y anticipos editoriales cuantiosos.
En cierta ocasión en que fue a cobrar sus derechos de autor a Ediciones Pla, coincidí nuevamente con él. Me pareció esta vez más menudo que antes, como si el éxito progresivo lo hubiera jibarizado de algún modo. Estaba a la vez más triste y más descuidado que la vez anterior, con la misma fragancia de antes, quizás duplicada.
—¿Qué tal, cómo va? —dije repitiéndome.
—Ahí —replicó él.
—¿Bien?
—Supongo.
—¿Hay más traducciones de Vestigios?
—Alguna más habrá.
Ya no supe qué más decir. Parecía tan ajeno a su fama que consiguió desarmarme. Había elaborado perfectamente su impostura, ese aire de indiferencia, y sabía sostenerla en forma inquebrantable. Eso logró crisparme, aun cuando me llenó, al mismo tiempo, de una secreta admiración.
Luego de eso ya no volví a topármelo. Él se tornó más y más silencioso, ajeno a los comentarios y la maledicencia de sus colegas. Alguien dijo que no andaba bien de salud, que estaba en «tratamiento», que lo habían operado de algo, cualquier cosa, no una sino tres veces.
No lo vi en años, varios años. Tan solo me encontraba de vez en cuando con alguna de sus fotos, que antes adornaban las entrevistas y ahora aparecían en los crucigramas. En extraña provocación al orden y la evolución natural de las cosas, se lo veía en ellas cada vez más joven (porque eran fotos antiguas), cada vez más diferente al espantapájaros en que tendía a convertirse. Eran fotos en las poses reflexivas o apesadumbradas que adoptaba en épocas pasadas; con la mirada fija en el objetivo de la cámara o extraviada en el horizonte; con una casaca y un jockey, como Lenin; con un impermeable al estilo de Camus; con un puente y un río de fondo o un cigarrillo apagado entre los labios.
En alguna entrevista de última hora —la última que dio— se hacía eco de su grandeza como autor, pero sin aspavientos, con la debida modestia. Hasta pidió que el mundo lo olvidara. «Ojalá pudiera volver a la nada de la que han surgido mis personajes», declaraba.
Entendí lo de «la nada» como un velado homenaje a sus varios correctores de estilo y a mí en particular, aun cuando hubiera preferido que mencionara mi nombre completo.
No pasó mucho tiempo antes de que el mundo resolviera darle en el gusto y comenzara efectivamente a olvidarlo. No le fue conferido el Nobel, como quería el profesor Díaz Cuñat, pero Víctor Pla y sus nuevos editores se encargaron de que nadie se olvidara jamás de la propuesta y la recordaban invariablemente en las solapas de sus sucesivas reediciones con frases como «candidato permanente al Nobel de literatura...». Luego escasearon las reediciones, raleó el entusiasmo del público, cesaron de manera definitiva las entrevistas y Reyes March desapareció del mapa. Pero no de todo el mapa: se fue —según decían— a Canadá por algún tiempo (enamorado de una alumna que hacía su tesis de doctorado en Vestigios de lucidez) y de ahí a Italia. Más tarde, a un destino que nadie consiguió ya precisar, ni siquiera Víctor Pla.
Cada hombre vuelve sobre sus pasos cuando lo considera preciso, cuando ha decrecido al fin la marea que lo envolvía o esperaba para asfixiarlo. Vuelve para ser el que estaba destinado a ser originalmente, a asumir un derrotero prefijado, una vocación anónima y pedestre, un sueño de irrelevancia y fracaso que le fuera arrebatado. Cierto día crucé por la plazoleta de las esculturas, atravesándola en diagonal, camino de mis labores. Justo al centro de ella había un mendigo, un individuo en harapos, mal afeitado y fétido —su fragancia me alcanzó a varios metros—, con las greñas desbocadas, que sostenía un tarrito y hablaba consigo mismo alzando el dedo índice, advirtiéndose a sí mismo de algo en apariencia importante.
La única frase que afloraba de sus labios, y que oí al cruzar junto a él, me dejó helado:
—... Mueres para evitarme la ignominia, para que no se diga que soy un cobarde..., para probarme a mí y al mundo que soy capaz de matarte...
Me paré en seco y me volví hacia él. Avancé dos, tres pasos en su dirección y me quedé en las cercanías, mirando hacia otro lado, esperando. Luego lo miré de reojo. De semblante ojeroso, tenía la expresión gastada de quienes se han arruinado en las calles y a la intemperie, en la pobreza total. Tenía la boca entreabierta y la saliva se le acumulaba en las comisuras, y una cicatriz en la frente, y la expresión completamente ida. A esa distancia, su hedor se hacía difícil de soportar.
Al dar un nuevo paso hacia él, me vio, o dio la impresión de verme con sus ojos translúcidos.
—¿Horacio? —dije—. ¿Eres tú?
Un chispazo de reconocimiento le cruzó el rostro, pero se diluyó al instante, sin que llegara a traerlo de vuelta. Luego movió los labios, intentó decir algo, pero de su boca afloró apenas un farfulleo, una retahíla de sonidos inconexos. Ya no podía hablar normalmente, tan solo repetir, en apariencia, esa única frase:
—... Mueres para evitarme la ignominia, para que no se diga que soy un cobarde...
Cerca de allí, en un extremo de la plaza, había un organillo con un pequeño mono encadenado a él. Su dueño giraba la manivela con gesto distraído, dándole cuerda, pero ningún sonido afloraba aún de su interior. Solo había en torno de la plaza un fondo de silencio. El resto era silencio.
Sin saber por qué, extraje un billete de mil pesos, se lo puse a Reyes March en el bolsillo a medias descosido de la chaqueta y me alejé del lugar. Tuve la sensación desdichada de que algo de mí permanecía en esa plaza. Ya no pude mirar atrás.